Capítulo 2: La caja del uróboros

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—Este viaje ha sido lo máximo. ¿No lo crees, Elliot? No puedes decirme que no. Las mujeres son hermosas, la comida es exquisita, el clima es exótico y pintoresco. Nada que ver con lo aburrido, frío y cuadrado que es el Fort Ministèrielle. Si me lo preguntas a mí, Almería definitivamente es mi ciudad, ya lo creo que sí. Incluso me recuerda un poco a Rumanía, con tanto gitano aquí y allá. Me gusta.

Colombus estaba verdaderamente animado. Tanto, que a pesar de su entusiasmo, no le tomó mucho para darse cuenta que Elliot tenía su cabeza en otra parte y que no le estaba prestando la más mínima atención.

—¿Sabes algo más? Ayer tuve un sueño bastante extraño. ¿Quieres escucharlo? —preguntó Colombus con un dejo de suspicacia en su voz.

—Ujum —respondió Elliot indiferente.

—Bueno, la verdad no fue un sueño tan extraño ahora que lo pienso bien. Verás, estaba soñando que conocía a esta chica. Hermosa, cabello castaño hasta la cintura, delgada y con una sonrisa encantadora. Ella se acercó a mí y me pidió que bailara con ella, y cuando me di cuenta, los dos teníamos puestos mallas de ballet y yo tenía este enorme tutú rosa pastel que no voy a negar me quedaba muy bien. Yo me estaba riendo de mí mismo antes de que ella lo hiciera, pero cuando me volteé a verla, se había convertido en una versión miniatura de Godzilla, con un tutú purpura y zapatillas. Yo salí corriendo porque me asusté, pero cuando llegué a la salida del teatro, había una mujer con cabeza de pollo frente a la puerta que no me dejaba salir porque no dejaba de manosearme todo mientras gritaba: ¡no te vayas Colombus, bésame, bésame! Y allí me desperté, ¿qué te parece?

—Muy interesante —musitó a duras penas Elliot.

—¡Oh, por favor, no me jodas! ¡Elliot, hermano! Ya sabes que no pude soñar eso porque, como te dije en la mañana, anoche tuve otro episodio de S.E.A en plena madrugada. ¿Estás bien? ¿qué te pasa? Desde ayer has estado completamente ido. ¿Y qué se supone que estás dibujando?

Colombus le arrebató a su amigo el bloc de dibujos de las manos y observó con cuidado el bosquejo que había sobre el papel, pero, al no reconocer lo que veía, arrugó la frente.

—¿Quién demonios es esta vieja?

Colombus volteó de un lado y al otro intentando encontrar con la mirada a la mujer del dibujo de Elliot. Los dos estaban sentados bajo la sombra de un gran árbol ubicado en el jardín principal de la Alcazaba de Almería. Madame Gertrude había dividido la excursión de aquel día en dos, y a ellos les había tocado dibujar los exteriores de la Alcazaba, mientras que a Madeleine y Pierre les había tocado dibujar el interior del recinto.

—Lo siento, Colombus, no me pasa nada, en serio. Sólo estoy... pensativo. Eso es todo.

Elliot tomó su bloc de dibujo de las manos de su amigo.

—¿Y qué hay con la vieja? —volvió a preguntar Colombus mientras apuntaba con uno de sus dedos al dibujo en el bloc—. Y no me malinterpretes, el humanismo me encanta, pero realmente no creo que la señora Gertrude quede muy satisfecha con tu reinterpretación libre pero fiel de la Alcazaba.

—Es la anciana de la que les conté ayer —respondió Elliot con los ojos fijos en su dibujo, confundido.

—¿La gitana del mercado?

—Sí —murmuró Elliot, volteando el rostro para ver a Colombus con total atención—. ¿En serio ustedes no la vieron?

Aquel tema no había dejado de darle vueltas en la cabeza. Se pasó toda la noche y toda la mañana pensando en ello. Al principio lo había tomado con escepticismo, pero algo en él, a pesar de la reticencia de toda una vida a creer en semejantes cosas, le incitaba una y otra vez a cuestionarse lo que había sucedido. Se preguntaba si realmente todo podría haber sido una alucinación por culpa del calor, como le había dicho Pierre antes de burlarse de él por haberse insolado tan rápido.

—Ya te lo dije ayer, pero si necesitas volver a oírlo, está bien. No, hermano, nosotros no vimos a ninguna vieja junto a ti ayer, y no, no estoy confabulado con Jean Pierre para gastarte una broma. Ni Mady ni yo te haríamos algo así —dijo Colombus con sus ojos profundos y honestos como siempre.

Elliot asintió.

—Sí, lo sé y te creo. Te juro que les creo, es solo que... no sé, ni sé por qué lo dudo. No me hagas caso. He leído que, en ocasiones, la imaginación puede inducir lapsos tan potentes de interpretación sensorial que sin darnos cuenta modifican nuestra capacidad para recordar algo sucedido. Es casi alucinógeno. Quizás sólo le estoy dando más importancia de la que realmente tiene a todo esto. Lo siento.

—Tranquilo, no tienes por qué disculparte conmigo y lo sabes. Tú eres como el hermano que nunca quise pero que la vida igual me mandó, así que no me queda otro remedio que aceptar que la locura es parte del paquete.

Colombus pasó uno de sus gruesos brazos alrededor del cuello de su amigo para hacerle una llave de lucha y, al cabo de unos segundos sin aire, Elliot tuvo quedarle unos golpes en el brazo para que lo soltara y así poder respirar. Ambos se estaban riendo.

