➊⓿ - Las brujas no pueden ser amadas

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La vida de un caballero inquisidor no era para nada sencilla y Rudolph Dionore lo sabía perfectamente. Tener que levantarse los siete días de la semana antes de que el sol dejara entrever sus primeros rayos para realizar el entrenamiento matutino era el menor de sus desafíos. Tampoco le resultaba complicado seguir el estricto régimen de alimentación que le permitía mantener un físico excelente y una mente activa. Y no tenía ninguna queja sobre las cinco oraciones que debía realizar diariamente, ya sea en alguna iglesia cercana a su cuartel o en un altar improvisado durante sus misiones.

El problema radicaba principalmente en la actitud que se veía obligado a tomar ante sus adversarios. La Asamblea de la Inquisición estaba regida por los dogmas de la Iglesia Neocristiana, de modo que instaba a todos sus miembros a seguir la senda de la misericordia, la paz y el perdón. Según la visión religiosa imperante, no existían enemigos, sino prójimos descarriados a los cuales se debía ayudar y apoyar para que se reivindicaran en el camino del bien.

Pero, a pesar de que Rudolph se distinguía por ser un neocristiano devoto, no era capaz de compartir aquella visión idealista. Para él, la Iglesia tenía antagonistas claros en diversas partes del mundo, cuya eliminación inmediata era justa y necesaria para asegurar la preservación de la especie humana. No era el único que guardaba aquellos pensamientos en su interior, ya que muchos otros caballeros inquisidores también eran conscientes de que resultaba ineludible realizar algunos sacrificios en nombre de lo que creían correcto.

En tal sentido, Rudolph opinaba que una de la peores cosas que podía existir dentro del territorio pontifico era Penitencia. Esta era una región metafísica relativamente extensa ubicada en una zona subterránea al suroeste de los Estados Papales. Su función primordial era la de albergar a diversas criaturas sobrenaturales con antecedentes infames y antiguos herejes que supuestamente se habían arrepentido de sus pecados, lo que los había llevado a unirse a la Iglesia Neocristiana. Si bien buena parte de la población pontificia estaba de acuerdo con que dichos seres malvados merecían una segunda oportunidad, también existían importantes facciones religiosas que veían a Penitencia como una absoluta aberración.

Para alejarse de todos aquellos insulsos dilemas morales, Rudoplh prefería partir en misiones que mantuvieran su mente ocupada. En aquellos momentos se encontraba en medio de una, siendo parte de un pequeño escuadrón inquisidor enviado a confrontar una incursión hereje al sur de los Estados Papales. El grupo estaba encabezado por un gonfalón que capitaneaba a media decena de caballeros novatos, Rupolph incluido. El número reducido de integrantes se debía a que las incursiones herejes comúnmente eran simples intentos de exploración y, más que buscar entablar un combate con ellos, su trabajo consistía en ahuyentarlos.

Los siete inquisidores caminaban a través de la pradera con suma tranquilidad, conversando sobre las misiones que les gustaría realizar en el futuro. La mayoría de ellos portaba el equipo oficial de los caballeros inquisidores: una espada corta de una sola mano, un escudo metálico en forma de lágrima y una pistola de bajo calibre. Por su parte, el gonfalón además llevaba una lanza estandarte con el afamado símbolo de la Asamblea de la Inquisición: dos espadas negras cruzadas sobre una cruz blanca. La otra excepción era Rudolph, cuyo peculiar equipamiento consistía en una espada de dos manos, un par de pistolas al cinto y un rifle de asalto en la espalda. No resultaba común que un novato se atreviera a utilizar armas no convencionales porque estas eran parte del uniforme, pero sus superiores se lo habían permitido en honor a sus padres, inquisidores mártires.

Luego de un considerable trayecto, llegaron a la cima de un monte desde donde tenían visión total del valle en el que supuestamente debían encontrarse los herejes. Se ocultaron en la espesura de una arboleda cercana y procedieron a barrer la zona utilizando sus binoculares. Tal como lo esperaban, a lo lejos divisaron a sus enemigos, pero un escalofrío les recorrió la espalda al advertir ciertos detalles que estaban fuera de lo común.

―No son exploradores... ―indicó el gonfalón con seriedad.

Los novatos confirmaron eso al notar que aquellos herejes, más que recoger plantas y marcar el suelo como solían hacer durante sus exploraciones, parecían estar erigiendo algún tipo de sagrario o monumento en forma de "Y". La confusión de los inquisidores dio paso al pavor tras distinguir que, además de las tropas regulares de leva, también se encontraban presentes por lo menos veinte Verdugos Negros, acompañados de una colosal Lágrima Séptica.

―Es un aquelarre ―susurró uno de los novatos, retrocediendo con horror―. Lo he visto antes... En mi pueblo natal...

―No seas idiota ―espetó Rudolph, intentando mantener la calma―. No hay brujas...

El hombre fue incapaz de terminar la frase, ya que pudo ver refutada su propia negación. Entre la multitud de herejes, una delicada figura femenina destacaba por su apariencia infantil y su largo cabello níveo.

―Una Bruja de Cabello Blanco... Que el Señor nos proteja ―musitó el gonfalón, sin poder ocultar el miedo en su voz―. Esto queda fuera de nuestras manos, nos retiraremos inmediatamente para informar...

El caballero no pudo terminar la frase ya que una cadena rojiza le envolvió la cabeza hasta hacerla reventar, manchando a sus subordinados de restos sangre y materia gris. Los inquisidores intentaron desenvainar como acto reflejo, pero el miedo había mermado sus sentidos y, uno a uno, fueron abatidos por más embates de cadenas carmesí.

Rudolph quedó completamente sólo, con sus dos pistolas en las manos. Salvo por los cadáveres de sus colegas tirados en el suelo, no parecía haber nada más en aquella arboleda. El inquisidor, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, se mantuvo revisando los alrededores y apuntando a todos los flancos durante varios minutos. Pero su resistencia fue inútil y un certero golpe en la nuca lo hizo perder el conocimiento.

Mientras la oscuridad cegaba su visión, se preguntó si acaso había llegado el día en el que se encontraría con su Creador.

