Capítulo 18: Tocar el amanecer

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A su alrededor una decena de extrañas mariposas con el cuerpo negro y las alas transparentes pasaron volando hasta posarse en el prado cerca del borde de la colina en la que se encontraban.

—¿Estás segura que podemos confiar en ella, Astra? —le preguntó Paerbeatus en voz baja para que sólo ella pudiera escucharlo.

Elliot iba herido y desmayado a cuestas en su espalda.

—Tengo miedo y estoy cansado —dijo como si la voz le doliera un poco.

Iban caminando a través de los terrenos boscosos del otro mundo, mientras seguían a la silueta flotante que iba guiando el camino.

—No te preocupes, Parby —trató de calmarlo Astra al sentir la preocupación en sus palabras—. Elliot va a estar bien. Ya vamos a llegar, y ella lo ayudará.

Cuando la mujer se volteó a verlo, sus ojos refulgían con un intenso brillo morado. Al ver aquello, Paerbeatus asintió esperanzado.

—¿Falta mucho para llegar a dónde vamos?

—No falta nada... ya se puede escuchar el río —contestó una chica de piel blancuzca azulada cuya estatura no pasaría del metro mientras daba una voltereta en el aire.

Después de la maniobra había quedado frente a ellos y les dedicó una sonrisa; era muy linda. En sus manos llevaba una pequeña flauta hecha de un delgado tronco de abedul, la cual hacía sonar ocasionalmente para interpretar cortas y extrañas melodías.

—Cuando estemos allí podré atender las heridas del niño humano —les dijo con entusiasmo.

Con un par de extrañas alas que salían de su espalda, la chica revoloteó en dirección a Elliot, que descansaba inerte y laxo sobre la espalda de Paerbeatus, y lo volvió a ver con fijeza y admiración.

—¡¿De verdad es un cachorro de humano?! —preguntó impresionada abriendo sus ojos—. Nunca había visto uno antes. ¡Bueno! Por lo menos no por estos lares...

Sus alas eran traslúcidas y extremadamente finas pero flexibles. A lo largo de ellas recorrían venas alargadas que desprendían destellos chispeantes con cada batir de éstas, y le daban un aspecto delicado y hermoso. Vistas de cerca, podría decirse que eran unas alas muy parecidas a las de los escarabajos.

—Por supuesto que es un humano real, y de un muy buen pedigrí si me lo permites —respondió Paerbeatus con orgullo—. Estamos muy orgullosos de él, y por eso nos gustaría que pudieras ayudarlo.

—Ya les di mi palabra. Una Vanninagh nunca rompe su palabra —dijo ella mientras cruzaban un pequeño riachuelo—. Ya está. Hemos llegado.

El campamento del hada estaba justo al lado de la rivera de un pequeño río cerca de una de las salientes del monte Snaefell. Desde allí se podía apreciar tanto el cielo como el mar. El aire frío y salado de la noche había mermado una pequeña hoguera que crepitaba débilmente, mientras luchaba por mantenerse con vida en la improvisada fogata.

—Aquí, colócalo en el suelo —le dijo el hada a Paerbeatus señalando un lugar cerca de la hoguera mientras lanzaba unas cuantas ramas en ella para avivar el fuego.

Astra se acercó hasta Paerbeatus para ayudarlo con el cuerpo inconsciente de Elliot, pero éste la detuvo.

—Espera, espera un momento —respondió él nervioso mientras inspeccionaba el suelo a sus pies.

Aunque había una capa de hierba y musgo de aspecto mullido, las piedras de la orilla del rio y las raíces de los árboles mortificaban al espíritu, que no quería lastimar más de la cuenta el cuerpo de Elliot. Con un movimiento florido de su mano hizo aparecer su bolso y se lo dio a Astra.

—Allí dentro debe de estar la colcha de Recordatorio, sácala y ponla en el piso.

En silencio, y con una sonrisa en los labios, Astra tomó el bolso de Paerbeatus, sacó la colcha y la extendió con cuidado en el suelo a sus pies. Era un simple gesto, pero dejó en evidencia el gran afecto que Paerbeatus había tomado por Elliot desde que se habían conocido. Con cuidado, Paerbeatus se puso de rodillas sobre el suelo y con ayuda de Astra acomodó el cuerpo de Elliot sobre la manta. El chico tenía el rostro golpeado y manchado de sangre por los cortes superficiales. A pesar de estar inconsciente, la respiración agitada daba cuenta del dolor intenso por el que estaba atravesando su cuerpo. Una vez hecho aquello Paerbeatus se alejó unos pasos y se dedicó a reposar; el aire brotaba de su boca con violencia. Astra lo observó cautelosamente, sin poder evitar preocuparse.

—¿Ahora que hacemos, Lliyiha? —preguntó un poco ansiosa al ver el cuerpo magullado del chico a la luz de la fogata.

El hada estaba colocando unas hierbas sobre una piedra y las trituraba en una especie de engrudo verdoso. Luego de calentarlo un poco sobre una de las piedras que rodeaba la fogata, lo untó con cuidado en la herida más grave de todas: la mordida en el pie. Al momento en que el engrudo hizo contacto con la piel desgarrada, Elliot gimió entre la inconsciencia y el dolor. La herida comenzó a crujir y a producir una espesa espuma allí donde las hierbas tocaban la carne viva.

—Eso debería bastar para cerrar las heridas, aunque no puedo asegurar que no vaya a quedar una cicatriz —dijo el hada apresurándose a volar hasta el río—. Tiene mucha suerte de que el moddey dhoo no le hubiera arrancado el pie.

Paerbeatus soltó un gemido lastimero ante aquella posibilidad y se sintió culpable. Sus ojos se posaron compasivos sobre Elliot, y dos pequeñas lágrimas corrieron como ríos de arrepentimiento a lo largo de sus mejillas.