—Gracias, Colombus, de verdad eres un gran amigo.

No problem.

Luego de esa pequeña charla, los dos se quedaron en silencio durante un rato. Colombus estaba concentrado en su dibujo de las murallas y el jardín, mientras que Elliot examinaba con mucho cuidado las facciones de la anciana en su dibujo. En su cabeza todavía flotaban las palabras que le había dicho, y las repasaba, las cambiaba y reimaginaba una y otra vez con urgencia para tratar de encontrarles algún sentido:

«...no hay escapatoria a los hilos del destino... a través del tiempo (¿y las generaciones...?) el momento más oportuno ... la rueda de la fortuna...».

Por más que intentaba pensar en otra cosa, no lo lograba. Elliot se conocía muy bien, y tan cerca de cumplir sus catorce años, sabía que aquellas palabras no dejarían de atormentarlo hasta que las pudiera entender finalmente, fuera por las ganas de desterrar la ansiedad que le producía la incertidumbre, o por simple y fastidiosa curiosidad. Y la única persona que podría explicarle su significado era aquella gitana.

—¿Colombus?

—¿Sí?

—¿A qué hora de mañana es que nos toca regresarnos a Francia? —preguntó.

—Al mediodía, ¿por qué? —respondió su amigo sin levantar los ojos de su dibujo.

—Necesito que me hagas un favor. Necesito que me cubras en caso de que Madame Gertrude pregunte por mí.

Elliot dejó su bloc de dibujo en el suelo y se puso de pie ante la atenta mirada de Colombus.

—Sí, claro, pero... ¿adónde vas?

Elliot lo miró decididamente.

—Después te cuento. Por ahora, sólo necesito que me cubras, por favor.

Y sin esperar una respuesta, se lanzó a correr en dirección a la puerta exterior con su mente fija en la imagen de la tienda de la gitana, aguardando en el mercado.

—OK —respondió Colombus, pero la espalda de Elliot ya iba muy lejos y éste nunca lo escuchó.

─ ∞ ─

«¿Pero qué rayos?»

Elliot estaba seguro de haber llegado al sitio correcto, pero por más que miraba de un lado al otro del mercado, lo que estaba viendo no tenía el menor sentido del mundo. Donde el día anterior había estado la carpa de la anciana, había ahora sólo una pila de escombros derruidos de un viejo edificio en plena demolición. Había tierra, piedras, vidrios rotos y tuberías destrozadas por todo el lugar, detrás de una cinta de seguridad amarilla que impedía que los transeúntes entraran a la zona de la demolición.

«¿Qué demonios? ¿Cómo...? ¡Bah, por favor! Esto no puede ser. Nada de esto tiene sentido. Ayer la tienda estaba aquí, lo recuerdo perfectamente. No me puedo haberme imaginado eso también...»

Elliot volvió a revisar con la mirada el lugar, mientras giraba sobre sí mismo con ambas manos, aferrándose de su cabeza. Sabía que estaba en el sitio correcto porque podía reconocer el puesto a donde Colombus se había escabullido para comprar el pollo frito, y también había reconocido a la señora que había intentado venderles condimentos marroquíes el día anterior, así que definitivamente sus ojos no lo estaban engañando. Ése era el sitio, y la tienda simplemente había desaparecido. Como ninguno de sus amigos estaba allí con él, no había nadie con quién compartir el asombro y la frustración.

Movido por la impotencia, Elliot caminó discretamente hasta el cordón de seguridad y se metió en la zona de los escombros, haciendo caso omiso a las señalizaciones de peligro que le prohibían estar allí. Si aquello lo hubiera visto la señora Gertrude, no le habría hecho ni pizca de gracia. Parado allí, en medio de los escombros y el polvo, una rabia penetrante se apoderó de todo su cuerpo. Estaba de pie ante el hecho de que realmente nunca podría volver a encontrar a la vieja gitana, y en consecuencia, la idea de que todo había sido una alucinación de su cerebro por culpa del sol, como había sugerido Pierre, era prácticamente irrefutable. La simple idea de tener que darle la razón a Pierre, de haber perdido el tiempo pensando en algo tan tonto como un intrépido exceso de su imaginación realmente lo irritaba. Entre todo el embrollo había ocurrido una de las cosas que Elliot más detestaba: malgastar su tiempo.

«Qué estupidez», pensó. Movido por la rabia, le dio una patada a una piedra cercana que fue a estrellarse contra una pila de rocas más grandes y que luego colapsó por el golpe. Una ligera capa de polvo se esparció en el aire haciendo que Elliot se cubriera el rostro y tosiera un poco. Cuando el polvo se volvió a asentar, el chico comenzó a caminar en dirección a la calle, dispuesto a marcharse de aquel lugar para así olvidarlo lo antes posible. No había dado ni dos pasos cuando, de repente, algo llamó su atención. Por el rabillo del ojo había podido ver un destello extraño y pálido, saliendo justo de la zona de escombros que acababan de caer. Al girarse pudo ver con claridad los jirones de una tela de color purpura intenso. Era la misma tela con la que había estado hecha la carpa de la gitana.

El corazón le dio un vuelco violento en el pecho. Rápidamente se escabulló una vez más entre los escombros y se movió rápidamente hacia el sitio donde estaba la tela. Cuando llegó allí, la voz de unos hombres sonó alrededor, y Elliot se lanzó al suelo sin importarle mucho si se ensuciaba o se lastimaba con los restos de la obra. Estaba completamente concentrado en no perder de vista la tela, quizás, con un poco de miedo de que ésta desapareciera nuevamente. Cuando la alcanzó tiró de ella, y un pequeño baúl, hecho enteramente de madera tachonada con láminas doradas, quedó al descubierto ante su mirada confundida.

