Capítulo 1: El llamado de la sangre

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La camioneta se detuvo en medio de aquel paraje desolado. El desierto seguía cálido; la noche apenas caía y la temperatura se mantenía entre los 20º y 25º grados. El conductor iba abrigado en un denso chaleco de cuero y un casco de motocicleta que hacía ruido en la imagen; quizás porque su atuendo era más uno de protección contra la violencia que contra el frío.

Ya perdido en medio de los cañones y de aquellos barrancos rocosos, no había mucho que temer. Sin mucho pensarlo y con toda la calma del mundo, el conductor abrió la puerta de su auto y se bajó, descansando sus pesadas botas negras sobre la tierra. Su apariencia a lo lejos era limpia y menuda, intrigante; no se veía ancho ni musculoso, pero sí letal, preciso, capaz.

Dando pasos hasta la maleta del vehículo, lentamente y silbando una graciosa melodía, buscó las llaves del auto en uno de sus bolsillos justo antes de fijarse en el paisaje, en el entorno a su alrededor.

—Ya llegamos —dijo en voz alta para luego intentar ver algo a través del vidrio trasero de su auto.

Su voz sonaba grave y seca, suelta, pero algo en ella era ambiguo y dual, como una duda o un secreto sin culpa de ninguna clase; aun así, dicha característica era sólo audible para la silueta erguida a unos metros de distancia; una que fumaba silenciosamente, atestiguando con calma los acontecimientos que ocurrían ante sus ojos.

—Aww, es una noche preciosa, ¿no crees? —preguntó el conductor mientras abría la puerta.

Su pregunta no era retórica ni mucho menos hablaba consigo mismo. Con una sola mano abrió la compuerta y se encontró con un par de ojos llenos de miedo y de ira mirándolo desde el compartimiento. Estaba golpeado, había una herida sangrante sobre una de sus cejas manchándole el rostro con un hilo rojo.

Con rapidez y habilidad el conductor arrojó cuatro bengalas, cuyo fuego brillaba como una inversión del negro hacia al anaranjado, y cerró entre sus fulgores el perímetro entre ambos, la camioneta, la silueta, y un par de metros más al cuadrado.

—Mmm —murmuró—, supongo que con esto en la boca no puedes hablar mucho que digamos —dijo; acto seguido extendió su mano para liberar al hombre de su mordaza ensalivada y ensangrentada.

—¡Agh, te voy a matar, maldito! —reaccionó este de inmediato.

Rápidamente escupió, pero el conductor, sin mucho esfuerzo y con agilidad capturó el escupitajo de sangre entre la palma y los dedos bajo su guante negro de cuero. Con un gesto femenino le acarició la mejilla maltratada, a la vez que restregaba el gargajo sobre la piel de su cara.

—¿En serio? ¿Eso es todo lo que tienes?

—¡Claro que no, maldito! ¡Puedes darte por muerto! —amenazó el hombre mientras forcejeaba por soltar sus muñecas causando que la cuerda que lo tenía prisionero le rompiera aún más la piel—. ¡No sabes con quién estás jodiendo! Ya estás muerto.

—Supongo entonces que esta no es más que una conversación fortuita entre dos fantasmas...

Tras decir aquello, el conductor se retiró el casco y descubrió un rostro sonriente de ojos verdes y piel oliva pulcramente afeitada ante los ojos de su presa. Su sonrisa era cínica, juguetona, y sus labios gruesos; su mirada, coqueta y distraída. De inmediato el hombre en el asiento de atrás sintió el mundo abrirse a sus pies, como si el miedo a la oscuridad eterna se lo tragara.

—De... de seguro hay algo que podamos hacer... Tú... tú eres... yo puedo... si quieres, puedo darte lo que quieres... lo que te gusta...

El secuestrador se echó a reír ante las palabras del hombre secuestrado.

—¿Me estás ofreciendo... una...?

Pero se detuvo ahí, juguetón y malicioso, esperando a que el horror del hombre mayor ante él, conservador, en sus cincuenta y tantos y con porte elegante, justo al frente, terminara de derrocar las nociones esquineras de la moral corrompida que había regido previamente su vida. «Vamos... termina de tambalearte, ¿sí? Hazlo en honor a todos los sádicos de tu generación...», pensaba el conductor. Su boca estaba abierta con curiosidad y sed a la vez.

—¿Quieres que... te...?

—¡Oh, vamos, dilo! Qué esperas —se emocionó el secuestrador—. Quieres ofrecerme una...

—Un —el secuestrado carraspeó—, fellatio... ya sabes, una mamada, lo que de seguro te encanta hacer todo el tiempo —terminó de decir entre arrepentido y horrorizado; tan pronto como pudo se recompuso y continuó con su discurso para convencer a su secuestrador 

—¿Qué si me gusta? —contestó este malicioso—. La verdad, ¡me fascina! Pero, no sé... mmm, ¿eso es todo?

—¿Qué... más...?

—Pues... primero dime, ¿fue eso lo mismo que le dijiste al pequeño Gustavo Ruiz? Supongo que sí, pero a la inversa... ¿Y al único sobreviviente de los Silver? Y supongo que también fue lo mismo que hiciste para violar a Jessica Taylor con el consentimiento de sus padres, ¿verdad? —su voz abandonó el tono sarcástico y se hizo fría y seca—. Los hiciste sentir justo así, como tú te sientes ahora, a oscuras, con frío, con rabia y duda en sus corazones, y los empujaste al límite, tal como yo lo estoy haciendo contigo ahora para divertirme, y entonces —comenzó a reír una vez más—: les ofreciste una opción, ¿no fue así? Una salida...

En sus ojos verdes había cruel placer. El hombre secuestrado, por su parte, estaba sin palabras. De pronto, tras varios segundos, las lágrimas empezaron a correr entre sus moretones y sus heridas, llorando ahogadamente ante aquellos ojos verdes y de mirada femenina observándolos con frialdad.

—Andando —dijo el poseedor de estos con indiferencia mientras halaba al hombre consigo y lo arrastraba por el suelo del desierto.

No había dado ni cinco pasos en dirección al montículo de tierra removida cuando sus ojos se encontraron con la silueta erguida y sin reparo, por instinto y experiencia, la reconoció al instante. Fumaba con despreocupación, miraba a las estrellas y apenas se fijaba en el secuestrado, jugaba con sus zapatos... todos gestos muy típicos de ellos; sin embargo, lo que lo delató principalmente fueron los ojos dorados.

—Buitre —la llamó el conductor.

La silueta no respondió.

—Mmm... Supongo que los tuyos no pueden resistirse al aroma de la mierda descompuesta.

El foso estaba ya bastante cavado. Al conductor casi le pareció que se trataba de un hueco bonito, bien hecho, y por un segundo pensó que el cavador tenía talento para estas cosas, y que era injusto que una escoria como el hombre a punto de morir tuviera un lugar de descanso tan decente. Con maña pateó una piedra adentró y sentó al hombre secuestrado justo en el borde.

—Deberías respetar su sepultura —dijo la silueta.

—¡Ja, y una mierda! —respondió el conductor—. Asuntos humanos, buitre; no te metas...

—La muerte es inevitable para todos, y por ende, debería ser santa...

—¿Incluso para los tuyos?

—Incluso nosotros morimos, sí —dijo el portador de los ojos dorados antes de darle una calada a su cigarrillo para luego volver a posar su vista en la luna llena.

El conductor se preparaba para adecentar el foso y estaba arremangándose las mangas de su camisa y quitándose el chaleco, dejando al descubierto un par de brazos blancos y suaves, con una piel ocasionalmente manchada por lunares, y un delicado vello corporal bastante femenino.

