Capítulo 20: El grito de las gárgolas

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Fue tan de prisa que ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Una ventisca violenta lo empujó de espaldas sobre la arena pálida de la playa. Al caer los oídos le silbaban y lo único que podía ver era el cielo nublado de la costa de Hermanville-sur-Mer. Cuando retornó su mirada hacia la playa el hombre de la costa había desaparecido sin dejar rastro y Temperantia parecía forcejear con el vacío frente a ella. Su rostro se mantenía prudente, pero era evidente que algo le estaba suponiendo un enorme esfuerzo.

Su cuerpo estaba a la defensiva; de una de sus manos salía una fuerte ventisca de viento que tomaba la forma de una polvareda, mientras que la otra permanecía a la expectativa en forma de golpe de karate, lista para cualquier intrusión por parte del enemigo desconocido. Su cabello se sacudía violentamente a causa del hechizo que provenía de su mano y batía con fuerza la soltura de su quimono. Elliot se preguntó asustado qué clase de criatura podría ser aquella que había causado tanto alboroto. «Nada peor que los lobos salvajes del otro mundo...», pensó.

—Elliot, deberías huir cuanto antes —exclamó Temperantia tratando de imprimir una calma forzada en sus palabras.

Caminando a contrafuerza de la ventisca y el polvo estaba el demonio. Su ira se desató furiosa y salvaje en el momento en que Temperantia, reaccionando justo a tiempo, realizó un hechizo para lanzarlo por los aires lo más lejos posible de Elliot; si se hubiera tardado otro segundo, el demonio lo habría asesinado.

—Si te quedas aquí, probablemente morirás —volvió a decir la mujer con prisa.

Elliot seguía sin entender el panorama. La imagen de aquel hombre con ojos negros serenos y palabras extrañas lo habían aturdido. «...pudo ver a Astra y los espíritus...», el pensamiento fue instantáneo. El instinto le decía a Elliot que él no había sido el espíritu que andaba buscando, y sin embargo, no dudaba de su posible relación con la carta que Paerbeatus sintió hacía tres días y que los había llevado hasta las playas de Normandía. Bruscamente Paerbeatus lo haló por la ropa, apremiándolo para que se pusiera en pie.

—¡¡Rápido cachorro!! ¡Levántate rápido, tenemos que irnos de aquí!

Las manos le temblaban con nerviosismo y no dejaba de voltear sin cesar a ver algo invisible al otro lado del vendaval de Temperantia.

—¡POR FAVOR ELLIOT, ESCÚCHAME DE UNA BUENA VEZ! —gritó Astra en su rostro con desesperación.

La imagen era impresionante: Temperantia de pie con su delicada figura mientras una fuerte presión de aire brotaba de la palma de sus manos extendidas hacia el largo de la costa.

—Elliot... ES AHORA O NUNCA —dijo Temperantia una última vez, imprimiendo toda la gravedad de su advertencia entre la solemnidad y el agotamiento.

Finalmente, tras aquella última advertencia, las piernas de Elliot reaccionaron ante el peligro inminente a su alrededor. Un peligro que, aunque invisible, se encontraba a tan sólo unos pocos pasos de él, frente a una barrera cada vez más menguada.

—¡Hasta que por fin escuchas! —exclamó Astra entre asustada y aliviada.

Rápidamente Elliot echó a correr de regreso por donde había entrado a la playa en dirección al boulevard. Con un par de potentes zancadas logró salvar la distancia entre él y la hilera de casas de arquitectura colonial que se enfrentaban al imponente horizonte marítimo del pueblo.

Con una última mirada al frágil cuerpo de Temperantia, mientras su cabello negro era alborotado por la ventisca, Elliot se alejó calle abajo, distanciándose del Canal de la Mancha con cada zancada que daba.

─ ∞ ─

Otra vez estaba corriendo por su vida. Automáticamente el fogonazo de un recuerdo le quemó la mente y unos ojos naranjas, salvajes y violentos, lo volvieron a perseguir a través del bosque oscuro del otro mundo. A sus espaldas Elliot podía escuchar el rugido del viento y no necesitaba girarse para entender lo que pasaba. De alguna manera, Temperantia estaba usando su habilidad para mantener a raya la amenaza invisible.

—¡No te detengas cachorro, sigue corriendo! —le decía Paerbeatus a su lado mientras el miedo bailaba con descaro en sus ojos morados.

—¡Pero no podemos dejarla atrás! —gritó Elliot.

—¡Sólo corre, mientras tengas su carta contigo ella va a estar bien! —exclamó Astra con nerviosismo.

Elliot corría con velocidad entre las calles de Hermanville-sur-Mer pensando en cómo escapar del pueblo lo más rápido posible. No veía casi nada de lo que sucedía con Temperantia, pero por lo poco que observaba de reojo cada vez que cruzaba por una de las calles, ella iba retrocediendo de espaldas y dando brincos, a la vez que conjuraba ventiscas desde sus manos y se colocaba siempre un paso detrás de algo.

Con un par de pasos y andados, una idea le iluminó la mente. «La bici tirada», recordó. Allí, frente a la heladería del pueblo, apoyada contra la cerca de una de las casas de la esquina estaba la misma bicicleta oxidada que había visto al llegar hacía unos quince minutos atrás.

Elliot corrió en dirección a la bicicleta y sin siquiera inspeccionarla, como si estuviera acostumbrado a hacerlo de toda la vida, se montó sobre el aparato y lo enfiló sobre la calle principal que conducía en dirección de salida de la rue de Senlis. La bicicleta todavía rodaba a pesar de la cadena oxidada y la ausencia de frenos.

