Capítulo 17: En el Otro Mundo

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—Impresionante —escuchó que decía alguien a sus espaldas.

Cuando Elliot se giró, observó a una mujer de rasgos estrictos pero serenos caminando en su dirección, sin desviar sus ojos morados de su rostro ni por un instante. El detalle delataba la identidad de la recién llegada. Tenía un aura imponente, incluso a pesar de que Elliot no podía notarlo, y su presencia era tan sutil y firme al mismo tiempo que, bajo la luz escurridiza del atardecer, parecía que los bordes de su cuerpo se evaporaban en el aire. A diferencia de las cartas que Elliot ya había conocido, Temperantia imponía solemne respeto con su sola presencia.

—Han sido muy pocas las veces, en todos mis años —decía con lentitud—, que veo a alguien acoplarse a la melodía del viento con tanta facilidad.

Sus ojos parecieron destellar a la vez que sus labios apenas se curvaban para darle forma a una casi imperceptible y serena sonrisa.

—Es hermoso. La brisa acaricia tu piel sin que tú interfieras en su camino. Al contrario, parece como si te fundieras en ella para crear un sonido aún más delicado cuando roza tu piel o se cuela entre tus cabellos.

Sus ojos eran pequeños, alargados y achinados; su piel era de un blanco embriagador muy distinto al delicado color rosado de Paerbeatus, sin ser tan ausente de color como la pálida piel de Astra. La suya, en cambio, parecía tener un peculiar tono dorado en ella, muy sutil, pero que la hacía contrastar exóticamente en la cobertura de su quimono blanco.

—Tú debes ser Temperantia, ¿cierto? —preguntó Elliot con mucha educación, temeroso de ofender a aquel espíritu.

—En efecto, lo soy —respondió ella.

Una suave brisa arropó a Elliot y un extraño hormigueo le recorrió la piel.

—Y tú eres Elliot.

—Y yo soy Paerbeatus y ella es Astra, y Recordatorio está durmiendo, pero también te manda saludos —dijo de pronto Paerbeatus, impaciente por unirse a la conversación.

Temperantia le sonrió con amabilidad y ligereza en un gesto casi imperceptible.

—Yo sé perfectamente quienes son ustedes dos, Paerbeatus —respondió Temperantia—. Y si están acompañando a Elliot, también sé lo que han venido a hacer aquí.

—Disculpa, pero... ¿cómo sabes mi nombre? —preguntó Elliot intrigado y anonadado ante la certeza que provenía de aquella mujer.

—El viento me lo dijo, así como me dijo las intenciones de tu corazón —respondió ella mientras le daba la espalda y se alejaba un poco de él en dirección al monolito de piedra—. El viento sabe más de ti de lo que tú crees...

El viento le alborotaba el cabello cuando volvió a posar sus ojos en Elliot. Era tan negro como la tinta y le llegaba en un corte uniforme hasta las orejas. Ante la luz trémula del atardecer, su silueta se veía fantasmal. Cuando el sol terminó de pintar de rojo el cielo con su luz carmesí, sus ojos morados centellearon llenos de vida y con claridad.

—Ya es tiempo, Elliot, escucha con atención —le dijo—: Tienes que traerme el amanecer del reino dividido en dos... Aquel que separa al mundo y lo une al mismo tiempo desde sus interminables caminos; esos que nunca se hallan pero que en realidad jamás han dejado de ser uno solo. Abre tus ojos sin miedo y presta mucha atención a cada detalle. Sólo así podrás hallar ante ti la respuesta a mi acertijo, y el momento en el que tu viaje comienza y termina al mismo tiempo.

La brisa era fría y el aire estaba calando en la piel de Elliot, quien se abrazaba a sí mismo. Estaba prestando absoluta atención a lo que decía Temperantia. Cuando ella dejó de hablar y se hizo a un lado, Elliot pudo ver de nuevo el monolito de piedra que marcaba la cima del monte Snaefell. A su lado, Paerbeatus soltó un suspiro de admiración. Tenía la boca abierta y señalaba con un dedo en dirección al monolito.

—¿Qué pasa, Paerbeatus? —preguntó Elliot intrigado, pero Paerbeatus parecía estar absorto por la visión de algo.

—¡Es la cascada invertida! —dijo entonces Astra al ver que Paerbeatus no decía nada.

—¿Dónde? —preguntó Elliot girándose a ver a la mujer albina.

—Allí está —dijo Paerbeatus recuperando el habla—. Justo como en mi visión.

Elliot no podía ver la cascada, pero allí estaba. Una gruesa columna de agua ininterrumpida que parecía fluir desde el monolito en dirección al cielo, desafiando por completo las leyes de la física.

Elliot se acercó hasta el monolito, y cuando puso una mano sobre este, sintió cómo el frío le entumecía los dedos y la palma de la mano. La roca estaba evidentemente más húmeda de lo normal, pero si el chico no hubiese tenido la forma de saber lo que estaba pasando, habría achacado aquel hecho al frío inminente de la noche.

