Ecos del Pasado

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—¿Qué parte de que debes sostener la espada con más firmeza, es la que no entiendes?

»¡No, no, no, cerebro de perro! ¡«Fuerte» no es lo mismo que «firme»!

Un enorme xiongmao golpeaba, con una enorme vara de bambú, los nudillos y el lomo del joven Albrecht, quien apenas podía sostener el peso de la espada de madera con sus temblorosas manos.

—¿No dijiste que habías entrenado con los kitsune? ¿Que acaso solo te enseñaron a holgazanear mientras miraban las estrellas? ¡Esto es una jian, no uno de los cortauñas refinados que usan esos afeminados zorros!

»¿Sabes cuántos años de tradición reposan en tus manos? ¡Tómalos con el respeto que se merecen!

Continuó con su regaño y volvió a golpear a Albrecht, esta vez tan fuerte que el trozo de bambú se hizo añicos en la espalda del joven volk.

—¡Maldita sea, Ji! —rugió Albrecht, lanzando la espada de madera hasta el otro lado del bosque de bambú—. Ni siquiera es una jodida espada real, ¡deja de desquitarte conmigo! Ya te dije que yo no me comí tus dumplings.

—¿Entonces quién fue? ¡Somos los únicos que habitan esta casa y el rastro de civilización más cercano está a kilómetros de aquí! ¡Confiesa tu crimen, estúpido perro malagradecido!

Ji alzó su robusto brazo, dispuesto a golpear de nuevo a Albrecht, pero el joven volk lo frenó en seco, bloqueando el golpe con su antebrazo derecho y, fúrico, respondió:

—¡Quizá te los tragaste tú mientras estabas ebrio! ¡No sería la primera vez que olvidas algo luego de ahogarte en litros de baijiu, puto panda goloso!

La tensión del conflicto llegó a su punto álgido cuando ambos se transformaron: Albrecht en su forma zver (un gran lobo bípedo, de dos metros, con fornidas y musculosas extremidades, y largas y gruesas garras); por su parte, Ji había adoptado su forma shou (casi igual a la zver de Albrecht, con las principales diferencias de que este era un panda, le sacaba por lo menos cuatro metros de altura y su complexión era mucho más gruesa).

Se quedaron mirando un rato, enseñando los colmillos y gruñendo, pero ninguno de los dos hizo nada, ambos dieron media vuelta y caminaron hacia lados opuestos del bosque, refunfuñando. Albrecht pronto se perdió entre los bambúes, llegó hasta la orilla del río, volvió a su forma humana y se sentó sobre unas rocas. Aunque estaba a varios metros de la casa de Ji, la luz de las redondas farolas todavía alcanzaba a reflejarse sobre las tranquilas aguas.

—Puto panda, puto Lobo Blanco, puta la madre que me parió por tomar la grandiosa decisión de pedirle entrenamiento a este maldito panzón —soltó hacia la nada el joven volk, mientras tomaba una piedra del suelo y la lanzaba hacia el río, provocando ondas en el agua y el silencio de las ranas, aunque este sólo duró unos segundos.

«¿Pero qué otra opción tienes? Ya no puedes volver atrás, ya no hay un lugar al cual regresar»

Sus ideas contrarrestaron sus deseos de abandonar, pues, en realidad no podía permitírselo, no desde aquél tres de octubre en el que, habiéndolo perdido todo, decidió dejar atrás el lugar que lo vio nacer: un pequeño pueblo oculto en las heladas montañas de América. Pero el sonido de pasos acercándose, lo sacó de sus cavilaciones.

—Ya te dije que yo no fui, déjame en paz, o te prometo que lo próximo que va a desaparecer serán tus bolas —amenazó Albrecht, anticipándose a una nueva confrontación.

—Así que es verdad, el viejo Ji tomó otro discípulo —bufó una voz grave, pesada, pero elegante y amenazadora.

Albrecht se incorporó de inmediato, habría reconocido esa voz en cualquier lugar, instintivamente adoptó su forma zver y volteó a darle cara al intruso, a pesar de que el miedo recorría cada fibra de su cuerpo.

—Y parece que sabe morder —soltó de forma burlona el intruso.

—¿Vienes a terminar el trabajo? —cuestionó Albrecht, luchando contra el impulso de huir y, al mismo tiempo, contra el de luchar—. Adelante, pero no te lo dejaré tan sencillo.

—¿Terminar el qué? Niño, ni siquiera sé quién eres. ¿Dónde está el viejo Ji?

La mente del joven volk se quedó en blanco por unos instantes, y de pronto, una incesante lluvia de ideas comenzó a estallar en su mente: ¿Cómo era posible que el hijo de puta que lo había visto a los ojos, luego de haber asesinado a toda su familia, no lo reconociera? ¿Tan insignificante era? ¿De qué habían servido esos dos años atrapado en ese lugar en medio de la nada?

