Lealtad

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¿Alguna vez has visto un fantasma? Esos seres de leyenda que nos han acompañado en nuestras peores pesadillas desde los albores de la humanidad. El debate sobre su existencia y origen aún hoy invade las conversaciones cotidianas e incluso me atrevería asegurar, que tú también la has cuestionado más de una vez. Sin embargo, creas en ellos o no, ¿Te has preguntado por qué pareciera que esas energías (entes, almas o como prefieras llamarles) permanecen aferradas a un lugar, a un momento o a una persona?

A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de ver varios fantasmas de diversos tipos, desde los clásicos femeninos vestidos de blanco, las sombras enormes y con sombrero, hasta aquellos que escapan fugazmente y sólo alcanzas a ver por el rabillo del ojo. La mayoría de ellos no se manifestaban fuera de espacios concretos, parecían encontrarse anclados a ellos, como si estuvieran encerrados en un bucle de nostalgia, sin mayor remedio que permanecer cerca de aquello que les permitía no olvidar.

Durante años, esa amarga concepción se incrustó en mis pensamientos y originó en mí un horror paranoico, pues el simple hecho de imaginar que mis seres queridos o yo mismo, sufriéramos tan aciago destino, perturbaba insistentemente mis sueños. Esta situación no hizo más que empeorar, pues al miedo se unió el dolor cuando una fría tarde de invierno, el que había sido mi mejor amigo y compañero de vida durante los más amargos años de mi adolescencia, murió.

A partir de ese momento descendí, sin la capacidad de poder oponerme, hacia una profunda depresión que se extendería a través de muchos años. Me olvidé de comer, de ducharme, de dormir y de sonreír, e incluso la visión optimista de la vida que aún ahora intento mantener, en aquellos tiempos se esfumó. ¿Y cómo no iba a hacerlo? ¿Cómo iba mantenerme a flote sin el único ser que me había acompañado en los momentos más oscuros de mi corta existencia? ¿Cómo se supone que debía superar el duelo cuando ni siquiera tuve la oportunidad de decir adiós?

Pero un día, luego de que hubieron pasado meses desde su partida, recibí una visita: Mientras me encontraba acostado en un sillón y mi mirada se perdía en las imágenes proyectadas por el televisor, pude ver una colita blanca y esponjosa que, por la altura de su dueño, era la única parte que alcanzaba a sobresalir y distinguirse entre los voluminosos muebles de la sala. Avanzó durante un rato y luego desapareció.

Al día siguiente, mi peludo visitante, volvió a anunciarse pero ya no como una visión, pues estando yo en la planta baja de mi hogar, pude escuchar el inconfundible sonido que provocan las garritas de un perro al caminar. Con esta segunda manifestación y aunque mi corazón aún se mostraba temeroso de aceptarlo, me entregué a la nostalgia y pronto resultó evidente de quien se trataba, era él: mi mejor amigo, que había vuelto para estar conmigo una última vez.

—¿Vienes a despedirte?

Con lágrimas en los ojos y el alma en la mano, fue lo único que se me ocurrió preguntarle, pero obviamente, nunca recibí una respuesta. Sin embargo, aún con el transcurrir de los días y las semanas, él no se fue. Y aunque jamás pude ver otra cosa que no fuera su cola o escuchar sus pisadas, siempre se encargó de hacerme saber que estaba ahí, acompañándome y cuidándome para que no me perdiera.

Ahora no estoy seguro de cuáles son los motivos que mueven y definen la existencia de los fantasmas, pero puedo afirmar que algunos de ellos se quedan por amor. Se quedan un rato para que no sientas tanto el vacío que dejan, para dejarte un poquito de todo lo que se llevan y demostrarte que incluso después de su muerte, el amor que construiste a su lado te acompañará hasta el último de tus días, hasta el momento en el que tu corazón le regale a la vida, el último de sus latidos.

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