—Pues... vaya, eso es algo que pagaría por ver —comentó, pero la silueta tan solo le ignoró.

Así duraron por un largo rato; mismo que pareció un suspiro para la silueta que aguardaba pero una eternidad para el hombre cautivo a la vez que veía a su secuestrador cavar su tumba justo bajo sus pies. Estaba tan lastimado que le era imposible escapar. El único sonido que se escuchaba era el de la pala contra la tierra, el murmullo pacífico de los animales y los insectos, y el silbido de la brisa fría que ya calaba la piel y los huesos...

—¿Me das una mano para salir? —dijo el conductor desde lo profundo de la fosa con la pala al hombro; se dirigía a la silueta que fumaba—. ¿No?

No hubo respuesta.

—Entiendo... Eres oscuro, misterioso... Tienes alas negras y tienes que actuar como tal, no hay problema. Además, supongo que ayudarme a escalar la tumba no se vería bien en tu currículum, con eso de que tu trabajo es mandar gente al foso y no sacarles, ¿verdad?

Apoyándose de la pared de gravilla y arena y con la agilidad de un felino, el conductor pudo salir sin problemas del hoyo. Ya lo había inspeccionado, puesto los aceleradores en su sitio, por lo que todo estaba listo para terminar. Ya arriba se alejó unos pasos y observó el hoyo con mirada contemplativa.

—Sip, creo que esta es la tumba más bonita que he enfeado jamás —comentó—. Aunque admito que no fue fácil —dijo mientras rodeaba el hoyo rectangular y se ponía de frente al hombre de ojos dorados sacudiendo su cabello como por reflejo—. La primera vez que lo hice fue hace ya mucho, pero es que los de tu clase —se fijó de reojo en el hombre cautivo—, merecen tratos especiales... Me quedó un poco chueca, la primera, digo, pero supongo que preparar fosos para la ocasión es de esas habilidades que se mejoran con la práctica.

De pronto sus ojos verdes se encontraron con el dorado brillante de aquella criatura al frente que observaba fijamente, sin inmutarse, sin despegar sus labios.

—Ok, ok, ya entendí —resopló el conductor mientras se daba un golpecito en la frente antes de secarse el sudor—. Por Dios, ¡discúlpame por querer aligerar la tensión...!

Y sin más, tumbó con una patada al hombre y lo hizo caer pesadamente en el hoyo. El prisionero gimoteaba y trataba de defenderse, forcejeando con toda su energía mientras sacudía sus piernas en todas las direcciones a pesar de tenerlas amarradas. La caída fue brusca y dolorosa gracias a la roca amarilla y quebradiza del terreno; las magulladuras hicieron que soltara un quejido de dolor. Presa del pánico y de la adrenalina apenas lograba arrastrarse mientras tragaba arena y esta le entraba en los ojos.

—¡No me mates, por favor! ¡No me mates!

—Vamos, hombre... ¿De qué hablas? —preguntó el secuestrador con tono de burla—. ¿Acaso no recuerdas que tú y yo ya estamos muertos? Tú mismo lo dijiste....

—Por favor, por favor... por favor —sollozó el hombre secuestrado—. Te juro que te diré todo lo que quieras saber. ¡Lo que sea! Lo que quieras. Yo... ¡yo soy inocente! Yo... no he hecho nada... ¡Te equivocaste de hombre! ¡Busca a Larry, Larry Martínez! ¡Y a Melissa Fergusson, y al Saddam Abdullah! ¡Él sí toca niños, niñas! ¡Primero los hace bailar para él después de drogarlos, lo juro! Luego los viola, ¡él sí lo hace! ¡Yo no sé nada de eso, soy un tipo normal, sano, honesto, lo juro! ¡Soy inocente...!

Su voz era quebradiza; sus ojos se veían rojos, y su nariz estaba cubierta de mocos, empegostados por la tierra.

—Mmm... Las cosas que un maldito es capaz de decir antes de morir —comentó su verdugo en voz alta mientras revisaba la pantalla de su teléfono celular; luego se fijó en él una vez más—. Ay, Óscar Sierra, desde hace mucho tiempo que ni tú ni yo podemos decir que somos inocentes...

De pronto, el llanto de Óscar murió en sus ojos y sus labios, presa del horror al ver lo que sucedía frente a sus ojos.

De pie al borde del precipicio que sellaba su vida en un hueco maltrecho de tierra y piedra arenosa, su secuestrador se llevó una mano enguantada a la cabeza y se aferró con fuerza a la piel que nacía justo bajo su mentón, por arriba del cuello en el límite que separa este del cráneo, y como si intentara arrancarse la cabeza de un tirón, toda la piel se despellejó y se estiró como una tela elástica rara hasta que, poco a poco, se fue despegando...

El hombre secuestrado bajó la cabeza, sorprendido y resignado, como si acabara de enterarse de la más funesta de las verdades. Tan sólo un momento atrás la vida parecía una y su final probable pero evitable, al menos en ciertas circunstancias más cómodas para la gente como él, la que pertenecía a sus círculos y que disfrutaba de privilegios casi exclusivos de dioses mortales, de seres inalcanzables, de bestias humanas que casi parecían transcender los fenómenos naturales de la vida y la muerte, e incluso, estar por encima de aquellos que orquestan semejantes reglas.

Era ahora que veía que estaba equivocado, que lo había estado siempre. Quizás algunos se salvarían, quizás algunos podrían salirse con la suya, como Scott, un poco más arriba de él, o Wolfgang, pero no él; él, Óscar Sierra, multimillonario español y pedófilo aficionado a los pequeños y pequeñas de entre 11 y 14 años de edad, orgulloso hedonista en ascuas, y uno de esos pocos que pueden decir que han caminado las laderas de la cima del mundo. Aúna sí, ahí estaba, a punto de morir en la tierra, hecho mierda, repleto de miedo y ante la presencia de uno de ellos, víctima de sus intrigas, de su ira, de su resistencia; víctima de un poder sobrehumano también, tan intenso como el poder de la voluntad, de la venganza, tan poderoso como llega a serlo el dinero, y toda esa fuerza estaba dispuesta a arrancarlo de tajo de su estatus de lujo y soberbia.

La prueba era la amarga verdad incógnita que había sido revelada ante sus ojos. Donde Óscar había esperado la sangre corriendo por el cuello de su secuestrador, esta nunca llegó. En su lugar, donde antes había estado el rostro de un hombre de ojos verdes, piel oliva y cabello oscuro, ahora le devolvía la mirada una mujer de piel blanca, cabello rubio y ojos azules, tan azules como la noche y el mar, sonriéndole con efusividad. Ahora sí, el chiste se había consumado; ahora sí, su muerte era inevitable, le aguardaba y le llamaba, jugueteaba con él con impaciencia, y Óscar, abrumado, quizás orgulloso de ser merecedor de tal final para una vida tan vil, subió la mirada y la fijó en ella, en su asesina, en sus ojos...

—La sombra de los mil rostros —dijo aturdido.

—¡Tadá! —exclamó ella al final alzando en alto lo que parecía ser una capucha negra y plateada por fuera y recubierta de algún tipo de piel por dentro.

Tan rápido como una estrella fugaz asomándose en el horizonte a sus espaldas, la sonrisa cayó de sus labios y se reemplazó con la firmeza de una dureza implacable y ejecutora. El disparo sonó amortiguado. El cuerpo de Óscar Sierra se desplomó con un agujero chorreando desde la frente.

Apenas cinco segundos más tarde, mientras veía con cuidado el par de ojos muertos, la sombra de los mil rostros marcó un número en su teléfono y se llevó el aparato al oído. Se sentía realizada, enaltecida de alguna manera; tras un suspiro y tan solo cuatro repiques, alguien contestó la llamada del otro lado:

—Listo...