—¡Eh, chaval! ¿Qué ostias crees que estás haciendo? Esta zona está prohibida para los peatones porque e' muy peligrosa.

Uno de los hombres de la obra venía en su dirección. Se veía grande y con cara de pocos amigos. Elliot estaba completamente seguro de que se metería en graves problemas si lo llegaba a agarrar. Con mucho esfuerzo, terminó de desenterrar la caja lo más rápido que pudo, la aferró con fuerza contra su pecho y con la mano libre se guardó el trozo de tela morada en el bolsillo. De un brinco veloz se puso de pie y salió corriendo de allí lo más rápido que pudo.

—¡EH, LADRONZUELO...! ¡¿QUÉ LLEVAS AHÍ?! ¡NO CORRAS GILIPOLLAS!

Elliot escuchó que el hombre le gritaba mientras corría tras él persiguiéndolo, pero aun así, no se detuvo. De un brinco cruzó la línea amarilla que lo separaba de la calle y siguió corriendo por el mercado, alejándose con cada paso que daba, a la vez que se perdía entre las personas. Cuando se sintió seguro, giró la cabeza para ver si el hombre aun lo perseguía. Éste, cansado después de la carrera, se había quedado viéndolo desde el borde de la cinta de seguridad y le hacía un gesto obsceno con una de sus manos. Elliot no pudo evitar sonreír al darse cuenta que se había salido con la suya. Como no iba viendo por dónde caminaba, terminó por tropezarse bruscamente con alguien más.

—Lo siento...

Alcanzó a decir, pero realmente no se detuvo a ver a la muchacha de cabello negro y ojos oscuros con la que había chocado. Fue por eso que tampoco se dio cuenta del momento en que ella, con astucia, le sacó el pañuelo de la gitana del bolsillo.

De pronto el mundo alrededor se ocultó por un instante, y los ojos que apenas habían alcanzado a verla no notaron su desaparición. Ella, en realidad, no había desaparecido. Tan sólo seguía ahí, observando a Elliot perderse entre la multitud, mientras la desnudez de su cuerpo pasaba inadvertida, a la vez que sus ropas se hacían polvo, como cenizas.

─ ∞ ─

El hotel que hospedaba la excursión se hallaba lejos del centro de la ciudad. Elliot anduvo por las calles con el tesoro entre sus brazos por un largo trecho. Al final, el viaje de regreso le tomó más tiempo de lo que había calculado. Eran cerca de las 7 p.m. cuando alcanzó a ver la entrada del hotel. Se sintió aliviado de estar al fin allí de una vez por todas, ansiando el momento de estar a solas en su cuarto para revisar la caja. Y aunque estaba totalmente convencido de que se lo había imaginado, habría podido jurar que durante su caminata hasta el hotel la caja se había estremecido, como si algún animal vivo se moviera dentro de él.

En ese momento Colombus apareció a la vista junto a los demás compañeros de clase y Madame Gertrude. Movido por unos espontáneos reflejos, que incluso a él mismo lo sorprendieron, Elliot logró esconderse con sigilo tras uno de los pilares que adornaban la entrada del hotel, justo a tiempo para evitar ser visto por la profesora. En el rostro de la señora se podía apreciar con bastante claridad el enfado.

—Por última vez, señor Cretu —decía la maestra—, no hay en este mundo excusa alguna que justifique el comportamiento del señor Arcana. Las reglas existen por una razón, y ningún alumno puede simplemente sentirse con la autoridad suficiente como para pasar por encima de ellas. ¡Mucho menos de mi autoridad como encargada de la seguridad de todos y cada uno de ustedes durante esta excursión!

—Pero Madame, usted no entiende —Colombus intentó decir.

La señora Gertrude no le permitió continuar con su explicación.

Au contraire, señor Cretu. Entiendo mejor de lo que usted cree. El desacato a la autoridad es uno de los primeros síntomas del... ¡ugh, vandalismo...! que se aprecia en la conducta de un joven que se encuentra descarrilado. ¡Y el único remedio que existe para corregir semejante tragedia antes de que sea demasiado tarde es una mano firme!

Mientras la mujer hablaba de espaldas a él, Elliot asomó la cabeza para escuchar con más atención. Colombus palideció al momento de ver cómo la cabeza de su mejor amigo aparecía flotando detrás del pilar. Parecía que los ojos se le iban a salir de las cuencas de tan abiertos que los tenía. Tal fue la impresión que no pudo evitar que un gemido escurridizo se le escapara de los labios.

—Jovencito, ya le he dicho innumerable cantidad de veces que hacer muecas con el rostro es de muy mal gusto —le reprochó la mujer—. Ahora, si me disculpa, debo ir a chequear que el señor Arcana se encuentre en su habitación como usted me dijo. ¡¿Creen que podrán engañarme?! ¡Ja! Voy ahora mismo en camino de verificar personalmente que realmente se encuentra mal de salud. ¡E incluso, señor Cretu, si fuera cierto, el señor Arcana ha debido avisarme con urgencia! Podría necesitar atención médica adecuada.

—¡Pero! —exclamó el chico, agarrando a la mujer por una de sus delgadas muñecas para evitar que se fuera.