—Debes ir al otro lado, Elliot. Sólo así podrás completar mi acertijo, en caso de que decidas aceptarlo —dijo Temperantia.

En sus palabras se notaba la serenidad de la brisa fresca de la noche; sin embargo, ésta era una brisa suave que podía dar paso a un huracán en cualquier momento. Tal poder era palpable en el intenso color morado que se arropaba tras aquellos parpados estrechos.

—¿Y qué va a pasar cuando cruce la cascada?

—Llegarás al Otro Mundo —respondió ella con simpleza.

Las palabras fueron tranquilas, pero "el otro mundo" fue una frase intimidante, y Elliot no pudo evitar sentir un escalofrío que no tenía nada que ver con la baja temperatura del lugar.

—¡¿El otro mundo?! —preguntó asustado—. ¡¿Significa eso que... voy a morir?!

—En lo absoluto —respondió Temperantia mientras negaba sutilmente con la cabeza—. Del otro lado hay tan sólo uno de los múltiples reinos espirituales, tal como lo es el mundo de los sueños...

Y mientras decía esto último, sus ojos se posaron sobre Astra con afecto. Ojos morados contra ojos morados, como en el reflejo infinito de dos espejos enfrentados. El gesto no pasó desapercibido a los ojos de Elliot, quien también se giró para ver a Astra. La mujer albina le devolvió una sonrisa amable que lo tranquilizó bastante.

—Entiendo —asintió Elliot mientras volvía a fijar su atención en Temperantia—. Entonces supongo que todo estará bien. ¡Acepto la prueba!

Al decir aquello, los ojos de Temperantia centellaron con un intenso fulgor morado. Elliot se apresuró hacia el monolito, dispuesto a atravesar la cascada invisible para él.

—Una cosa más —dijo Temperantia con energía—. Ésta cascada es un portal místico que se abre por poco tiempo al amanecer, cuando el primer rayo de sol del día toca la piedra, y luego al atardecer, cuando el último rayo de luz del día abandona el cielo. Aún si pasas mi prueba, no serás capaz de volver aquí a menos que atravieses nuevamente la cascada.

Aquella nueva revelación era problemática en efecto, pero Elliot sabía muy bien que ya no había marcha atrás. Con un ligero asentimiento de cabeza brincó al otro lado del monolito, mientras su cuerpo era arropado por un frío inclemente que parecía clavarse en su piel como alfileres de hierro.

─ ∞ ─

El agua helada le caló los huesos y el dolor del frío contra la piel fue insoportable. Miles de navajas de hielo parecieron cortar a Elliot en jirones mientras éste atravesaba la cascada invertida. Su cuerpo entumecido cayó de rodillas contra el suelo suave, a la vez que gruesas gotas de agua manaban de su cuerpo formando un charco de barro bajo él. El cabello mojado se le pegaba al rostro con incomodidad. Elliot no paraba de resoplar; de sus labios escapaba el ligero vaho de su aliento caliente cuando éste chocaba con la atmosfera fría. Su cuerpo estaba temblando convulsivamente a causa del frío, y por un momento sintió que sus brazos no iban a poder seguir sosteniéndolo; así, segundos más tarde, vio su cara hundida en el barro.

—¡Cachorro! —exclamó Paerbeatus alterado al ver a Elliot tendido de aquella manera con la frente ya manchada de barro—. ¡¿Te encuentras bien?!

Cuando Elliot posó sus ojos en Paerbeatus se dio cuenta que, a diferencia de él, el espíritu no estaba mojado.

—Por... p-por... prr —pero por más que lo intentó, el constante y violento castañeo de los dientes de Elliot no lo dejaba hablar. Tenía la mandíbula tan rígida como una piedra.

—¡Parby, rápido! ¡Tu sobretodo! —dijo Astra preocupada al ver lo que estaba pasando.

Pero Paerbeatus no tuvo tiempo de decir nada, puesto que un ruidoso bufido proveniente de Elliot lo interrumpió. Elliot temblaba con más fuerza. En aquel momento sus labios eran tan blancos como la cal, y de sus manos no haber estado manchadas por el barro rojizo del suelo mojado, probablemente el color violáceo de sus uñas habría sido más notorio. Entendiendo automáticamente lo que Astra quería decirle, Paerbeatus se desembarazó de su sobretodo, dejando su huesudo torso desnudo y lo lanzó por encima de Elliot para cubrir el cuerpo del chico, mientras frotaba sus brazos con bastante fuerza para ayudarlo a entrar en calor.

—Gra... gracias, Pae... P-Pa... Pa... Parby —terminó balbuceando Elliot entre espasmos.

—Esto de andarme llamando Parby ya no me está gustando ni un poquito —se quejó el espíritu mientras ayudaba a Elliot a ponerse en pie. El chico resopló por lo bajo mientras una sonrisa trémula se dibujaba en sus temblorosos labios.