El teléfono estaba conectado por un cable a un aparatejo pequeño y con antena propia; era uno de esos conectores de líneas seguras para escarbar sin tanto problema entre el caos telecomunicacional que es la atmósfera de la Tierra en los tiempos modernos.

—Perfecto —contestó la persona al otro lado; también una mujer—. Ya sabes qué hacer... y... ya sabes... felicitaciones.

—Vale.

Cuando la llamada terminó la asesina, la conductora, se guardó el teléfono en el bolsillo. Sonrió a la distancia con pesar y oscuridad a la vez, quizás abrumada por lo liberador que se sentía tener que pasar por esa situación una y otra vez, y lidiar, de alguna forma, con el mal que azotaba día a día la vida de millones de personas.

—Ahora te toca a ti —dijo mirando al viento.

La silueta había desaparecido. No podía verla sin la máscara puesta, pero era a ella a quién se había dirigido. La mujer esperó por un minuto antes de volver a hablar:

—Espero que ya hayas hecho tu trabajo aquí, porque este cuerpo está a punto de quedar podrido desde hace siglos...

Acto seguido, desde su mano activó con un botón los nueve discos en la fosa que rodeaban el cuerpo, los aceleradores; estos soltaron un pitido agudo seguido de un parpadeo de luces antes de dejar salir una extraña sustancia gelatinosa y azul que rápidamente cubrió el cuerpo del muerto y la mitad del hoyo.

Sólo hizo falta un poco de tierra dentro de la fosa sumergida en el líquido azul para que todo el engrudo empezara con el proceso de descomposición. Antes de que la conductora y secuestradora de Óscar Sierra cubriera el foso otra vez ya podían verse un par de huesos asomándose desde la piel seca.

Minutos más tarde el carro se puso en movimiento y la mujer desapareció en medio de aquel serpenteante camino que nadie conocía, muy en lo profundo del desierto de Tabernas, en Almería, mientras el ángel de ojos dorados la veía partir.

Un cigarrillo bailaba entre sus labios; sin darse cuenta una de sus manos buscó compulsivamente algo dentro del bolsillo de su pantalón. Para él la noche aún no terminaba, pues el encuentro con la sombra de los mil rostros y Óscar Sierra, el nombre anotado en su libreta para recoger durante la noche del sábado diez de septiembre de dos mil cinco cerca de las once de la noche según los calendarios cristianos, era apenas otra de sus citas.

Desde que se había convertido en ángel sin alas, justo después de morir, la mujer que caminaba como una sombra más en medio de aquel bosque desolado no había necesitado respirar nunca más, y por eso disfrutaba de lo efímero que se volvía todo cuando caminaba. Probablemente fuera esa la razón para que, sin darse cuenta, caminar se convirtiera en su nueva forma de respirar. A veces lo hacía automáticamente, sin pensarlo, sin ser realmente consciente de a donde la impulsaban sus pasos. Sólo caminaba y mientras lo hacía, tan sólo obedecía a su instinto, y quizás, por acción final, a su destino.

No importaba a dónde la llevaran sus pies invisibles, pues sus instintos nunca la traicionarían. Si algo quería hacer su espíritu era seguir con vida sin importar lo que sucediera más adelante. Y sin importar lo largo o peligroso del trayecto, siempre terminaba por llegar a donde debía estar. Así había llegado hasta aquel paraje sabiendo solo una cosa: que el cielo no podía durar ahí arriba para toda la vida, y que su misión entrelazada al entramado de fuerzas que la empujaban en aquel camino era tan simple, de alguna manera, como alguna vez lo había sido respirar...

Finalmente llegó: trescientos metros a la cuadrada desde el sendero del Aguadero. Alrededor quedaban las raíces de los árboles, el laberinto de pinos y encinas, castaños... todo el trayecto de sequía y vegetación sobreviviendo y combatiéndose la una a la otra. Y a su vez, finalmente, la silueta apareció. Lo supo por la marca mágica y siniestra que dejaban los de su clase en los alrededores. La silueta sostenía una arista entre sus manos. Lo sabía porque antaño, el trabajo de un amigo suyo había sido exactamente el mismo... recoger esas pequeñas pirámides que son de alguna forma incognoscibles y que contienen resguardadas de la rudeza del mundo a la sustancia de los seres humanos.

Otro lote de pasos la llevó más cerca. Los ojos dorados de la silueta, del buitre, un ángel de la muerte, examinaban con terrorífica calma las gotas de la esencia de lo que alguna vez fue la consciencia de Óscar Sierra y el contenido de su vida; todo en medio de tanta oscuridad. Sin detenerse la mujer atravesó un riachuelo, como si este no existiera y como si el agua fría de la quebrada no le calara la piel, como si esta simplemente la atravesara a pesar de que sus pisadas chapoteaban con descaro interrumpiendo el silencio nocturno del bosque. El hombre tenía la arista sobre su palma blanca...

—Es bastante ligera —musitó para sí mismo como si quisiera hacer de cuentas que ella no estaba presente; así hizo hasta que un movimiento lo hizo prestar atención.

—Sigues en lo mismo —contestó ella cortando la noche como si su voz fuera una hojilla, ignorando el comentario sobre el peso del alma.

El otro ángel, el que era apenas una silueta para los humanos menos talentosos, iba vestido con una chaqueta militar de ceremonia antigua, probablemente de finales del siglo XIX y de corte ruso, pero que por causas de lo inexplicable de la magia y su magnífico y enigmático método para hacer que las cosas sean siempre a su manera, era una que aún seguía pulcra y planchada, y que quizás por luchas de poder y guerras secretas, le hubo impedido a su poseedor llegar a su destino en alguna noche del pasado, curiosamente lo que ella, la mujer ángel, sí había podido hacer justo ahora con tan sólo respirar al caminar, como si siempre hubiera estado en lo correcto de lo simple que resulta creer en algo tan sencillo sin más.

¿A dónde habría ido aquel ángel que alguna vez fue hombre? ¿A una gala de zares? ¿A una reunión del alto mando? ¿Pertenecía a los cuerpos de inteligencia? ¿Y cómo habría caído en desgracia...? La detective Urbano, como alguna vez fue conocida al también haber estado en vida por las calles de su Colombia natal se hizo todas y cada una de esas preguntas mientras duró el silencio de su cita. Frente al ángel de ojos dorados y chaqueta militar se encontraba el tronco grueso de un castaño enorme y rugoso, ramas robustas, y un follaje verde y alto que bloqueaba la luz de la luna. Era un árbol imponente tanto física como espiritualmente.

Los ojos de ella eran de plata fundida, mientras los de él relucían como el oro. Ella carecía de alas, mientras que el hombre frente a ella tenía un par de alas enorme de un intenso color negro, como el carbón, saliéndole de la espalda, oscuras y sin ninguna mancha de otro color. Casi parecían de águila, aunque ella sabía que no podía ser así porque de la forma de sus alas es que los humanos les habían dado apodos a los que eran como ellos, y por eso el apodo de buitre.

—Sigues indeciso —dijo ella tras un suspiro.

Él acortó la distancia entre ambos. Antes de llegar justo a su lado guardó la arista dentro del bolsillo de su chaqueta.

—Mientras no pueda discernir la verdad de la mentira, no veo razón alguna por la cual no debería de seguir haciéndolo.

—Pues tienes todo el tiempo del mundo, ¿no?

Y de pronto, por alguna razón, el ángel de la silueta recordó lo que le había dicho ya varias horas atrás a la asesina: «nosotros también morimos, sí...». En un arranque hizo un ademán para buscar un cigarrillo, pero la mujer se le adelantó y le ofreció uno mientras sacaba su cajetilla del bolsillo de su chaqueta de cuero.