—Elliot, sigue adelante. Yo seguiré frenándolo —dijo Temperantia alzando la voz para que Elliot pudiera escucharla. Estaban como a unos trescientos metros de distancia.

Cuando el chico giró la cabeza le pareció ver cómo ella tenía los ojos cerrados con firmeza, como si se preparara para algo a punto de suceder, aun con sus manos armando el escudo de aire que mantenía a raya a su perseguidor. Súbitamente, una presión violenta haló el cuerpo del espíritu hacia Elliot, a la vez que sentía él mismo un tirón mucho más ligero en el bolsillo de su pantalón, donde llevaba las cartas del Tarot. «La cadena que aferra a los espíritus», pensó inevitablemente al ver cómo Temperantia era arrastrada como un vehículo remolcado hacia él, a la vez que mantenía aún la postura defensiva de su cuerpo y parecía luchar ahora contra dos sensaciones: el peligro de su enemigo, y la presión que hacía Elliot al rodar en la bicicleta.

Un pensamiento de congoja se asomó en su mente y le hizo sentir pena. Era la primera vez que veía y sentía la manifestación de aquella fuerza opresora que subyugaba a los espíritus ante su control.

─ ∞ ─

Crik, crik, krank. Crik, crik, krank.

Luego de haber pedaleado por veinte minutos a toda la potencia que daban sus piernas, la cadena oxidada de la vieja bicicleta se rompió y las ruedas dejaron de recibir el impulso necesario para mover el aparato. Tras haber dejado atrás al demonio en algún punto de la carrera, la tensa calma de la incertidumbre permanecía.

Elliot dejó tirado el cacharro metálico en el basurero de un pequeño pueblo a las afueras de Hermanville-sur-Mer al que había llegado agotado y bañado en sudor, pero aliviado de haber dejado el peligro atrás, por lo menos de momento. Temperantia insistía en que su perseguidor aún los estaba persiguiendo. Sólo tenían unos cuantos minutos de ventaja y si no se apresuraban, iban a estar en problemas nuevamente. Los espíritus se veían cansados y asustados; especialmente Astra. Temperantia resoplaba tratando de imprimir forzosamente la calma en su postura.

—Debemos tener cuidado —dijo a Elliot y los demás—. Esta batalla no será sencilla. El enemigo es un ser muy poderoso, y nosotros no contamos con la totalidad de nuestro poder en este momento. Si quieres sobrevivir, Elliot... deberás escuchar con atención cada sugerencia que te demos y procurar estar lo más lejos posible de mí. Todavía tengo algo de fuerza para suprimirlo, pero no será así por mucho tiempo. Después de esto necesitaré algo de tiempo para restaurar mis energías.

Elliot no pudo evitar hacer la pregunta.

—¿Qué es esa cosa que me persigue?

—¿De verdad quieres saberlo? —respondió Temperantia, no sin antes ser interrumpida por Astra quién le suplicaba que no asustara más a Elliot.

Paerbeatus se mordía las uñas del miedo, temblando ansioso ante la espera de la respuesta. Elliot afirmó positivamente con la cabeza, a lo que Temperantia reveló la identidad de su perseguidor.

«Es un demonio...», y aquellas palabras resonaron en la mente de Elliot como un eco estruendoso. El miedo le empezó a recorrer violentamente por las venas acelerándole el pulso.

—Elliot, no debes tener miedo. Trata de mantener la compostura. Todavía no estamos a salvo —dijo Temperantia con severidad.

Paerbeatus escondió la cabeza en su sobretodo y Astra entornó la mirada buscando una solución. Tras pensar tan rápido como pudo, una idea surgió.

—Creo que sé que podemos hacer —dijo tratando de sonar esperanzadora—. Pero después de hacer esto quedaré muy débil y no tendré energía suficiente para estar fuera de mi carta.

—¿A qué te refieres? —preguntó Elliot confundido.

Temperantia se apresuró a responder en nombre de Astra para no perder mucho tiempo.

—Nuestro poder no es ilimitado, Elliot. Mientras más nos usas, más nos desgastamos. Cuando estamos guardados en nuestras cartas nos recuperamos poco a poco, pero es un proceso muy lento, que puede tomar días e incluso semanas; especialmente porque tú no tienes magia para canalizar nuestra energía y ayudarnos a serte más útiles, lo que significa que nos tenemos que esforzar al máximo para poder servirte...

Escuchar aquello irritó a Elliot, pero no porque los espíritus se estuvieran menguando en sus capacidades para realizar sus funciones, sino porque Elliot detestaba el tener que verlos como objetos sin vida cuyas únicas funciones eran ser una herramienta para su dueño. Si algo le había quedado claro a Elliot en las últimas semanas es que todo el riesgo que implicaba la aventura de encontrar las cartas valía la pena únicamente porque se trataba de ayudar a sus nuevos amigos, quienes eran únicos y especiales en una manera extraordinaria.

—No hables así, Temperantia... por favor —dijo—. No tienes que hablar como si no tuvieras sentimientos...

Los tres espíritus voltearon a ver a Elliot sorprendidos. Astra y Paerbeatus no pudieron evitar conmoverse y preocuparse a la vez al ver dos lágrimas corriendo por sus mejillas.

—¡Cachorro, no llores, no tienes que tener miedo! ¡Nosotros te vamos a proteger!

Elliot lanzó un resoplo ansioso y melancólico.

—Yo no quiero que ustedes me protejan. No quiero que sean mis guardianes o mis herramientas... ni que tengan que permanecer encerrados en un pedazo de papel antiguo. Tan sólo quiero que sean libres y que puedan ser ustedes mismos, y si lo quieren, que podamos ser amigos también...