...

Rupolph despertó sobresaltado, y emitió un quejido al sentir el inmenso dolor de cabeza que lo agobiaba. Estaba mareado y no podía enfocar la vista correctamente, además de que su respiración entrecortada no le permitía sosegar sus sentidos. Pero se negó a dejarse dominar por el malestar y, tras recordar su entrenamiento como inquisidor, concentró toda su atención en acelerar el proceso de recuperación. Cuando le pareció que se encontraba ligeramente mejor intentó moverse, pero fue incapaz de hacerlo.

Se encontraba sentado en un piso terroso, apoyado contra una gruesa viga de madera a la que estaba fuertemente atado, en un extremo de lo que parecía ser el interior de una gran tienda de campaña militar. Desesperado, intentó rememorar cómo había llegado hasta aquel lugar y su mente se vio embargada por las cruentas imágenes de la matanza que habían sufrido sus compañeros.

Supuso entonces que los herejes lo habían tomado como prisionero y no pudo evitar lanzar una exclamación de furia. Intentó liberarse del aprisionamiento, pero la técnica utilizada era sumamente compleja, incluso para un inquisidor capacitado como él. Era consciente de que el ruido causado por sus ineficaces movimientos y sus rugidos de ira irremediablemente atraería a sus captores, pero eso lo tenía sin cuidado. Es más, estaba dispuesto a morir luchando en lugar de denotar la desolación que los herejes intentaban procurarle.

―Es inútil, la soga está asegurada con magia ―indicó una suave voz femenina.

Rupolph se detuvo y dirigió su mirada a la entrada de la tienda. Allí se encontraba la Bruja de Cabello Blanco a la que había visto antes. Tenía el aspecto de una niña de quince años, con un delgado cuerpo de apariencia frágil y un rostro inocente de ojos rosaceos. Tal como su denominación sugería, su largo y sedoso cabello más blanco que la nieve caía sobre sus hombros y su espalda hasta llegar cerca del final de sus muslos.

Las Brujas de Cabello Blanco eran criaturas demoniacas sumamente peculiares y enigmáticas. Rudolph sabía, gracias a los estudios que había llevado en la Santa Academia, que las brujas herejes, a diferencia de las místicas y las cósmicas, se dividían jerárquicamente en base al matiz de sus cabellos. En Penitencia se podía encontrar algunas antiguas brujas de esa naturaleza, pero la mayoría eran azules y verdes, colores de bajo rango que no entraban en contacto con las brujas superiores.

Las Brujas de Cabello Blanco estaban en la cumbre de su organización, por encima de las Brujas de Cabello Negro, y únicamente superadas por las Brujas de Corrupción. Además del color níveo de sus cabellos, sus rasgos infantiles eran particularidades compartidas por todas ellas. Asimismo, se decía que esa apariencia era tan repetitiva que, más que individuos diferenciados, parecían ser clones debido al aspecto prácticamente idéntico entre cada bruja. También destacaban por usar ropa "tradicional" consistente en vestidos o túnicas negras con el inconfundible sombrero de punta.

―Desgraciada bruja ―espetó Rudolph, regresando a la realidad―. ¡Púdrete tú y todos los herejes!

―¿Un caballero inquisidor tiene permitido decirle esas cosas a una mujer?

―No mereces mi respeto, sino el acero de mi espada...

Entonces Rudolph se percató de que, tal como resultaba obvio, estaba desarmado. Con un rápido vistazo notó que su espada y sus armas de fuego estaban amontonadas a un lado de la tienda, junto al equipo de sus ya fallecidos compañeros. Si lograba soltarse, pensó, entonces podría abalanzarse hacia el armamento.

―¿Por qué me dejaron con vida? ―preguntó, con la intención de ganar tiempo.

―Pedí que atraparan a alguien apto para el sacrificio...

―Así que es un aquelarre de oblación. Malditos psicópatas.

―No se puede realizar un aquelarre con una sola bruja. Esto es un ritual de invocación.

El inquisidor sintió que la boca se le secó al instante. Ciertamente, no había reparado en que solamente esa Bruja de Cabello Blanco estaba en el grupo de herejes que había observado originalmente. Pero si un aquelarre ya era una mala noticia, un ritual de esa naturaleza estaba a un nivel apocalíptico.

―¿Me van a sacrificar para...?

―Te equivocas. ―La bruja se acuclilló frente a él―. Este ritual ya cuenta con todos los sacrificios humanos necesarios.

―¿Entonces...?

―Convencí a la Lágrima Séptica que lidera el grupo de que era necesario tomar una vida más. Pero en realidad quiero pedir tu ayuda.

―Yo... ―Rudolph frunció el ceño, sintiendo que la ira volvía a hacer hervir su sangre―. ¡Prefiero morir antes que ayudar a los herejes!

―No te pido que los ayudes a ellos. Ayúdame a mí. ―La bruja suspiró y se levantó―. Quiero detenerlos.

El inquisidor la miró, atónito. Había escuchado sobre contados casos de traición por parte de herejes redimidos que cooperaban con la Asamblea como prueba de su arrepentimiento, pero nunca creyó que podría ver algo así con sus propios ojos. Y todo se tornaba mucho más inverosímil al considerar que la chica era una perversa Bruja de Cabello Blanco.

―Volveré por ti al anochecer ―sentenció ella luego de unos segundos―. Es normal que no confíes en mí, pero soy tu única oportunidad para salir de aquí con vida.

La bruja se retiró apresuradamente, dejando a Rudolph en un completo estado de shock. Tras recuperarse decidió continuar con sus fútiles esfuerzos por librarse del amarre hasta que, fatigado, consideró sensato ahorrar energías. Pero le resultaba sumamente difícil mantenerse sereno teniendo sus armas a tan corta distancia. De todas formas, concluyó, incluso si lograba tomar su espada y sus pistolas, no podría hacer nada para combatir contra el ejército de soldados herejes y, menos, contra los Verdugos Negros.