«Vaya, qué piel tan suave», pensó sorprendido; siempre se imaginó que la piel de la Madame sería tan dura como una piedra. Su rostro rápidamente se enrojeció del arrepentimiento. Ella suspiró escandalizada y lo fulminó con la mirada.

—¿Acaba usted de agarrarme?

—Ehm... bueno... lo siento, Madame, pero...

Colombus se apresuró a disculparse nerviosamente. Estaba ansioso por encontrar una manera de ayudar a Elliot rápidamente y zafarse de cualquier acusación de la Madame. Si la Señora Gertrude se enteraba de que Elliot se había fugado al centro de la ciudad y de que él lo había encubierto, iban a estar condenados a vivir un infierno insoportable e interminable. No tenía tiempo qué perder si quería arreglárselas cuanto antes.

—Pero... pero...

—¿Pero qué, señor Cretu? Termine de hablar de una vez o deje de hacerme perder el tiempo —dijo ella.

Era evidente que estaba molesta; quizás el que Colombus le hubiese agarrado la muñeca sólo había empeorado la situación. En un repentino golpe de claridad, Colombus cerró los ojos de forma dramática y dejó escapar el aire de sus pulmones en un largo suspiro. Luego la miró directamente a los ojos, con su mirada de traerse algo entre manos.

—Tiene usted, razón, Madame. La estoy haciendo perder el tiempo, discúlpeme —comenzó a decir lentamente.

Sus ojos se posaron fugazmente en el rostro de Elliot, quien le estaba rogando con gestos que no lo delatara.

—Pero la verdad, lo he estado haciendo por el bien de todos —añadió.

—¿Y eso qué significa? Explíquese —preguntó ella con voz estricta.

—Verá, si usted sube en este momento —dijo Colombus mientras una vez más intentaba tomar delicadamente y casi con una excesiva confianza la muñeca de Madame Gertrude.

—No me toque —dijo ella, colocándose de frente a Colombus con severidad.

Elliot quedó a espaldas de la Madame y de frente a Colombus, quien disimuladamente le devolvía los gestos con el rostro y señales con los dedos.

—Lo siento, Madame, pero como le decía, si SUBE AHORA MISMO, lo más probable es que el olor... no sea muy agradable. Y yo no quería decirlo porque me parecía algo grosero hablar de esto con una dama como usted, pero lo cierto es que Elliot está sufriendo de un severo caso de... S.E.A.

—¿S.E.A? Hable claro señor Cretu.

—¿No ha escuchado usted los rumores? Vaya, esto es delicado —dijo el chico con aire de preocupación—. Verá, todos han estado hablando del alumno apestoso que ha estado dejando aromas muy desagradables en todo baño al que va. Yo no quería causarle molestias a mi buen amigo y compañero, Elliot, y todo lo que he hecho ha sido para proteger su identidad del escarnio público, pero lo cierto es que...

—¿Qué? ¿Es algo grave?

—Así es. No se trata de cualquier enfermedad. Es nada más y nada menos que Síndrome de Esfínteres Ansiosos, o incontinencia intestinal severa. Ya sabe, él tiene dia...

—¡Santo cielo, no lo diga! —dijo Madame Gertrude, cubriéndose la boca con las manos y completamente escandalizada. Elliot aprovechó el asombro y se escabulló dentro del hotel sin que la Madame se diera cuenta. Mientras se movía sigilosamente hacia la escalera, le hizo un gesto de agradecimiento a Colombus, quien a duras penas contenía la risa dentro de su cuerpo.

─ ∞ ─

Elliot sabía muy bien que sin importar qué tan escrupulosa fuera la Madame Gertrude o qué tan repulsiva hubiera sido la mentira de Colombus, no iba a mantenerla alejada de su habitación por mucho tiempo. Y estaba en lo cierto. Mientras él corría por las escaleras como alma llevada por el diablo y subía los escalones de dos en dos, la señora Gertrude estaba en el lobby del hotel llamando al ascensor.

Cuando llegó al sexto piso, tenía todo el rostro bañado en sudor y las costillas le dolían un poco por el esfuerzo que hacía para respirar. Pero no tenía tiempo que perder. Sin detenerse ni un segundo, se acomodó la caja bajo el brazo (se le había resbalado un poco durante la subida), y siguió corriendo en dirección a su cuarto. Cuando alcanzó la puerta de su habitación, Madame Gertrude estaba saliendo del ascensor acompañada por Colombus, quien no dejaba de hablar como loco.

Elliot entró al cuarto que compartía con su amigo y en dos zancadas estuvo junto a su cama. Rápidamente se lanzó al suelo para esconder la caja debajo de la cama, luego se llevó la mano al bolsillo donde se había guardado el trozo de tela para esconderlo también junto a la caja, y fue entonces cuando se dio cuenta que ya no llevaba el trozo de tela consigo.

«Pero... ¿cómo... dónde? ¡bahh...!» gruñó el chico.

A pesar de la rabia de haber perdido el trozo de tela, no tenía tiempo para preocuparse por eso. Frustrado, se arrastró casi gateando hasta la puerta del baño. La abrió y se encerró adentro, casi al mismo tiempo en el que la señora Gertrude entraba en la habitación. Así habría sido su ansiedad que la Madame no había llamado antes a la puerta, cosa que siempre hacía.

—¿Señor Arcana? —dijo la maestra al entrar al cuarto.