Un aullido cargado de dolor y rabia, salió desde las entrañas de Albrecht: la vorágine de ideas lo había llevado al límite y, como un mecanismo de defensa, sus instintos se habían apoderado de su cuerpo haciéndolo entrar en un estado conocido como «cólera». Común entre todas las razas de cambiaformas, pero no por ello sencillo de controlar.

El joven volk corrió a cuatro patas y rápidamente acortó la distancia que lo separaba del intruso, se lanzó a morder directamente a su yugular, pero su rival lo recibió con un golpe del mango de su katana, directamente sobre la nuca. Albrecht cayó al suelo estrepitosamente, pero la cólera guiaba sus movimientos e intentó levantarse. Sin embargo, la mano de su contrincante lo tomó por la cabeza, lo levantó por los aires y sin darle la oportunidad de tocar el suelo, le propinó un certero golpe que lo sacó volando varios metros, rompiendo una cantidad importante de bambúes en el trayecto.

—No te levantes, mocoso. No soy adepto a matar niños.

La cólera abandonó el cuerpo de Albrecht en el momento en que todo el aire en su estómago y pulmones, fue sacado violentamente por el golpe de su rival, sin embargo, seguía consciente y pudo escuchar aquella advertencia. Pero el dolor en su interior solo aumentó y, queriendo conservar al menos un poco de su honor, se levantó.

—No tienes que demostrarle nada a nadie, niño —dijo una voz tras de él.

Era Ji, quien, poniendo una mano en su hombro, lo hizo a un lado gentilmente, protegiéndolo con su cuerpo, enfrentando al volk intruso.

—Te has ablandado, Ji. Antes no aceptabas alumnos que no hubieran pasado ya por la pubertad. ¿O acaso te volviste demasiado viejo y sentiste la necesidad de saber lo que es ser un padre?

—Tus chistes siguen siendo igual de malos. Lárgate de aquí, Lobo Blanco. Tus asuntos no me interesan, hace mucho que dejé de ser tu maestro.

—No quiero problemas, anciano. Solo necesito información —bufó Lobo Blanco, bajando la guardia, adoptando una posición mucho más relajada.

Se sentó en una piedra y cuestionó:

—¿Qué tanto sabes sobre los avatares del caos?

—Vienes a mi casa sin avisar, golpeas a mi alumno, ¿y todavía tienes las agallas de pedirme información? Ya te dije que te largaras, no eres bienvenido en este lugar.

El experimentado xiongmao lanzó una mirada intimidante a Lobo Blanco, quien inmediatamente se levantó e instintivamente tomó la empuñadura de su espada, listo para defenderse. Una gota de sudor frío se deslizó por su frente: la imponente presencia de su antiguo maestro había logrado amedrentarlo.

—No me iré sin esa información, anciano —intentó amenazar Lobo Blanco, pero la adrenalina se había mezclado con el miedo, ya no había oportunidad de retroceder.

—Entonces ven por ella, muchacho. Ya es momento de que recibas tu última lección —sentenció Ji, quien con solo desenfundar su espada y lanzar un tajo hacia el cielo, rompió las nubes y provocó que varios truenos cayeran y resonaran en varias partes del bosque: como rugidos de dragones listos para pelear.

●●●

Un lobo mugriento, más parecido a un perro callejero, de color gris y que vestía una camisa igual de sucia que él, entró en una estación de metro, caminó hasta las vías y, sin que nadie pudiera percatarse, se inmiscuyó entre los túneles subterráneos por donde transitaban los trenes. A la mitad del camino entre una estación y otra, se detuvo, rasguñó un poco una de las paredes y la piedra cedió en la forma de un cuadrado perfecto, por donde pasó el animal.

—¿Cuánto tiempo lleva dentro? —cuestionó el lobo, al ver a un ya adulto Albrecht sentado en posición de loto, meditando, con los ojos cerrados.

—Tres días —respondió un hombre de estatura un poco menor a la del promedio, pero de movimientos gráciles y silenciosos y con una piel morena acaramelada por el sol, quien devolvió el pedazo de roca a su sitio.

»Creí que llegarías antes, después de todo es tu casa, deberías ser el primero en intentar defenderla. Además, sabes lo poco que me gusta quedarme quieto por tanto tiempo —continuó, quejándose, mientras pasaba su mano por las muescas que habían quedado en la pared, devolviéndolas a su estado anterior como por arte de magia.

—Lo siento Zack «Pies Ligeros», no todos somos tan rápidos como tú. A algunos ya no nos es tan fácil pasar desapercibidos. Los espíritus del caos rondan por las montañas, los bosques y los mares; y las ciudades están plagadas de espías, Royal Lion ha extendido su influencia en las calles.