Para distraerse se dedicó a reflexionar sobre los pasos que debía seguir con tal de asegurar su supervivencia. Como resultaba obvio, no confiaba en la bruja ni en sus palabras, pero no le quedaba de otra más que seguirle el juego. Al fin y al cabo, sabía que una Lágrima Séptica se hallaba involucrada, lo cual superaba con creces todas sus capacidades físicas e intelectuales.

Luego de unas horas que se hicieron eternas, la Bruja de Cabello Blanco volvió a hacerse presente. Llevaba en las manos un plato metálico que contenía un pure verdoso y unas presas de carne inidentificables. La bruja se aproximó al inquisidor para sentarse a su lado, tras lo que levantó un poco de comida con una cuchara de madera y se la acercó a la boca.

―Come.

―Prefiero morir de inanición antes que por envenenamiento, bruja hereje.

―Lo preparé yo misma así que es inocuo ―afirmó la chica, visiblemente ofendida―. Necesitarás energías para lo que tengo planeado, y aún no puedo liberarte. Te explicaré todo mientras tanto.

Rudolph chasqueó la lengua, pero realmente se sentía muy hambriento. A regañadientes, aceptó ser alimentado por la bruja.

―Originalmente no estaba prevista mi participación en este ritual ―comenzó a narrar ella―. Pero al enterarme de que planeaban realizar una invocación en territorio pontificio forcé mi inclusión en el contingente. Ya me cansé de Punta Hereje. Quiero tener una vida normal.

―¿Normal? ―Rudolph tragó y soltó una carcajada―. ¿Tú, una bruja?

―Sí, quiero tener una vida común y corriente. No me gusta ver sangre y muerte a mi alrededor todos los días.

―Entonces elimina a la Lágrima Séptica y a los Verdugos Negros. Tengo entendido que las de tu rango son equiparables a un Alastor Inmundo... ¿para qué me necesitas?

La bruja suspiró.

―Soy tan débil que una sola Lágrima podría acabar conmigo fácilmente. No he completado mi iniciación porque me costaría mi pureza... ―Meneó la cabeza―. Necesito que tú informes a la Asamblea.

―¿Qué?

―Tenemos montada una torre de radio para comunicarnos con el centro de mando. ―La bruja sonrió―. Iremos hasta allá, contactarás a los otros inquisidores y ellos se encargarán de detener el ritual.

―Hazlo tu misma.

―Creerán que es una trampa.

―¿Y no lo es? ―Rudolph chasqueó la lengua―. Capto tu idea, dirás que estás arrepentida y toda esa historia para que te acepten en los Estados Papales. ¡Maldición! ¿Crees que recibir el perdón es tan fácil?

―Pero...

―Seguiré tu plan, sólo porque no me queda de otra. Pero cuando venga la ayuda no hablaré a tu favor. De todos modos, un Ejecutor se encargará de juzgarte.

La bruja dibujó una inmensa sonrisa en su rostro, dejando el plato a un lado para juntar las manos.

―¡Muchas gracias! Entonces vendré más tarde para empezar.

La chica se levantó y se dirigió a la entrada de la tienda. Antes de desaparecer se volteó hacia Rudolph, aun sonriendo.

―Por cierto, me llamo Stregar.

―Malditas brujas ―masculló el inquisidor como simple respuesta―. Malditos herejes.

...

Stregar cumplió su palabra y regresó a la tienda pasada la medianoche. Al verse liberado, Rudolph estuvo tentado de noquearla para intentar escapar, pero recordó que enfrentarse a los demás herejes le resultaría imposible. De todas formas, había decidido seguir el plan de la bruja mientras pensaba en una forma de escapar para informar a sus superiores.

―Los Verdugos y la Lágrima no duermen. Tampoco los Emisarios de la Hemorragia que también están pululando por el campamento. ―indicó Stregar mientras el inquisidor se equipaba con sus armas de fuego y su espada―. Y los otros herejes...

―Mientras evitemos enfrentarnos a cualquiera de ellos no habrá problema.

La bruja negó con pesadumbre.

―En el preciso instante en el que envíes el pedido de auxilio la Lágrima percibirá las ondas de radio y dará la voz de alarma.

―Espera... ¿qué?

―Las Lágrimas Sépticas tienen ciertas capacidades extrasensoriales que se activan con...

―¿¡Acaso tu plan es resistir hasta que llegue la Asamblea!? ―Rudolph sintió que todas sus esperanzas se desvanecían al instante―. Bruja estúpida...

―Entonces haremos esto... ―Stregar suspiró―. Enviarás el mensaje y huirás inmediatamente. Yo me quedaré aguardando la llegada de los otros inquisidores.

Rudolph enarcó una ceja, pero no vio razón para discutir. Si bien aquel plan se ajustaba a su conveniencia, no le parecía aceptable que la bruja se sacrificara de esa forma. Por más que despreciara a todos los herejes sin excepción, unas de las enseñanzas que lo habían marcado durante sus años en la Santa Academia era el principio inquisidor de "Poner siempre la vida e integridad de los demás por sobre la tuya propia".

―No podemos seguir perdiendo tiempo ―afirmó la bruja, lanzándole una larga túnica negra con capucha―. Ponte eso para que te camufles con las tropas de leva.

El inquisidor obedeció sin chistar y, tras disfrazarse, ambos salieron de la tienda. Muy sorprendido, Rudolph se percató de que se encontraba en un verdadero puesto de avanzada. Ya no se trataba del pequeño grupo que había visto junto a sus compañeros en la mañana, sino que habían erigido un complejo pero caótico campamento que bullía en actividad.

A la luz de grandes reflectores, los soldados herejes se movían de un lado a otro, transportando materiales y cajas, mientras que unos pocos Emisarios de la Hemorragia les dictaban órdenes. Los Verdugos Negros parecían realizar misiones de vigilancia, ya que aparecían y desaparecían entre los árboles del bosque que colindaba con el lugar. La Lágrima Séptica no parecía encontrarse por ningún lado, lo cual era un inmenso alivio, pero también impedía determinar sus patrones de movimiento.

―¿Cómo demonios han logrado montar todo esto en menos de un día? ―susurró Rudolph, viendo atónito todo lo que le rodeaba.

―Usas expresiones impropias para un inquisidor ―sentenció Stregar―. Posiblemente cuenten con apoyo desde el interior de los Estados Papales...