—¡Lo siento, cachorro, de verdad lo siento mucho! —comenzó a gimotear—. ¡Todo esto es mi culpa! ¡Si no fuera por mí, nada de esto te habría pasado! ...no te mueras... por favor.

—Tranquilo —le dijo Lliyiha con calma—, tu amigo no se va a morir. Tú —señaló a Astra—, ayúdame a quitarle la ropa, anda.

Paerbeatus se levantó y caminó rápidamente hasta donde reposaba Elliot.

—¡¿C-cómo dices?! —preguntó perplejo—. ¡Elliot es un cachorro decente, así que ni pienses que vamos a dejar que te aproveches de su cuerpo moribundo! —dijo con indignación, pero Lliyiha lo interrumpió tras una risa muy dulce.

—¡Ya te dije que no va a morir! Tan sólo necesito curar todas sus heridas —dijo gentilmente—. Toma, sostén esto por mí.

Y sin esperar una respuesta por parte de Paerbeatus le colocó dos ranas verdes entre las manos. Con ayuda de Astra iba desnudando cuidadosamente el torso de Elliot, quitándole el suéter.

—¿Ranas? ¡¿Ranas?! —exclamó perplejo Paerbeatus.

Los ojos acuosos y observadores de las ranitas se agitaban con violencia mientras Paerbeatus las agitaba indagadoramente por los aires sin que estas pudieran hacer nada.

—Sí, dame una —dijo el hada mientras le quitaba una de las ranas al espíritu y comenzaba a restregar la parte trasera del animal sobre un gran hematoma de aspecto horrible que había en el costado derecho de Elliot.

Paerbeatus y Astra observaban perplejos.

—¿Estás segura que eso es una buena idea? —preguntó ella insegura mientras veía trabajar al hada.

—Absolutamente —respondió ésta con seguridad—. La baba que produce la colita de estas ranas tiene propiedades sanadoras muy potentes. No se preocupen; si la herida no sana hoy, sanará mañana.

Lliyiha colocó al pequeño animal en el suelo y éste, al sentirse libre, brincó de vuelta al río.

—Dame la otra —le ordenó a Paerbeatus y procedió a realizar la misma operación, pero ésta vez con el hombro—. Ahora sólo debemos esperar que la piel absorba un poco la baba antes de tapar la zona.

—¿Cómo sabes tanto de estas cosas? —preguntó Astra.

—Los Vanninagh llevamos muchos siglos viviendo en esta zona, y por esa misma razón conocemos muy bien los peligros y bondades que existen en estos lados de Annwn —le respondió el hada mientras cocinaba otro engrudo, ésta vez sobre unas anchas hojas que había sacado del agua.

Lentamente Lliyiha pasó las hojas por encima de las llamas con unas manos expertas, para luego acercarse y colocar aquellos parches verdes sobre las costillas y el hombro de Elliot.

—Con esto será suficiente —dijo.

—Suficiente gracias a que no estamos en el mundo de los humanos. De lo contrario, el resultado podría haber sido mucho peor —añadió Astra temerosamente.

Lliyiha volvió a sacar otra rana del río y se acercó de nuevo a Elliot.

—Esa creo que ya la habías usado, su cara se me hace conocida —dijo Paerbeatus mientras examinaba a la pequeña rana con atención mientras ésta croaba despreocupada entre los dedos de Lliyiha.

Pero el hada no le hizo caso y comenzó a restregar la retaguardia de la rana contra el rostro de Elliot.

—Estoy seguro que al cachorro no le gustaría eso ni un poquito. Hagamos la promesa de no decirle nada.

Mientras Paerbeatus hablaba, los ojos de Astra refulgieron sutilmente.

—Lliyiha —dijo súbitamente con seriedad.

El hada fijó sus ojos anaranjados en el rostro de la mujer albina.

—Ya sé que esta noche has hecho mucho más por nosotros de lo que nunca seremos capaces de pagarte, pero... necesito pedirte un favor.

Astra tomó la rana de las manos del hada y se la dio a Paerbeatus para que el espíritu continuara con la cura.

—Ya viste lo que hay que hacer, Paerbeatus. Prosigue tú —ordenó.

Luego tomó a Lliyiha por la mano y la alejó un poco para que Paerbeatus no las escuchara hablando. En vez de preocuparse, el alocado espíritu se sintió empoderado de babear la cara de Elliot con las supuraciones de la rana y se dedicó a hacerlo con diversión.

—¿Qué necesitas? —preguntó el hada intrigada, atenta de reojo a lo que hacía Paerbeatus con las ranas.

—La verdad no estoy muy segura —contestó Astra—. Verás, Elliot es un chico muy valiente. Ha enfrentado toda esta situación prácticamente a ciegas y sin muchas herramientas, y a pesar de eso, no ha dado un solo paso hacia atrás. Ha enfrentado todo lo que se le ha atravesado en el camino con mucho coraje, por más desconocido que fuera, y todo por la noble motivación de descubrir más sobre nosotros, sobre la vida, sobre él mismo, incluso aunque todavía no lo sepa del todo...

Lliyiha se giró a ver a Elliot y Paerbeatus. El espíritu estaba hablando distraídamente con la rana que tenía entre los dedos. Aunque una sonrisa apareció en el rostro del hada, de alguna forma pudo entender lo que le estaba diciendo la mujer albina.

—Tu amigo parece quererlo mucho —dijo Lliyiha.

—Pero el cariño no es suficiente para proteger a alguien. No es suficiente para todo lo que espera en el destino de Elliot —respondió Astra—. Y ni Paerbeatus ni yo estamos en condiciones de poder protegerlo. Paerbeatus quizás no lo sepa, pero el haber cargado a Elliot lo cansó mucho más de lo normal...