—Deja los pretextos para tu madre, Sben. Sólo báñate y verás como nadie le presta atención a un perro flaco que viste la camisa de un estúpido equipo de fútbol más sucia que él.

—El punto del camuflaje es estar sucio, maldito imbécil.

Ambos se miraron por unos momentos y soltaron una risa, resignados pero cómodos con la naturaleza de su compañero.

—Además, Mike siempre está aquí para cuidar el cuchitril, ¿no es así, amigo? —agregó Sben, mientras volvía a su forma humana y se acercaba a un altar en una esquina de la cueva donde había una escultura de una rata (de unos veinte centímetros de altura, hecha con partes de esqueleto de roedor y trozos de aluminio proveniente de latas) a la que le tendió la mano.

Al escuchar la voz de su amigo, la curiosa escultura pareció tomar vida, subió por el brazo de Sben y se acurrucó en su hombro. El volk se sentó justo a un lado del altar, de sus bolsillos sacó un par de extraños insectos de apariencia etérea y se los entregó a Mike, quien, con sus huesudas patas de rata, los tomó y comenzó a devorarlos, consumiendo la vitalidad de la que parecían estar hechos.

—Admito que es un gran anfitrión —correspondió Zack, quien se encontraba alistándose para salir, acomodando sus negras ropas que se asemejaban más a mantos arcaicos roídos, que al elegante uniforme negro que los tres, como manada, habían elegido portar cuando debían trabajar juntos.

—¿A dónde vas? —cuestionó Sben—, ¿No te quedarás a esperar que Albrecht regrese? Por lo que me contaste, está cerca de llegar al territorio del avatar de fuego, yo quiero ver cuando le queme su negro culo.

Zack soltó una risa, pero ya había abierto nuevamente el cuadrado en la pared.

—Tengo que despistar a las patrullas de Royal Lion, no sabemos cuánto tiempo le tome estar en el Bardo. Mientras más tiempo pasamos aquí, las probabilidades de que nos encuentren también aumentan.

»Mejor mantenme al tanto por colmillófono —concluyó Zack, antes de que un tren pasara a toda velocidad por las vías tras él.

—Enano cabrón, cuando te conviene el enemigo sí nos está pisando los talones, ¿no? —espetó Sben entre risas, pero su amigo se había desvanecido con el ruido del tren y el cierre de la piedra.

●●●

El Bardo (nombre con el que se referían los cambiaformas al mundo espiritual) se regía por varias reglas peculiares y se extendía hasta los confines de la experiencia onírica. Este era el lugar al que los cambiaformas proyectaban su esencia, ya fuera porque buscaban conocer la fluctuaciones que se daban entre el mundo físico y el Bardo, recibir consejos y favores de los espíritus o simplemente para adquirir sabiduría.

Albrecht había entrado al Bardo por lo segundo y se encontraba andando por uno de los interminables parajes volcánicos de los territorios espirituales. Había caminado durante tres largos meses, preguntando a espíritus amables y no tan amables, sobre los reinos de los avatares de fuego.

«¿Por qué no trajiste más agua? El estanque en el que descansamos hace dos días tenía más que suficiente. Debiste obligar a ese pequeño espíritu ajolote a meterse en la cantimplora, pero no, tenías que apelar a tu buen corazón, imbécil».

Mientras discutía consigo mismo, Albrecht se aproximaba a las faldas de un enorme volcán activo. Apenas hubo puesto un pie en el suelo volcánico, un temblor cimbró la tierra y fue seguido por el estallido de una erupción volcánica, así como del rugido de un enorme félido: ambos sonidos combinados, imprimieron en la mente de Albrecht el miedo a morir.

Nadando entre los ríos de lava, un robusto jaguar de al menos unos 4 metros de alto, bajaba junto a la corriente del caliente y espeso líquido. Llegó hasta la piedra alta a la cual Albrecht había saltado y soltó otro rugido, buscando intimidar al inesperado visitante.

—Parece que estás muy lejos de casa, cachorro. ¿Qué te trae a mis territorios? —interrogó el avatar de fuego mientras caminaba lentamente alrededor de Albrecht, acechándolo.

—Solo vine a pedirle consejo, señor jaguar, eso es todo —contestó el volk, arrodillándose, intentando apelar a la vulnerabilidad para evadir el inminente peligro.

—¡No mientas! —rugió molesto el avatar —, o eres demasiado estúpido o no has estado mucho tiempo en el Bardo. Aquí no puedes ocultar tus intenciones, tu espíritu apesta a venganza y los que buscan eso, jamás vienen pidiendo consejo.

Albrecht sonrió nerviosamente al encontrarse expuesto, se levantó del suelo y desenfundó su jian, adoptando una pose defensiva.