El calor que producía aquella prenda era algo definitivamente sobrenatural. No llevaba ni diez minutos con ella encima y ya Elliot podía sentir el frío retrocediendo lentamente, mientras el calor se abría paso a través de la sangre recorriéndole por todo su cuerpo.

—¿Ya estamos... en... en el Otro Mundo? —preguntó Elliot mientras sus ojos se fijaban por primera vez en el lugar en el que estaban.

—Sin lugar a dudas —dijeron al mismo tiempo Astra y Paerbeatus.

Paerbeatus seguía frotando con fuerza los brazos de Elliot por encima del sobretodo. Ambos espíritus parecían estar fascinados con lo que veían frente a sus ojos, mientras una ligera melancolía se pintaba en sus rostros.

Elliot por otra parte, no entendía el porqué de aquella actitud. Si bien era cierto que evidentemente había atravesado una cascada que él no era capaz de ver (la prueba estaba en su ropa empapada y en el ahora sutil temblor de sus labios, además del hecho de que Temperantia había desaparecido), Elliot tampoco veía mayor diferencia entre el mundo real y el otro mundo. La cima del monte Snaefell se veía prácticamente igual, con excepción de un repentino brote de flora en el lugar. Elliot podía notar que había más flores, que la hierba era un poco más alta y verde y que muy cerca de donde se encontraba, había un pequeño bosque de árboles no tan altos, pero bastante frondosos (abedules probablemente), que no recordaba haber visto antes. De resto, el cielo seguía igual; quizás algo más oscuro y con más estrellas, puesto que la noche ya había prácticamente acaecido por completo. El edificio del pequeño restaurante de la cima seguía ahí mismo, aunque varios detalles habían cambiado significativamente. De las paredes del lugar colgaban unas hermosas enredaderas floreadas, y ahora un enorme sauce parecía brotar del techo de concreto, con sus raíces expuestas abrazando la pared hasta llegar a hundirse en el suelo de la montaña. Tanto el hotel como el restaurante parecían estar completamente desiertos.

Elliot no entendía muy bien lo que estaba pasando, pero cuando se giró para ver el monolito de piedra, se quedó sin aliento. Allí, frente a él. Un enorme torrente de agua se elevaba hasta perderse entre las nubes que comenzaban a poblar el cielo nocturno de la isla de Man. Justo cuando el sol terminó de ocultarse y la última luz del día abandonó la piedra del monolito, la cascada perdió fuerza y el agua comenzó a caer de nuevo a la tierra como una fuerte llovizna que volvió a calar el rostro de Elliot. «Ya no podré regresar hasta mañana», pensó.

─ ∞ ─

Elliot caminó sin dirección alguna, sin saber qué hacer ni qué estaba buscando realmente. Creía recordar bien las palabras que le había dicho Temperantia. «...tráeme el amanecer del reino dividido a la mitad...» pero la posibilidad de robarle el amanecer al cielo, por muy alocada que pudiera ser su vida ahora, parecía una hazaña salida de algún mito griego imposible de replicar por más magia que pudiera haber en el mundo. Cuando se asomó al restaurante, notó que efectivamente el edificio estaba completamente desierto, y cualquier rastro de presencia humana había sido borrado del lugar. Sin embargo, Elliot aprovechó aquella soledad para tener un poco de intimidad y poder cambiarse de ropa.

Para su fortuna, las cosas dentro de su mochila no se habían empapado con el agua; tan sólo humedecido un poco por el frío. Adentro llevaba un cuaderno y un cambio de ropa limpia y seca. Elliot dejó la ropa empapada sobre el alféizar de una de las ventanas para que se secara y se vistió con la ropa seca, mientras su cuerpo agradecía por el mullido suéter de lana marrón con el que se había cubierto el pecho y los brazos, y su mente le daba las gracias a la página de turismo de la isla de Man por sus consejos de vestimenta.

«Veamos», pensó. Cogió un lápiz y empezó a anotar en su cuaderno: «tráeme el amanecer del reino dividido a la mitad... el que separa y une el mundo a la vez en caminos interminables, que nunca se hallan pero que son el mismo... abre tus ojos sin miedo y presta mucha atención. Así hallarás la respuesta al acertijo y el momento en el que tu viaje comienza y termina al mismo tiempo...».

Elliot subrayó las palabras "momento" y "amanecer", pues le pareció que eran las que más tenían relación entre sí, y tomó como idea general para resolver el acertijo el caminar observando muy atentamente a su alrededor. «El reino dividido a la mitad podría referirse al horizonte», pensó. «Ya que la gente de aquí cuenta al cielo y al mar como reinos que se ven desde la cima. El cielo y el mar están separados, pero el horizonte que se veía en la cima parecía unirlos, como si fueran uno solo...»; recordó. «Así que no es tan difícil. Sólo hay que prestar atención», se dijo mentalmente, anotando unas últimas líneas en su cuaderno: «Reino dividido a la mitad = horizonte; amanecer y momento = clave del acertijo».