No había terminado de revisar todo el cuarto cuando pudo darse cuenta de que las camas estaban vacías y perfectamente arregladas. Colombus, que estaba parado detrás de ella, no dejaba de sudar y frotarse las manos frenéticamente.

—Está bañado en sudor, señor Cretu. Séquese...

La Madame estaba callada y recelosa; atenta a cualquier desliz para fustigar a regaños a Colombus y a Elliot.

—A... a lo mejor está en el baño —dijo Colombus nervioso—. Le digo que esto anoche fue un desastre de proporciones y aromas homéricos.

La profesora se giró con la intención de reprenderlo por aquel comentario «tan vulgar y fuera de lugar», pero justo antes de hacerlo se escuchó, proveniente del baño, el sonido del inodoro.

La puerta del baño se abrió lentamente. Elliot salió descalzo y vestido únicamente con una bata de baño que apenas le llegaba a las rodillas. Caminaba despacio, mientras rociaba al aire un desodorante en spray con un fuerte aroma químico a manzana y canela.

—Le dije que estaba mal, ¿no fue así? —dijo Colombus con una risita.

Al escuchar su voz, Elliot volteó. Colombus no podía ver cómo lo había hecho, pero ciertamente su amigo tenía el rostro un poco pálido y bañado en sudor, con un aspecto algo enfermizo. Al verlo así, la mirada de la Madame cambió totalmente.

—¡¿Ya terminó la actividad?! ¡No me di cuenta de lo tarde que era! —dijo Elliot fingiendo voz de adolorido y apenado—. Lamento haberme regresado sin avisar Madame, pero realmente tuve una emergencia, y como no la vi por ningún lado, le tuve que pedir a Colombus que le avisara por mí.

El rostro de Madame Gertrude se endureció una vez más, y por un momento Elliot pensó que no se había creído el engaño. Sin embargo, al hablar, no había ni una pizca de reproche en su voz.

—Es cierto que estuvo muy mal de su parte, señor Arcana, el desaparecer sin avisar. Pero dadas las circunstancias excepcionales de la situación en la que se encontraba, lo dejaremos pasar esta vez.

Los dos muchachos voltearon a verse sorprendidos y maravillados. Una cosa era que Madame Gertrude se hubiera creído el cuento, pero otra es que hubiesen logrado preocuparla al punto de ablandarla un poco. Aquello era un logro digno de celebración.

—No soy ajena a los estragos que pueden causar las comidas excesivamente condimentadas en un estómago delicado. El... S.E.A no es un chiste —dijo con preocupación, haciendo que a Colombus se le escapara una risita por lo bajo.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Lo siento, Madame —dijo Colombus evidentemente sonrojado.

—Muchas gracias por entender, Madame —dijo Elliot.

—Tonterías, un accidente le puede pasar a cualquiera. Por los momentos, lo mejor será que un médico lo revise, para estar seguros de que sólo es una indigestión y no algo más serio.

—Yo realmente no creo que eso sea —comenzó a decir Elliot, pero la mujer lo interrumpió casi de inmediato.

—Sin peros, señor Arcana. Usted necesita ver a un médico y yo me encargaré de que así sea, así que vamos ¡vístase y andando!

—¿No le parece que estamos siendo un poco alarmistas? Quizás sólo necesite un poco de reposo —comentó Elliot algo nervioso de tener que salir de su habitación.

—Es ABSOLUTAMENTE necesario, señor Arcana —contestó ella sin siquiera pestañear.

Elliot volteó a ver a Colombus con el terror dibujado en su rostro. Como pudo, le suplicó en silencio que lo ayudara, pero su amigo sólo se encogió de hombros mientras aguantaba la risa.

─ ∞ ─

El medico revisó a Elliot, pero más allá del aparente estado de agitación y cansancio, no pudo encontrar nada malo en él. Le recetó un par de pastillas para combatir la acidez sólo por precaución y lo mandó de vuelta a su habitación para que reposara. Elliot, aliviado, habría querido que todo terminara rápido para regresar con sus amigos, pero no había contado con la persistencia de Madame Gertrude, quien, después de la consulta, optó por no separarse del lado de su estudiante ni por un segundo.

La Madame, insistiendo en que lo mejor para recuperarse pronto era una buena alimentación, pidió al chef un menú especial basado únicamente en comidas saludables bajas en grasas y ricas en fibra. Elliot ni se molestó en protestar o insistir mucho; sabía que una vez que la señora Gertrude había tomado una decisión, no había fuerza sobre el planeta Tierra que la pudiera hacer cambiar de opinión. Tal vez el viejo supervisor Lou habría podido convencerla de dejarlo en paz, pero cuando se tropezaron con él en el lobby del hotel mientras iban de camino a la cocina, les dijo: «si Madame Gertrude lo considera necesario, lo mejor para nosotros será hacerle caso. Yo por mi parte recomiendo ir usando el ascensor, ya que correr por las escaleras del hotel no parece una buena manera de guardar reposo...»

Al escuchar aquellas palabras, Elliot no pudo evitar palidecer. La señora Gertrude había volteado a ver al anciano con la duda pintada en el rostro de si el hombre ya había terminado de volverse loco. Elliot supo de inmediato que el profesor lo había visto escabullirse al momento de llegar al hotel. Pero, furtivamente, el viejo Lou sonrió y le guiñó un ojo de manera fugaz y cómplice. Elliot supo entonces que a pesar de haber sido capturado in fraganti, el anciano no le delataría ante la estricta profesora.