Los espíritus no sabían qué responder. Para los tres era la primera vez que un dueño decía algo semejante.

—Tenemos que seguir con vida todos, ¿entienden? Cuidando mutuamente los unos de los otros. ¿No les parece que ese es un mejor acuerdo? Yo no quiero verlos así, por favor... no me obliguen a aceptar una lógica errada que no toma en cuenta los sentimientos de aquellos a quienes aprecio.

Tras un instante de exaltación, Astra y Paerbeatus corrieron a abrazar a Elliot. Lágrimas nostálgicas corrían del rostro de cada uno de ellos... a excepción de Temperantia.

—Quisiera tener tiempo para poder entender mejor tus palabras, Elliot —dijo con su mirada fija en el cielo—. Pero ahora la prioridad es seguir con vida.

Una de sus manos se levantó y se acopló con gracia al paso de una ligera brisa que venía del este.

—Tú eres mi maestro, mi amo... el humano al que he jurado lealtad ya que has demostrado que eres digno de ella. Mi ser es tuyo, pues obedecerte es la única razón de mi existencia. Si no puedo entenderte, quisiera que tú pudieras entenderme a mí; quizás así podrías ver que no necesito ser tu amigo para amarte, pues mi devoción no viene de las experiencias que vivamos juntos, sino de la entrega que corresponde a lo que significas para mí...

Esta vez fue Elliot quien no supo que decir. Con la palma de sus manos se limpió una de las lágrimas que terminaba de brotar de sus ojos.

—Sólo te pido que no te preocupes sólo por mí —dijo al final.

—Es lo mismo que te pido yo a ti —respondió Temperantia.

Tras un complicado y afectuoso cruce de miradas entre ambos, Temperantia habló una vez más.

—Por favor, Elliot, continuemos con el camino. Ya hemos perdido mucho tiempo aquí. Tu perseguidor podría aparecer en cualquier momento.

—Tiene razón, Elliot —añadió Astra—. ¡Yo sólo espero que mi plan funcione! Así que, por favor, confía en mí. Tras hacer esto tendré que regresar a mi carta, pero no te preocupes, no será nada tan grave. ¡Por favor, pase lo que pase, no pierdas la esperanza! Todo va a salir bien.

—Lo sé, Astra. Cuando tú lo dices... sé que así será. Confiaré en ti.

Súbitamente el espasmo de un llanto resonó con fuerza desde la cara triste de Paerbeatus.

—¡Elliot, YO SÓLO QUIERO QUE SEPAS QUE ERES EL MEJOR DUEÑO QUE NUNCA HABÍA TENIDO ANTES!

Y tras decir aquello, hundió su cabeza en el suéter de Elliot y lo empapó con enormes lagrimones que salían eufóricos desde sus ojos morados.

—¡Ya, ya está bien Parby! —dijo Elliot acariciándole la cabeza.

Astra cerró sus ojos y levantó una de sus manos hacia el cielo, con el dedo índice estirado hacia arriba. Verla así en esa pose era casi como ver a Janis Joplin en plena coreografía de concierto con micrófono en mano. Una neblina morada brotó de la punta de su dedo y de sus poros sutilmente. Así fue bajando poco a poco la mano estirada hasta que la apuntó en una dirección hacia el sureste. Un rastro morado y luminoso salió disparado hacia adelante y marcó un camino que se dibujaba en el suelo, como migajas de un cuento infantil del pasado...

—Funcionó —dijo Astra sonriente justo antes de empezar a desvanecerse en su bruma morada—. Este rastro te llevará justo hasta donde lo necesitas. Ni un instante más, ni un instante menos.

—¡Astra, muchas... m-muchas gracias!

—¡Lo lograrán, todos ustedes! ¡Préstenle atención a las esquinas...!

Con aquellas palabras, Astra se despidió. Su dibujo había aparecido una vez más en el anverso de su carta del Tarot. La marca en el suelo brillaba con claridad, y en ocasiones se vislumbraba incluso más blanca que morada. Aquel era el trazo de los pasos que Elliot aún no había dado de su destino, lo que marcaba inevitablemente el camino a recorrer para seguir con vida.

─ ∞ ─

Luego de unos treinta minutos de viaje a través de carreteras rurales y campos de maíz y trigo, Elliot estaba entrando en la ciudad de Caen.

«Desde aquí podré llegar a Fougères sin problemas», pensó mientras el autobús se enfilaba camino a la ciudad. En esas cosas estaba pensando Elliot cuando escuchó la voz de Temperantia.

—Elliot, cuando el vidrio se rompa, lo mejor será que salgas de aquí. Aléjate lo más que puedas de éste sitio. Yo trataré de hacerte algo más de tiempo —dijo sin dejar de mover los dedos en el aire.

—¿Qué quieres decir con...? —pero la pregunta murió en sus labios.

En una violenta explosión y luego de un golpe que agitó nuevamente el metal del autobús, el parabrisas trasero estalló en una lluvia de vidrio y con un sonido violento. Era como si una bomba hubiera estallado en la parte de atrás del autobús.

La gente gritó y se cubrieron las cabezas mientras algunos se ponían a llorar, temerosos de estar siendo víctimas de un atentado terrorista. Pero los vidrios nunca llegaron a caer dentro del autobús. Como si de una contra-explosión se tratara, o como si la ventana de un avión en pleno vuelo se hubiera quebrado despresurizando aquel espacio cerrado, una potente corriente de aire bombeó los vidrios hacia fuera mientras una fuerte ráfaga de viento era expulsada del interior de la cabina del autobús con violencia.