—¿Quieres?

Este se lo colocó entre los labios. Ella sólo tuvo que posar uno de sus dedos sobre la punta del cigarrillo para que este se encendiera.

—La verdad —hizo una pausa— es que a veces creo que el tiempo también se está quedando con ganas de más —dijo el ángel de la muerte dando una calada mientras la veía a ella encender su propio cigarrillo y expulsar las primeras formas de humo blanco por la nariz; esas de las que mejor saben.

—¿Cómo ellos? —contestó ella señalando el refugio de la arista en el pecho de la chaqueta del hombre.

—Supongo —él suspiró; primero ahuyentó la mirada, aunque el corazón muerto en su pecho pero vivo por la voluntad de su espíritu le hizo apurar el tema que era realmente relevante para ambos—: Dígame, señorita Urbano... ¿está segura de querer hacer esto?

—Si es más información lo que quiere, señor Dovirenko, pensé que lo mismo quedó claro la última vez que nos vimos. No puedo decirle más hasta no saber que su confianza es inquebrantable. Ya hemos llegado a un límite que tomará tiempo o voluntad de su parte para poder ser trascendido.

—Me pide confianza y al mismo tiempo me pide que desconfíe de lo que más creo y lo que más atesoro, de todo lo que ha significado una segunda oportunidad para experimentar la vida, así sea a través de la muerte. Dígame usted, ¿acaso tiene eso algún sentido?

Su mano, impulsiva, apretó aquello que llevaba en el bolsillo del pantalón. Ella sonrió.

—A mí también me costó... Pero, aunque me resistí al comienzo, al final, cuando abrí los ojos... fue liberador, señor Dovirenko, porque entonces entendí que, quizás, puede ser que todo lo que alguna vez hayamos creído y atesorado esté mal, y que no por la benevolencia del destino somos merecedores de este mismo... Porque si no es por la suerte de haber abierto los ojos y haber decidido hacer algo, creo que no me gustaría para nada esta... segunda oportunidad...

Así se veían ambos, plateado contra dorado.

—Y lo cierto es —continuó ella—, que si en sus ojos no hubiera duda, si algo no le hiciera ruido en su espíritu... ni usted ni yo estaríamos aquí. Ya pudo haberme delatado mucho antes...

—Y supongo que tiene razón —contestó él—. No lo hice... y creo que nunca lo haré.

Ella le sostuvo la mirada por unos segundos, hasta que una figura mística de sellos dorados comenzó a brotar entre ambos; primero por parte de ella, y luego por parte de él. No pasó mucho hasta que ambas se encontraron y se desvanecieron, justo antes de encontrarse, narrando una historia dividida en dos, una por parte de cada uno de ellos...

Entre aquel fulgor dorado que se acercaba al de la detective Urbano, Dovirenko relató un momento crucial de su vida, nada menos que su muerte, quizás, con la esperanza de que fuera esto suficiente para demostrar al menos un atisbo de voluntad, de confianza, de lo que ella necesitaba de él; así que, fuera por mera casualidad o por influjo de alguna gracia divina, el ángel de la muerte contestó las preguntas que ella antes había tenido en el claustro de su mente...

Su nombre era sagrado, su revelación impedida por código, pero su identidad estaba ahora plasmada ante sus ojos como si de un libro abierto se tratara. «Rusia, la guerra civil, los bolcheviques, los zares, los Románov, Eugene, Alexei, Anna, Sverdlovsk, la Guardia Blanca, las cartas, la pasión, los secretos de pasillo y sombras traicioneras, de resiliencia, la fogata pagana, el inicio de la primavera, los hijos de su amante, Yuri, y aquella carta, la última de todas, Papulia, el ardor, el consentimiento y la conciencia que quemaba tanto como el fuego que hacía crepitar la madera, y la voz etérea, el arte, las pinturas, las fotografías, el secreto de los fantasmas, del recuerdo de los muertos, y la vida llegando a su fin, el ángel de la muerte que antecedió al arcángel... la consumación final, la realización no en vida sino después de ella...», fue entonces cuando la mujer ángel respondió. 

Él observó lo mismo, toda una vida y un pasado, el contenido de una arista, por así decirlo, dibujada en los signos místicos que ardían a su alrededor, y entonces supo quién era ella... «El amarillo, el azul, el rojo, una bandera en llamas, otra guerra civil y otra nación fracturada, 1989, la selva, los ríos, el Amazonas, el Arauca, el Río Negro, los estigmas, los reproches, el miedo y la desesperanza, recuerdos hermosos, felices, alegres aún en la tristeza, orgullosos, ganas de luchar contra el miedo y la desesperanza, Juan, Mariana, papá y mamá, los años que pasan, una placa de metal, cuero negro y un revolver, un pasaporte, colinas frías al norte del mundo, un recuerdo que no se va, que no se olvida, el peso de una sangre y un resentimiento, el juicio ajeno de aquellos que no entienden la vida en una jungla de concreto... y esos ojos rojos, un grito, un llanto, un niño, un bebé, un demonio, un anticristo...».

Y ya...

Era suficiente para ambos.

—Mmm —asintió ella—. Comunicación armónica...

—Es muy talentosa.

—Pues... Quiero pensar cada vez más que puedo confiar en usted, señor Dovirenko, pero para eso necesito que me lo demuestre —ambos se sostuvieron la mirada con temple—. A mí a y los que están conmigo. Necesitamos saber que entiende todo lo que está en juego.

El buitre metió la mano en el bolsillo de su pantalón y extrajo un pequeño cilindro que parecía hecho de oro fundido. Tras meditarlo apenas, lo colocó en las manos de la mujer.

—Espero que esto sea suficiente para demostrarlo entonces de una vez por todas, señorita Urbano.

La mujer fijó su mirada en el objeto que ahora reposaba entre sus dedos y un sentido de urgencia le atravesó el pecho.

—Aquí está todo lo relacionado con el último incidente que ocurrió a finales de agosto —explicó el hombre—. Era el... —rebuscó en su memoria—, expediente de clasificación ARV4W-NF79 (caso número 14.789, apéndice de destacados generales). No había registros sobre su pregunta de una carga extra de seguridad para el humano en cuestión. Según lo que pude oír de unos registros del juicio hecho al ángel de la vida, el tirón de la arista fue superior a cualquier sensación que alguna vez hubiera sentido, o así dijo... Era como si el alma hubiera querido nacer a fuerza propia, y como si hubiera querido escoger ella misma su contenedor. Por supuesto, aquello no gustó a los oficiales encargados. El ángel está muerto, pero... su trabajo, o el error fatal que le causó la muerte debería decir en este caso, ya está hecho...

Por alguna razón, el señor Dovirenko no pudo evitar suspirar.

—Revise —añadió por último—. Espero que le sea de ayuda.

Ella asintió, esta vez sin sonreír.

—Gracias... de verdad. Nos ayudará mucho ciertamente. Ya sabe cómo son las vueltas del destino...

La mujer ángel cerró sus dedos sobre el cilindro y al hacerlo acarició un dedo frío, por más que supiera que las manos del hombre frente a ella también estaban muertas; aun así, para los que son como ellos, dichos gestos no pasan desapercibidos.

—Le recomiendo no bajar la guardia. Si todo sale bien, nos volveremos a ver durante la primera luna llena del año nuevo. ¿Le parece bien en el monumento de Silencio a Berlín? —el hombre asintió—. Me disculpo, pero ya sabe cómo son estas cosas... Me tengo que ir.

—Estaré esperando...

La mujer se alejó en dirección al corazón del sendero en aquel paraje perdido de Almería, pero antes de perderse en medio de la naturaleza, se giró para ver al hombre una vez más.