Aunque había tratado de sonar calmada, una ráfaga de preocupación se coló y pintó sus palabras con un toque sombrío.

—Yo lo único que puedo hacer por Elliot es iluminar su camino —continuó diciendo—. Mostrarle fragmentos no muy precisos de lo que viene, y Paerbeatus...

Astra se volteó a verlo justo cuando Paerbeatus le daba un beso a la rana.

—Bueno, Paerbeatus es simplemente Paerbeatus. Ninguno de los dos puede proteger realmente a Elliot y él... él es solo un niño.

—Un niño que pudo haber muerto esta noche —sentenció Lliyiha expresando las palabras que Astra tenía en su mente, pero que no se atrevía a decir.

—Precisamente —concordó ella—. Y eso es precisamente lo que me asusta. El futuro no está escrito en piedra, y me temo que en cualquier momento el destino de Elliot podría apagarse como una llama en medio de un vendaval.

De pronto, el chasquido de unas ramas al otro lado del riachuelo puso en alerta a las dos mujeres. Tanto Lliyiha como Astra se giraron en dirección al sonido, listas para huir o defenderse como pudieran, pero, en vez de hallar ante ellas alguna clase de peligro, un par de ojos profundos y anaranjados les devolvió la mirada, acercándose a ellas con un caminar majestuoso y sereno. Lliyiha se relajó y una sonrisa afable se apoderó de sus facciones. Con delicadeza revoloteó en dirección al unicornio negro recién llegado y se abrazó a su ancho cuello. Allí posó sus dedos tiernos y delicados, sobre la crin de la criatura, y los acobijó.

—Astra... creo que ya tengo una idea.

Mientras decía aquello, el hada acariciaba al animal. Sus ojos anaranjados se veían serenos bajo la luz de las estrellas.

─ ∞ ─

Un dolor agudo en el costado hizo que Elliot se despertara abruptamente. Al instante su mente lo atacó con el recuerdo de los hombres lobo, del acantilado, de la madriguera, de... «¡Mi pie!», jadeó sin poder controlarlo, mientras se sujetaba la rodilla. Automáticamente sus ojos buscaron su pie izquierdo y lo encontraron envuelto en un emplaste verde que parecía haber sido masticado y vomitado por una vaca directo sobre su piel. Bajo la mezcla podía sentir su pie caliente y palpitante, pero menos hinchada de lo que esperaba encontrarla.

Repentinamente una voz desconocida le habló en un idioma extraño y desconocido que no pudo entender. Cuando se giró para localizar la fuente de la voz, halló frente a él a una criatura extraña con la piel blanca azulada, los ojos anaranjados, y un rostro femenino sinuoso y hermoso cubierto de una corta cabellera de un color muy rubio. La criatura era extraña en sus proporciones; aunque no llegaba a medir más de metro y medio de altura, su cuerpo femenino era esbelto y adulto, con curvas pronunciadas, y un busto grácil completamente desnudo frente a él. Elliot se movió con brusquedad para alejarse de ella, preso del miedo. La criatura desplegó unas alas de escarabajo y voló por encima de él hasta posarse sobre una rama. Ahora era aquella criatura la que tenía miedo.

Elliot, sorprendido y confundido, se terminó de incorporar hasta quedar sentado sobre la manta. La sorpresa fue aún mayor cuando notó que más allá de un ligero malestar en el costado, la palpitación en el pie y el dolor en el resto de su cuerpo ya casi no se sentía. Fue allí cuando lo recordó. Como un maniático tomó su pie izquierdo entre sus manos y apartó el emplaste verde que lo cubría. Líneas blancas brillantes irradiaban allí donde la noche anterior la piel había estado rasgada; allí donde lo había mordido el hombre lobo. Con ese recuerdo en la cabeza no pudo evitar ponerse a llorar. Al escuchar sus sollozos, Astra y Paerbeatus se acercaron alertados.

—¡Cachorro, ¿qué pasa?! ¡¿te duele algo?! —preguntó Paerbeatus mientras le revisaba las heridas del pecho.

—¡¿Cuánto tiempo me queda, Paerbeatus?! —preguntó Elliot entre sollozos y llanto.

—¿Tiempo para qué? ¿De qué estás hablando?

—Para convertirme en... ¡en una de esas cosas! ¡No me mientas, tampoco soy tan estúpido como para no saber lo que pasa después que te muerde un hombre lobo!

El hada se acercó hasta él revoloteando con sus alas de escarabajo, mientras negaba frenéticamente con la cabeza y comenzaba a hablar de nuevo en aquel idioma extraño.

—Lliyiha dice que estás equivocado, que eso no era un hombre lobo —tradujo de inmediato Paerbeatus—. Que los hombres lobo son de tu mundo, así que no tienes por qué preocuparte.

¡¿De mi mundo?! —exclamó Elliot asustado, como si aquella noticia no le calmara en lo más mínimo—. No entiendo nada. ¿Lliyiha? ¿Quién es Lliyiha? ¿Qué es todo esto? —preguntó con cara de desconcierto total.

—Ella es Lliyiha, Elliot —respondió Astra mientras señalaba a la criatura voladora—. Es un hada, una de las habitantes de este mundo, y una Vanninagh; una de aquellos que viven en esta isla. Fue ella quien curó tus heridas.

—¡Y mejor no preguntes cómo, créeme, no lo quieres saber! —dijo Paerbeatus mientras lanzaba una mirada furtiva al río.

Elliot veía a su alrededor con vacilación.

—Pero... no entiendo. ¡Ustedes la entienden! ¿Cómo es que ustedes pueden entender lo que dice y yo no? —preguntó.