Temperantia cayó de rodillas al suelo, mientras jadeaba fatigada y veía cómo el cuerpo delgado y lleno de tatuajes del demonio salía disparado por los aires hasta chocar contra el parabrisas de un auto que venía por la carretera. Elliot, que había vuelto a caer al piso, se puso de pie como pudo y se fue a asomar por el parabrisas roto, mientras la gente le gritaba que no se moviera.

Cuando se asomó por el hueco donde hace segundos había habido un grueso vidrio, vio el momento justo en el que el hombre del otro vehículo se había quedado rígido de pronto, y unos segundos después asomaba desesperadamente la cabeza por la ventana de su auto mientras vomitaba un puñado de sangre. Fue entonces cuando los vio. Eran un par de ojos rojos que brillaban con locura a través de unas oscuras y ennegrecidas cuencas. Elliot supo de inmediato que aquellos ojos eran mil veces más peligrosos y mortales que los de los lobos salvajes con los que se había topado en la isla de Man.

—¡Cachorro, tenemos que irnos! ¡Rápido, sígueme!

Esta vez fue Paerbeatus quien le habló, y saliendo de su estupor inicial, Elliot lo siguió mientras saltaba por encima de los asustados pasajeros. Con un rápido movimiento, Elliot apretó un botón rojo sobre el tablero del autobús y la puerta se abrió mientras el chofer protestaba entre confundido y aterrado. Pero Elliot no le hizo caso y de un solo brinco cayó de rodillas sobre el asfalto de la calle para luego ponerse en pie y salir corriendo en dirección al corazón de la ciudad.

Iba agitado entre la multitud de gente que había en las calles de la ciudad de Caen. Muchos fueron los rostros que se giraron a verlo con desdén y reproche cuando Elliot los tropezaba sin querer al pasar a su lado, o cuando sin querer los empujaba para adelantarlos. Las calles de Caen eran amplias, con un flujo considerable de vehículos, y bastante más llenas de gente en comparación con las otras dos. Frente a él, Elliot podía ver a Paerbeatus corriendo sin despegar los ojos del suelo, siguiendo el rastro luminoso que Astra les había dejado.

A diferencia de la última huida Elliot sentía que las piernas le respondían un poco mejor. Aunque los músculos ya le habían comenzado a arder, había aprendido a manejar su respiración casi de manera instintiva, con lo que había logrado sacarle un mayor provecho a su escasa forma física. Quizás la semana de trabajo pesado en el jardín, en el que tenía que estar agachándose y levantando peso constantemente hubieran jugado a su favor después de todo. «Si hicieras más ejercicio y pasaras menos tiempo en la biblioteca tal vez no serías tan enclenque», lo aguijoneó en su mente la voz de Jean Pierre. No pudo evitar pensar que tal vez su amigo tenía algo de razón. Si el correr por su vida iba a convertirse en su nueva normalidad, tal vez le convendría tomar cartas en el asunto.

—¡Apresúrense a llegar adonde vamos! —exclamó Temperantia desde atrás.

Entre los edificios de la ciudad Elliot pudo ver el Château de Caen. Justo en ese momento estaban tomando un cruce que los conduciría de lleno a la rue de Geôle, según lo que se podía leer en las indicaciones viales que cubrían el camino del rastro de Astra. Quizás por la adrenalina repentina que le inundó el cuerpo o por haber intentado girarse mientras corría, Elliot se tropezó con sus propios pies y cayó directo contra el suelo. Lo siguiente que sintió fue el golpe contra el cemento duro de la acera mientras la gente se apartaba de él sobresaltada.

Temperantia, retomando el aliento y desesperada por contener la furia del demonio sobre Elliot, conjuró una nueva ventisca en su dirección al otro extremo de la calle por la que acababan de entrar. El viento salvaje sorprendió aún más a los transeúntes incautos quienes, sin saber lo que pasaba, gritaban y se aferraban a sus pertenencias mientras se cubrían los ojos. Con cada golpe de viento que le daba Temperantia, el demonio perdía el equilibrio y hacía fuerza para mantenerse de pie, lo que lo ralentizaba y le ganaba más tiempo a Elliot para escapar.

Sin embargo, la caída había dejado a Elliot aturdido y lastimado. Las manos le dolían, y las palmas le sangraban escandalosamente. El rastro de luz que había estado siguiendo estaba a punto de terminarse. A tan sólo un buen par de pasos apareció la figura de la iglesia de Saint-Pierre. Elliot, desde el suelo, pataleó tan rápido como pudo para acercarse lo más posible del rastro, el cuál era curiosamente interrumpido a unos pocos metros de la fachada de la iglesia. En un momento de descuido de Temperantia, el demonio se precipitó sobre ella y la golpeó con fuerza en el rostro, tumbándola hacia un lado.

—¡AAHHH! —gritó Paerbeatus con pánico al ver cómo Temperantia caía hacia un lado, cansada y debilitada.

Cuando Elliot llegó hasta el final del rastro, no supo qué más hacer a continuación. Apenas subió la mirada notó que Temperantia estaba en el suelo, tratando de acomodarse para seguir luchando.

—¡Vamos a morir, vamos a morir! —chillaba Paerbeatus asustado, poniendo a Elliot aún mucho más nervioso.

El demonio venía dando pasos lentos hacia Elliot, pero él no podía verlo. Desesperadamente volteaba en todas direcciones; sus manos sangraban justo al lado de sus piernas, mientras su cuerpo permanecía sentado en el suelo, en la marca final del camino hecho por Astra. «¡Demonios, Astra, Temperantia... ¿q-qué... debo hacer?!»

—Mientras hiedas a ramera no podrás escapar de mi —dijo el demonio mientras terminaba de acercarse hacia Elliot—. No eres más que número insignificante que existe sólo para morir entre mis dedos...