—Con esto que acaba de hacer... sabe que probablemente ya no haya vuelta atrás, ¿no, señor Dovirenko? —dijo con dolor en la voz por más que intentó ocultarlo—. Repito, no baje la guardia...

—Tanto de vivo como ahora que estoy muerto, siempre he sabido cuidarme, señorita Urbano —comentó él mientras sus ojos dorados parecían crepitar como llamas en medio de la noche—. Créame que si morí joven fue por cuestiones de la política, no de la inocencia. Nos vemos en Berlín.

Ella asintió, ahora sí, y el bosque se la tragó sin clemencia.

Otra vez una silueta ante el mundo, el ángel quedó solo en medio del bosque, o eso parecía. A su lado estaba la silueta alargada de una criatura cadavérica de ojos morados que no dejaba de sonreírle al vacío oscuro de la noche, aunque su presencia no estaba fuera de lugar de ninguna manera...

—Ya podemos seguir caminando, amigo —dijo el ángel.

A los segundos arrancó sus pasos para ponerse en marcha de nuevo.

—Estos caminos son bastantes largos, pero aún nos queda mucho hasta que vuelva la luna llena.

Ni bien se hubo adentrado en el bosque la mujer se echó a correr a través de la noche. Tenía la mirada fija hacia el frente y sus pisadas no levantaban el polvo del suelo ni rompían las ramas secas que pisaba. Era etérea e intangible, tan silenciosa que a su alrededor parecía extenderse un aura capaz de absorber el sonido del bosque y hasta el brillo de la luna si era necesario. Su cabello castaño oscuro estaba sujeto por una apretada cola de caballo lo que le permitía tener los ojos y los oídos al descubierto. Mientras corría por aquel rincón perdido de la sierra de Almería la detective Urbano sólo podía pensar en dos cosas.

La primera era proteger con su vida, con su nueva vida, aquel cilindro que el señor Dovirenko le acababa de entregar. Y la segunda, era llegar cuanto antes al castillo de cristal para poner la mayor distancia posible entre ella y el mundo de los humanos.

Quería escapar de la mirada indiscreta de aquella luna que brillaba sobre su cabeza y que parecía ser el reflector de una cárcel que iluminaba a un prófugo de la justicia mientras este intentaba huir de su condena. Podía sentir el sudor frío bajando por su nuca y acariciándole el cuello con descaro, burlándose de ella mientras le susurraba al oído que era inútil intentar escapar... que de hecho no lo conseguiría.

Mientras corría en medio de los árboles de castañas y de los pinos la mujer tenía los sentidos a flor de piel. Se sentía vigilada y perseguida, y por extraño que pudiera sonar, podía escuchar los pasos de la oscuridad acercándose peligrosamente, amenazando con cortarle el paso en cualquier momento para arrancarle la cabeza de un solo tajo como ya lo había intentado hacer antes en el pasado... Antes de que intentara detener su nacimiento. Por eso cuando frente a sus ojos pareció materializarse el objeto de su deseo no pudo dejar de sentir cómo el vértigo se apoderaba de su estomago y le sacudía los pies.

De la nada y a unos cuantos metros frente a ella la mujer ángel encontró la meta a la que corría con tanta desesperación. Era una escalera en medio del bosque, cuyos escalones no daban a ninguna parte. Una escalera que tenía un inicio pero que no tenía un final. Una escalera que no tenía ninguna razón de ser en aquel lugar tan apartado del mundo y, sin embargo, allí estaba: una estructura de madera pulida y barandas de acero grueso, una escalera moderna como la que encontrarías en algún pent-house de New York, pero sola en su lugar, y arrancada de su sitio para yacer en medio de un bosque...

Al ángel ya no le faltaba nada para alcanzar el primer escalón de la elegante estructura, por lo que corrió con mucha más fuerza y determinación. No iba a dejar que la oscuridad la atrapara. No estando tan cerca de la meta.

«Ojos rojos... ojos rojos en la oscuridad...», pensó cautelosa. Con prisa, andando, como pudo se movió tan rápido como le fue posible. Los pasos atrás se hacían turbios, se hacían pesados, cada vez lo hacían más, como un gigante que está cada vez más cerca.

Uno, dos, tres, cuatro escalones subió a la carrera, y para cuando llegó al quinto, donde antes estaba el vacío del bosque, apareció una gran puerta de madera de aspecto viejo y maltratado ataviada con una estrella de ocho puntas por picaporte. La detective se aferró a aquel símbolo como si su muerte dependiera de ello, y cuando atravesó el umbral, pudo sentir cómo aquellos dedos bruscos y huesudos, tatuados en odio, trataban de aferrarse a su espalda sin éxito...

Había logrado escapar por muy poco.

Con violencia y con la piel de gallina, el ángel se volteó justo a tiempo para ver su par de ojos rojos y brillantes acechándola; eran los ojos de la calavera blanca que yacía al otro lado del portal, incapaz de llegar, de alcanzarla. Por un instante plata y rojo se enfrentaron, hasta que la puerta se cerró y la ira de aquellos ojos rojos permaneció atrás.

—Todavía...

La mujer murmuró mientras apretaba el cilindro dentro de su bolsillo para controlar el temblor de sus manos. Tenía miedo. Aun después de tantos años, seguía teniéndole miedo. Pero a pesar de eso, la determinación de deshacerse de aquella carga del destino no había hecho más que crecer dentro de ella. Era algo contradictorio, pero así había sido siempre su vida. Una contradicción seguida de la otra. Un destino del que no hay forma de escapar, y que sólo lleva en la dirección de lo que sea que la vida y la muerte quieran en su juego interminable, si es que alguna vez llegara a hacerlo.

Por suerte, ahora estaba en aquel viejo lugar. Ya se conocía el palacio a la perfección, por lo que ubicarse entre sus pasillos no le fue difícil. El cristal la guiaba con sinceridad en el recorrido. Primero quería calmarse antes de encontrarse con aquella que buscaba, porque no quería que sus ojos la delataran. Ella sabía lo que significaban estas paredes, y la responsabilidad que tenía para con ellas. Su trabajo siempre había sido defender a las personas. En vida como una protectora de la ley, y al morir como una de esas que se quedan con obstinación y resiliencia entre el más allá y el más acá. Así que no se podía dar el lujo de mostrarse débil frente a ellos que le había brindado su segunda oportunidad.

—Ceto —llamó.

El nombre salió de sus labios con convicción, y así aguardó hasta que los ojos de ambas se encontraron. A sus espaldas, la huésped la encontró; apareció a un lado; era una chica menuda, de piel oliva y rasgos levantinos bajo unos ojos tan maravillosos y plateados como la mismísima luna llena, y cuando se giró desde atrás para volver a verla, le sonrió con confianza y seguridad.

—Me alegra que hayas regresado sana y salva —dijo acercándose para abrazarla.

De inmediato la detective Urbano se sintió perdida en el mar infinito de energía y esplendor que emanaba de la mujer que la tenía entres sus brazos. Como cada vez que la veía sintió que el aire que no necesitaba le faltaba en sus pulmones para respirar y se sorprendió de que semejante cantidad de magia pudiera existir en un cuerpo tan pequeño sin romperlo por completo; ¿acaso la única cura era seguir caminando? Instintivamente, quizás por costumbre humana, alguna vez mortal, la detective tomó la mano del espíritu e inició la caminata que acompañaría la conversación.

—¿Pudiste encontrar lo que buscabas? —preguntó Ceto.

La detective asintió mientras su mano se introducía en su bolsillo y sacaba el cilindro que el señor Dovirenko le había dado para enseñárselo.