Pasaron casi veinte minutos mientras Elliot se cambiaba y divagaba entre sus pistas. Cuando salió de nuevo al exterior del edificio para unirse con Paerbeatus y Astra, la noche ya había caído por completo sobre ellos. Elliot seguía sin poder hallar ante sí la respuesta al acertijo.

—Muchas gracias, Paerbeatus —dijo Elliot al espíritu mientras le devolvía su sobretodo y éste se lo volvía a colocar con un ligero movimiento de brazos.

—De nada, cachorro, aunque la verdad, ya me estaba acostumbrando a mi nuevo estilo de escote —dijo el espíritu con soltura—. Lo llamo "escote de piel desnuda". Toda una tendencia del futuro, te lo aseguro.

—Lamento decepcionarte, Paerbeatus, pero creo que llegaste unas cuantas décadas tarde. El torso desnudo ya no es una novedad hoy en día —dijo Elliot animado, mientras molestaba un poco a Paerbeatus. Aunque pasó desapercibido, el tono de Elliot denotó lo mucho que se había acostumbrado a la presencia continua y parlanchina de su amigo espiritual.

—Ya lo veía venir... ¡vivimos en un mundo destetado! —sentenció el espíritu con solemnidad infantil en la voz.

Finalmente, Elliot decidió caminar alrededor; ensimismado. Ahora que el frío había abandonado su cuerpo, podía prestarle más atención al otro lado y darse cuenta de detalles que antes se le habían pasado por alto; detalles que, definitivamente, diferenciaban a aquel mundo del suyo.

En primer lugar, estaba el hecho de que en el cielo había muchísimas más estrellas de las que Elliot pudiera recordar haber visto jamás en su vida. Incluso había constelaciones que no reconocía. Y no sólo eran las estrellas; el monte Snaefell también había cambiado. Había flores que no había visto nunca, y en general, toda la vegetación del lugar parecía extrañamente viva. Si se concentraba lo suficiente, Elliot podía jurar que veía a las flores y a los árboles respirar en calma. El lugar era bellísimo y, a medida que se adentraba en él, más mágico le parecía. Aquel pensamiento lo sobrecogió. «Entonces... ¿la magia... sí es real?», pensó mientras veía a un pájaro de plumaje amarillo y café aterrizar sigilosamente en el hueco de un tronco que le servía de nido y refugio para pasar la noche.

Con todo lo que había vivido no podía seguir teniendo dudas de que así fuera, pero la posibilidad de unos espíritus de ojos morados le parecía muy distinta a la posibilidad de una especie de reino espiritual secreto. Aquel pensamiento se debatía en su mente con violencia, incapaz de negar lo que estaba pasando, pero rehusándose a aceptarlo a menos que tuviera más pruebas. Tras aquello, Elliot se rio para sí mismo, pensando en lo estúpido que era aquel pensamiento. «¿Qué más necesitas ver, Elliot Arcana? ¿duendes? ¿dragones? ¿un uni...?», pero la pregunta murió en sus pensamientos. La reacción de su mente fue tan violenta que casi pareció el exilio definitivo del último atisbo de lógica racionalista que quedaba en su interior. Allí, frente a sus ojos, bebiendo agua de un cristalino estanque, estaba una criatura increíblemente elegante y hermosa, como ninguna que sus ojos hubieran visto jamás.

El cuerpo del animal era enorme y musculoso bajo el pelaje negro. Su cola y la crin de su cabeza eran hebras de un brillante cabello oscuro que parecía resplandecer bajo la luz de las estrellas. Su cabeza era alargada y sublime, mientras su cuello estirado le permitía mojar su hocico con el agua del lago. Elliot se acercó para apreciarlo aún mejor. Al escuchar sus pasos, la criatura movió las orejas y giró su cabeza para verlo. Sus ojos eran de un profundo color naranja, con unas pupilas rectangulares y oscuras que le daban un aire sombrío y sabio al mismo tiempo, mientras que el enorme y arrugado cuerno que salía de su frente se retorcía hasta desaparecer en una puntiaguda estaca, confiriéndole un aire amenazador.

—Un unicornio —exhaló Elliot, incapaz de dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos.

—Aaawww —exclamó Paerbeatus quien ya había llegado hasta donde estaba Elliot y también veía al animal—. Es hermoso. ¡¿Lo podemos adoptar?! Siempre quise un pony, pero Recordatorio es muy celoso...

Elliot no respondió nada, incapaz de desviar su atención de aquel animal tan majestuoso que lo veía directamente a los ojos, como si pudiera entender lo que estaba pasando. El unicornio dio unos pasos en su dirección, en una caminata elegante y pausada. Los cascos de sus patas dejaron profundas marcas en el suave suelo de la orilla del pequeño estanque. Sin embargo y sin ninguna señal previa, un espeluznante aullido atravesó el silencio de la noche e hizo que a Elliot se le pusiera la piel de gallina. El aullido no sólo lo asustó a él, sino también al unicornio, quien en un movimiento agitado giró y salió corriendo en dirección contraria con la intención de escapar adentrándose en el bosque.

