La princesa y el sapo

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Varias telas de colores adornaban el cabello de Zoe, quien se peinaba frente al espejo tal y como su abuela le había enseñado. Maquilló sus pómulos con polvos ligeramente más claros que su piel morena, cubrió su cuerpo con un largo abrigo color malva y sonrió al ver el resultado de su disfraz: una muñeca japonesa de porcelana al estilo Nueva Orleans.

Recordó entonces el detalle final y sobre sus labios aplicó un resplandeciente labial rojo, que había comprado exclusivamente para la ocasión: se trataba de un nuevo producto que prometía brillar en la oscuridad y que, apenas había llegado a la ciudad, todas las chicas se habían vuelto locas por conseguirlo. Zoe había adquirido una de las últimas piezas con la esperanza de que aquél mágico producto la haría resaltar al caer la noche, mientras atendía las mesas del restaurante en el que trabajaba.

Una vez lista, guardó algunos cuarzos en sus bolsillos y salió al caótico bullicio de la ciudad: el «festival de mardi gras» llevaba ya unas cuantas horas y aunque aún era de día, ya podían verse varios borrachos salir de algunos locales. En uno de estos entró Zoe, quien se puso su delantal y dio inicio a su jornada laboral.

Ya entrada la noche, aunque sus labios habían tenido el efecto esperado, durante todo su turno experimentó una picazón en ellos, que para ese punto se había convertido en un ardor infernal. Apenas salió el último cliente, se dirigió hasta el baño para remover el maquillaje.

Sin embargo, éste se mantuvo impregnado a pesar de los esfuerzos por retirarlo: unas cuantas ronchas aparecieron en las comisuras de su boca y el escozor se hizo más intenso. Arrepentida por su compra, tiró el labial a la basura.

Zoe salió del restaurante a la medianoche como si de una princesa se tratase, con la diferencia de que su rostro estaba hecho un desastre y ningún príncipe iba a aparecer para arreglarle la vida: había sido una ingenua al pensar que un labial defectuoso la ayudaría con eso.

Al llegar a casa, la recibió su abuela: Mamá Marie, quien se sobresaltó al ver el estado en el que se encontraban los labios de su nieta:

—¡Pero niña! ¿Cuántas veces te he dicho que no debes besar al primer bagre que se te ponga enfrente?

Zoe no estaba de humor para responder a su sarcasmo e intentó escapar de la situación. Pero la abuela continuó:

—Esos solo traen mal augurio. Para eso mejor ponte a besar sapos.

Mamá Marie soltó una risotada al notar el asco con el que reaccionó Zoe, para entonces imprimir de seriedad sus palabras:

—¡De verdad! El beso de un sapo podría curar esas ronchas que tienes. Te lo digo por experiencia.

—Sí, seguro también se convierte en un príncipe y se enamora perdidamente de mí —dijo Zoe, con sarcasmo.

—Quizá lo primero no. Lo segundo depende de ti.

La abuela alzó ambas cejas con picardía y Zoe soltó un par de risas. En realidad, aunque se mostrara inicialmente reacia a los poco ortodoxos remedios de su abuela, la joven reconocía la veracidad detrás de sus palabras. Prueba de ello eran las pociones de dudosa procedencia que le daba al enfermarse, la protección que le otorgaban sus cuarzos, o incluso aquella vez en la que habían dejado embobado a uno de sus compañeros del bachillerato durante varios meses con el «agua de amor» que habían colocado en su bebida.

—¿Y de casualidad la señora bruja tiene un sapo que pueda prestarme? Le prometo que solo será un besito.

La anciana le dedicó una sonrisa de complicidad a la muchacha y dio un giro sobre sus pies, lo que provocó que un par de telas coloridas cayeran de su cabello y las joyas que llevaba encima chocaran entre sí, produciendo un alegre tintineo. Mamá Marie descendió al sótano por unas empinadas escaleras de caracol, seguida por su nieta.

—Te presento al amor de tu vida, cariño —dijo Mamá Marie, sacando de una cajita a un sapo, para acto seguido escucharlo croar—. Dice que está encantado de conocerte.

—Ya cállate y dámelo.