―¿¡Qué!?

―Baja la voz. Estamos cerca de la frontera, deben de tener a algún gobierno local bajo amenaza.

Rudolph meneó la cabeza, incapaz de creer que algo así pudiera ser cierto. Desde su perspectiva, era preferible la tortura y la muerte antes que mostrar sumisión al enemigo, pero resultaba lógico que los civiles estuvieran regidos por otro tipo de condiciones. Al fin y al cabo, no toda la población de los Estados Pales pertenecía al clero o a alguna orden religiosa militar.

―Acóplate a los demás ―indicó la bruja, sacando a Rudolph de sus cavilaciones―. Intenta pasar desapercibido mientras hago los arreglos finales.

Dicho eso, Stregar desapareció entre la multitud, dejando al inquisidor sólo y confundido. Sin saber muy bien qué hacer, decidió replicar el accionar de los soldados y comenzó a transportar cajas de un lado a otro. Por fortuna, la gran mayoría de herejes portaban equipo robado de los inquisidores, de modo que las armas de fuego y la espada de Rudolph no resaltaban en lo más mínimo.

El inquisidor estuvo dedicado a su pesada tarea, hasta que un Emisario requirió su presencia. Era la segunda vez que veía a un hereje de esa clase en persona y la impresión, condensada con su nerviosismo, le hizo temer perder los estribos. El atroz individuo iba vestido con una desgastada túnica roja y portaba una máscara blanca adornada con un cuadrado que ocultaba sus facciones.

Por fortuna, el Emisario se limitó a indicarle que informara a "la jefa" que todo marchaba bien. También le ordenó recoger una pesada pieza metálica para que se la entregara a su superior, pero antes de dejarlo ir le pidió su número de identificación. Rudolph quedó enmudecido sin idea de qué responder, hasta que un violento altercado entre varios Verdugos Negros desvió la atención del Emisario.

El inquisidor se apresuró a alejarse para cumplir con su cometido, más por curiosidad de ver a la Lágrima Séptica que obviamente era quien lideraba todo aquel grupo. No le fue difícil determinar que la tienda de campaña militar más grande y pavorosamente adornada con cadáveres era la que le pertenecía. Estaba erigida frente al blasfemo monumento con forma de "Y" que había visto en la mañana. Alrededor del altar se encontraban seis cadáveres completamente desollados, colocados en extrañas poses a modo de sangrientos maniquíes. A Rudoplh no le fue difícil determinar, con un nudo en la garganta, que aquellos eran los compañeros con los que había llegado hasta ese lugar.

Tragó saliva, conteniendo su furia, y se dirigió a la entrada de la tienda. Se presentó ante los dos Emisarios que custodiaban el ingreso, los cuales le dejaron pasar sin hacer preguntas. El interior era frío y lúgubre, apenas iluminado por farolillos clavados al piso de tierra. Cuando los ojos de Rudolph se acostumbraron a la insuficiente luz, pudo observar que todo era un caos, con gran cantidad de mesas metálicas dispuestas sin orden, una pantalla holográfica rojiza conectada a una temblorosa batería de aspecto orgánico, y muchas estatuas de personas sufrientes tiradas por doquier. Pero, sin duda alguna, lo que más lo impactó fue ver en persona a la Lágrima Séptica.

Era tal como la describían los manuales de combate y supervivencia que había leído. Una colosal masa amorfa y negra, con largos brazos y piernas de aspecto glutinoso que terminaban en manos y pies de sólo tres largos dedos. De la parte superior de su deforme cuerpo emergía un grueso cuello escarlata que terminaba en una protuberancia cubierta por una máscara blanca de hueso con una gran nariz y una sonriente boca llena de colmillos. Parte de la máscara se encontraba cubierta por una espesa mata de pelambre que también revestía su cuello y su espalda, dándole un aspecto bestial.

―Habla, Hijo de Adán ―pronunció la Lágrima, dirigiendo las cuencas vacías de su máscara hacia Rudolph.

El inquisidor fue incapaz de responder durante unos instantes. La voz del monstruo no parecía provenir de su "rostro", sino que se expandía por todo el ambiente, como si más que hablar proyectara sus pensamientos a través de pavorosos ecos.

―Toda marcha bien... ―atinó a decir con un hilillo de voz cuando se recuperó del impacto―. Dejaré esto aquí.

Rudolph se agachó para colocar en el suelo la pieza metálica que había llevado. La Lágrima asintió doblando su cuello de forma inhumana, y perdió interés en él. El hombre se dispuso a retirarse cuanto antes, ya que el simple hecho de estar allí lo hacía sentir aturdido y aterrado.

―Me decepcionas, Stregar ―pronunció la Lágrima, causando que el inquisidor se detuviera antes de alcanzar la entrada de la tienda―. ¿Puedes recordarme por qué Walpurgis te envió aquí?

―El ritual estará completo pronto, ten paciencia―contestó la inconfundible voz de la bruja.

―Cumplí tu ilógico pedido de conseguir un sacrificio adicional. Si no cumples tu papel, te usaré como fuente de energía...

―Ya me gustaría ver qué sucede si invocas a Uglhuitojh sin ofrecerle mi pureza como pago. ―Stregar carraspeó―. Sólo dame más tiempo.

―Tienes hasta esta tarde, Hija de Endor. Más te vale no fallar...

Stregar no respondió y se dirigió a la entrada de la tienda. Al encontrarse con Rudolph, ambos no pudieron evitar sorprenderse por un segundo, pero se recompusieron y salieron del lugar rápidamente.

―¿De qué estaban hablando? ―preguntó el inquisidor, tras alejarse lo suficiente.

―La Lágrima quiere resultados inmediatos... ―contestó la bruja, emitiendo un largo suspiro―. Al menos ahora tenemos mayor rango de acción. Iremos directamente a la torre de radio por separado.

La travesía fue relativamente rápida y sencilla. Rudolph se mantuvo siguiendo la inconfundible figura de Stregar a una distancia lo suficientemente prudente como para no levantar sospechas. Dada la intensa actividad que bullía por todos lados, nadie prestó atención a la bruja ni al inquisidor disfrazado.