—Simple, muchacho. ¡¿Cuándo fue la última vez que practicaste hadés, ah?! —espetó Paerbeatus un tanto acusador.

Gaelg! —exclamó Lliyiha—. Myr she Vanninagh mish ta Gaelg aym! —dijo ofuscada mirando a Paerbeatus con fijeza. Aquella frase del espíritu parecía no haberle gustado.

—¡Paerbeatus, el hadés no existe! ¡No la hagas enojar! —lo regañó Astra; tras decir aquello volvió sus ojos a Elliot para responder a su pregunta—: para nosotros los espíritus comunicarnos es igual que para mí lo es hablar con las estrellas... eso es todo lo que puedo decirte.

Extrañado, Elliot se encogió de hombros con la respuesta y se revisó el cuerpo. La mayoría de sus raspones y hematomas se veían bastante mejor de lo que esperaba. Casi no sentía dolor a pesar de estar verdaderamente fatigado, y aunque las piernas le dolían luego de aquella carrera por su vida, el dolor del hombro ya había desaparecido casi por completo. Cuando se quitó otro emplaste verde del costado pudo ver que el moretón era de un tenue color verde. La respiración ya no le causaba dolor. Con vergüenza en los ojos miró fijamente al hada que revoloteaba en el aire sobre su cabeza y le sonrió.

—Muchas gracias... tal parece que te debo la vida.

She dty vea —le contestó ella, devolviéndole una sonrisa emocionada tras una risita cándida que se escapó de sus labios. A pesar de que la extraña criatura estaba desnuda de la cintura para arriba, Elliot no sintió vergüenza alguna. Tal era su sinceridad y la naturalidad juguetona e inocente que provenían de sus movimientos.

De reojo, Elliot notó una de aquellas extrañas mariposas transparentes que había por todo el lugar. El cielo todavía estaba oscuro sobre sus cabezas, pero con el tono azul característico de las pocas horas antes del amanecer. Al parecer le tomaría otro día más en aquel lugar el poder resolver el acertijo de la carta.

—Pero, si esos no eran hombres lobo, entonces ¿qué eran? —preguntó Elliot intrigado, aun sin poderse sacar la imagen de sus perseguidores de la cabeza.

El hada volvió a hablar, y una vez más fue Astra quien sirvió de traductora.

—Lliyiha dice que se llaman moddey dhoo, y que son unas criaturas muy peligrosas, pero que nada tienen que ver con los hombres lobo.

Elliot no entendió mucho de la explicación, pero no protestó. La cabeza le daba vueltas y no tenía muchas fuerzas para pensar en aquel momento. Con aquella sensación extraña en la boca del estómago se volvió a recostar sobre la colcha (que suponía era obra de Paerbeatus por el olor a gato que emanaba de ella), y dejó que sus ojos vagaran entre el amanecer inminente y las extrañas mariposas que descansaban en calma sobre la hierba verde bañada por el rocío. A Elliot le parecían que eran las más enigmáticas y cautivadoras que había visto en su vida. Por alguna razón, no dejaban de parecerles familiares.

─ ∞ ─

Si su teléfono había sobrevivido a la humedad de la cascada invertida, pedirle que sobreviviera también a la caída por el barranco y la persecución de los lobos era demasiado, «a pesar de tratarse de un Nokia». La pantalla estaba completamente rota, y aunque se emitían algunas luces y sonidos, Elliot no podía ver ni hacer nada que no fuera apretar los botones de apagado y del menú principal. Cuando su padre se enterase lo iba a «castigar muy feo», o así lo pensaba. Era un teléfono caro que le había regalado hace poco y que ni siquiera había llegado a durar el medio año. Elliot dejó el teléfono a un lado y siguió revisando su bolso para buscar la pertenencia que más le interesaba encontrar en ese momento. Una vez que lo halló, abrió su cuaderno y chequeó sus anotaciones, para proseguir tan pronto como pudiera con la resolución del acertijo. Todavía tenía la esperanza de resolverlo antes del amanecer:

«Tráeme el amanecer del reino dividido a la mitad... el que separa y une el mundo a la vez en caminos interminables, que nunca se hallan pero que son el mismo... abre tus ojos sin miedo y presta mucha atención. Así hallarás la respuesta al acertijo y el momento en el que tu viaje comienza y termina al mismo tiempo. Reino dividido a la mitad = horizonte; amanecer y momento = clave del acertijo».

Elliot se encerró una vez más en su mente para descifrar aquella respuesta. «Ella había dicho algo más...», pensaba Elliot una y otra vez. «Fue muy clara cuando dijo que había una sola manera de pasar la prueba. Sí... aquí, donde dice: "abre tus ojos sin miedo y presta mucha atención". Tienes que ser aquí».

Elliot tomó su lápiz (hecho casi pedazos tras la huida), y uniéndolo entre sus dedos como pudo, encerró en un círculo «abre tus ojos sin miedo y presta mucha atención».

Las distintas anotaciones y marcas de lápiz en el párrafo le ayudaban a aclarar el panorama; ante sus ojos todo aquello era como una resonancia inconexa de ideas que susurraba una respuesta aún desconocida. Encontrar esa respuesta, escuchar ese susurro, unir esos puntos donde la idea oculta convergía le resultaba en un placer recóndito y escaso pero elevado, increíblemente satisfactorio; casi más que cualquier otra cosa que hubiera probado a sus inexpertos 14 años de edad.

