Hojas de Otoño

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«La Corte Penal Internacional emitió una orden de detención contra el presidente de Rusia, por la presunta deportación de niños ucranianos. Los niños gozan de una protección especial debido a la convención de Ginebra...»

El pequeño Carlos permanecía con la mirada fija en el televisor (un viejo cacharro que le fue regalado a su madre por el gobierno del sexenio anterior, cuando arbitrariamente y por «un progreso necesario», cambiaron la señal de televisión análoga por la digital), mientras éste emitía la voz acartonada y mecánica de un presentador de noticias: sonidos que se mezclaban y confundían con los de gotas de lluvia cayendo sobre las láminas del techo y los del viento que, ululante, anunciaba la llegada del otoño. Sin embargo, Carlos, indiferente a las ondas sonoras, mantenía su atención únicamente en las imágenes proyectadas por la pantalla.

Particularmente, se enfocaba en una mujer que hacía señas con las manos y, aunque reconocía aquella acción y tenía una precaria idea de su significado, los únicos símbolos que pudo entender se limitaron a «niño» y «deber» (palabras con las que él de cierta forma se identificaba, porque eran de las pocas que existían en las interacciones con su mamá). Tenía el control remoto en la mano y conocía perfectamente el botón con el que se cambiaban los canales en el televisor, pero aunque le carcomían por dentro las ganas de oprimirlo y encontrar los dibujos que tanto le gustaban, luchaba contra ese deseo por el miedo latente de que, en cualquier momento, su madre saliera de su habitación y lo golpeara. Él sabía que a ella no le agradaba que mirara caricaturas, sin embargo no entendía por qué. A decir verdad, no entendía muchas cosas, pues su condición de sordo hacía que la comprensión de su realidad se redujera a los estímulos que sus otros sentidos podían percibir, en mayor medida a las fotografías que sus ojos recogían del entorno y a una significación primitiva de «agradable y desagradable».

Otra de las cosas que podía interpretar, era la posición de las manecillas en el reloj arriba de la TV, al cual dirigía miradas fugaces pero insistentes, mientras jalaba su cabello una y otra vez. La ansiedad y emoción le dominaban porque pronto esos palitos inquietos pasarían el número límite para que él y su madre salieran de casa, y ella lo dejara en ese lugar lleno de otros niños, de los cuales ninguno quería jugar o interactuar con él. Por ello se limitaba a sentarse y a soportar la violencia ocasional que sobre él ejercían sus compañeros, recreando en su memoria los dibujos de la televisión, las tardes en compañía de su mamá (momentos donde jugaban a la pelota, veían abrazados algún programa en la TV o permanecían sentados mientras ella volcaba su atención, durante horas, hacia algunos libros de texto). En ese lugar, tan hostil para él, su único consuelo era aferrarse a la seguridad de sus recuerdos mientras esperaba, otra vez, que las manecillas en el reloj indicaran el momento para regresar a casa.

El noticiero había terminado y la proyección ahora mostraba personas adultas, que se abrazaban y besaban: una novela. Carlos seguía esperando que su madre saliera de la habitación, pensó en levantarse e ir a buscarla, pero eso tampoco le gustaría y no quería que ese día fuera de aquellos donde, por motivos que nunca entendía, ella lo encerraba en uno de los cuartos y no lo dejaba salir hasta que la luz del exterior se extinguía y la oscuridad se apoderaba del cielo. Así que allí se quedó, viendo a esas personas que se comportaban como su mamá cuando ese otro adulto entraba a la casa; quizá era por eso que había dejado pasar el número en el reloj: la noche anterior él la había visitado y la había golpeado como en otras ocasiones. Carlos recordaba el olor pesado, metálico e inconfundible del líquido rojo esparcido por el suelo, las lágrimas de su madre, ceños fruncidos, puños y bocas abiertas: la furia y la violencia. Pero aquellas escenas eran normales para su mente infantil, para su mente de causas y consecuencias, de efigies imprecisas. Por eso la idea de un día con su madre, la única fuente de felicidad que él conocía, lo mantenía ahí, pegado frente al televisor esperando el momento del día que le daba sentido a su existencia.

La tarde cayó y con ella, también la fuerza de voluntad del pequeño sordo de apenas seis años, que se levantó de su puesto de centinela y recorrió el pasillo hasta la cortina que fungía como puerta para la habitación de su madre (en el camino, pisó con pies descalzos el líquido carmesí sobre el suelo y esto le provocó un escalofrío: estaba frío y gelatinoso): la encontró colgada a una de las viejas vigas de madera que sostenían las láminas del techo, con una soga alrededor del cuello. Pero tampoco conocía el concepto de la muerte y su mente buscó darle un significado a lo que veía, con las escasas herramientas que poseía: así concibió a su madre dormida, flotando tranquilamente en un extraño columpio, descansando del dolor. Como él, en el parque, cuando adolorido y exhausto de tanto jugar, se sentaba al lado de su madre buscando el cobijo que tanto le gustaba. Se acostó sobre el viejo y roído colchón justo debajo de los pies colgantes. Y ahí pasó los días y las noches sin importar el hambre, la sed o el insoportable olor que despiden los cuerpos al descomponerse, hasta que una mañana ya no volvió a despertar. Los cadáveres no fueron encontrados sino hasta el invierno, cuando los encargados de la cobranza decidieron embargar la precaria propiedad.

El hallazgo fue noticia nacional y todo mundo opinó sobre el asunto; algunos culpaban al gobierno, otros más atrevidos señalaban al sistema, mientras los más perdidos revictimizaban a la madre aunque ésta apenas tuviera 17 años y viviera solamente con su hijo en uno de los barrios más pobres del país; del novio jamás se habló. Dos meses después ya nadie recordaba lo sucedido, ahora la sociedad se daba a la nobilísima e importante tarea de discutir sobre la infidelidad de un par de famosos. Y así, las vidas de Carlos y su madre quedaron enterradas en algún lugar de la indiferente memoria colectiva, en el ir y venir de la existencia: como hojas secas en un día lluvioso de otoño.

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