—¡No, espera! —lo llamó Elliot, pero el animal no le hizo caso y se perdió entre las sombras de la noche como si de un fantasma se tratara.

—Elliot... ¡tengo un mal presentimiento! —dijo Astra nerviosa, con sus ojos iluminados—. Algo peligroso se está acercando...

—¿Qué? ¡¿A qué te refieres?!

Pero cuando Elliot se giró a ver a la mujer albina, los vio. Una docena de ojos naranja brillando entre los arboles a sus espaldas, a unos pocos metros de donde ellos estaban. Elliot aguantó la respiración sin saber qué hacer, mientras todo su ser le gritaba que saliera corriendo como lo había hecho el unicornio.

Una de las criaturas dio un paso más cerca en su dirección y Elliot lo detalló con claridad bajo la luz de la luna llena. Era un cuerpo enorme de aspecto letal, cubierto por un pelaje grisáceo y sucio, con un hocico de músculos tensos y colmillos amarillos que olfateaba en su dirección, mientras gruesas gotas de baba chorreaban hasta el piso.

«¡Esto tiene que ser una broma!», pensó Elliot al reconocer a la criatura que comenzaba a levantarse sobre sus patas traseras para darle un aspecto aún más mortífero, dejando a la vista un par de enormes garras negras. «Un... un.... h-hom... hombre... ¡HOMBRE LOBO!».

Y justo tras ese pensamiento, Elliot se lanzó a correr persiguiendo el fantasma del unicornio, mientras los lobos enormes y humanoides se abalanzaban sobre él, dispuestos a devorarlo. Astra y Paerbeatus se desvanecieron al instante.

─ ∞ ─

Respirar era una de las cosas más insoportables. Tener la necesidad de respirar era algo de lo que Elliot se habría deshecho sin dudarlo si hubiera tenido la oportunidad de pedir un deseo en aquel momento. Con cada bocanada que daba sentía cómo los pulmones se le quemaban, como si en vez de respirar aire estuviera respirando brazas ardientes de fuego disueltas en la atmósfera. Los pulmones le dolían y le reclamaban por el maltrato, así como sus piernas lo amenazaban cada vez más con dejar de funcionarles en cualquier momento, molestas por el esfuerzo inhumano al que las estaba exponiendo el chico al correr a todo lo que daban sus músculos. Pero Elliot no podía detenerse. Si lo hacía, unos dientes amarillentos y afilados como sierras le rebanarían el cuerpo dolorosamente y sin compasión, lo que significaría una larga agonía antes de morir. De eso estaba seguro por los ladridos y gruñidos que escuchaba a sus espaldas. Elliot sabía que los hombres lobo lo estaban persiguiendo, y que sólo los aventajaba por muy poco. Podía escuchar sus patas chocando con agresividad sobre el suelo, impulsando a aquellos depredadores asesinos cada vez más cerca de su cuello. Si giraba la cabeza, estaba seguro de que volvería a ver aquellos ojos naranjas, así que contenía las ganas de hacerlo temeroso de que, si cedía a su impulso, perdería de vista el terreno sobre el que corría y terminaría tropezando con alguna de las raíces sobresalientes de los árboles.

«Tengo que pedir ayuda... q-que alguien... que alguien me ayude», pensó con desespero.

Sus labios se separaron y un grito lastimero salió de entre ellos. Grave error.

Al momento de respirar, el aire entró con violencia y rapidez por su boca abierta. Frío, cortante, seco. Fue como sentir un golpe directo en el pecho. El corazón se rebatió con fuerza dentro de la caja torácica. El estómago se le tensó preparado para vomitar. La vista se le nubló haciéndolo trastabillar en su descenso violento por una pendiente del monte Snaefell y un malestar ardiente se alojó entre sus costillas del lado izquierdo del cuerpo produciéndole oleadas de dolor con cada paso que daba.

Automáticamente volvió a cerrar los labios mientras se llevaba una mano al costado, pero el daño ya estaba hecho. ¿Cuánto tiempo llevaba corriendo? No lo sabía. ¿Tres minutos? ¿dos? ¿cinco? Eran lo mismo que una eternidad. No lo sabía y ya no le importaba. Ya fuese por imaginaciones suyas, o porque así era en realidad, Elliot podía sentir el aliento agrio de las bestias que lo perseguían inundándole la nariz y calentándole el cuello.

A medida que corría cuesta abajo, mantener el equilibrio se iba dificultando más, y a diferencia de cuando había comenzado la carrera, Elliot ya no se sentía con las fuerzas suficientes para seguir corriendo. Aquel era su fin. Frente a él, a escasos metros, se veía cómo la carrera terminaba en una pendiente hasta llegar a lo que parecía un valle o un claro a unos diez metros de caída. Si seguía corriendo al final se tendría que detener o saltar. Era como si el destino se estuviera riendo en su cara. «O mueres devorado o mueres a causa de la caída, tú decides», pensó como si escuchara la risa de un fantasma cruel dentro de su cabeza.