Debilitada y a unos cuantos metros del demonio, Temperantia levantó la cabeza buscando una solución. Cuando vislumbró el panorama a su alrededor, entendió las últimas palabras de Astra y el recorrido final de su rastro. Tan rápido como pudo, se puso en pie y lanzó un último hechizo de viento hacia su enemigo, pero esta vez con la intención de empujarlo hacia adelante.

—¡Elliot, NO TE MUEVAS! —gritó.

Una vez más el demonio hizo fuerza para mantenerse en pie y aceleró sus pasos hacia Elliot con la intención de terminar de matarlo de una vez por todas. Pero apenas el viento lo empujó y él se acercó aún más hacia Elliot, un horrible chillido le taladró la cabeza y lo hizo caer de rodillas contra el suelo.

El demonio no dejaba de agarrarse la cabeza con dolor.

—¡Rápido, Elliot, ya estás a salvo! ¡Entra a la iglesia! —le urgió Temperantia con todas sus fuerzas.

Las gárgolas del recinto chillaban y aullaban en dirección al demonio. La figura demoníaca se retorcía del dolor ante el escándalo de aquellos animales de piedra y ojos dorados. Aunque inmóviles en sus pedestales, habían despertado de su largo sueño para proteger la iglesia que les había sido confiada hace mucho tiempo atrás.

─ ∞ ─

Justo al frente se erigía con imponencia la iglesia de Saint-Pierre. Un sin fin de gárgolas de piedra que rodeaban todo el perímetro de aquel santo lugar silbaban, aullaban y chillaban ante los sordos oídos de la multitud que caminaba en la calle, de los feligreses devotos que de rodillas en el altar rogaban por el favor del Dios crucificado, y de Elliot, aturdido y golpeado, quien ya comenzaba a sentir los estragos de la carrera y de los golpes en su cuerpo. Tenía las manos frías y sucias mientras la sangre coagulada se volvía marrón y el escozor de las heridas se volvía cada vez más molesto. Estaba temblando inevitablemente de pies a cabeza a la vez que respiraba con dificultad. Cada bocanada de aire le arrancaba un silbido lastimero y espontaneo de los labios. Sin prestar mucha atención a lo que hacía, caminó hasta uno de los amplios y solitarios bancos de madera que se encontraban más alejados del angosto altar central y se dejó caer pesadamente en él, con la cabeza estirada hacia el cielo abovedado de la iglesia.

—Aquí estaremos a salvo, sólo tenemos que esperar que el demonio se vaya —dijo Temperantia que podía escuchar con claridad el estrepito de las gárgolas—. Lamento mucho no haber podido defenderte como es debido, Elliot.

Elliot se giró a verla antes de abrir los ojos y negó con la cabeza mientras su mirada se encontraba con la de la mujer. Como pudo le dedicó una sonrisa. Estaba aliviado de haberse salvado milagrosamente, y eso era lo único que le importaba. Tras aquello, le dio un corto y afectuoso abrazo que la dejó confundida.

—Chico, disculpa que te lo diga, pero apestas —dijo de pronto la profunda voz de un hombre a espaldas de Elliot—.

—¿Cómo? —preguntó Elliot confundido.

—Como sea, pareciera que fue hace muchísimo tiempo atrás que escuché el dulce cantar de las gárgolas. Pensé que nunca más sería testigo de algo tan hermoso y celestial antes de morir. Pero parece que la vida está llena de regalos, y supongo que lo más apropiado sea agradecerte a ti por este, ¿no es así?

Cuando Elliot se acomodó en su asiento y se giró para ver quien le hablaba, la figura de un hombre vestido con sotana blanca y habito negro, de aspecto bastante anciano y encorvado, lo veía sin pestañear con una sonrisa trémula en sus arrugados labios.

—Lo siento, yo no...

—No puedes escuchar el canto de las gárgolas —dijo el hombre en una suave afirmación que no dejaba lugar a las interrogantes—. Lo sé. No mucha gente puede hacerlo realmente me supongo, por lo menos no en estos tiempos tan modernos.

La sonrisa del anciano fue cálida y conciliadora.

—¿Te importa si me siento a tu lado un momento? —preguntó el sacerdote mientras señalaba el asiento contiguo a Elliot.

—Me retiro por ahora, Elliot, necesito descansar —dijo Temperantia con voz agotada—. Por favor, no bajes la guardia...

Inmediatamente se evaporó en el aire.

—El abuelito parece divertido —sentenció Paerbeatus, mientras Elliot se hacía a un lado para que el padre pudiera sentarse.

—Tal parece que no has tenido un día fácil —dijo el hombre con tranquilidad.

Estaba examinando a Elliot con sus desvanecidos ojos luego de colocarse unos delicados anteojos de montura dorada.

—Supongo que nuestro violento invitado de allá afuera no fue muy benevolente contigo. No te preocupes, por más que lo intente, jamás podrá cruzar las puertas sagradas de la casa de Dios.

Muy sorprendido por las palabras del anciano, Elliot no pudo evitar abrir los ojos con incredulidad.

—¿Acaso... acaso usted... puede verlo? —el dolor en la garganta casi le impidió terminar de hacer la pregunta.

—Por supuesto que puedo verlo —dijo el anciano mientras rebuscaba en uno de los bolsillos de su pantalón hasta que encontró lo que buscaba. Un alargado cilindro de colores fríos del cual sacó un par de pastillas blancas que le entregó a Elliot—. Ten, son de menta y te ayudarán a refrescar un poco la garganta.

Elliot se metió los dos caramelos a la boca y cuando los masticó, el efecto refrescante de la menta fue un sedante mágico para su garganta reseca.