Sin pensarlo demasiado, Zoe tomó al anfibio, lo acercó hasta sus labios y cerró los ojos al besarlo: sintió la verrugosa y viscosa piel contra su boca y lo alejó de ella al instante, lanzándolo hacia un lado, asqueada por la textura.

—¡Ten más cuidado! ¿Qué no ves que es solo un sapito? —se quejó la anciana, molesta, mientras buscaba en el suelo al animal—. ¡Mañana tú misma te encargas de buscarlo!

●●●

Al día siguiente, Zoe se despertó aún con el sabor desagradable del brebaje que Mamá Marie le había dado la noche anterior, según ella para «completar el embrujo». Se tocó los labios con las yemas de los dedos y pudo sentir los bultos de las ampollas que se habían formado: el escozor se reavivó.

Se levantó de su cama y se dirigió al baño, solo para comprobar que el estado de sus labios no había cambiado demasiado. Suspiró, se colocó un bálsamo para intentar aligerar las molestias, levantó la tapa del váter y se sentó. «En la tarde iré al médico», pensó. Revisó su teléfono y un par de memes lograron sacarle una sonrisa, pero al continuar bajando por su inicio se encontró con varios vídeos que mostraban un caos inaudito en la ciudad.

En ellos podía verse una especie de anfibio gigantesco y deforme de al menos unos 8 metros de altura; su piel verrugosa, húmeda y verde, se le caía a pedazos mientras se movía y sus globos oculares le desbordaban las cuencas, dando la impresión de que la cabeza del animal estaba a punto de reventar.

La criatura abrió completamente la boca y soltó un grito penetrante: parecido al balbuceo violento de un bebé monstruoso intentando comunicarse:

—¡ZE! ¡ZE!

Con su lengua atrapaba a todo ser vivo que se cruzara en su camino, mientras su cuerpo los asimilaba y mutaba vertiginosamente: extremidades humanas y animales salían por sus costados, aumentando en tamaño con cada víctima ingerida.

De pronto, alguien abrió la puerta del baño de un manotazo.

—¿¡Ya viste lo que hiciste, mujer!? —espetó Mamá Marie, regañando a la joven que todavía se encontraba sentada en el inodoro—. ¡Eso es lo que pasa cuando avientas un sapo a la...!

—¡Espera! ¿Tú cómo sabes que fue por mi culpa?

—¿Acaso no es obvio? ¡Tiene hasta tu maldito labial del averno!

—¿El labial? Pero creí que...

Zoe abrió otro vídeo en vivo que estaba circulando por redes sociales, en el que se podía apreciar a la criatura gesticulando:

—¡ZE! ¡ZE!

—¿Qué mierda tenía tu brebaje para crear un monstruo así? —cuestionó la joven, negándose a creer lo que estaba viendo y tomó rápidamente varios cuadros de papel para limpiarse.

—¡No jodas con que ahora es culpa del brebaje! ¡Ya deja de hacerte pendeja y levántate de ahí! —exigió la anciana—. No podemos permitir que esa cosa siga comiéndose a toda Nueva Orleans.

Ambas mujeres bajaron al sótano y, luego de abrir un antiguo baúl marcado con varias runas, Mamá Marie sacó una hermosa escopeta y varios cartuchos con balas de plata que entregó a la joven. Entonces llenó su bolso y los bolsillos de su abrigo con talismanes, muñecos vudú, frascos con líquidos extraños y algunos miembros y órganos de animales disecados.

—Es hora de matar a tu príncipe azul.

La abuela tomó la mano de Zoe y la encaminó hacia la salida, mientras la joven protestaba:

—¿Cómo mierda vamos a matar a un sapo gigante con una escopeta y un par de cachivaches de brujería?

—Déjese de tonterías, señorita. Tu madre tuvo pretendientes peores.

La anciana abrió la puerta y, al final de la calle, Zoe alcanzó a ver el enorme cuerpo del animal acercándose, provocando que el suelo cimbrara con cada uno de sus pasos.

—A toda bruja le llega el momento de poner en alto el nombre de su linaje —dijo Mamá Marie, al tiempo que empujaba a Zoe hacia afuera de la casa. 

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