Pero Elliot no se detuvo, siguió corriendo tan rápido y desesperado como pudo en dirección al barranco hasta que algo llamó su atención, a uno de los bordes de su ojo derecho. Cerca de la pendiente había un árbol que se aferraba con fuerza al suelo de la montaña, pero cuyo tronco estaba ligeramente combado hacia el precipicio. En ese momento Elliot la vio, ya fuese por su rápida capacidad de observación o gracias a la adrenalina del momento. Allí, colgando sobre el precipicio, una de las ramas del árbol se extendía como una invitación a la salvación. No estaba tan cerca de la orilla como parecía, pero con el impulso de la carrera, Elliot estaba seguro de poder alcanzarla. O por lo menos eso quería creer él.

La sola idea de morir en aquel lugar lo atormentaba. No por el hecho en sí de morir, sino por lo que todo aquello significaría para las personas que se preocupaban por él. Una imagen de Colombus triste y con los ojos hinchados de tanto llorar o el rostro desfigurado por la tristeza de Madeleine, pero, sobre todo, la desesperación y la angustia de su tía y de su abuela al no encontrar su cuerpo por ninguna parte invadieron su mente. Aquella imagen le destrozó el corazón e hizo que unas gruesas lágrimas de miedo comenzaran a brotar de sus ojos.

Elliot no podía permitir que aquello pasara. No podía morir todavía.

Con un súbito impulso de fuerza por parte de su cuerpo se lanzó a correr en dirección al precipicio. Tenía los ojos fijos en su objetivo, en su salvavidas en forma de rama, mientras un gritó de rabia le rasgaba la garganta y le quemaba el pecho. Corrió con toda su energía y fuerza de voluntad, y cuando sus pies llegaron a la orilla del barranco, saltó. Su cuerpo se impulsó hacia adelante y sus piernas lo empujaron lejos del suelo. Suspendido en el aire, sus ojos se fijaron por un momento en el precipicio que se abría bajo sus pies y el terror lo invadió. Había calculado mal. El barranco se extendía a unos casi veinte metros hacia abajo desde donde él estaba. Si por alguna razón fallaba su salto, moriría sin dudarlo. Debido al mismo error de cálculo, Elliot no se dio cuenta de lo cerca que en realidad estaba la rama y cuando se giró a verla de nuevo, ya era demasiado tarde. Su estómago chocó con fuerza contra la dura madera del árbol. El impactó fue tan fuerte que lo dejó sin aire al instante. Mientras luchaba desesperadamente para aferrarse de algún sitio, un fuerte reflujo ácido se abrió paso desde su barriga hasta sus dientes. Un chorro amargo de vomito le inundó la boca y se escapó entre sus labios sin que él pudiera hacer nada. La sensación, combinada con la falta de aire, fue tan sobrecogedora que Elliot no pudo evitar la agitación del mareo; estaba al borde de perder la consciencia.

«¡Tienes que mantenerte despierto, Elliot!», se reprochó mentalmente, mientras se aferraba con toda la fuerza de la que eran capaces sus brazos delgados, comunes y corrientes, a la rama, buscando la manera de subir todo su cuerpo hasta ésta. En el precipicio, los hombres lobo se habían detenido y lanzaban ladridos y zarpazos en su dirección, incapaces de alcanzarlo desde donde se encontraban. Elliot sonrió aliviado al ver que se había salvado, pero cuando logró subir su pierna derecha sobre la rama, un fuerte crack resonó en sus oídos. Cuando sus ojos se dieron cuenta de lo que pasaba, el pánico amenazó con volver a hacerlo vomitar.

Aunque había alcanzado la rama, esta no era lo suficientemente fuerte como para sostener el peso de su cuerpo. Elliot intentó acomodar su cuerpo para alcanzar el tronco central, pero fue muy lento. Cuando se hubo acomodado sobre la rama, está ya se había desprendido del tronco que la sostenía y para Elliot el tiempo pareció detenerse. En cámara lenta, vio de nuevo los ojos naranjas de las bestias que lo habían estado persiguiendo mientras éstas lo veían caer al vacío y se alejaban corriendo. Elliot, incrédulo, se sintió indignado y estúpido al mismo tiempo. Cuando por fin pudo sentir el tirón de la gravedad en su estómago, lo único que pudo hacer fue gritar:

—¡AAAAYUUUUUDAAAAAAAA! —gritó aterrado con todas sus fuerzas mientras caída al vacío.

El grito se había escuchado a lo largo de varios kilómetros a la redonda. Bandadas de pájaros volaron agitados desde las copas de los árboles, a la vez que sus siluetas se atravesaban delante de la luna llena.