—Como te decía —continuó diciendo el anciano—, claro que puedo ver a la pobre criatura, tan claro como te veo a ti o cualquiera de las personas que están acá.

La imagen de Delmy se hizo presente en su cabeza de inmediato. Elliot siempre había creído que la chica sólo era excéntrica y ya, pero el hecho de que no se hubiera sorprendido al ver a los espíritus de las cartas y que de alguna manera supiera dónde estaría Elliot durante la prueba de Astra le habían confirmado que Delmy no era solo excéntrica, sino verdaderamente especial.

—Supongo que tiene sentido —convino Elliot al final.

—Pero, aún con estos ojos —dijo de pronto el anciano subiendo la mirada, como si hubiera podido sentir a Paerbeatus flotando sobre él—. Estoy seguro de que aún no he visto ni la cuarta parte de todos los misterios del Señor en este mundo basto...

Sin previo aviso, el anciano se puso de pie, y se giró a ver a Elliot con su sonrisa más sincera.

—Siento mucho no poder ayudarte con tus heridas, muchacho —dijo el sacerdote mientras observaba las palmas ensangrentadas y mugrientas de Elliot—. Pero si gustas, puedo mostrarte cómo salir de esta vieja iglesia sin que nuestro visitante se dé cuenta.

Elliot se puso en pie y siguió al hombre. El anciano guio a Elliot por una de las cámaras laterales de la iglesia junto a la pared del campanario, a lo largo de una serie de altares y de revisteros en donde reposaban un sin fin de panfletos religiosos y afiches de la iglesia. Cuando llegaron al final de la bóveda, justo por detrás del altar, el cura sacó un manojo de llaves de su bolsillo y abrió una pequeña puerta que permanecía cerrada al final de la pared.

—Si sigues recto por aquella calle —dijo señalando una estrecha calle diagonal a la iglesia—, deberías poder encontrar sin problema una clínica. Si dices que vas de parte del padre Dominique estoy seguro de que te atenderán sin hacer muchas preguntas.

—¿Y quién es el padre Dominique? —preguntó Elliot desconcertado.

—Pues yo, por supuesto —contestó el anciano mientras sonreía con amabilidad.

Elliot le devolvió la sonrisa con gratitud.

—Muchas gracias, padre.

—Ve con Dios, hijo mío...

Y mientras veía cómo Elliot se alejaba corriendo calle abajo, lo envolvió una última vez con la señal de la cruz. Aunque Elliot tenía forma de saberlo, ese último gesto del sacerdote acababa de salvarle la vida.

─ ∞ ─

Elliot corrió nuevamente apremiado por el hecho de estar indefenso en la intemperie de la calle sin saber si aquel demonio le seguía aun los pasos. Presa inerte de la angustia y de manera imprudente se giró para mirar la iglesia que dejaba a sus espaldas. Pero, al haberse girado, no vio cuando la luz roja del semáforo que impedía que los carros circularan cambio rápidamente a verde. Sin darse cuenta Elliot chocó contra el duro metal de una imponente camioneta oscura, que se detuvo de golpe ante la embestida del chico.

El golpe automáticamente impulsó a Elliot hacia atrás, haciendo que cayera de espaldas contra el piso duro de la calle. De inmediato, la puerta del piloto y la puerta del pasajero que iba atrás se abrieron de golpe. Elliot sólo vio cuando dos hombres vestidos elegantemente de traje se apearon del vehículo con apremio y corrieron hasta él. De pronto, unas ágiles manos lo estaban examinando con preocupación.

—¡Elliot, por el amor de Dios, ¿estás bien?! —preguntó con rapidez el recién llegado.

Al escuchar su nombre se sorprendió. Dirigiendo sus ojos hacia el desconocido trató de ver de quién se trataba. Luego de un pestañeo rápido pudo reconocer el rostro y los ojos azules que esperaban por una respuesta de su parte, evidentemente alterado.

—¿N-noah...? —preguntó Elliot sorprendido—. ¿Eres tú?

La pregunta fue tonta e hizo que Noah sonriera con sus blancos dientes aliviado.

—Espero que el golpe no haya sido tan grave, o sino la demanda me saldrá más cara —bromeó con soltura—. Por cierto, el punto de pedirle el número a alguien es mantener el contacto, ¿sabes?

Elliot recordó los mensajes de WhatsApp que Noah le había enviado el otro día y que él había ignorado y se sintió apenado por aquello.

—¡Cierto! Noah, yo lo si...

Tranqui, no pasa nada —le interrumpió Noah sonriente—. Henos aquí, ¿no es así? ¿Puedes ponerte en pie? —le preguntó al final mientras se ponía él mismo en pie y le tendía una mano para ayudarlo.

Elliot la tomó y cuando Noah lo apretó un fuerte escozor lo hizo protestar. Noah se dio cuenta y le revisó las palmas. Su rostro se horrorizó al ver las heridas en la piel.

—¡¿Pero qué demonios te pasó en las manos, Elliot?! —preguntó escandalizado ante la sangre marrón—. ¡Esto tiene que revisártelo un médico cuánto antes!

Sin esperar una contestación por parte de Elliot, Noah lo guio hasta el interior de su lujosa Rolls Royce mientras le indicaba a su chofer lo que tenía que hacer.

—¡Al hospital más cercano Jack, rápido! —ordenó mientras cerraba la puerta detrás de él.

—Como usted diga, señor —contestó el hombre en una voz casi ausente que a Elliot le pareció más aburrida que servicial.

Y mientras el potente motor del vehículo se ponía en marcha, Elliot se sintió nuevamente seguro. Tras un largo suspiro, le pareció como si un peso enorme se hubiera desvanecido de su cuerpo.