Al aproximarse a su destino, Rudolph confirmó que las cosas no podían seguir siendo tan fáciles. La rústica torre de radio tenía la apariencia de una especie de pieza artística posmoderna, con trozos de hierro dispuestos en caóticos patrones encima de una estructura de concreto a la que se podía ingresar. Más que la cuestión estética, el problema era que la entrada estaba resguardada por un par de Verdugos Negros que retozaban mientras mordisqueaban algunos largos huesos. Dicha acción, junto a sus ropajes oscuros cubriéndoles todo el cuerpo y su extraña postura cuadrúpeda, les daba el aspecto de bestias más que de hombres.

Mientras se acercaban, el inquisidor comenzó a calcular sus posibilidades. Él, como simple novato, no estaba al nivel de enfrentarse siquiera a un solo Verdugo en un combate frente a frente, pero tal vez el factor sorpresa podía voltear las cosas a su favor. De cualquier forma, Rudolph esperaba que la bruja tuviera algún plan más factible para sacar del juego a sus enemigos.

―¡Es un inquisidor! ―exclamó Stregar repentinamente, señalando a su acompañante―. ¡Acábenlo!

Los Verdugos tardaron medio segundo en reaccionar, lanzándose contra un atónito Rudolph que no podía dar crédito a lo que sucedía. Pero sus años de entrenamiento fueron suficientes para esquivar el primer embate, tras lo que desenvainó con suma rapidez para empalar por el vientre a uno de los monstruos. El otro, sin motivo aparente, cayó al suelo ante de poder volver a atacar, retorciéndose en completo silencio.

―Por un momento creí que habías perdido el ritmo ―dijo la bruja, pisando suavemente la cabeza del Verdugo sobreviviente hasta hacerlo perder el conocimiento.

―¡Maldita! ¿Querías matarme? ―espetó Rudolph, sosteniéndola con violencia por los hombros.

―Supuse que no tendrías problemas contra unos simples Verdugos. ―Stregar se encogió en sí misma, atemorizada―. Las cosas salieron bien...

Rudolph chasqueó la lengua y la soltó. Se sentía muy irritado, pero ciertamente ser utilizado como carnada resultaba mejor que verse traicionado. Para no seguir discutiendo, se dirigió a la estructura de concreto sin perder tiempo. Al ingresar, se topó con un harapiento soldado hereje sentado frente a una peculiar máquina, el cual le dirigió una mirada confusa.

―¿Qué quieres, imbécil? ―masculló el desagradable individuo, apartando los grandes audífonos que cubrían sus orejas—. ¿Ya toca cambio de turno?

Rudolph se preparó para cargar contra él con la espada en ristre, pero el sujeto se desmayó apenas Stregar puso un pie en el interior de la sala.

―No es necesario que haya víctimas innecesarias ―dictaminó ella, apartando cuidadosamente el cuerpo del hereje para tomar su lugar.

El inquisidor parpadeó varias veces, pensando que posiblemente era la primera vez en la historia que una bruja le decía algo así a un miembro de la Iglesia. Tal vez la chica era muy extraña, pero a fin de cuentas no parecía ser tan mala persona como había creído en un inicio.

―Ya está listo ―indicó Stregar, levantándose del asiento―. Manda el mensaje.

Rudolph se acomodó y observó la máquina que tenía frente suyo. Le pareció que calificarla de "peculiar" era quedarse corto. Los diversos símbolos esotéricos y geométricos que tenía grabados por todos lados era lo de menos, ya que lo que le daba un aspecto verdaderamente aterrador eran sus piezas de aspecto orgánico. El inquisidor maldijo a los herejes por su extravagante fascinación de usar cosas con apariencia de viscosos seres vivos, pero al menos la parte que él debía manejar estaba compuesta de más metal que carne.

Mientras el hombre intentaba descubrir de qué manera se usaba la demoniaca máquina, Stregar decidió salir de la sala para vigilar los alrededores. Luego de unos minutos, Rudolph consiguió ponerse en contacto con una central de la Asamblea. Inmediatamente después de brindar las palabras clave que lo identificaban como un auténtico miembro de la Iglesia, pudo comunicarse con la persona a cargo.

―Aquí Rudolph Dionore, caballero inquisidor iniciado ―dijo, intentado reducir la estática con una ruedecilla ósea del artilugio―. ¿Me escuchan?

―Fuerte y... claro, caballero Dionore ―respondió una distorsionada voz al otro lado de la línea―. Esperábamos el informe del escuadrón capitaneado... por el gonfalón Sfortuna. ¿Cuál es su... situación?

―Soy el único superviviente del escuadrón que fue enviado a las cercanías de Nápales la mañana de ayer. Requiero apoyo inmediato.

Rudolph perdió el contacto, pero tras un par de segundos consiguió retomarlo.

―Y tenemos entendido... que se trataba de una incursión de exploración hereje.

―¡No! ―exclamó el inquisidor―. Es un ritual de invocación. Una Lágrima Séptica está involucrada en el asunto.

―¿Qué otras... mutaciones herejes e individuos de alta jerarquía se encuentran en la zona?

―He visto algunos Emisarios y varios Verdugos. Y también... ―Rudolph se calló―. Hay una gran cantidad de soldados...

―Ya se ha dado la orden de... movilización ¿Nada más que agregar? —La voz se calló por un segundo—. Nos acaba de llegar información, caballero Dionore. Se menciona la presencia de brujas, confirme esto.

―Es cierto... También hay una Bruja de Cabello Blanco. Pero ella...

―Recibido... El Martillo de Brujas estaba al tanto del hecho y ya se encuentra en camino. Evite el contacto directo con las fuerzas herejes hasta la llegada del equipo y aléjese del lugar...

―¡Espera! ¿El Martillo de Brujas? ¡No, la bruja me está ayudando!

Pero aquella última frase no llegó a ser transmitida ya que la comunicación terminó en el acto.

―¡La Lágrima nos ha detectado! ―informó Stregar, ingresando a la sala con premura―. Toda la energía del campamento ha sido cortada. ¿Llegaste a pedir ayuda?