Una vez más sintió un pinchazo ante aquella frase: "presta mucha atención". Era la pauta más clara del acertijo; tanto como una orden directa, cuyo claro propósito era la resolución, no la distracción. De eso ya se hacían cargo las frases enrevesadas y el verso confuso del espíritu. Así que cogió el lápiz hecho trizas y subrayó aquella frase dos veces, encerrada en el círculo. Pero aquello no fue todo, pues la anotación clave hecha anteriormente también sugería algo; allí estaba un punto de unión muy claro entre las dos ideas, pues una terminaba donde comenzaba la otra: «si abro mis ojos y presto mucha atención... hallaré la respuesta al acertijo y el momento en el que mi viaje comienza y termina al mismo tiempo».

Elliot alejó la mirada del cuaderno por un instante. Los minutos pasaban a sus anchas mientras devoraba mentalmente su acertijo y leía y releía una y otra vez sus anotaciones, explorando aquel mapa mental de ideas que fluía aceleradamente por su cabeza. A su alrededor, las enigmáticas mariposas transparentes le hacían candorosa compañía. Astra y Paerbeatus exploraban y jugaban cada uno a su manera con su entorno, mientras Lliyiha trabajaba en una extraña artesanía con sus manos que parecía más ebanistería que cualquier otra cosa. De vez en cuando, el hada escapaba una mirada curiosa en dirección de Elliot. Él la atrapó en más de una ocasión mientras lo hacía. Así pasaba el tiempo; las horas de la noche se preparaban para comenzar el vuelo hacia otro día, dándole un paso vibrante a los trazos coloridos de la mañana que con cada minuto se antojaban más por llegar.

Los ojos de Elliot estaban fijos en el horizonte cuando el primer rayo de sol iluminó el cielo; entonces no pudo hacer otra cosa más que pestañear. Fijó uno de sus ojos en una mariposa que estaba muy cerca de él, y a través de sus alas trasparentes continuó viendo el amanecer. A través de sus alas, el mundo se veía espectacular; era como un prisma que capturaba la esencia más pura de todos los colores, y entre la fugaz ilusión del aleteo, cada pequeña cosa que existía a través del reflejo parecía cobrar vuelo a su vez y volar, elevándose junto a ella. Aquella era la magia de esa única y extraordinaria mariposa. «Tráeme el amanecer del reino que divide todo a la mitad...», pensó Elliot de repente, mientras veía aquel primer rayo de luz atravesando sus alas. Una vez más revisó sus anotaciones, y trató de encontrar una respuesta...

«Tráeme el amanecer del reino dividido a la mitad... el que separa y une el mundo a la vez en caminos interminables, que nunca se hallan pero que son el mismo... abre tus ojos sin miedo y presta mucha atención. Así hallarás la respuesta al acertijo y el momento en el que tu viaje comienza y termina al mismo tiempo.

Y las líneas claves, a las que rápidamente añadió:

«Reino dividido a la mitad = horizonte; amanecer y momento = clave del acertijo; abrir los ojos y prestar atención = única forma de ver la respuesta; lugar donde todo comenzó y terminará = cima del monte Snaefell...».

Y dando un último vistazo con mucha atención a través de las alas de la mariposa, mientras veía cómo el sol brillaba cada vez más, notó cómo las alas transparentes del insecto se habían pintado con el color blanco y naranja del amanecer, como un horizonte que se dividía en dos. Fue entonces cuando, sorprendido y maravillado, vio la respuesta en un destello de claridad.

—¡Eureka! —exclamó—. ¡Lo tengo! O bueno... ¡estoy casi seguro que lo tengo, pero rápido, tenemos que ir andando ya, ya, ya!

—¡¿Qué, qué, qué?! —gritó Paerbeatus sobresaltado.

—¡Si he entendido bien el acertijo, necesito llegar a la cima del monte ya mismo, antes de que el amanecer se termine...!

—Dudo mucho que podamos lograrlo, Elliot —dijo Astra

Pero Lliyiha se acercó revoloteando rápidamente desde su lugar. Entre sonrisas y una mirada orgullosa, dijo algo que Elliot no pudo entender.

Ta fys aym Sniaul gys y vullagh. Eiyr orrym!

—¿Qué dijo? —preguntó Elliot curioso, mientras tomaba su mochila y se iba preparando para iniciar el ascenso hacia la cima.

—Que se conoce todo el camino. Nos llevará hasta arriba —respondió Astra tras una dulce sonrisa de agradecimiento.

─ ∞ ─

Cuando Elliot pensó que ya no lo iban a lograr, Astra gritó:

—¡Allí está la cascada, todavía estamos a tiempo!

Tal como había dicho Lliyiha, atravesando un sendero del cerro a través del bosque se llegaba a uno de los linderos del risco por el que Elliot había tenido que saltar la noche anterior. El objetivo había sido llegar cuanto antes a una escalera colgante escondida a uno de los costados del barranco; una que subía exactamente los mismos metros que Elliot había saltado y rodado durante su huida. Andando con prisa desde el campamento se acortaron unos cuantos minutos, y tras el paso a zancadas con el que habían andado, llegaron a tiempo para subir la escalera y aún ver la silueta del sol descubriéndose tras el horizonte.

Finalmente estaban en la cima. Bastó una mirada a su alrededor para confirmar sus sospechas con respecto al acertijo. «Cuántas mariposas...», pensó. Todas ellas tenían el mismo colorido mágico que les atribuía el destello del amanecer a sus alas. Después de atrapar una con cuidado entre sus manos, Elliot dio pasos apresurados hacia el monolito.

Lliyiha se acercó volando hasta donde se encontraba Elliot. Sus ojos anaranjados parecían más intensos ahora que el sol estaba saliendo. En los recuerdos de Elliot eran distintos a los del unicornio, que eran mucho más graves y profundos, casi oscuros, y a los de los lobos, que eran aún más brillantes y rojizos. Aquel detalle le pareció curioso. Era como si aunque todos tuvieran el mismo naranja, cada uno lo hacía a una forma y un matiz distinto, destacando las distintas naturalezas de sus espíritus como la de Lliyiha, que era dulce y cándida; los ojos que esperarías de un hada de los parajes del bosque de Mann...