─ ∞ ─

El olor corrosivo y sintético del alcohol todavía le cosquilleaba en la nariz. Elliot se había vuelto a subir a la camioneta de Noah Silver y ésta comenzaba a alejarse del Centro Hospitalario Universitario de Caen, al que Noah lo había llevado para que atendieran sus heridas. Sin hacer muchas preguntas, Noah dejó a Elliot en manos de los médicos y de su chofer mientras él se quedaba en la recepción. Por más que Elliot había intentado convencerlo de que estaba bien y de que no necesitaba atención médica, Noah no dio su brazo a torcer. Y cuando trató de poner como excusa la barrera del dinero, Noah simplemente se había limitado a sonreírle con un aire amistoso de suficiencia.

—¿Elliot, Realmente crees que el dinero supone algún inconveniente para mí? —dijo en un aire fraternal, como el que usaría un hermano mayor con su hermano pequeño—. No te preocupes por nada, tú sólo deja que los médicos te examinen y digan que todo está bien. Así me quedaré más tranquilo.

Le habían limpiado bien las heridas, quizás algo más brusco de lo que le hubiera gustado, y le tomaron dos puntos en la barbilla bajo la atenta mirada de Jack, el mayordomo y chofer de Noah, quien parecía estar muy atento a cada movimiento que el personal médico hacía. Tras quedar vendado y atendido, la amable enfermera le guiñó un ojo a Elliot asegurándole que «a las chicas le atraen los hombres con marcas de guerra», en un intento de calmarlo un poco. Noah entró al cubículo verde donde lo estaban atendiendo para avisarle que ya todo estaba listo y que ya se podían marchar del hospital (no sin antes dedicarle una mirada sugerente y encantadora a la enfermera también.)

—Y bien —exclamó mientras colgaba su teléfono y se acomodaba al lado de Elliot en el asiento trasero de la camioneta—. Ya que nos hemos encargado de esas heridas y que ya sabemos que no era nada grave, dicho por un médico de verdad —recalcó al notar que Elliot se apresuraba a abrir la boca para protestar—, ¿qué dices si vamos a comer algo?

Antes de que Elliot dijera nada, Noah le hizo una señal a su chofer a través del espejo retrovisor y éste puso el lujoso vehículo en marcha.

—Muchas gracias por todo, Noah... por todo lo que estás haciendo por mí.

Elliot no dejaba de sentirse aliviado de haberse topado con Noah justo cuando más necesitaba ayuda. Era como si su suerte hubiese mejorado espontáneamente ante la presencia de aquel chico de oro.

—Ni lo menciones —con una mano el millonario le restó importancia a las palabras de Elliot—. Para eso estamos los amigos, ¿o no? Para confiar el uno en el otro...

Rápidamente sus dedos volaron a su teléfono, que había comenzado a vibrar en su mano otra vez. Con una mirada de fastidio desvió la llamada entrante.

—Por cierto, en el hospital me preguntaron por ti y dije que éramos parientes; espero que no te moleste. Como no podía preguntarte nada y tampoco sabía a quién llamar —dijo apenado el joven mientras sonreía.

Elliot negó de inmediato con la cabeza.

—No, no te preocupes por eso. Y te prometo que apenas pueda te devolveré el dinero que hayas gastado —dijo Elliot con solemnidad.

—Suerte averiguando el monto —se burló Noah—. Ya te dije que no te preocupes por el dinero, eso es lo de menos. Ahora, si me permites darte un consejo, creo que deberías llamar a tus padres para avisarles de lo que te pasó. En el hospital yo dije que te habías caído jugando con una patineta, pero algo me dice que no fue tan sencillo.

Con un gesto lastimero, Elliot sacó su teléfono de su bolsillo y dejó que Noah viera la pantalla rota.

—Está casi muerto —dijo—, pero por lo menos la alarma todavía funciona.

Noah suspiró ante la ocurrencia del chico. Rápidamente extendió su brazo hasta el chofer.

—Jack, pásame la bolsa que está en el asiento —ordenó.

Éste le entregó una bolsa de aspecto elegante y pomposa. Un segundo después, Noah puso en las manos de Elliot una esbelta caja alargada de aspecto minimalista.

—Toma, te lo puedes quedar. Realmente no lo necesito.

Cuando Elliot abrió la caja, una reluciente pantalla negra le devolvió el reflejo de su rostro boquiabierto. Frente a él, uno de los teléfonos celulares más novedosos del mercado le devolvía su propia mirada. De inmediato Elliot intentó devolverlo a las manos de Noah, como si el aparato le quemara los dedos.

—No, Noah. Muchísimas gracias, pero yo no...

El rubor de la vergüenza poco a poco se apodera de su rostro.

—No podrías aceptarlo y bla, bla, bla —se mofó el joven millonario con soltura—. Ya es tuyo, considéralo un regalo de mi parte. Y la última vez que revisé un manual de urbanidad y buenas costumbres, devolver un regalo era una falta de respeto gravísima.

Su teléfono volvió a sonar y ésta vez, tras un largo suspiro de resignación que le oscureció un poco las facciones del rostro, Noah contestó la llamada mientras le hacía un gesto con la mano a Elliot para que le diera un momento. La llamada fue larga, y durante toda ella Noah habló en un impecable alemán del que Elliot sólo pudo entender palabras sueltas.

Cuando llegaron a su destino el chofer se detuvo frente a una fachada amplia y minimalista de cemento pulido y amplios ventanales. Unas enormes letras de acero servían tanto de adorno como de letrero para formar el nombre del restaurant. Elliot no conocía el lugar personalmente, pero sí recordaba lo emocionada que había estado su tía Gemma cuando la habían invitado a hacer una reseña de aquel lugar para su blog culinario. Por eso sabía que aquel sitio era uno de los lugares más costosos y V.I.P de toda Caen.