A pesar del año y medio que llevaba ya en el instituto, Elliot todavía no había podido descubrir el secreto de aquel hombre para enterarse de todo lo que ocurría a su alrededor. Era como si aquellos ojos felinos, de un ámbar tan intenso que casi podría decirse que eran dorados, pudieran escanearlo todo con una simple mirada; una mirada intensa y llena de una perspicacia que sólo podía ser otorgada por el paso de los años. Aun así, aquel hombre era la persona más amable que Elliot hubiera conocido jamás en la vida. Eso claro, si no contaba a su tía Gemma en esa lista, pero para él su tía era una mujer simplemente increíble e inigualable, así que, compararla con alguien más, era algo así como un sacrilegio.

No fue hasta que entraron al restaurante, cuando ya todos los alumnos estaban en sus mesas, que la señora Gertrude se separó de Elliot a regañadientes y por intervención del supervisor.

—¡Vamos, Trudy! No hace falta que seas tan sobreprotectora con el pequeño. Cualquiera que te viera en estos momentos podría decir que tu amor por estos jóvenes es más maternal de lo que aparentas con regularidad —le dijo el viejo Lou dedicándole una sonrisa.

—Pero... ¿qué clase de disparates está diciendo usted? —exclamó Madame Gertrude, evidentemente escandalizada y hasta un poco ruborizada.

—¿Acaso estoy equivocado? —inquirió el supervisor de manera perspicaz.

—¡Por supuesto que lo está, profesor Rousseau! Mi único interés y preocupación por estos salvajes se limita a la responsabilidad ulterior que tengo sobre su bienestar mientras estén bajo la supervisión del Instituto. Nada más y nada menos.

—Entonces, si es así, supongo que estarás de acuerdo conmigo en dejar que el señor Arcana se reúna con sus compañeros durante la cena...

—Yo... creo que... ¡ugh, mon Dieu! —suspiró obstinada—, sí... supongo que ya está bien.

Observó con severidad al viejo Lou, como si éste no fuese más que otro muchacho bajo su supervisión. Luego observó a Elliot con fastidio, y le dio una mirada de advertencia.

—Ya puede marcharse señor Arcana. ¡Pero eso sí! Le advierto que si vuelve a desaparecer de la forma en que lo hizo el día de hoy, no seré tan flexible con usted la próxima vez... ¿entendido?

Los penetrantes ojos café de la señora lo atravesaban con su mirada.

—Sí, Madame, lo entiendo. Muchas gracias por haberse preocupado —respondió el chico.

Ella se sonrojó un poco. Era evidente que no estaba acostumbrada al aprecio de sus alumnos.

—No... no hace falta que me lo agradezca, señor Arcana. Después de todo, ese es mi trabajo aquí. Ahora retírese. Y no se preocupe, yo misma me encargaré de que su comida especial llegue a su mesa. Así estaré segura de que se están cumpliendo al pie de la letra las recomendaciones del médico.

─ ∞ ─

Madeleine se había enterado por Colombus del supuesto malestar de Elliot, por lo que estaba muy preocupada. A Elliot sólo le bastó llegar a la mesa para que su amiga lo bombardeara a preguntas y reclamos por no haber dicho que estaba enfermo. Pierre, burlón, no dejó de mofarse de él durante toda la cena.

—¡Espero que no vayas a tener un accidente aquí en la mesa! —le dijo riéndose—. ¡Ah!, es verdad que te escogieron la comidita saludable y sana como a un bebé... ya lo olvidaba.

Colombus no paraba de reír y Mady estaba furiosa.

—¡Para ya, Pierre! Estamos comiendo, y la salud no es juego. ¿Estás seguro que estás bien, Elliot?

—Sí, lo estoy —respondía tranquilo.

—Es que desde ayer se habían propagado unos rumores sobre... bueno, tú sabes. Lamento que hayas tenido un fin de semana tan terrible.

—Para nada... en serio estoy bien, ya para de preocuparte.

¡Jackpot señores! Hemos encontrado al hombre del momento —decía Pierre soltando una carcajada.

A pesar de las risas y la preocupación de sus amigos a causa de la historia falsa, Elliot no estaba molesto con Colombus. Al contrario, le estaba enormemente agradecido. En el fondo, también se reía un poco con toda la situación. Tampoco le dio mucha importancia a las burlas de Pierre, y ya una vez que logró convencer a Madeleine de que se encontraba bien, casi ni volvió a hablar durante toda la cena.

Realmente no les prestó casi atención a sus amigos durante toda la comida. En lo único que podía pensar era en la caja de madera que estaba escondida debajo de su cama en aquel mismísimo momento. Elliot se devanaba los sesos tratando de imaginarse qué era lo que podía haber dentro de ella. Le era imposible saber que, mientras pensaba una y otra vez en la cajita de madera, ésta más se agitaba misteriosamente allí, desde su escondite en la habitación.

─ ∞ ─

—OK... ¿Ahora sí me podrías explicar de qué se trató toda esta locura? —preguntó Colombus una vez que terminaron de cenar y se encontraron solos en su habitación—. ¿A dónde demonios te fuiste así tan de repente, hermano?

—Fui a buscar a la vieja gitana del mercado.

—¿Y? ¿Qué te dijo?

—Nada. No pude encontrarla...

—¡Ahhh... hermano! —exclamó Colombus con frustración—. Me estás diciendo que casi me muero de un infarto en el cerebro tratando de ver cómo me libraba de la vieja Gertrude para que no nos mataran a ambos por culpa de tus repentinas ansias de jugar al detective y, y... ¿y todo para nada?