Con una sonrisa cálida en su extraño rostro, Lliyiha extendió una de sus pequeñas manos en dirección a Elliot con intenciones de entregarle algo. él mantuvo a la mariposa en su mano izquierda, y extendiendo la derecha recibió el objeto de Lliyiha. Era como una pequeña piedra ovalada con una punta como la de una flecha, unida entre nudos a un hilo grueso y largo de un profundo color negro. Elliot había visto objetos similares a aquel en el libro de adivinación que había tomado de la biblioteca para estudiar el tarot y lo reconoció al instante.

—¿Un péndulo?

El hada respondió en su idioma. Una vez más fue Astra quien tradujo lo que decía.

—Dice que es un regalo para que nunca te olvides de los Vanninagh ni de la isla.

—Créeme que eso será muy difícil —dijo Elliot tratando de sonar más jocoso que sombrío—. Muchas gracias... por todo.

Lliyiha asintió con felicidad, y tras una última sonrisa de despedida entre el chico, los espíritus y el hada, con la mano colocada sobre la piedra del monolito y el deseo de volver a casa se completó el hechizo, y Elliot pudo volver a sentir cómo el agua helada de la cascada le calaba el cuerpo.

Elliot estaba empapado, pero al menos el contacto con la luz del sol ayudaba a aminorar el frío de la humedad.

—Has regresado —dijo Temperantia al verlo aparecer justo al lado del monolito.

—¡F-frí... frío! —exclamó él.

Temperantia, escuchando la voz entrecortada de Elliot, levantó una de sus manos e hizo una floritura que señalaba desde la punta de los pies de Elliot hasta la coronilla de su cabeza. Acto seguido, una ráfaga muy sutil y cálida de viento lo arropó y secó cada gota de agua que se escurría de su cuerpo. Tras un minuto, Elliot estaba tan seco como una prenda de ropa que cuelga en pleno verano.

—Gracias —dijo el chico recuperando el aliento—. Creo que descifré el acertijo.

Elliot estrechó su mano, que era fina y delicada, y le entregó la respuesta a su acertijo. La mariposa cruzó de una mano a la otra como si trazara el recorrido de un saludo o una caricia. Temperantia abrió su mano y la dejó cobrar vuelo a su alrededor. Ella, con sus alas pintadas de blanco y anaranjado, revoloteaba plácida y calmada alrededor de la mujer asiática de ojos morados.

—Es un ejemplar muy bonito, Elliot. Gracias. Tenía mucho tiempo queriendo escuchar esta melodía. El aleteo de sus alas es muy hermoso; hace que su voz vuele con mucha delicadeza. Es una lástima que no puedas oír su canción.

—La atrapé justo aquí mismo, en la cima del monte, pero del otro lado... ¿ése era el acertijo, no es así?

Temperantia apartó su mirada de la mariposa y la fijó en Elliot.

—Dime, ¿pudiste descubrir cómo se llama esta mariposa? ¿Cuál es el verdadero nombre que le fue otorgado por el universo al momento de su nacimiento?

—No... n-no lo sé —respondió Elliot un poco confundido ante aquella pregunta, casi temeroso de que esa fuera la verdadera respuesta del acertijo.

Temperantia sonrió con mucha sutileza.

—Es una lástima. Hubieses podido descubrir el extraordinario secreto de su nombre.

La mariposa se posó delicadamente sobre la mano de Temperantia, a la vez que ésta la preparaba para hacerle más cómodo el descenso.

—Por ahora, tan sólo regocíjate con saber que, siempre que seas paciente, el amanecer siempre hallará su camino de vuelta a ti. Parece que has entendido bien mis palabras. Felicidades, Elliot... has superado mi prueba. Como prueba de tu logro y por orden de mi hechizo, sólo a vos obedezco y mi poder os brindo...

Elliot sonrió. La fresca brisa de la cima del monte Snaefell lo arropaba con firmeza.

─ ∞ ─

Cuando Elliot entró aquella mañana al restaurante del señor Quirk el lugar estaba completamente vacío, en claro contraste con la tarde del día anterior. Al escuchar el repiqueteo de la campana de la entrada el señor Quirk se apresuró a dejar de leer su libro para darle la bienvenida a su primer cliente del día, pero cuando posó sus ojos en Elliot, el color abandonó su rostro y la preocupación turbó su semblante.

—¡Elliot, muchacho! ¡¿Pero qué diablos te pasó?! —exclamó alterado mientras salía corriendo de detrás del mostrador para socorrer al chico.

—No sé preocupe, señor Quirk, no es nada. Estoy bien, en serio —trató de calmarlo Elliot, pero el señor no halló calma en sus palabras.

—¡¿Bien?! ¿A esto llamas tú bien? —refutó indignado el hombre—. ¡Pero mira nada más como traes la ropa, toda sucia y rasgada! Y por el amor de Dios, ¡¿qué demonios pasó con tu zapato?!

—Sólo tuve un pequeño accidente en el monte Snaefell. Nada grave, en serio —dijo Elliot restándole importancia a aquello—. Lo que realmente importa es que encontramos a la prima de mi amigo —dijo al final sonriendo.

—¿Prima? ¡¿de qué estás —pero las palabras del hombre murieron en sus labios cuando sus ojos se percataron de la mujer que venía con el chico.

—Muchas gracias por cuidar mi carta, Brian —dijo Temperantia—. Ya es tiempo de que siga con mi camino.

El espíritu realizó una reverencia en dirección al hombre.

—Pero... ¿qué está sucediendo aquí? —preguntó Quirk casi con escepticismo.