—Es un fragmento  cabalístico extraído directamente de los registros. Contiene información con respecto a la anomalía —dijo.

—No deberías haberlo tocado con las manos desnudas —comentó preocupada la mujer fijando sus ojos de plata en ella con melancolía—. Te estás haciendo daño...

Y con un movimiento suave de su mano envolvió el cilindro en una burbuja de agua para luego hacer lo mismo con la mano enrojecida del ángel. La leve herida sanó de inmediato y el agua se evaporó en una nube efervescente.

—Gracias —dijo la detective.

—Somos nosotros quienes estamos agradecidos contigo —contestó la mujer mientras tomaba las manos de la joven entre las suyas—. Haber perdido el contenedor de Eva fue algo terrible, por más que Él no quiera admitirlo. Pero con esto que acabas de traernos quizá podamos recapacitar y considerar algunas acciones que puedan reajustar el curso de los acontecimientos. Entender lo que pasó es la clave para poder solucionarlo.

—¿Crees que eso aún sea posible?

—Pequeña —exclamó Ceto posando una de sus manos sobre la mejilla del ángel con aire maternal—. Después de todo lo que he visto y he vivido, puedo asegurarte que con algo de paciencia y mucha voluntad, cualquier cosa es posible...

El plateado de los ojos de Gabriela Urbano se fue apagando para dejar al descubierto su color café natural. La serenidad de los ojos grises de su madre lunar, que eran como pozos de roca blanca y plata fundida que brillaban como un par de astros, era magnífica y majestuosa, digna de los corazones más nobles que hayan puesto alguna vez sus pies sobre la Tierra. De pronto todo el temor y las dudas desaparecieron de su cuerpo; un suspiro profundo se escapó de su pecho mientras se dejaba llevar por la melodía que producía la magia de Ceto a su alrededor.

—Descanse, detective —dijo el espíritu en un tono juguetón, soltándola y alejándose un poco—. Descanse mientras yo llevo este pequeño misterio a quién será capaz de descifrarlo...

─ ∞ ─

Catorce años después habían cambiado demasiadas cosas tanto en el mundo como en Almería, y, aún así, terca y arraigada, esta última seguía ocultando cosas suficientes para ser una ciudad sumamente enigmática. El sol brillaba con toda su intensidad en lo alto del cielo, azul y despejado. El calor abrazaba la piel de los chicos con picor sin que estos pudieran hacer gran cosa para evitarlo. Todos estaban muy contentos por aquel viaje. El aire estaba lleno de un bullicio que provenía de todos los rincones del lugar, y el salitre les impregnaba los poros de la piel y la nariz con cada soplo del viento.

—Por favor chicos, recuerden todo lo que hablamos en el hotel. Es muy importante que sigan nuestras indicaciones para poder sacar el mejor provecho de toda esta experiencia enriquecedora, ¿de acuerdo? —dijo enérgicamente el profesor Louis Rousseau.

El viejo Lou tenía la suficiente edad como para tener el cabello casi totalmente blanco, aunque su carisma le hacía parecer más joven de lo que realmente era. Iba tratando de hacerse escuchar por encima del bullicio de la calle y de sus propios alumnos.

—Es necesario recordarles también que cualquier desacato a las normas preestablecidas para este viaje, o cualquier conducta que no vaya de acuerdo al protocolo y prestigio del Instituto, acarreará la inmediata sanción del culpable, así como la automática suspensión del viaje para todo el grupo.

Agregó en voz pausada pero muy clara Madame Gertrude. A pesar de su ligereza al hablar, pudo captar automáticamente la atención de todos los chicos, quienes inmediatamente dejaron sus conversaciones a medio camino para prestarle atención. Ella no pudo evitar sonreír por lo bajo, llena de satisfacción.

—En efecto, Gertrude, pero... también debemos recordar que un poco de atrevimiento es el ingrediente principal de toda investigación artística —agregó el supervisor mientras le guiñaba un ojo cómplice a la multitud de jóvenes frente a él—. Sin más nada que decir, recuerden andar siempre en grupos de mínimo cuatro personas. ¡Disfruten de la hermosa Almería!

Y más rápido de lo que se consume la pólvora, todos los alumnos se esparcieron como hormigas a lo largo y ancho de las calles de arenisca de Almería, envueltos en nubes de risas, conversaciones animadas, y ojos brillantes bajo la luz del sol ante la mirada complacida y risueña del anciano supervisor.

—Sinceramente, Louis, ¿no crees que ya es tiempo de que le pongas un poco de carácter a estos inadaptados?

Por la agitación de las aletas nasales de la Madame, era evidente que desaprobaba la actitud afable del profesor Rousseau.

—Vamos, Trudy, son sólo niños. Déjalos que se diviertan un poco y que disfruten de su juventud —replicó el profesor sin casi prestarle atención a la cara de indignación que acababa de poner la mujer a su lado.

—¿Niños? Monstruos, ¡eso es lo que son! Monstruos salvajes que necesitan disciplina y mano dura, nada más —espetó la mujer mientras le daba la espalda al anciano y se alejaba calle abajo—. Niños... ¡pfff, menudo disparate!

─ ∞ ─

—¡ÉSTA CIUDAD ES HERMOSA, AAAAHHHH!

El estrépito de la voz aguda de Madeleine fue tal que las personas que pasaban a su lado brincaron de la impresión ante semejante escándalo. Era una muchacha pecosa de rizos marrones y rojizos, dando vueltas sobre sí misma, levantando las manos hacia el cielo despejado. Deteniéndose en medio de una vuelta, mientras la falda volvía a cubrir sus blancos muslos, y tomando una bocanada gigante de aire por la nariz, volvió a decir:

—Me encanta.

—Ay por favor, ¿podrías calmarte un poco, mujer? No veo el porqué de tu escándalo —le gruñó el chico que la acompañaba mientras ponía los ojos en blanco y se alejaba un poco de ella, evidentemente avergonzado por la conducta de su amiga.

—¡Pierre! ¿De verdad me vas a decir que no te gusta estar aquí? Esta ciudad es encantadora, sólo abre los ojos y mira a tu alrededor —insistió Madeleine.

—Mady, Mady, Mady —dijo con aire condescendiente el joven de cara alargada—. Es evidente que la sobreexposición al sol ya terminó de afectar tu capacidad de apreciación de la belleza real. Para mí, ésta ciudad no es más que un arenal inmenso, inhumanamente caluroso, y de poco atractivo estético.

—¡Pero mira las palmeras, el diseño arquitectónico de las calles y los edificios! En mi opinión es como estar caminando a través del tiempo y de la historia misma. Es simplemente... romántico.

Madeleine tenía una sonrisa radiante en su rostro. Al verla así, Pierre empezó a sonrojarse, a la vez que sentía como si se le incendiaran las mejillas.

—Eeehh... sí bueno, tu opinión es aburrida y tediosa. Tan tediosa como esta mugrosa ciudad. Con tantas opciones para una excursión de verdadera observación artística, y nos tenían que traer a esta mierda, increíble.

Madeleine no pudo evitar sentirse un poco desanimada al ver la cara de desdén que se dibujaba en el rostro de Pierre mientras éste hablaba.

—Bueno... mmm, a mí me parece una bonita excursión —dijo sintiéndose un poco avergonzada—. ¿Tú qué opinas, Elliot?

Pero al no recibir respuesta alguna, Madeleine se giró para descubrir la razón del silencio que obtuvo como respuesta.

—¿Elliot, me estás escuchando? —volvió a preguntar mientras agarraba el hombro de su amigo y lo sacudía con cuidado.

—¿Eh...? ¿Cómo dices?

La expresión en el rostro del joven era taciturna; tal como si su amiga lo acabara de sacar de un sopor hipnótico.