Justo cuando Elliot estaba a punto de responder y contarle a Colombus sobre el tesoro que había encontrado en el mercado, sintió como si una voz le gritara en su interior:

«...no lo hagas...»

Toda la piel se le puso de gallina. Por un momento no supo decir si realmente había escuchado algo o si simplemente se trató de uno de esos pensamientos muy lúcidos. Pero, por la razón que hubiera sido, prefirió ocultarle la verdad del tesoro a su amigo. Terminó por encogerse de hombros mientras intentaba disculparse.

—Vaya mierda —masculló Colombus—. Aunque si lo vemos por el lado positivo, ¡la verdad fue bastante divertido...!

Ambos empezaron a reír en complicidad al recordar cómo habían logrado escapar de las garras de la Madame por muy poco. Después de un rato, Colombus estaba ya acostado y dormido profundamente sobre su cama.

Aprovechando el sueño pesado de su amigo, Elliot fue retirando lentamente la cajita de su escondite. La señal de que todo peligro había desaparecido llegó cuando Colombus comenzó a balbucear sus típicas conversaciones inverosímiles entre ronquidos.

Cuidadosamente y evitando hacer ruido, Elliot se levantó de la cama con la caja en sus manos. Caminó hasta un pequeño escritorio que había en la habitación y se sentó. No pudo dejar de notar que, a diferencia de antes, ahora la caja parecía estar tibia y un poco más pesada.

«Debe ser el calor que hay bajo la cama», pensó.

Tras encender una lámpara, la colocó sobre la mesa. La madera oscura parecía brillar con un extraño resplandor cetrino. El tallado era exquisito, o por lo menos así le parecía a Elliot, quien parecía hipnotizado por el uróboros de dos cabezas que adornaba la superficie de la tapa. Cuando Elliot pasó sus dedos para tocarlo, pudo sentir el relieve perfecto de los símbolos y lo frío que estaban los remaches de oro de las esquinas de la caja, aún a pesar de la tibieza de la madera.

Una risa amortiguada sonó a sus espaldas. Elliot dio un respingo nervioso sobre la silla, casi cayéndose de lado al voltearse. Cuando se acomodó para ver de dónde había provenido la risa, vio a Colombus dormido con una mueca de placer, y un hilito de baba que le caía de su boca sonriente.

—No, por favor... ya no puedo seguir comiendo tacos —balbuceaba dormido—. Está bien... uno más.

Y al terminar de hablar, se volvió a reír mientras se acomodaba en la cama y le pegaba un mordisco a la almohada que estaba abrazando.

Elliot no pudo evitar reírse. Pero al ver la sábana morada con la que estaba arropado su amigo, se recordó del trozo de tela en el que había encontrado la caja y se lamentó de haberlo perdido. Estaba pensando en eso cuando una voz extraña lo sacó de sus vacilaciones.

¡Salve!

Se escuchó de pronto y Elliot se asustó. Era como si la voz hubiera sonado en la habitación, pero muy muy cerca de su cabeza. Se giró para todos lados buscando el origen de la voz, pero en la habitación sólo estaban él y Colombus, y era más que evidente que Colombus estaba rendido a sus sueños.

«¿Habré escuchado mal?», se preguntó confundido.

Ignoró lo que pasó y se volvió a girar para quedar nuevamente frente a la caja. Cuando sus ojos se fijaron en él, Elliot juraría que lo vio sacudirse un poco. Se restregó los ojos y, cuando los volvió a abrir, la caja estaba tan inmóvil como cualquier otro objeto de la mesa.

«Definitivamente debo estar muerto del cansancio. Ha sido un día bastante largo, la verdad. Terminaré rápido con esto y me iré a dormir», pensó a la vez ansioso y cansado.

Elliot se acomodó en la silla, tomó la tapa de la caja con ambas manos, y con mucho cuidado la destapó. Adentro había un grueso y polvoriento libro de apariencia bastante antigua. Dejó la tapa a un lado y tomó el libro entre sus manos. Era pesado, y al igual que la madera de la caja, se sentía tibio. La cubierta del libro estaba hecha de un grueso cuero teñido de añil; en el centro, resaltaba una enorme y dorada rosa de los vientos con rostro de sol. Por lo amarillento de las hojas se veía que el libro era bastante antiguo, y aunque no estaba seguro de qué tan antiguo podía ser, Elliot sentía que el estómago le daba vueltas de pura y verdadera felicidad. Emocionado, abrió el libro con impaciencia y pasó las páginas. Cuando vio que no podía entender lo que estaba escrito, su felicidad fue aún mayor.

Revisando el texto con mayor atención, se dio cuenta de que reconocía algunas palabras provenientes del italiano y el latín. Podía tratarse de algún tratado antiguo o de un manuscrito científico del renacimiento; algo proveniente de las ciudades-estado italianas, de cuando aún no se había terminado de formar la lengua. Si resultaba ser así, era realmente un tesoro; incluso arqueológico, tal y como ya lo había sospechado.

Sólo había que confirmar el valor de la pieza, pero entonces, se topó con un problema. ¿Cómo explicaría a los demás la repentina aparición de la caja? Quería saber más de la procedencia del libro pero tenía que ser cuidadoso. Lo único que sabía era que, probablemente, el libro le hubiera pertenecido a la anciana gitana del mercado. «Si no hubiese sido por ella...», pensaba...

Ojeó las páginas del libro con placer, disfrutando de las fantásticas ilustraciones de constelaciones, flores y muchas hierbas exóticas y desconocidas, así como también de extraños dibujos de personas en filas que parecían estar bañándose en algún tipo de sistema de drenaje o acueducto. Y aunque seguía sin entender los textos que se alternaban constantemente entre un dialecto antiguo del italiano y el latín, estaba totalmente embelesado. De repente, mientras pasaba por una de las páginas y le daba la vuelta, algo salió volando del libro y Elliot, rápidamente, lo atrapó en el aire.

Al sujetarlo entre sus dedos sintió el impulso de soltarlo inmediatamente. Pero aún cuando su brazo se sacudió como si acabara de recibir un corrientazo, Elliot apretó el pulso. Frente a sus ojos tenía un naipe de aspecto tan amarillento como las mismas hojas del libro. Eran seguramente de la misma época, y por la técnica de la ilustración, era evidente que había sido hecho por el mismo artista que había ilustrado el libro en la mesa.

Elliot revisó atentamente el naipe, con mucho cuidado.

«PAERBEATVS», leyó al pie de la imagen.

Era la imagen de un hombre completamente descalzo, con el cabello ondulado alborotado y un gato Sphynx de rostro amargado a sus pies. El hombre iba vestido únicamente con un pantalón de pijama de rayas y un saco negro lleno parches de colores. Sin embargo, el detalle más extravagante era un supuesto collar de oro que no era tal cosa realmente, sino un reloj de bolsillo de la era victoriana reposando curiosamente sobre su pecho.

«Mmm... esto no está bien», pensó Elliot mientras inspeccionaba el naipe atentamente para confirmar con seguridad cada uno de los detalles de la carta. Después de unos minutos, alejó el naipe de su rostro con el ceño fruncido.

«No tiene sentido», pensó. «En primer lugar, los gatos Sphynx no existieron hasta los años 1960s; segundo, ni los sacos ni las pijamas de rayas existían en el renacimiento, y mucho menos los relojes de bolsillo del siglo XIX... pero por las características artesanales tanto de la caja, como del libro, e incluso de este naipe, me imagino que todo debería ser del siglo XIV o XV más o menos. Entonces, o este naipe fue agregado al cofre después, o todo esto no es más que una falsificación...».

Y la simple idea de que todo fuera una falsificación, hacía que la sangre le hirviera en las venas.

—Pero qué porquería...

Elliot estaba tan molesto que cerró el libro de golpe, con el naipe adentro. Una sutil bruma de polvo surgió de entre las hojas recién aplastadas. Guardó el libro de nuevo en la caja, y arrastrándolo fastidiado con el pie, lo guardó otra vez bajo la cama.

—¡Esto me pasa por entusiasmarme con los gitanos y su astrología! Qué rayos...

Fue lo último que gruñó el chico antes de lanzarse a la cama y quedarse dormido.

─ ∞ ─

A la mañana siguiente, fue la voz de Colombus lo que lo despertó.

—Elliot, hermano, despiértate ya. Tenemos que bajar a desayunar y luego subir a arreglar todo para salir del hotel. Si no bajas pronto, la señora Gertrude vendrá a buscarte en persona, ya sabes lo mucho que le molesta que nos saltemos el protocolo. Levántate ya —dijo mientras le halaba por el pie que tenía fuera de la cobija.

La noche anterior Elliot casi no había podido dormir. Unos sueños extraños con el hombre del naipe lo habían estado molestando una y otra vez. Incluso podría jurar que en algún momento durante la noche lo vio salir del baño de la habitación después de comentar, con una voz altibaja y extravagante, que tenía añales sin descargar la vejiga.

—Ya voy, ya voy —dijo Elliot entre dormido y despierto, sin siquiera abrir los ojos—. Dame solo cinco minutos más y me levanto.

—Como quieras. Yo voy bajando entonces. No quiero comenzar el día teniendo que enfrentarme a la cólera de la Titán Gertrude.

—Sí, sí, como sea...

Con los ojos aún cerrados, Elliot escuchó la puerta cerrarse, dejándolo completamente solo en la habitación. La cama estaba tibia y cómoda. Si hubiera sido por él, habría pasado allí todo el día.

—Sííííí... sólo unos minutos más para descansar cómodamente...

Fueron las palabras de una voz desconocida que provenía justo a su lado, a la vez sentía a alguien abrazándolo desde abajo de las sábanas. Elliot se levantó en un brinco de la cama mientras gritaba nervioso. El extraño también comenzó a gritar mientras se revolvía entre las sábanas para esconderse.

—¡¡AHHH!! ¡¿Quién demonios eres tú y qué estás haciendo en mi cama?! —le gritó el desconocido a Elliot, escondido bajo la cobija, preso del pánico.

—¡¿Cómo qué quién soy yo?! —respondió Elliot mucho más aterrado—. ¡¡Eso debería estar explicando usted!!

—¡Lo mejor sería preguntar quién eres tú...! Pero quién soy yo también es una buena pregunta, creo...

Súbitamente, la voz del extraño pasó del escándalo a ser calmada y pensativa. Finalmente, comentó:

—¡Oye... sí, es verdad...! ¡Eres tú! Estás mucho más joven que la última vez, ¿sabes? ¡Eso sí que es una novedad! ¿No suele ser de la otra manera? Ehm... Disculpa mi falta de modales, pero... ¿podrías decirme quién eras tú otra vez?

Elliot estaba aterrado. Aquel completo extraño no dejaba de verlo fijamente con ojos escalofriantes, morados y asaltadores.




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