—Es complicado, señor Quirk; mucho más complicado de lo que parece —respondió Elliot observando a Paerbeatus, Astra y Temperantia, quienes estaban de pie a su lado—. Tan sólo puedo decir que esta es una familia muy extraña y peculiar. Aunque al menos están en buenas manos...

Y tras decir aquello, Elliot ordenó en voz baja que los espíritus regresaran a sus cartas. Éstos desaparecieron súbitamente tras el típico esplendor violeta que permanecía en el aire cada vez que aparecían y desaparecían. Luego de un par de pasos atemorizados a su espalda, Brian Quirk no pudo dejar de tropezar con la barra de su restaurante, aún vacío de clientela por aquel momento. Elliot levantó las cartas, y mostró el dorso frontal de cada una de ellas al señor, quién, boquiabierto, ahora podía observar las figuras humanas de los dos espíritus, dibujadas con perfeccionismo y espléndida destreza, entre el paisaje y las columnas de mármol que delineaban los límites verticales de las cartas. Era como si nunca hubieran existido aquellas personas, por más que las hubiese viste justo frente a sus ojos; como si siempre hubiesen sido dibujos plasmados en aquellos extraños «artificios» que sostenía el muchacho entre sus manos. Quirk observó fijamente a Elliot, sin apartarle una mirada un tanto curiosa y anonadada.

—He visto cosas raras en mi vida, chico... pero nunca nada ni nadie tan raro como tú —dijo—. No negaré que tienes algo fascinante, sin embargo. Lo que acabas de hacer, es.... ¿magia... de verdad? ¿Acaso algo como esto puede ser posible?

—No lo sé —respondió Elliot—. Sé tanto como usted. Pero estas... personas... son mis amigos. Tan sólo quiero ayudarles a estar todos juntos una vez más.

—Ya veo —respondió Quirk.

Su mirada era pensativa y atenta aunque a la vez sensata y prudente, como si observara algo que nunca jamás se hubiera podido imaginar. Algo que, a pesar de ello, a pesar de ser irreal, estaba justo allí frente a sus ojos invitándolo a abrir su mente y descubrir algo completamente nuevo y fascinante.

—En ese caso —casi murmuraba—, no llegarás muy lejos sin esta carta...

Afirmó mientras descolgaba la carta de Temperantia, la cual ahora tenía la misma figura humana de aquella pacífica mujer asiática, y la retiraba de su enmarcado para entregársela a Elliot.

—Sólo... ¡cuídala! —exclamó—. No sé qué diantres está sucediendo, pero siempre estuve esperando el momento en que esa extraña mujer viniera a llevársela, y tal parece que ese momento llegó contigo, o algo por el estilo. Supongo que ahora es tuya entonces —dijo.

Quirk tenía un gesto de nostalgia y simpatía en su rostro.

—Y cuídate mucho tú también, muchacho. No sé qué te pasó anoche, pero sin importar qué haya sido, ¡no vuelvas a hacerlo, ¿entendido?! En cuanto a mí, pues, supongo que ahora toca procesar muchas cosas, ¿no? ¡Ya me diré luego yo que el mundo es un lugar mucho más pequeño y extraño de lo que ya me creía que era...!

Elliot sonrió ante aquellas palabras, y con gesto caballeroso, aceptó la carta de Temperantia de manos del señor Quirk.

En sus manos yacían erguidas las cartas de Paerbeatus, Astra y Temperantia, con el precioso reverso del uróboros dando hacia al señor Quirk, y los espíritus de las cartas en sus simbólicas posturas, justo frente a él; tres de las invaluables piezas del misterioso y extraordinario tarot que iba juntando. Ya era el legítimo dueño de tres de sus cartas.

─ ∞ ─

Aquel día el «Snaefell Summit Restaurante y Café» cerró de improvisto a muy tempranas horas de la mañana. Luego de haberle dado ropa limpia, un nuevo par de zapatos y haberlo hecho comer en contra de su voluntad, el señor Quirk insistió en llevar a Elliot personalmente hasta el aeropuerto de la isla. Por más que el chico insistió en que no era necesario, al final no le quedó otra opción más que aceptar la cortesía de aquel hombre.

—No negaré que voy a extrañarla, pero me quedo tranquilo de que mi tesoro vaya a estar en manos tan atentas como las tuyas, Elliot —dijo Quirk mientras le alborotaba el cabello—. Espero que algún día nos vuelvas a visitar.

Una hora más tarde, poco después del mediodía, Elliot estaba embarcado en un avión con destino a Rennes. El teléfono no dejó de sonar ni un instante durante todo el viaje. Finalmente Elliot, harto de la preocupación, terminó de apagarlo de una vez por todas. Cuando por fin llegó a Fougères el sol ya se había ocultado, pero gracias a su trato previo con el guardián de la reja, estaba tranquilo. Iba caminando cuando una silueta apareció frente a él, a unas pocas cuadras antes de llegar al puente de la entrada del castillo.

—El toque de queda y las reglas del instituto son sagradas, señor Arcana, y están allí para protegernos a todos.

Elliot reconoció la voz antes de que la silueta se asomara bajo la luz de la farola.

—¡Ma... madame Gertrude! —balbuceó incrédulo.

De alguna manera la mujer había estado esperándolo, o por lo menos, eso era lo que parecía. Era como si hubiera sabido que el chico llegaría más tarde de lo establecido. En unos pocos pasos que repiquetearon sobre los adoquines de piedra de la calle, la madame se colocó frente a frente con Elliot.

—Por fin se dignó a llegar, señor Arcana. Dos horas después del toque de queda, y con un estado tres del protocolo de seguridad interno del instituto —le recriminó la mujer—. ¡Debería darle vergüenza! Ahora sígame y no hable a menos que yo se lo permita.