—No pierdas tu tiempo con él, Mady. El pobre ni se entera de si está vivo o muerto cuando entra en esos estados de "profundidad de pensamiento". Sólo tienes que esperar a que termine de absorber la ciudad por los ojos —comentó un simpático joven de cara redonda.

—Entre la absorción de Elliot y la tuya, gordo, realmente no creo que quede mucho de Almería después que nos vayamos, y eso ya es mucho decir —dijo Pierre.

—No hace falta que envidies la solidez de mi cuerpo, Jean Pierre. No es mi culpa que el arte de Botero fluya por mi ser —respondió Colombus mientras le daba un mordisco a un muslo de pollo frito.

—¡Pero...! ¿De dónde demonios sacaste ese pollo frito?

Pierre no daba crédito a lo que estaban viendo sus ojos, mientras giraba la cabeza frenéticamente para ver si localizaba con la vista algún puesto de comida alrededor.

—¡Aaahhh, mi joven amigo! Un mago nunca revela sus secretos —le contestó Colombus mientras sonreía con la boca llena de pollo.

—Eres simplemente... asqueroso.

—Gracias. Siempre procuro dar lo mejor de mí.

—Ya chicos, vamos, compórtense —les dijo Elliot a sus dos amigos con aire conciliador—. Lo siento Mady, estaba distraído, pero honestamente concuerdo contigo. Almería es una ciudad espectacular.

Desde el otro lado, Colombus se acercó más a Pierre y le habló casi al oído.

—Es increíble como aún en modo zombie todavía se entera de las cosas que decimos, ¿no lo crees? Es algo así como un mutante, pero menos cool.

—No te me pegues tanto, gordo. Apestas a pollo frito —le reclamó Pierre a Colombus mientras lo iba apartando a empujones.

Madeleine volteó a ver a Pierre con una mirada de suficiencia.

—¿Lo ves, Pierre? A Elliot también le parece magnifica la ciudad —dijo con entusiasmo.

—Oh, bueno, ya que su alteza real lo ha decretado, me imagino que no me queda más remedio que acatar la santa voluntad de la corona —respondió él con sarcasmo—. Discúlpenme si no logro apreciar como ustedes el "arte" de un basurero, cuando bien podría estar en cualquier museo del mundo apreciando verdadero arte.

—No sé si sabes esto, Pierre, pero lo cierto es que toda Almería está considerada patrimonio histórico-artístico de España por la presencia de la Alcazaba, cuya construcción data aproximadamente del siglo X. Así que, técnicamente, estamos caminando a través del museo y sobre el arte mismo en este momento —dijo Elliot sin siquiera inmutarse, cosa que no hizo más que enfurecer a su amigo.

—Vaya... ¿eso quiere decir entonces que mi pollo frito también es arte?

Colombus tenía levantado un muslo de pollo del cubo que tenía entre sus manos y lo examinaba bajo la luz del sol.

—Sí. Supongo que podríamos decir que lo es —contestó Mady a la vez que reía junto a Elliot.

Los cuatro amigos seguían caminando mientras hablaban. Sin darse cuenta llegaron a lo que parecía ser un mercado al aire libre, lleno de vendedores ambulantes con mercancías esparcidas por el suelo sobre gruesas mantas multicolores. La gente se amontonaba aquí y allá disfrutando de los exóticos collares y prendas y accesorios de todo tipo. También había puestos enmarcados por vaporosas telas endoseladas, de los cuales emanaban fuertes aromas perfumados con el olor de las especias y el incienso.

—Pero qué olor tan desagradable.

—¡Por Dios, Pierre, no me digas que pasarás todo el día quejándote de cada cosa, por favor!

Madeleine, cuya calma rara vez podía ser perturbada, entornó los ojos en dirección de Pierre.

—¿Qué quieres que haga? Simplemente el mal gusto me perturba —respondió él.

El viento meció su cabello rubio, a la vez que afilaba sus ojos azules y se encogía de hombros. Era fácil de notar lo disgustado que estaba.

—Ignóralo, Mady. Tú sabes que la especialidad de Jean Pierre es quejarse por todo. Es lo único para lo que sirve —dijo Colombus.

—Igual que tú para comer, gordo. En fin, mejor busquemos algo realmente interesante que ver, si es que algo así existe en este lugar.

—Voy a pasar por alto el hecho de que te hayas vuelto a equivocar con respecto a tu apreciación de mi cuerpo sólo porque ya se me acabó el pollo y realmente está comenzando a hacer bastante calor, así que, si la búsqueda de lo interesante nos lleva a un interesante centro comercial con un interesante sistema de aires acondicionados en él, no me molestaré.

—¡Hey chicos, vengan a ver esto! Creo que encontré algo interesante aquí, ¿qué les parece?

Madeleine le sonreía a prácticamente todo lo que podía ver dejando al descubierto su hermosa y clara dentadura alineada casi a la perfección. Estaba de pie frente a una gran tienda que resaltaba de las demás por su singular tamaño y los colores llamativos de sus telas. Eran de vivos colores rojos, morados, naranjas y verdes, y se arremolinaban sutilmente con el soplo de la brisa mientras pequeños móviles se balanceaban y cascabeles tintineaban a causa del movimiento.

—¿Pero qué demonios es esto? —preguntó Pierre con una mueca de repulsión en su rostro.

El Templo de la Arcana. Descubre lo que el futuro tiene preparado para ti —leyó Colombus en voz alta—. Tal parece que encontramos la casa de tu abuela, Elliot —dijo al final mientras se reía y volteaba a ver a su amigo.

Todos se habían acercado hasta Madeleine y estaban parados justo frente a la entrada de la carpa. Desde afuera podían ver el interior de la tienda tenuemente iluminado por altares con velas encendidas; pequeñas volutas de humo de incienso subían perezosamente desde el suelo hasta el techo.

—Dudo mucho que mi abuela este allí adentro, Colombus, pero a mí siempre me pareció que la Nonna ocultaba algo, así que quien sabe, quizá y tengas razón —contestó Elliot risueño mientras volteaba a ver a su amigo.

—¿Qué dicen, chicos? ¿Entramos a ver qué nos dicen de nuestro futuro? —preguntó Madeleine con los ojos brillándole como dos monedas de oro al sol.

—¡Por favor, conmigo no cuenten para algo tan estúpido! Yo no necesito que una vieja chiflada me diga charlatanerías. Me voy de aquí.

Rápidamente el chico rubio se alejó de la tienda dándoles la espalda a sus amigos con paso firme.

—Mmm... yo, bueno... a mí no me gustan mucho esas cosas de la adivinación, la verdad, así que también voy a pasar esta vez...

Y con una mueca de terror y vergüenza en el rostro, Colombus también comenzó a alejarse de la tienda.

—¡JEAN PIERRE, ESPÉRAME! —gritó.

Al ver la actitud de sus amigos, Madeleine se desanimó un poco. Su rostro perdió parte de esa gracia exuberante.

—¿Qué pasa, Mady? —le preguntó Elliot.

—Nada, es sólo que realmente me hacía algo de ilusión que me leyeran la fortuna —contestó.

Con una mueca de tristeza, levantó la mirada para ver directamente a los ojos de Elliot.

—¿Crees que soy una tonta por querer eso, no es así?

A Elliot los ojos le brillaron con timidez.

—No, Mady, para nada —contestó—. Lo desconocido o confuso siempre suele interesarle a muchas personas porque es difícil de entender. No está mal si te gustan esas cosas. Es solo cuestión de gustos. Y no le prestes atención a Pierre. Tú lo conoces mejor que nadie, ya sabes que le gusta ser así, aguafiestas...

—Sí, tienes razón. Tampoco es algo tan importante, así que no importa realmente. Es sólo que parecía divertido ¿no lo crees?