─ ∞ ─

Un fuerte impacto en la espalda de Elliot lo silenció al instante. Al chocar contra el suelo, el dolor le hizo creer que moriría, pero algo no tenía sentido. La caída había sido muy corta. Antes de entender realmente lo que estaba pasando, su cuerpo casi inerte comenzó a rodar cuesta abajo.

Elliot había aterrizado en una pequeña pendiente que salía de la falda del acantilado y que, de alguna forma, lo había salvado de caer directamente en el vacío del barranco. La pendiente era terrosa y escarpada. Al rodar cuesta abajo, la hierba parecía estar hecha de hojillas de acero que le producían dolorosos cortes en sus manos y en su rostro. Con cada golpe podía sentir el dolor maltratando todo su sistema nervioso, pero por más que intentaba frenar la caída, su cuerpo no le respondía. En ese momento era un muñeco de trapo inerte a merced de la fuerza de gravedad. Finalmente su cuerpo se detuvo, pero un dolor espantoso lo hizo soltar un alarido desgarrador.

Todo su brazo y su costado derecho habían impactado con fuerza contra un grueso árbol que había detenido el movimiento de Elliot una vez que su cuerpo había alcanzado el claro que había visto al fondo del barranco. Instintivamente Elliot se llevó la mano sana que le quedaba hasta el hombro adolorido y se dio cuenta de que éste estaba dislocado. Apenas rozó la zona con sus dedos, un hormigueo extraño le confirmó sus sospechas. Cuando intentó incorporarse, el dolor en el costado lo hizo volver a gritar.

—¡AAHHH! ¡PAERBEATUS, ASTRA! —llamó a gritos a los espíritus, quienes aparecieron inmediatamente a su lado.

—¡ELLIOTT! —exclamó Astra preocupada mientras corría a socorrerlo.

Pero cuando la mujer intentó ponerlo de pie, el dolor hizo a Elliot gritar y llorar de agonía.

—¡¡LO VAS A ROMPER, ASTRA!! ¡¡PARA!! —gritó Paerbeatus como un desquiciado mientras se templaba los cabellos con impotencia.

—¡Yo sólo estoy tratando de ayudarlo! ¡No sé qué hacer! —se disculpó ella con lágrimas verdaderas en sus ojos morados. Era la primera vez que Astra perdía su casi eterna tranquilidad.

—¡El brazo...! ¡El brazo me duele! —exclamó Elliot entre gruñidos, jadeos y sollozos, logrando sentarse con la espalda pegada hacia el tronco del árbol.

Pero cuando Astra se inclinó para revisarlo, un gruñido bajo hizo que a todos se les pusiera la piel de gallina.

Caminando hacia donde ellos estaban, la manada de hombres lobos se movía con lentitud, sabiéndose victoriosos ante aquella situación. Habían sido tan silenciosos que, cuando Elliot y los espíritus notaron su presencia, a estos ya sólo les bastaba con dar un salto para caer sobre ellos.

Presa del pánico Elliot intentó moverse, pero el dolor le jugó sucio y terminó cayendo de bruces contra el suelo sobre una de las raíces del árbol que terminó golpeándolo en el hombro dislocado. El impacto fue violento y terriblemente doloroso, pero ayudó a devolver el hueso a su lugar. Elliot gritó aun con más desesperación y quedó allí tendido en el suelo, llorando, mientras Astra y Paerbeatus intentaban ponerlo de pie y los lobos soltaban un sonoro aullido en antesala al banquete que estaban a punto de darse. Con una mano sobre el hombro dolorido, Elliot intentaba incorporarse, pero las piernas no le respondían. Al darse cuenta de que era inútil seguir intentando ponerse en pie, Elliot comenzó a arrastrarse por el suelo del bosque, mientras escuchaba cómo los hombres lobo a su espalda chasqueaban sus fauces con violencia, produciendo un sonido terrible y sobrecogedor. Mientras se arrastraba sus ojos se fijaron en una abertura bajo las raíces de un árbol cercano. Un pequeño hoyo en el tronco que le podría servir de refugio. Elliot se arrastró lo más rápido que pudo hasta él, apoyándose en el codo de su brazo izquierdo y sus rodillas, impulsándose como podía. Astra al ver lo que intentaba el chico se apresuró en su ayuda.

—¡Parby, ayúdame! ¡Vamos!

Astra y Paerbeatus halaron a Elliot por sus brazos hasta el árbol, arrastrándolo por el suelo. Entre ambos lo movieron lo más rápido que pudieron hasta la entrada de la pequeña madriguera, pero los lobos no querían dar tregua; apenas los espíritus comenzaron a arrastrar a Elliot, toda la manada se lanzó en carrera hacia donde se encontraban.

Astra levantó su mano velozmente e hizo brotar un haz de luz refulgente, grande y muy brillante, que encandiló a los lobos y los hizo retroceder momentáneamente. Uno de los monstruos, aun cegado, se abalanzó en el aire dispuesto a clavar sus dientes en el cuello de Paerbeatus, pero éste se desvaneció en el aire, y el animal chocó directo contra la madera del árbol, estremeciéndolo desde la raíz hasta la copa y haciendo que la bestia soltara un chillido lastimero. El golpe dejó aturdido al lobo, mientras que los otros se recuperaban del encandilamiento, por lo que Elliot aprovechó el momento para arrastrarse dentro de la madriguera.