Una alarma se dibujó en el rostro de Elliot al escuchar las palabras de madame Gertrude.

«Estado tres... ¿p-por qué?» pensó de inmediato, consciente de que algo muy grave debía haber pasado en el instituto durante su viaje a la isla de Man. «Ahora entiendo por qué el teléfono no dejaba de repicar...»

Elliot sabía que si en el instituto se activaba la fase tres del protocolo O.R.U.S lo primero que estaban obligados a hacer los profesores era llamar a los representantes para informar de la situación. Eso era lo que recordaba de cuando se había leído el reglamento del instituto el año pasado. Era algo que había ocurrido muy pocas veces a lo largo de la impecable trayectoria de la historia de Saint-Claire.

—¡No crea que se ha salido con la suya! Ya es muy tarde, y las normas son las normas —dijo la mujer con amargura mientras arrugaba los labios y la nariz en clara señal de molestia.

Elliot, asustado, le seguía los pasos. Sentía que por poco aquel fin de semana pasaría de ser el mejor al peor que había tenido en toda su vida.

—Madame yo... ¡s-siento mucho todo esto! —comenzó a balbucear Elliot—. Mi tía pidió permiso para que yo pudiera pasar el fin de semana con ella...

—Yo estoy muy consciente del permiso que solicitó la señorita Power, señor Arcana —respondió la profesora tajantemente—. Aun así no pude evitar notar la preocupación en su voz cuando hablé con ella esta mañana. Parece estar muy enfadada con usted —al decir aquello sus pequeños ojos marrones fulminaron a Elliot, quién no supo que contestar.

Cuando iban cruzando la entrada del castillo, Elliot echó un rápido vistazo hacia la garita donde estaba el nuevo vigilante, monsieur Kuba. Éste lo ignoró deliberadamente cuando se puso de pie y abría la puerta de acceso lateral para que la Madame y él pudieran entrar.

Merci beaucoup, monsieur —dijo la mujer mientras atravesaba el umbral de la puerta. El hombre le respondió con una ligera reverencia de la cabeza. Elliot notó su total ignorancia y continuó como si nada.

Una vez dentro de los terrenos del colegio, una silueta alta, ataviada de pies a cabeza con un uniforme oscuro, se acercó a ellos con rapidez.

—¿Está todo bien, Madame Gertrude? —preguntó la chica de piel blanca y ojos negros.

Era la misma que había interrogado a Elliot después de que este había salido de la prueba de Astra.

—Todo en orden, señorita Grimm, no se preocupe —dijo la mujer sin detenerse y sin siquiera dirigirle la mirada a la joven restauradora.

—Si quiere yo puedo escoltar al infractor hasta...

—No hace falta, señorita Grimm, pues el joven Arcana es más que sólo un infractor —respondió Gertrude tajantemente; Grimm entornó los ojos con desconcierto al escucharla—. Él es también un estudiante de esta prestigiosa institución que, lamentablemente, está atravesando una semana difícil. Como supervisora adjunta de su sección yo soy la más apropiada para escoltarlo hasta donde sea necesario.

—Como usted diga, Madame —respondió la chica tras hacer una ligera reverencia. Su mirada reflejaba contrariedad.

Elliot y la Madame Gertrude continuaron a paso veloz con su camino, dejando atrás a la restauradora entre las sombras al aire libre del Fort Ministèrielle.

—El recato, el decoro y la privacidad son valores que se han perdido hoy en día —dijo de pronto la Madame como si hablara consigo misma, pero igual en voz alta para que Elliot pudiera escucharla—. Los jóvenes de ahora no son conscientes de lo comprometida que está su privacidad con tanto aparato y tanta tecnología.

Esta vez madame Gertrude sí había volteado a ver a Elliot.

—¡A un clic de distancia! —dijo mirándolo a los ojos con autoridad—. ¡Un solo dedazo y toda su vida pasa a ser estudiada y monitoreada por cualquier aplicación que descarguen en sus teléfonos, y a ustedes parece no importarles! —la indignación era patente en la voz de la mujer.

—No... no creo estar entendiéndola, Madame —respondió Elliot con la duda y la confusión plasmada en el semblante.

La mujer suspiró. Había sido un gesto entre resignado y exasperado.

—Para ser un chico tan brillante, señor Arcana, es evidente que le hace falta mucho todavía para manejar a la perfección la competencia auditiva del lenguaje oral —dijo airada—. Oír no es lo mismo que escuchar, jovencito. Así como ver no es lo mismo que observar. Y mientras muchos pierden el tiempo viendo, hay otras personas que jamás dejan de observar. Sobre todo en tiempos de crisis...

Aquellas palabras hicieron que un escalofrío aterrador le surcara la columna a Elliot. De pronto creyó entender lo que le decía la mujer.

—¿Acaso me está diciendo que... nos están vigilando? —preguntó Elliot sin querer dar crédito a lo que estaba escuchando.

Pero no hubo ninguna respuesta de la mujer, mientras ésta se detenía y abría la puerta de entrada.

—Lo espero mañana después de clases en el despacho del profesor Rousseau para discutir su castigo. Buenas noches —fue todo lo que dijo.

Elliot quedó con un agrio sabor en la boca. El temor se apoderó con prisa de todo su cuerpo, partiendo desde su estómago y envenenándole la mente. Mientras caminaba en dirección a su cuarto no podía dejar de sentir ojos invisibles escondidos entre las sombras, acechando su camino.

Cuando por fin llegó a su habitación, confirmó lo que más se temía con la advertencia de Madame Gertrude. Todas sus cosas habían sido removidas, y la caja con el antiguo libro del Almería había desaparecido...

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