—Entonces déjeme ir al grano: ¿Quiere unirse en mi cruzada hacia los confines del infierno?

El enorme animal se echó a reír, sus carcajadas alteraban el flujo de los ríos de lava.

—Quizá sea tu día de suerte, muchacho. Desde hace muchas eras he estado tentado a dejar estos aburridos parajes donde nada sucede, pero hasta ahora no he encontrado algo digno de mi atención —dijo el avatar, deteniendo su andar.

»Pero no esperarás que te acompañe así como así, ¿no? Si voy a cuidar tu trasero, debo saber que tú eres capaz de cuidar el mío.

Y sin mayor preámbulo, el avatar se lanzó sobre Albrecht, mordiendo la espada y propinándole un zarpazo que lo hizo caer directamente dentro de la lava. Su cuerpo se sumergió varios metros, pero no se quemó. Había transitado hacia el Bardo, junto a un espíritu salamandra y era gracias a su bendición, que podía proteger su espíritu del daño producido por el fuego y el calor.

—No me decepciones, eso no pudo haberte matado —exigió el avatar, lanzando la espada al suelo, para luego lanzarse a la lava, en busca del volk.

Albrecht intentó nadar a la superficie, pero, aunque la bendición lo protegía contra el fuego, no le daba mejor movilidad dentro de la lava. Para el jaguar, moverse en la espesura del líquido rojizo era sencillo y, por ello, nadó como saeta hacia el volk, abrió sus grandes fauces y encajó sus colmillos en el espíritu de su rival, luego ascendió hacia la superficie y escupió a Albrecht en tierra firme: un pedazo de roca en medio de lo que se había convertido en un lago de lava.

Si no hubiera estado en su forma zver, aquél ataque lo hubiera partido por la mitad y, aún así, el daño que había sufrido era considerable: un par de costillas rotas y varios órganos habían sido perforados y manaban vitalidad. Albrecht entró en cólera (hacía un par de años que había aprendido a dominar aquél estado), lo cual curó sus heridas con asombrosa rapidez. Se levantó y, luego de escupir sangre hacia el suelo, se lanzó contra el avatar.

Los zarpazos y mordidas que ambos infringían sobre el espíritu del otro, poco a poco comenzaron a mermar sus fuerzas, y, en un descuido del avatar, Albrecht aprovechó para cargar contra él mientras estaba en cólera: tomó entre sus garras a su rival, lo elevó y luego lo azotó contra la roca volcánica; sin dejar que la cólera dejara de fluir, se dejó caer, aprisionando el cuerpo del avatar entre sus piernas y comenzó a golpearlo incesantemente en la cabeza.

La vitalidad del avatar comenzó a salir en grandes y espesos nubarrones rojos, mientras que, con sus patas, intentaba contener la violencia de su atacante, pero Albrecht solo las apartaba con sus codos y continuaba golpeando.

—Basta... —alcanzó a murmurar el jaguar—, me rindo.

El volk se detuvo y, exhausto, se dejó caer sobre sus espaldas.

—Eres un admirable guerrero —continuó hablando el avatar—, será un honor acompañarte en tu descenso al infierno. Pero antes de ligarme al objeto mundano, cual sea que hayas elegido, dime: ¿A quién vamos a cazar?

—A Lobo Blanco —respondió Albrecht sin tapujos, mientras intentaba regular su respiración.

—¡Jo, jo, jo! ¿Qué clase de vida llevas muchacho? ¿Qué caminos te llevan a querer acabar con la legendaria «Tempestad Lunar»?

—Ya lo sabrás —respondió Albrecht, levantándose con dificultad, caminó hasta la espada que le había forjado el viejo Ji y al levantarla, ordenó—: Además, es tarde para que cambies de opinión, así que métete en el arma y no preguntes más.

—Me ofendes, quiero ver hasta dónde eres capaz de llegar.

El cuerpo del jaguar se convirtió en una densa nube roja de vitalidad, la cual comenzó a absorber toda la lava a su alrededor, transformándola en sustancia etérea. Aquél plasma se arremolinó alrededor de la espada y, mientras las decoraciones en el metal (que tan cuidadosamente había pulido su creador antes de morir) se encendían en un rojo perpetuo, el volcán perdía todo su calor.

La temperatura descendió e inesperadamente comenzó a llover. Albrecht se acostó sobre el suelo que todavía conservaba un agradable calor, disfrutó las frescas gotas de lluvia sobre su cara y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, ya se encontraba de vuelta en el mundo físico y Sben lo miraba fijamente.

—¿Y ahora qué sigue? —preguntó su compañero.

—Primero, impedir que los jodidos simba se apoderen de la ciudad y, segundo, comenzar con los preparativos para cazar a ese hijo de puta.

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