El agujero era estrecho y el olor a humedad y a musgo le inundó la nariz apenas estuvo dentro. La única entrada a la madriguera era por donde él había entrado. De espalda contra el fondo del agujero, su vista estaba inevitablemente fija en aquel hoyo por el que se podía ver el suelo del bosque, hacia afuera. Durante unos segundos que le parecieron horas, lo único que Elliot pudo ver fueron las hojas sobre el suelo terroso del claro. Todos sus sentidos estaban afilados. Se sentía acorralado e indefenso. Por un instante pensó que la idea de meterse en aquel agujero había sido un error. Justo cuando estaba pensando en aquello, el hocico de uno de los hombres lobo apareció por el hoyo, mordiendo el aire con violencia en su dirección. Automáticamente el aire de la pequeña madriguera se volvió agrio y apestoso por culpa del aliento de la bestia, y lo único que pudo hacer Elliot fue gritar mientras pateaba con fuerza el hocico del animal. Pero por más que golpeaba a uno y éste retrocedía, otro lobo igual de agresivo ocupaba la vacante automáticamente sin darle tregua a sus piernas.

Elliot sentía que las piernas no le iban a responder por mucho más tiempo, y esa certeza lo hizo gritar aún con más fuerza cuando un mordisco salvaje le arrancó uno de los zapatos, dejando su pie izquierdo desnudo. Gruesas lágrimas le brotaban de los ojos, preso de la impotencia y el pánico. La humedad de las lágrimas y el sudor le hicieron cerrar los ojos. Al primer mordisco le siguió un segundo, y aunque Elliot se dio cuenta a tiempo para alejar el pie, sus reflejos no fueron lo suficientemente rápidos para responderle e igual sintió cómo aquellos afilados dientes le atravesaron la carne cuando la bestia le alcanzó.

El dolor era lacerante y la sangre roja y caliente comenzó a brotar a chorros de la herida manchando el suelo y el pelaje del hocico de la bestia. Elliot gritó con desespero y golpeó con toda la fuerza de la que fue capaz con su otro pie justo en uno de los ojos naranja del animal que lo amenazaba. La bestia lo soltó de inmediato, pero impulsada por el sabor de la sangre entre sus fauces, se preparó para atacar nuevamente, ésta vez con más certeza y más fuerza. Sus ojos naranjas se encontraron con el azul profundo y agitado de los ojos de Elliot en aquel momento y, justo cuando se disponía a contraatacar, un sonido agudo y chillón llenó el aire oscuro de la noche.

El pitido se convirtió poco a poco en una melodía extraña, una que hizo retorcerse sobre el suelo a los lobos gigantescos mientras estos soltaban chillidos de dolor. La melodía se hizo más cercana y más intensa (tanto que parecía vibrarle a Elliot a través del cuerpo), y los lobos salieron huyendo, perdiéndose entre la noche de la isla de Man. Poco a poco, la música se fue haciendo más tenue.

Incrédulo y aturdido, Elliot no daba crédito a lo que estaba pasando. Su cabeza era un hervidero de adrenalina y miedo que no hacía más que causarle un intenso dolor dentro del cráneo. El hombro derecho también le palpitaba de manera angustiosa, pero aquel malestar ya no se comparaba con el ardor que sentía en el costado cada vez que respiraba, lo que hacía pensar que probablemente se había fracturado una costilla. El pie izquierdo, aunque sanguinolento y maltrecho, sorpresivamente no le dolía tanto como habría esperado. Sin embargo, cuando le echó una ojeada, toda la zona estaba hinchada y ensangrentada, y de los orificios que le habían dejado los dientes del hombre lobo podía verse cómo una sustancia viscosa y blanca sobresalía a través de las heridas y de la sangre.

En eso estaba pensando mientras lloraba y trataba de calmarse, temeroso de que los hombres lobos aparecieran de nuevo y lo volvieran a atacar. Pero un sonido fuera de la madriguera que lo refugiaba le hizo entrar nuevamente en estado de alerta máximo.

Afuera, en el claro, una figura extraña caminaba descalza en dirección a la madriguera, mostrando unos pies saltarines y delicados. Elliot, asustado, comenzó a gritar de nuevo, mientras intentaba fundirse con la pared de tierra a sus espaldas en un intento inútil por huir de la nueva amenaza. Fue entonces cuando unos ojos anaranjados y brillantes, de aspecto misterioso, aparecieron asomándose curiosamente por la abertura de la madriguera. Después de eso, no pudo más. Su mente colapsó, y después de un último alarido de terror, Elliot perdió el conocimiento tras el cansancio y el pánico de los últimos minutos. 

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