—¿Qué cosa? ¿la adivinación? —preguntó Elliot.

—Ujum.

Madeleine lo observaba directo a los ojos. Eran pocas las veces en las que ambos quedaban solos, así de cerca el uno del otro. Poco a poco a Elliot se le fue acelerando el corazón. Era increíble cómo aquellos ojos verdes lo habían puesto nervioso desde el primer momento en que se tropezó con ellos. Por un instante se puso tan nervioso que, sin darse cuenta, la garganta se le secó y tuvo que carraspear un poco para romper la conexión visual entre ambos antes de poder responderle.

—Sí, bueno... mmm, ¿la verdad? Yo no tengo nada en contra de la astrología, éste... es sólo que prefiero la certeza que me dan las ciencias exactas, ya sabes, soy más del tipo de personas que le gusta poder planificar las cosas para estar preparado para lo que viene, sabiendo exactamente qué es lo que hay que anticipar. Así que la adivinación, con sus metáforas y suposiciones, me causa más ansiedad que alivio.

Elliot, sonriendo, aguardaba la respuesta de su amiga. Se estaba rascando la cabeza para combatir los nervios. Madeleine no dejaba de mirarlo fijamente.

—¿Sabes? Algunas veces me sorprendo de la claridad con la que puedes ver las cosas y expresarlas, Elliot. De verdad lo hago. ¿Cómo lo haces? — preguntó ella.

—Bueno... yo...

¡HEY, USTEDES DOS! ¿VAN A VENIR O QUÉ? —gritó Colombus desde la distancia. Madeleine sonrió y negó con la cabeza antes de volver a hablar.

—No me hagas caso, Elliot, ¡muchas veces ni yo misma entiendo lo que digo! Son sólo tonterías.

Apenas terminó de decir aquello, la chica se giró con la agilidad propia de una porrista y comenzó a trotar en dirección de sus otros amigos.

—¡Ya vamos, esperen por nosotros! —gritó.

Elliot soltó un suspiro de alivio. Incluso había aguantado la respiración en algún momento de su conversación con Madeleine y ni siquiera se había dado cuenta de eso. «Todo bien, Elliot, todo bien», se dijo a sí mismo, mientras sentía los frenéticos latidos de su corazón. Pero justo cuando se giró para comenzar a caminar, una mano huesuda se aferró a su muñeca con mucha fuerza y le impidió avanzar.

Rápidamente Elliot volteó para ver quién era. Inmediatamente sus ojos se encontraron de frente a una anciana de tez oscura y cuerpo encorvado, ataviada con un vestido de varios colores, y pulseras de oro y plata en ambas muñecas que le llegaban casi hasta los codos. Sus ojos grandes y morados estaban fijos en los de Elliot. Por alguna razón lo hacían sentir de pie sobre un suelo extraño y vertiginoso.

—La sangre es más espesa que el agua, más roja que los rubíes, y su aroma es tan dulce como la miel —dijo la anciana.

Su voz era monocorde y pausada. Casi no pestañeaba.

—¿C-cómo... cómo dice?

—Los hilos del destino viajan incesantemente a través del tiempo, atados a los lomos de tres pájaros antes de anidar en algún corazón, muchacho

Continuó diciendo la anciana sin prestarle atención a la pregunta de Elliot, quién tenía la sensación de que el suelo bajo sus pies se estaba derritiendo.

—Yo... no... ¡no estoy entendiendo nada! ¿Quién es usted? —preguntó él asustado.

—La rueda estaba detenida, pero ahora está a punto de ponerse en marcha nuevamente. ¡Así que ten cuidado, porque cuando las aves dejen el nido y la rueda comience a girar, no sabemos si es sangre o agua lo que van a reclamar!

Justo al terminar de escuchar esas palabras, Elliot sintió como si unas manos misteriosas lo agarraran por su estómago y lo halaran con fuerza hacia el centro de la Tierra. Era tanta la fuerza del tirón que sentía que las rodillas le habían comenzado a temblar.

—¿Y eso... qué significa? N-no entiendo.

Parecía que el aire se le escapaba de los pulmones. Entre la súbita negrura que lo rodeaba, parecía que manos fantasmales tomaban el oxígeno a su alrededor para dibujar siluetas flotando en el espacio. Lo único que permanecía del mundo real era el reflejo de su propio rostro, asomado desde la profundidad de los ojos de la anciana.

«Qué ojos tan hermosos», pensó. «Verdaderamente her... mo... s...»

—ELLIOT ¡¿VAS A VENIR O QUÉ?!

La voz de su amigo inundó su cabeza. Rápidamente giró el rostro en su dirección. A lo lejos, Elliot pudo ver con claridad a Colombus, Madeleine y Pierre de pie, esperando por él. Colombus se llevó las manos a la boca antes de volver a gritarle.

—¡Apúrate o te dejamos! TENGO HAMBRE.

Elliot vio a Pierre riñendo a Colombus, y a Madeleine riéndose por lo que fuera que estuvieran peleando. La cabeza le palpitaba ligeramente y tenía el estómago revuelto, pero aparte de eso, se sentía bastante normal.

—Disculpe señora, pero podría...

Pero cuando Elliot se giró para hablar con la anciana, no había señales de ella por ninguna parte, ni afuera ni dentro de la tienda. Las luces y los inciensos estaban apagados. Era como si se hubiera evaporado en el aire. Elliot, dudoso, se dijo a sí mismo que se lo había imaginado todo.

—ELLIOT, ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO? APÚRATE POR FAVOR —volvió a llamarlo Colombus.

—Voy... ya voy.

Elliot susurró aquellas palabras antes de comenzar a caminar hacia ellos. Volteó sorprendido una y otra vez en dirección a la tienda mientras se les acercaba trotando, justo adonde había estado la extraña anciana antes de esfumarse en el aire.




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Nota de los autores...

Para nuestros viejos lectores (y que vayan ya por el Vol. 3):

Originalmente la nueva escena con la que ahora comienza el capítulo iba a ser un One-shot a publicarse a fecha de hoy, y lo íbamos a llamar "Misterio de una noche de verano". Se suponía que tenía que seguir la continuidad del Vol. 3, pero cuando lo tuvimos finalmente listo simplemente nos encantó... Tuvimos que añadirlo al Vol. 1 como un preludio, especialmente porque sentíamos que ya habíamos crecido mucho como escritores desde que publicamos este primer capítulo y era justo para el primer volumen hacer alguna que otra modificación. 

Continuaremos haciendo algún que otro cambio o mejora en lo que sigue, sobre todo para el Vol. 1, pero como siempre, prometemos que nada cambiará lo que ya ha estado previsto para la trama desde que escribimos la primera letra de la misma. De hecho, todo lo que están viendo en este añadido de hoy estaba ocurriendo ya en el mundo de Elliot y sus amigos, y simplemente íbamos a mostrarlo más adelante. Pero, como repetimos, sentimos que el ritmo de Arcana se nos ha quedado lentos porque su mundo se ha hecho tan extenso que tenemos que mostrar más de él, cada vez más...

Dicho esto, queremos agradecerles el apoyo y el cariño que siempre nos han dado, y especialmente aquí en esta, en Arcana, nuestra historia de desahogo e intimidad, de sueños rotos y sueños cumplidos, de tristeza y alegría, en fin, que así es la vida. Los queremos mucho, y si están acá porque acaban de terminar de releer el capítulo, les agradecemos inmensamente por seguir con nosotros, haciéndonos compañía a través de estas letras. Estamos determinados a seguir haciéndoles sentir mil y un emociones, y mil y un razones para ser locos y valientes.

¡Muchas gracias! ^^

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