En la cueva de rosales, de @Adrimeral1.

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En un pequeño pueblito helado, todas las navidades eran invadidas por la fría nieve; los pequeños gnomos salían de los huecos en los árboles, de las pequeñas grietas en los tejados, de las cenizas de las chimeneas y de cuando en cuando de alguna madriguera...

El frío era espantoso, congelaba y dejaba grandes picos de hielo en los balcones, en las ventanas, en las ramas y en las fuentes del pueblucho. La gente no lo soportaba. Muchas familias optaron por mudarse, otras compraban costosas lanas para hacerse abrigos y algunos vivían de leña al pie, pero el frío era atroz.

La familia de un padre, una madre y una bebé de brazos vivían en una casa que en sus tiempos de gloria había pertenecido a la abuela del padre, pero con el tiempo y las siguientes generaciones las ventanas lujosas se habían roto y fueron cambiadas por vidrio común; las gradas de madera barnizada ahora rechinaban y aquella chimenea tosía todas las veces que era encendida.

Un pequeño gnomo salía por primera vez de la casita de un ratón. Ellos solían llevarse bien con los animales. La madre se quejaba del ruido de la chimenea y del frío que la apagaba constantemente, a veces también lo hacía de la casa entera, ya sea porque el techo era muy bajo o porque alguna rata la asustaba de vuelta a la cama.

Su esposo había mandado a poner las alfombras de su abuela para estas fechas, aunque ya estaban polvosas y con partes comidas por las ratas.

—¡Qué terrible este lugar! —se quejó otra vez ella.

Se suponía que esa frialdad todos los años era por una antigua reina. Cuando fue a sus jardines, preocupada, encontró a quien no quería encontrar... al menos no de esa forma. Lloraba y los gritos de una madre con su niño frío en los brazos alertaron a todo el reino. Esa noche, de la cólera, ella maldijo a la nieve que le había arrebatado a su hijo. Desde ese entonces las navidades eran así...

Unas cajas de madera estaban junto a la mecedora, donde se reunieron los gnomos para preparar los regalitos que habían guardado durante todo el año. Las agujetas de unas botas, el gorrito perdido de la bebé y un calcetín roto había sido la decoración de esta vez.

Se pensaría que en tan pequeñas cajas no se encontraría nada y que tal vez solo eran enternecedores detalles, pero en realidad los gnomos colocaban allí chocolates, nueces, piedras de la buena suerte y cosas de oro. Naturalmente salían de sus casas e iban de lugar en lugar para visitar a sus familias o a los animales del bosque.

Nuestro pequeño gnomo había estado preparando algo durante todo el verano: la pequeña perla del collar de una dama que había llegado a visitar a la familia. La había lijado, pulido, dado más brillo y hecho otras cosas que nadie entendía.

La puso con cuidado en la caja llena de algodón, la decoró y cuando sus compañeros salieron él también lo hizo.

Los pequeños salían por debajo de la puerta en una fila. Unos llevaban hasta tres regalos. Se dispusieron a caminar cada quien por su cuenta, unos se topaban con otros de ida al bosque o a las madrigueras, pero ese no era el caso del gnomo más pequeño.

Ajustaba de vez en cuando su gorro y se frotaba los pies cuando paraba en las raíces de un árbol, sujetaba el regalo y nuevamente emprendía el viaje.

Era el trabajo de todas las navidades y nunca nadie se había quejado, porque ¿qué haría un gnomo en Navidad si no era repartir regalos?

Subió una colina de nieve y trepó los ladrillos del lugar abandonado, donde los estanques eran hielo, los árboles ramas secas sin vida y los gnomos una presa fácil.

Había una extraña y enorme madriguera, quizás pertenecía a la bestia más feroz del pueblo, o, tal vez, al ser más triste del mundo. Rosas y espinas decoraban la entrada, cubiertas de nieve con un profundo negro dentro de ella.

Miró su regalo: tan simple, tan pequeño y tal vez tan insignificante. Se puso a llorar y sintió temor, hasta que recordó el dicho del gnomo mayor: "Cuando hay miedo, mejor canta nuestro himno...".

Y así hizo.

Noche de paz,

noche de amor...

Su pechito se iluminó como una estrella mientras seguía cantando y llegó entonces hasta una estatua recostada en los rosales. Áspera y grisácea, mirando secamente a la nada, sus rizos de piedra caían al suelo y al almohadón.

Todo duerme en derredor,

entre los astros que esparcen su luz.

El gnomo dejó su regalo en la mano extendida de la mujer mientras pequeñas lágrimas de alegría le rodaban por sus mejillas. Había cumplido por primera vez la misión de todo gnomo y esperaba que aquella perla le agradara a la madre triste, para que descongelara y perdonara la Navidad y que su rostro volviera a brillar.

Y con ese deseo, le recitó lo siguiente:

Viene anunciando al niño Jesús.

Brilla la estrella de paz...

Era un mágico recuerdo: las pequeñas manos del niño de ojos y de cabello negro tocaban la estrella del árbol; otra vez el mismo niño corría por los jardines llenos de nieve, y, por último, su pequeño ahora sujetaba la mano del niño Dios y con su mirada risueña y sus labios sonrientes le decía: "Adiós mamá, estaré bien. Feliz Navidad".

Así fue como los rizos de piedra ahora parecían oro, sus vestidos blancos y sencillos volvieron a ser finos, su piel fue tan suave como si estuviera viva y aquel brillo iluminó las rosas y todo el pueblo, quitando la nieve y dejando un cálido lugar.

Una lágrima decoró sus ojos. ¿Cómo rechazaría el deseo de su hijo?, ¿cómo, si ahora sabía dónde estaba él?

El gnomo no volvió a casa. Descansó sobre la reina y durmió, satisfecho. Decidió que ese lugar era bueno para vivir y quién sabía, tal vez la próxima Navidad le regalaría una rosa brillante.

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