―Sí, pero... ―el inquisidor tragó saliva―. Dijeron que evitemos el contacto con los herejes.

La bruja asintió y ambos salieron de la estructura. Rudolph no sabía si era sensato comunicarle sobre la participación del Martillo de Brujas, ya que incluso para él resultaba algo sumamente inesperado. Aquel extraño personaje era tomado más como una leyenda que como alguien de carne y hueso. Se decía que sólo actuaba cuando tenía la intención de cazar hechiceros, brujas u otro tipo de usuarios de magia, ninguno de los cuales tenía la más mínima posibilidad de sobrevivir al encuentro. No pertenecía oficialmente a la Iglesia Neocristiana, sino que profesaba una religión primitiva anterior al Gran Cataclismo conocida como Catolicismo, de modo que no rendía cuentas a nadie ni seguía autoridades ajenas a su propia voluntad. También se rumoreaba que era inmortal, que su poder y habilidad estaban a la par con las del Señor Inquisidor, y que era portador de una especie de arma mitológica que lo hacía técnicamente invencible.

Si alguien como él realmente iba a hacerse presente en el lugar, la vida de Stregar pendía de un hilo. Y dados los acontecimientos recientes, Rudolph consideraba que sería incapaz de aceptar la muerte de la chica sin intentar evitarlo. Sin embargo, los gritos de alarma de todos los herejes lo obligaron a despertar de sus cavilaciones, para centrarse en sobrevivir junto a su mágica compañera.

Stregar y Rudolph rehicieron parte del camino que habían tomado, camuflados en la espesura de la vegetación circundante. Según ella, la Lágrima mandaría gente a buscarlos en la torre de radio y sus alrededores, de modo que el mejor sitio para ocultarse era el propio campamento. La bruja, además de inducir al desmayo a quienes los encontraban por casualidad, era capaz de bloquear hasta cierto punto la capacidad extrasensorial de la Lágrima, lo que les daba una ínfima pero vital ventaja.

Se guarecieron en una tienda de campaña especialmente grande, usada como almacén de provisiones. Allí se dieron tiempo para descansar y comer algo, mientras oían el caos que se esparcía en el exterior.

―Me sorprende que sigas aquí ―comentó Stregar, mordisqueando un pan―. Creí que ibas a escapar luego de pedir apoyo.

―¿Qué me dices de ti? Podrías decir que no tienes nada que ver conmigo para evitar problemas.

―Imposible, la Lágrima ya sospechaba de mí.

Ambos rieron y suspiraron con cansancio. Lo único que podían hacer era esperar, con la esperanza de que los herejes fueran lo suficientemente ingenuos como para no buscarlos en ese lugar. No tuvieron tanta suerte, ya que más de un par de veces algunos astutos individuos entraron a la tienda para intentar robar algo de comer mientras los demás trabajaban. Aquellos insensatos fueron rápidamente reducidos por la fuerza de Rudolph y los poderes de Stregar, tras lo que escondieron sus cuerpos bajo una gran manta al fondo de la estancia.

―Dime, ¿por qué decidiste traicionar al Tribunal Hereje? ―preguntó Rudolph para matar el tiempo, mientras se dejaba caer pesadamente en el suelo―. Buscar una vida normal no me parece una razón válida.

―Para mí lo es. ―La chica se sentó sobre sus piernas―. Desde que tengo uso de razón sólo he visto monstruos y dementes a mi alrededor. No me gusta eso, y por eso siempre he intentado evitar a los demás. He tenido suerte de no ser enviada a ninguna misión, así que hasta el momento no he hecho nada de lo que pueda arrepentirme. Pero...

—¿Pero?

Stregar desvió la mirada.

—Las brujas nacemos con la mayoría de nuestros poderes sellados. Y para romper los sellos debemos... sacrificar nuestra pureza. —Meneó la cabeza con vehemencia, mientras su rostro se enrojecía—. ¡Y yo no pienso hacer algo así hasta después de mi matrimonio! Por eso decidí que aprovecharía cualquier oportunidad para salir de Punta Hereje.

Rudolph la observó tendidamente, impresionado de que el conflicto de la bruja fuese así de complejo. Nunca antes se había puesto a pensar seriamente en los motivos que impulsaban a los herejes a redimirse, ya que los consideraba simples aberraciones naturalmente malignas, pero tuvo que aceptar cuán equivocado había estado.

—¿Y cuál es tu razón? —preguntó Stregar, todavía un poco ruborizada.

―¿Mi razón?

―Para convertirte en caballero inquisidor.

―Eso es... algo que llevo en la sangre, supongo. ―Rudolph suspiró y apoyó la espalda en un mueble cercano, reviviendo antiguos recuerdos que siempre había intentado olvidar―. Mi padre y mi madre eran inquisidores, así que desde siempre los tuve como ejemplo a seguir. Vivíamos en una tranquila villa al sureste del país, hasta que... el lugar fue objetivo de un atentado demonista cuando yo era pequeño. Mi padre fue abatido mientras combatía a los invasores, y mi madre intentó protegernos a mí y a mis hermanas... pero fui el único superviviente ―Tragó saliva―. Luego de eso terminé con otros niños en un orfanato administrado por el clero.

―Eso es... terrible.

―Un día vinieron miembros de la Asamblea para darnos un discurso. ―Rudolph dejó escapar una sonrisa sin atisbo de felicidad―. Los sacerdotes y las monjas que nos cuidaban se opusieron por completo, sabían que los caballeros sólo buscaban nuevos reclutas. Pero resulta normal que los inquisidores provengan de orfelinatos. La mayoría de niños en los Estados Papales terminan huérfanos por culpa de los herejes.

Stregar bajó la mirada, con los ojos húmedos.

―Lo siento mucho. Has sufrido tanto...

―No importa. Acepto que en un inicio mi única motivación era la venganza. Pero ahora... Ahora lo hago por Fe.

―Eres admirable, Rudolph ―afirmó la chica, sonriéndole con tristeza―. Yo no podría ser tan fuerte.

―¿Cómo que no? Planeaste una confabulación contra toda una tropa hereje y, por el momento, te está saliendo bien.

Stregar negó con vehemencia.

―Es sólo porque cuento con tu ayuda y... realmente todo es parte de la idea de Walpurgis.

―¿Walpurgis?

―Walpurgisnacht, una de las Brujas de Corrupción que rige nuestra organización. Ella consiguió que me enviaran aquí en lugar del Alastor Inmundo que estaba originalmente previsto.

―¿Por qué una bruja haría algo así? ―Rudolph se aclaró la garganta―. Digo, las de Corrupción son verdaderamente malvadas...

―¡Walpurgis no lo es! Ella cree en la convivencia pacífica con los seres humanos.

―Esa información vale una fortuna... Si compartes eso con los Ejecutores no podrán negarte la entrada a Penitencia.

―¿Penitencia?

―Se trata de un espacio metafísico...

El inquisidor no pudo continuar su explicación dado que una potente onda de choque arrancó de cuajo la tienda campaña donde se guarecían. Como acto reflejo, Rudolph se tiró sobre Stregar para protegerla del embate, recibiendo mucho daño en la espalda y los brazos.

Se trataba del "Trueno del Arrepentimiento", tradicional táctica ofensiva de la Asamblea de la Inquisición consistente en disparar una descarga de artillería disruptiva capaz de causar lesiones graves mas no la muerte. Por lo general, luego de recibir un ataque como ese, los enemigos huían despavoridos o estaban tan heridos que no podían combatir con total soltura.

La caótica misión de búsqueda de los herejes se transformó en un desordenado enfrentamiento con la línea de vanguardia de la Asamblea. A pesar de que el Trueno había dejado fuera de combate a la mayoría de las tropas de leva, los Verdugos y los Emisarios aún se encontraban en pie de guerra sin intención alguna de retroceder.

―Tenemos que alejarnos del fuego cruzado ―afirmó Rudolph con un adolorido susurro, pero fue incapaz de levantarse.

―No te muevas, puedo sanarte.

Stregar colocó sus manos en la espalda del inquisidor y comenzó a tararear una canción. Él sintió que el dolor amenguaba, mientras una agradable sensación cálida le recorría el cuerpo entero.

―He aquí, aquella que dio el beso de Judas ―rezongó una extraña voz seguida de ecos, interrumpiendo el proceso de curación―. Tú y Walpurgis pagarán las consecuencias de traicionar a la Boca de la Herejía.

Era la Lágrima Séptica, que trasladó la mole de su cuerpo violentamente contra Stregar y Rudolph, atropellando a los herejes e inquisidores que se cruzaban en su camino. El hombre, ligeramente recuperado, fue capaz de tomar a la bruja y esquivar la acometida, pero la Lágrima no perdió de vista a sus objetivos.

―Disfruta tus últimos segundos con vida, Hija de Endor.

Dicho eso, la Lágrima utilizó sus largos brazos y piernas para impulsarse al cielo. Al mismo tiempo, utilizó sus capacidades extrasensoriales para calcular el punto exacto de aterrizaje con la intención de aplastar a sus víctimas. Dada la inmensa masa del monstruo, Rudolph fue incapaz de encontrar una manera de esquivar el ataque, y Stregar no tenía el poder necesario para evitar la colisión. Ambos, resignados a parecer, se abrazaron con fuerza.

Pero la Lágrima Séptica no llegó a tocar el suelo. Al último segundo, un potente golpe causó que su glutinoso cuerpo negro reventara en mil pedazos, esparciendo su repulsiva sangre parduzca por todos lados. Al final, lo único que quedó de la bestia fue su máscara sonriente unida a su cuello rojizo a modo de gusano, el cual se apresuró a deslizarse con rapidez hasta desaparecer entre la maleza.

Al ver a su líder derrotado, los Verdugos Negros emitieron un aullido lastímero y comenzaron a huir sin ninguna clase de orden. Los Emisarios de la Hemorragia también aceptaron su inminente derrota y se transformaron en repugnantes y rojizas masas líquidas que se perdieron en el firmamento, el cual ya se encontraba cubierto de débiles rayos solares que anunciaban el amanecer. Abandonados por sus superiores, las tropas de leva tiraron todas sus armas y se arrodillaron, implorando piedad a los inquisidores.

Rudolph, atónito por todo lo acontecido, levantó la vista para observar a quien lo había rescatado. Era un hombre alto y pálido, cuyo corto cabello rubio y mirada dura le daban un aspecto militar. Su indumentaria de cuero y acero era completamente negra, con un estilo similar al de los caballeros medievales. Tenía varios cuchillos enfundados en casi todas las partes posibles de su uniforme, pero su arma principal era un gigantesco y bellamente adornado martillo de guerra con un rojizo ojo viviente en la parte central de su cabeza. Sin lugar a dudas, aquel era a quien denominaban Martillo de Brujas.

―Muchas gracias...

El Martillo lo apartó violentamente y tomó a Stregar del cuello, impidiéndole respirar. La chica estaba demasiado debilitada como para defenderse y se limitó a retorcerse con violencia.

―¡Espera! ―gritó Rudolph―. ¡Ella me ayudó!

―Es una bruja ―sentención el hombre rubio, con un fuerte acento inidentificable―. Debe morir.

El inquisidor, incapaz de reflexionar, arremetió contra el Martillo, pero este lo tomó fácilmente del cuello con su mano libre.

―Ahora sí que tenemos un problema, Erick VonHammer ―dictaminó una recia voz cercana―. No tengo inconvenientes con que pretendas eliminar a la bruja, pero si dañas a uno de los nuestros no podré sino tomarlo como una ofensa.

El Martillo de Brujas soltó al inquisidor, pero continuó ahorcando a Stregar sin piedad alguna. Rudolph, sin siquiera darse tiempo para recuperarse, volvió a cargar contra el legendario personaje.

―Muchacho, ¿cuál es tu problema? ¿Eres suicida? ―preguntó la voz potente.

Rudolph volteó y se encontró cara a cara con Caesar de Payens, uno de los once Maestres que lideraban a la Asamblea de la Inquisición. Estaba vestido con una capa blanca que cubría su reluciente armadura plateada. Llevaba la cabeza descubierta, con sus largos cabellos castaños ondeando al aire y enmarcando su apacible rostro. En su cintura estaba envainada la legendaria espada Misericordia cuyo filo, según se decía, era capaz de eliminar seres demoniacos con solo rozarlos.

―Stregar no es malvada. Gracias a ella pude pedir ayuda ―declaró Rudolph tras recobrarse de la sorpresa que le causaba estar ante tan ilustre personaje―. No merece morir así, ella sólo quiere alejarse de la herejía.

―Ciertamente, un inquisidor novato no podría sobrevivir en un campamento hereje luego de enviar un pedido de auxilio sin contar con apoyo ―opinó Caesar, acariciando su barba, para luego dirigir su mirada al Martillo de Brujas―. Creo que la chica merece una evaluación más precisa.

―Las brujas no merecen piedad ―contestó Erick secamente—. Todas las brujas deben ser ejecutadas.

―¿Quién eres tú para decidir eso? ―siseó un nuevo personaje, que se acercó rengueando con rapidez.

Tenía un aspecto desagradable, no tanto por su porte jorobado ni por el grasiento cabello negro que le cubría la mitad del rostro, sino por la maliciosa sonrisa que esbozaba su boca de labios delgados. Su único ojo visible era inhumanamente grande y se movía con increíble rapidez de un lado a otro, analizando todo a su alrededor. Rudolph sabía que aquel repelente hombre era uno de los temidos Ejecutores, aquellos inquisidores que poseían la capacidad de "leer" el alma de los seres vivos. Eran ellos los que se dedicaban a dictar las sentencias de los grandes criminales de los Estados Papales, así como también eran quienes realizaban los juicios a los herejes y otros seres malvados arrepentidos que deseaban ingresar a Penitencia.

―Debo evaluar a la bruja, VonMartillito, suéltala ―dijo el Ejecutor, tras lo que lanzó una sonora carcajada, posiblemente por la denominación que había ideado.

Rudolph tragó saliva. Era cierto que los Ejecutores realizaban una labor vital para los juicios hacia los penitentes, pero absolutamente nadie los tenía en buena estima. Poseían tan mala fama, tanto por sus apariencias como por sus actitudes, que muchos bromeaban con que resultaba mejor caer prisionero de los herejes que someterse a su juicio ejecutor. Era lógico pensar así ya que todos ellos daban la impresión de ser completos dementes, aunque, según consideró Rudolph, el que tenía delante parecía ser mucho más "normal" y "cuerdo" que los que había visto ocasionalmente en los Estados Papales.

―¿Quieres ir a la guerra por esto, VonMartillón? ¿Tú solo contra una nación?

―Es sólo una bruja. Su vida no vale nada.

―Tenemos algunas reglas internas, Martillo de Brujas ―explicó Caesar, intentando apaciguar la tensa situación―. Si ella realmente ayudó a un caballero inquisidor, entonces obtiene el derecho automático a ser protegida por nosotros. No eres un asesino, Erick, sólo eliminas a aquellos que se lo merecen, ¿verdad?

―Pues su alma es más negra que la del maldito de Graarm ―murmuró el Ejecutor, soltando una risilla—. Aunque como Graarm caza Brujas del Caos son casi lo mismo...

Erick chasqueó la lengua y soltó a Stregar, la cual cayó al piso respirando con mucha dificultad. Rudolph se apresuró a tomarla entre sus brazos, acomodándola gentilmente para que pudiera aspirar la mayor cantidad de aire. El Ejecutor se acercó lentamente a ellos y clavó su ojo verdoso en la chica.

―Vaya, vaya. Ya veo. En efecto. Así es. Ciertamente. Efectivamente. Sin lugar a dudas. ―El Ejecutor infló su pecho―. He aquí mi veredicto indiscutible: la bruja no es apta para ingresar a Penitencia y debe ser ejecutada...

El jorobado lanzó una disonante risotada al notar que Rudolph lo miraba con absoluto pavor. El inquisidor intentó decir algo, pero fue incapaz de pensar en un argumento válido a favor de la bruja. Todas sus esperanzas se habían hecho agua, pero estaba dispuesto a pagar la deuda que tenía con Stregar aunque tuviera que entregar su vida por ello.

―Quita esa cara de perro triste, enano ―chilló el Ejecutor y agrandó aun más su monstruosa sonrisa―. Era una broma para que te rías. Las bromas son buenas para la salud, ¿sabes? Pero si no te ríes no tiene gracia. ¡Qué desgracia!

­―¿Qué?

―La bruja es apta. ¡Santo Cielo! Es casi tan pura como una Santa recién nacida, me sorprende que en verdad sea una Bruja de Cabello Blanco. A Menjele le encantaría diseccionarla.

Si nada más que agregar, el Ejecutor se alejó brincando rápidamente, hasta que su pequeña figura encorvada se perdió entre la multitud de inquisidores que recogían las cosas y organizaban a los prisioneros herejes.

―Ya lo oíste, Erick ―acotó Caesar mirando apaciblemente al Martillo, quien aún seguía en el lugar.

―Tarde o temprano se arrepentirán de esto, neocristianos. Y entonces...

―Muchas gracias por salvarnos ―le dijo Rudolph.

El Martillo de Brujas se mantuvo silencioso por unos instantes y entrecerró los ojos. Luego hizo ondear la negra capa que cubría su uniforme y se retiró dando grandes zancadas.

―¡Vaya espectáculo! ―Caesar observó a Rudolph y Stregar―. Nos retiraremos apenas concluya la revisión del perímetro. No se preocupen por más complicaciones, los escoltaré personalmente hasta la Sacra Roma.

―Muchas gracias, respetable Maestre.

―Yo soy el que tiene que agradecerles. Este es un paso que nos acerca a la paz.

El Maestre hizo una leve venia y se alejó a paso lento.

―Lo... logramos ―susurró Stregar, tras lo que perdió el conocimiento.

―Lo hiciste bien, Stregar ―Rudolph sonrió y la abrazó―. Te prometo que tendrás la vida normal que tanto anhelas.


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