El chofer se bajó y abrió la puerta para que Noah y Elliot bajaran de la camioneta. Noah ni se inmutaba ante las acciones de su mayordomo. Elliot, un poco avergonzado y sin saber muy bien cómo actuar ante toda aquella situación, le dio las gracias al hombre que, por su cabello canoso, su cuerpo fornido y su barba pulcra en conjunto de su elegante traje purpura profundo, parecía más otro empresario que un chofer. Al escucharlo dirigirle la palabra, el chofer clavó sus insondables ojos grises en la cara de Elliot, y tras un segundo le dedicó una solemne reverencia con la cabeza como respuesta.

Bienvenue À Contre Sens —saludó una hermosa joven de pie frente a un atril en el recibidor impoluto del restaurante.

La chica iba vestida con un ceñido vestido negro y un peinado sobrio que le daba un aspecto frío y distante a pesar de la sonrisa en sus labios.

—¿Reservación? —preguntó en inglés al escuchar el fluido alemán de Noah.

—Silver —respondió Noah enseguida sin casi prestarle atención, aún abstraído con su llamada.

Con una mirada rápida, la chica localizó el nombre en la lista: «Silver... Noah». La sensación: un jadeo.

—Ahora, si me lo permites —dijo Noah a la maîtrisé—, me gustaría cambiar mi reserva temprana por una mesa sencilla. Sólo para el señor Arcana y para mí.

—Oui, monsieur. Sígame, s'il vous plaît.

Todas las mesas del sitio eran impecablemente uniformes. De cortes lineales y de barniz oscuro, con mullidas sillas de terciopelo de color crema o de un sinuoso lila, mientras que las copas transparentes altas y delicadas creaban un contrate místico con el cristal fumé de los vasos y fuentes de agua, los cuales parecían haber sido tintados a propósito para que el cristal morado hiciera juego con las elegantes servilletas de tela del lugar. Una vela solitaria dentro de un pequeño cuenco de vidrio ahumado iluminaba el centro de la mesa donde Elliot y Noah se sentaron. Tras una pequeña guía por el menú del local, ambos pidieron sus platos y disfrutaron de una cena amena entre conversaciones ligeras y chistes algo subidos de tono por parte de Noah, cosa que Elliot no pudo evitar notar, puesto que le hacía recordar mucho a su mejor amigo Colombus.

Los platos gourmet se sucedieron con rapidez en sus delicadas y sinuosas presentaciones, las cuales en ocasiones le hacían dudar a Elliot entre si comerse su comida o apreciarla como una obra de arte. Ensaladas de gastronomía química, paloma, cordero, frutos secos y aderezos sofisticados que Noah insistió acompañar con vino tinto («una copa no te va a hacer daño Elliot», le dijo en un momento de la tarde) antecedieron al postre: un exquisito Mousse aux Chocolaté que servía de base para un sedoso flan acaramelado adornado por una combinación de suspiros de chocolate y vainilla con licor de coco y un praliné de chocolate oscuro con avellanas. Sin lugar a dudas, el rey de la noche. Un postre que Colombus habría degustado con mayor apreciación gastronómica que él. En ese momento de la cena Elliot revisó su nuevo teléfono para comprobar la hora y se dio cuenta de lo tarde que se le estaba haciendo para regresar al Fort Ministèrielle.

—Noah, no quiero que pienses que son un ingrato o que no me la estoy pasando muy bien contigo, pero creo que es mejor que yo me vaya poniendo en marcha o no voy a llegar a tiempo al instituto —dijo con una sonrisa apenada mientras Noah se limpia los labios con una servilleta.

—No tienes que darme ninguna explicación, Elliot —respondió Noah sonriente como siempre—. De todos modos, yo ya había decidido acompañarte hasta el castillo para que no tuvieras ningún tipo de problema.

Elliot se puso muy rígido de la pena al escuchar aquello.

—No, en serio Noah, no es necesario que tú...

Pero Noah lo interrumpió una vez más.

—No, no, no. No te preocupes, en serio, a mí no me molesta —dijo para tranquilizarlo—. De no haberme tropezado contigo habría tenido que pasar la tarde aquí cenando con un grupo aburrido de vejestorios hablando de negocios. No te creas, esto de ser el empresario estrella del momento no es tan glamoroso como lo es más bien aburrido.

La sonrisa de Noah fue autentica y Elliot se sintió apenado y agradecido. Sin darse cuenta, Noah lo había ayudado más que cualquier otra persona que hubiera conocido antes, y durante toda la conversación, Elliot había sentido que alguien lo entendía de verdad, que no se aburría de hablar de los temas que a él le gustaban: política, economía, historia, ¡arte...! Con Noah, Elliot podía ser él mismo más que con ninguna otra persona, y aquello era un cambio agradable para variar.

Noah pidió la cuenta con un gesto imperceptible, y sin siquiera mirarla dejó una tarjeta de crédito negra dentro del receptáculo de cuero. Cinco minutos más tarde, los dos estaban de vuelta en el asiento trasero de la camioneta. Noah le dio unas nuevas indicaciones a su chofer, quién, sin protestar se puso en marcha.

Durante un rato, Elliot y Noah continuaron con la animada conversación de filosofía que habían comenzado en el restaurante. El chico estaba tan distraído que ni siquiera se dio cuenta cuando apareció el letrero en la autopista que indicaba que iban en dirección contraria del Fort Ministèrielle.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro