Capítulo 21: El laberinto de las hormigas

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Un poco intrigado, Elliot le preguntó a Noah si su chofer había entendido bien a donde iban.

—Por supuesto que sí —respondió él—. Jack es un excelente mayordomo, muy eficiente. No te preocupes. Pronto llegaremos al destino prometido.

—Vale. Supongo que si tú lo dices, está bien.

Noah ignoró el último comentario de Elliot, y tras unos minutos, le hizo una pregunta con voz amistosa e incisiva a la vez.

—Elliot, ya estamos en confianza... ¿por qué no sacas a tu amiguito a jugar?

Un escalofrío hizo que a Elliot se le tensara la columna y que el estómago se le comprimiera en un puño. Cuando sus ojos se posaron en los de Noah, éste aun le sonreía mientras sus suaves ojos azules lo miraban con expectación.

—¿Có... c-cómo dices? —dijo con la garganta seca. La pregunta salió lastimera de sus labios mientras su mirada seguía fija en el cálido lago azul que eran los ojos de Noah.

Noah sonrió con calma, evidentemente divertido por la reacción de Elliot. Por un momento Elliot pensó que a lo mejor el vino se le había subido a la cabeza. Después de todo, Noah se había bebido casi toda la botella por su propia cuenta cuando Elliot declinó la segunda copa durante la cena.

—Vamos, tú sabes de lo que estoy hablando —decía el chico millonario con tono de excesiva confianza—. No te hagas el tonto. No hace falta que seamos tímidos entre nosotros...

El golpe de culpa fue contundente en el estómago de Elliot, quién automáticamente se sintió avergonzado.

—No, Noah... yo... a mí... —Elliot tragó grueso y sintió como la saliva le rasgaba la garganta—. A mí no me... no me gustan los chicos... lo siento —dijo finalmente.

Casi automáticamente después que las palabras salieran de sus labios, el escozor en la mejilla y el sonido de la piel de Noah golpeando su rostro lo sorprendió y lo dejó aturdido. Noah acababa de darle una bofetada; un golpe lo suficientemente contundente como para calentarle toda la piel del rostro donde había recibido el impacto.

—No me insultes de esa manera, Elliot —dijo Noah con una marcada nota de autoridad y frialdad en la voz—. No después de lo bien que me he portado contigo. Yo no quiero hacerte daño, y mucho menos soy un ASQUEROSO PEDÓFILO. ¿Acaso no confías en mí? ¿No te sientes cómodo después de lo que he hecho por ti?

Elliot no sabía qué contestar. Simplemente las palabras no le salían. Perplejo ante el golpe, que ya comenzaba a escocerle con fuerza, lo único que pudo hacer fue llevarse la mano vendada a su mejilla, mientras volvía a fijar sus ojos incrédulos en los de Noah. Justo cuando éste se acomodaba el saco de su traje color beige y se preparaba para decir algo más, Elliot negó con la cabeza. Noah se volteó a verlo, mientras él seguía sosteniéndose la mejilla. Tras un suspiro resignado, Noah le extendió una mano, pero Elliot se sobresaltó e instintivamente se alejó del contacto, apretándose como pudo a la puerta del automóvil. Noah levantó las manos en señal de rendición mientras sonreía.

—¡Jajaja, ahora resulta que me tienes miedo! —farfulló incrédulo.

El multimillonario clavó sus ojos en Elliot, esperando una respuesta adicional al miedo. Tras otro suspiro de resignación, se acarició con el dedo índice entre las cejas y dijo con frustración:

—Bien... así que quieres que sea de esta manera; pues así será. Es una lástima. Sobre todo porque realmente me caíste bien, Elliot, y esperaba que supieras entender todo esto como el chico listo que aparentabas ser. En fin, negocios son negocios. Créeme cuando te digo que no es nada personal...

La camioneta de Noah abandonó la autopista principal y se adentró en una zona de caminos de tierra, con maleza elevada y bastante desolada. Tras un giro brusco el vehículo se adentró en un terreno árido de tierra y luego de dar una cerrada vuelta en U, se detuvo en el medio de la nada.

—Ya llegamos, maestro Noah —dijo el mayordomo.

Elliot sentía que el peligro cada vez era mayor. Rápidamente pensó en hacer una llamada de emergencia, pero se acordó de que no había activado todavía la línea del teléfono que... «me acababa de regalar Noah. No entiendo qué sucede».

Sin decir nada Noah se bajó de la camioneta y, dando un pequeño rodeo por la parte de atrás de la misma mientras iba silbando la melodía inicial de Why'd You Only Call Me When You're High, se acercó a la puerta de Elliot. El chico, temeroso, pasó el seguro de la puerta para evitar que Noah pudiera abrirla, pero con un clic sordo, el pasador se volvió a abrir. Cuando sus ojos azules se encontraron con los ojos fríos y grises del chofer, Elliot entendió lo que había pasado y se sintió aún más indefenso y acorralado; incluso si por un golpe de suerte lograba escapar de Noah, era evidente que su mayordomo tampoco lo dejaría huir.

Noah abrió la puerta del auto. Elliot trató rápidamente de poner la mayor distancia entre ambos, pero cuando intentó barrerse sobre el asiento de cuero, Noah lo tomó por los cabellos y con un fuerte tirón lo tumbó fuera del vehículo haciéndolo probar el sabor de la tierra. Para ser alguien tan esbelto en apariencia, era bastante más fuerte de lo que su vestimenta le dejaba mostrar. Elliot, con la adrenalina inundándole ya la sangre que bombeaba desde su corazón a todos los rincones de su cuerpo, no tuvo tiempo de reflexionar, de llorar, o de asustarse más de la cuenta. Como movido por una fuerza extraña, que de seguro era lo que los veteranos describirían como el instinto de supervivencia, comenzó a gatear por el piso, mientras intentaba ponerse de pie. Estaba en cuatro patas, jadeante y con la boca aun llena de tierra cuando sintió cómo un fuerte golpe en el costado lo dejaba sin aire y lo hacía caer de espaldas con los ojos cerrados. Elliot se cubrió las costillas y llevó sus rodillas hasta su pecho en posición fetal entre gemidos de dolor y respiraciones sofocadas. La patada que Noah le acababa de dar lo había dejado boqueando por aire fresco y, mientras más agitado respiraba por la boca, mas tierra y saliva tragaba. Súbitamente una presión brutal sobre su pecho lo hizo quejarse con angustia mientras se aferraba a la pierna cubierta por la suave tela del pantalón de Noah. Éste aplastaba la caja torácica de Elliot con uno de sus pies. El aroma de cuero nuevo de los mocasines salpicaba el aliento de Elliot, quien veía asustado al chico mayor mientras se reía plácidamente.

—Es una lástima, tenías bastante potencial. De igual forma, ¿quién dijo que la vida era justa, ah? Unos lo tienen y otros no. ¡Qué más da! Supongo que si no hubieras sido tan malagradecido no estarías ahí en el suelo mientras limpio la suela de mis zapatos de 1200$ dólares contigo.

Elliot no pudo evitar gritar con angustia mientras Noah le afincaba aún más su talón contra las costillas. Por fin, las lágrimas acudieron a sus ojos mientras sus dedos desesperados arrugaban la tela del pantalón

—¡Ah...! ¡Mucho mejor así! Si no llorabas jamás iba a poder sentir verdadera empatía por ti —dijo Noah—. Ahora vamos, levántate. Tenemos mucho por hacer aún.

Las lágrimas le hacían borrosa la visión, pero, aun así, Elliot podía ver la sonrisa afable y encantadora en los labios de Noah. Tras aflojar la presión sobre su pecho, Elliot respiró con violencia tratando de sorber la mayor cantidad de aire para sus pulmones adoloridos.

—¿Por... p-por qué? —le preguntó entre los espasmos producidos por la tos y el jadeo.

Noah le dio más espacio para que se levantara. Su carcajada fue de auténtica diversión. Rápidamente volteó a ver a su chofer y le sostuvo la mirada, tratando de aguantar la risa.

—¡¿Oyes eso, Jack?! ¡¿Lo oyes?! ¡JAJAJAJAJA!

Elliot estaba asustado y confundido, pero tras levantarse y tomar nota mental del comportamiento impredecible de Noah empezó a evaluar sus posibilidades de escapar con la ayuda de sus cartas. Sin embargo, tan rápido como el fogonazo de un rayo, un instinto resonó con violencia en su mente: «NO... espera, aún no...».

Elliot levantó la mirada y buscó alrededor, pero lo único que pudo ver además de Noah, quien estaba muerto de risa, era al mayordomo. Justo en ese momento le estaba sosteniendo la mirada a Elliot con mucha atención y frialdad.

—Está bien —dijo Noah tras recuperar el aliento—. Para que veas que de verdad me caes bien, Elliot, ¡y que en serio no tengo nada personal en tu contra!, déjame que te muestre el mío primero, ¿te parece?

Y con una sonrisa altanera en los labios observó a Elliot y gritó unas palabras sin el menor atisbo de duda en la voz...

«ADFIGI CRUCIS».

De inmediato la silueta de un espíritu de rasgos marcadamente indígenas con el torso desnudo y una soga al cuello, un par de plumas en la cabeza, y unos intensos ojos morados, se materializó a su lado. La mirada era triste y vacía, pero sus ojos morados no dejaban lugar a la duda...

Aquel espíritu pertenecía a una de las cartas del tarot que Elliot y Paerbeatus estaban buscando.

─ ∞ ─

Elliot era incapaz de salir de su asombro mientras sus ojos vagaban por los delgados y demacrados rasgos del espíritu frente a él. La mirada de Adfigi Crucis era ausente y triste, como si el dolor de muchos cuerpos distintos le atormentaran profundamente.

—Una... c-carta —balbuceó al final sorprendido, mientras un quejido lastimero se le escapaba por lo bajo.

—Pareces sorprendido, Elliot —Noah sonrió con petulancia—. Imagínate lo que me costó a mí mantener la calma cuando te vi acompañado de uno de estos espíritus el día que fui al Instituto. ¡Vaya suerte la mía!

—Pero... ¿cómo? ¿por qué? —preguntó Elliot.

Otro acceso de dolor hizo que se encorvara sobre sí mismo mientras el aire le hacía doler las costillas.

—Las explicaciones me aburren, Elliot. ¡Mira la hora que es! ¿No crees que es tiempo de que dejes de hacerte el imbécil?

Noah se acercó lentamente hasta Elliot, quién automáticamente intentó alejarse de él.

—Ya yo te mostré el mío —añadió—. Creo que lo justo sería que me enseñaras el tuyo. Ahora, Elliot... ¿O necesitas otro... incentivo?!

La última palabra: un gruñido salvaje. Noah tomó a Elliot por el cuello de la camisa y estrelló su cuerpo contra el duro revestimiento metálico de la camioneta. Elliot sintió de inmediato el golpe seco en la espalda antes de que la parte posterior de su cabeza se estrellara con bastante violencia contra el vidrio tintado, arrancándole una queja de dolor. De inmediato, y para evitar que Elliot se callera al suelo de nuevo, Noah le aprisionó el cuerpo contra el vehículo con uno de sus antebrazos creando una sensación asfixiante cada vez que el chico intentaba respirar.

—Llama al espíritu —ordenó.

Su voz fue como un murmullo con fragancia a vino costoso.

—AHORA...

Todo pasó tan rápido que Elliot dudó incluso de su propia capacidad de razonar. Indeciso entre llamar a Temperantia para combatir o a Paerbeatus para seguirle la corriente a Noah y descubrir más a fondo sus intenciones, terminó por hacer lo segundo.

—Pa... Paer... Paerbeatus.

De inmediato el espíritu apareció.

—¿Decías...? —le decía Paerbeatus tranquilamente mientras aparecía limándose las uñas con despreocupación sobre el techo de la camioneta.

Pero para cuando el espíritu tuvo tiempo de analizar la situación, ya era demasiado tarde.

—¡ELLIOT! —exclamó con desesperación mientras Noah soltaba al chico y Elliot caía de rodillas sobre la tierra.

Los ojos de Paerbeatus se entornaron y sus pupilas comenzaron a brillar con intensidad cuando volaron de la cara aterrada de Elliot a la sonrisa triunfal de Noah Silver. Tras esa breve inspección, se encontró últimamente con el rostro ausente de Adfigi Crucis, cuyos ojos también habían comenzado a brillar. Entonces, cuando los ojos de ambos espíritus se encontraron, algo muy extraño sucedió.

Una vibración extraña se apoderó del aire, como si de pronto una ráfaga de corriente se hubiera diluido en la atmósfera y hubiera electrificado cada poro del cuerpo de Elliot haciendo que toda la piel le hormigueara. Él, preocupado, se giró a ver a Paerbeatus tan rápido como pudo. Su amigo parecía estar completamente en medio de un trance violento y aterrador en aquel momento.

La luz era cegadora y muy amplia. Noah se quitó su saco y lo tiró al suelo mientras caminaba en dirección al espíritu que le pertenecía, quien también parecía luchar contra el dolor. Cuando estuvo junto al hombre nativo americano, se giró para dedicarle una amplia sonrisa de suficiencia a Elliot, como si de alguna forma él pudiera saber lo que estaba a punto de ocurrir.

—Como te dije antes, Elliot, espero que no te lo tomes personal...

—¡¿De qué estás hablando, Noah?! —gritó Elliot confundido y asustado, mientras se mantenía temblorosamente en pie ante la luz violenta y avasalladora que provenía de los espíritus—. ¡¿Qué está pasando?! ¡¿Qué hiciste?!

Noah sonrió una vez más.

—¡Qué hicimos sería una mejor pregunta, Elliot! Pero no te preocupes. Estás a punto de pasar un rato muy divertido...

Y dedicándole un guiño a Elliot, Noah pronunció una vez más con mucha fuerza el nombre de su espíritu. Las palabras sonaron más como una orden que como el nombre de una carta. De inmediato el hombre de piel roja y rostro triste fijó sus ojos en el chico con melancolía.

Antes de que Elliot pudiera entender algo de lo que estaba pasando, el espíritu levantó una mano delgada y chasqueó unos delicados dedos. El sonido se hizo eco a través de sus tímpanos y, de inmediato, una cegadora luz purpura lo obligó a cerrar los ojos.

Encandilado y aturdido, lo primero que sintió Elliot fue la impertinencia voraz del frío devorando su cuerpo y el peso de una soga alrededor de su cuello.

─ ∞ ─

A través del rugir del viento Elliot casi no podía escuchar nada que no fuera su propia voz interior. Estaba en plena tormenta de nieve. La neblina se extendía ante sus ojos allí donde posara la mirada parpadeando con fuerza para enfrentarse al despiadado clima. Cuando intentó girarse, la nieve se había acumulado y endurecido a sus pies haciéndolo caer con las manos desnudas sobre la fría superficie. El frío le quemó las manos, pero eso fue lo de menos al notar que las llevaba atadas por las muñecas en un intrincado nudo mientras una gruesa horca le colgaba del cuello.

Elliot se puso nervioso y comenzó a mirar de un lado al otro, preocupado de ser atacado por sorpresa en cualquier momento por Noah Silver. Pero por más que rebuscó entre la nieve, el joven multimillonario no parecía estar por ningún lado. No había nadie más que él. Aturdido, Elliot se sentó de rodillas sobre la nieve mientras intentaba deshacer el nudo con sus dientes en un afán inútil por liberarse. Al ver que la tarea era imposible, se dispuso a liberarse de la horca, pero por más que intentó mover la soga que llevaba al cuello, ésta no se movió lejos de él. Así duró unos minutos hasta que una fría ventisca le caló la piel hasta llegar a sus huesos, y Elliot se sintió desnudo en aquel clima invernal.

A donde quisiera que viera, la nieve lo esperaba. Cuando la brisa le sopló el rostro, lastimó sus ojos con sus esquirlas invisibles y heladas. Elliot se cubrió los ojos como pudo mientras se levantaba. En ese momento observó un bulto negro que resaltaba contra la blanca nieve que intentaba devorarlo. Era su mochila. Corrió hasta donde estaba y casi se abalanzó sobre ella. De un solo tirón descorrió el cierre y rebuscó en ella las cartas del tarot. Cuando las encontró, su corazón se infló por un instante de alivio y esperanza. Tomó las tres cartas entre sus manos y las revisó. Aunque las de Astra y Temperantia parecían estar bien, con los dibujos de ambas mujeres plasmados en el papel, ninguna de las dos apareció sin importar cuánto las llamó. Y cuando se fijó en la carta de Paerbeatus, Elliot se dio cuenta que ésta había cambiado. En la parte de atrás de la carta seguía mostrándose el uróboros doble, pero en el lado donde debería haber estado el dibujo de Paerbeatus y Recordatorio había únicamente letras negras en un desolador fondo blanco. Elliot tragó grueso y leyó lo que decía...

«Espero que disfrutéis del juego

que he creado para vosotros,

temerarios que han decidido

jugar con mis cartas.

Para salir de este laberinto

deberéis actuar como el Loco

o dejaros guiar por la

sensibilidad del Ahorcado.

La decisión es vuestra.

Al final sólo puede haber un ganador...

o quizás ninguno.

De cualquier manera,

espero que os divirtáis.

L.A»

Al final del texto, escrita con una elegante floritura, estaba la firma de quien había dejado aquel mensaje. «L.A», leyó Elliot con curiosidad. Con las cartas entre las manos Elliot se volvió a levantar de la fría nieve que ya le tenía los pantalones mojados y los pies fríos, y echó un vistazo de nuevo a su alrededor. «¿Laberinto?», pensó confundido, mientras el paisaje blanco le llenaba la vista. «¿Es esto un tipo diferente de prueba?», pensó con angustia. El recuerdo de la cara sonriente de Noah lo golpeó con fuerza como una nueva bofetada. «Y Noah lo sabía... ¡Sabía que esto pasaría!»

—¡Pero claro que esa ruin sabandija lo sabía! —escuchó.

La voz fue clara y retumbó dentro de su cráneo dándole un susto de muerte. Sobresaltado y con el frío entumeciéndole las piernas y los brazos, Elliot rebuscó entre la espesura blanca para encontrar la fuente de la voz.

—¡Soy yo! O es que acaso... ¿ya te olvidaste de mí?

La voz en su cabeza sonaba entre irritada y triste. Tras un instante a Elliot le resultó familiar. De inmediato las imágenes de un pequeño suricato bebé con patitas de pollo, gafas, y una pequeña mochila le vinieron a la mente. «Yo te conozco...», pensó mientras los recuerdos de la prueba de Astra se arremolinaban en su cabeza.

¡Por supuesto que me conoces! Yo soy parte de ti, ¡al fin y al cabo! —dijo la voz con algo de vanidad y mucho afecto.

Y en ese instante algo hizo clic dentro de la mente de Elliot.

—¡Kry... Krystos...!

Al instante, la pequeña Quimera se materializó frente a él, con su pelaje color arena resaltando sobre la nieve. Se estaba frotando los pequeños bracitos y soltaba un bufido al sentir el frío de la atmósfera.

—¡Uff! ¡Vaya que sí hace frío! —dijo enfocando sus ojos dorados para ver a Elliot entre la brisa—. Oye Elliot, me gustaría que nuestros encuentros fueran más didácticos, y no una constante carrera para salvar nuestros jóvenes traseros. Ahora bien, qué te parece si nos ponemos en marcha antes de que terminemos congelados, ¿eh?

Krystos le dio la espalda a Elliot y se metió dentro de la mochila. La pequeña cola emplumada del suricato se balanceaba frente a sus ojos. De pronto, un tirón de la horca sorprendió a Elliot. La soga se cerró de golpe en torno a su cuello dejándolo sin aire. Por más que luchó con sus manos amarradas no pudo hacer nada para aflojar la presión asfixiante y por un momento pensó que moriría en ese mismo instante. Inmediatamente escuchó que Krystos gritaba su nombre, pero la sangre ya había dejado de fluir a su cerebro y con el pensamiento de que aquel era su fin, sintió que moría mientras la fría oscuridad se apoderaba de su vista y la soga de la horca se cerraba aún más sobre su cuello. En su mente, las palabras «...o tal vez ninguno...» que estaban escritas en la carta de Paerbeatus aparecieron como un escalofriante ultimátum tras sus parpados cerrados. Con un súbito golpe de claridad, Elliot lo entendió todo. «En esta prueba puedo morir», pensó, y con un dejo de resignación en su voz mental, se preguntó a sí mismo: «¿Cuántas veces ya he estado a punto de morir desde que todo esto comenzó?». La presión de la soga lo estranguló con más fuerza. Y al final, todo se puso negro.

─ ∞ ─

A pesar del frío a su alrededor, Elliot podía sentir un sutil calor dentro de él. Tenía miedo, pero no quería a dejar de luchar hasta el final. Lo que más lo impulsaba en aquel momento era no darle el placer a Noah de verlo abatido y derrotado. Si aquello era un juego, un reto, una prueba o lo que fuera, «pues entonces ganaré», pensó. De pronto, una fuerte ventisca helada lo zarandeó junto a Krystos a la vez que un gran cumulo de nieve quedó atrapado en el aire y les entumeció los músculos. Krystos resopló mientras corría para ponerse a resguardo entre la ropa de Elliot, trepando con destreza hasta asomar la peluda cabeza por la abertura del cuello de su sweater color ladrillo. Él se inclinó mientras luchaba por mantenerse firme contra la brisa y recogió su mochila antes de que esta se perdiera bajo la nieve.

—¿Tú... puedes leer mi mente? —le preguntó a Krystos intrigado.

—¡Elliot, ahora no tenemos tiempo para explicaciones! Hay muchas cosas que hablar, pero primero, vamos, pregúntale a donde ir. ¡Hay que salir de este frío!

El entusiasmo y la curiosidad era palpable en la voz del animal. Entre la patas de la Quimera, Elliot reconoció el péndulo que Lliyiha le había regalado cuando visitó el Otro Mundo desde la cima del monte Snaefell.

—¿Tú sabes lo que es esto? —le preguntó mientras tomaba el péndulo con torpeza entre sus manos atadas.

—Pregunta tonta igual a pérdida de tiempo —bufó Krystos—. Si tú sabes algo yo también lo voy a saber. Así como también voy a ver y escuchar todo lo mismo que tú aunque no puedas verme. ¿Recuerdas algo sobre la sección de radiestesia del libro de adivinación?

—Sí, creo recordar algo. No sé qué quieres hacer ni si va a funcionar, Krystos, pero confiaré en ti...

Elliot dejó oscilar la piedra gris en el aire. Tras unos minutos y varios intentos, lo pudo sentir. Era un hormigueo extraño que viajaba desde su columna vertebral hasta sus dedos y que comenzaba a impregnar todo el péndulo hasta llegar a la punta de la piedra. A pesar del viento fuerte, el péndulo no se dejó zarandear por la brisa y se mantuvo clavado en una posición neutra y rígida, como esperando por algo; una orden que le infundiera vida. Elliot recordó lo que decía el texto inscrito en la carta de Paerbeatus y automáticamente la luz de la razón lo iluminó.

«Si esto es un laberinto, como dice en la carta de Paerbeatus... entonces debe tener una salida en alguna parte», pensó, y antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, las palabras brotaron de sus labios sin una pizca de inseguridad o vacilación:

—Muéstrame la salida —ordenó.

Luego de dar un par de vueltas en la dirección de las agujas del reloj, el péndulo comenzó a oscilar en línea recta en dirección a la izquierda de Elliot, justo hacia una falda empinada de aquel congelado lugar. Sin dudarlo ni un instante, Elliot comenzó a caminar en la dirección en la que el péndulo apuntaba, mientras el viento polar le azotaba el cuerpo y el frío le quemaba la piel desnuda del rostro. Elliot caminó por un rato, luchando contra la fuerte ventisca. De un momento a otro, el péndulo dejó de oscilar y comenzó a apuntar rígido a un punto cercano en la nieve. Elliot se acercó, con el corazón palpitándole de la emoción ante la posibilidad de haber encontrado la salida de aquel infierno helado, pero cuando llegó a donde apuntaba el objeto, no había nada. Sin embargo, la punta seguía señalando con insistencia hacia la nieve bajo sus pies.

—A lo mejor está enterrada —dijo Krystos mientras luchaba por hacerse escuchar a través del rugir de la tormenta.

Elliot se dejó caer de rodillas mientras con sus manos comenzaba a escarbar en el frío suelo blanco. De inmediato los dedos protestaron ante el escozor del frío y las uñas se le pusieron de un intenso color morado. Aun así, siguió escarbando. Krystos saltó de su escondite y se puso a ayudarlo con sus diminutas patitas.

El aire gélido le había llenado de escarcha las pestañas, que ahora parecían una delicada telaraña congelada en los bordes de sus ojos, y sus labios estaban casi tan morados como sus uñas. Allí donde la soga entraba en contacto con la piel, sentía el apretado nudo rasgándole la carne mientras más fuerza él hacía. No hizo falta mucho tiempo para que pequeñas y rojas gotas de sangre mancharan la nieve inmaculada. Luego de haber estado escarbando la nieve por varios minutos, Elliot y Krystos dieron con lo que estaban buscando. Allí, enterrada por completo bajo el manto nevado habían logrado desenterrar el marco de una puerta; una puerta que, sin lugar a dudas, era la salida a aquella pesadilla.

Les tomó poco más de media hora desenterrar la puerta lo suficiente como para poder mover un poco el picaporte. Estaba hecha completamente de madera oscura, y hasta donde habían podido desenterrarla, tenía tallado el uróboros doble del reverso de las cartas, finamente detallado sobre la lisa superficie. Era tan realista y delicado que, por momentos, a Elliot le pareció ver que las serpientes se movían o lo miraban mientras él seguía desenterrando la puerta.

Elliot tiró con fuerza del picaporte, pero el suelo congelado y la nieve que seguía cayendo con violencia atascaban la puerta y evitaban que se abriera lo suficiente como para que Elliot pudiera pasar. La Quimera estaba revisando la fosa de nieve en la que estaban metidos con sus meticulosos ojos dorados.

«¿Qué vas a hacer?», le preguntó Elliot desde su mente, incapaz de articular palabra.

—Tú solo confía en mí, pero tienes que estar preparado. Te lo advierto, si no trabajamos en perfecta sincronía los dos vamos a terminar enterrados y moriremos aquí —respondió la criatura mientras se aferraba con fuerza al cabello de Elliot—. A la cuenta de tres voy a soplar con fuerza para mover la nieve fuera de la puerta y tú vas a aprovechar ese momento para abrirla y cruzar al otro lado, ¿entendiste?

Elliot asintió, sin poder hablar o pensar más de la cuenta.

—Uno... ¡dos... TRES!

De pronto, una poderosa ventisca surgió desde el fondo de la fosa congelada. La nieve comenzó volar por todos lados. De un tirón, Elliot abrió la puerta y brincó a través del umbral con desespero, en un intento violento por escapar al frío y al rugir violento de la tormenta. De inmediato el aire húmedo y el olor a musgo y pantano le dieron la bienvenida. La puerta detrás de él se cerró de un portazo que hizo vibrar el suelo y que resonó en el silencio del lugar. Cuando Elliot se giró para verla no había ni rastro de ella. La puerta simplemente había desaparecido y en su lugar, había dejado una vasta extensión de jungla húmeda, verde y oscura.

─ ∞ ─

A Elliot le tomó varios minutos volver a entrar en calor y sacudirse el frío de los huesos. La jungla a la que había llegado era vaporosa y húmeda; tan espesa que desde el suelo ni siquiera alcanzaba a verse el cielo por encima de los árboles. No pasó un instante antes de que Krystos, enfadado, se colocara frente a él posándose sobre sus brazos y comenzara a regañarlo.

—Ahora sí, Elliot, estamos a salvo... ¡ASÍ QUE DIME, EN QUÉ DIABLOS ESTABAS PENSANDO!

—Eso es... ¿conmigo? —preguntó Elliot confundido—. Y a ti qué bicho te picó...

Tras aquellas palabras el sonido de sus pasos quedó rebotando en el absoluto silencio de aquella selva tropical e inhóspita.

—¡Nada de bichos ni locuras, Elliot Augustus! ¡TIENES QUE ESCOGER MEJOR TUS AMISTADES!

—¡¿Pero de qué estás hablando?!

—De Lila. ¡¿De quién más?! Si no hubiese sido por ella, el demonio de Hermanville-sur-Mer no hubiera podido rastrearte.

Elliot caminaba guiado por el péndulo nuevamente a través de la espesura. Tras aquella última afirmación de Krystos, el chico se detuvo para tratar de entender las palabras de su Quimera.

—Pero... ¿qué tiene que ver ella con ese demonio?

—¡Yo qué sé! —respondió Krystos ofuscado—. Pero esas fueron sus palabras para referirse a ella: «mientras hiedas a ramera, no podrás escapar fácilmente de mí, número dos...» —dijo imitando casi a la perfección la voz del demonio.

—¡Krystos, no me gusta esa palabra! No me parece digna de nadie...

Elliot continuó caminando.

—Son las palabras del demonio; no las mías —contestó la Quimera—. Sea como sea, ¡es por culpa de ella que casi mueres a manos de un demonio, Elliot; ¡UN DEMONIO! No te conviene estar cerca de ella...

—¿Y cómo sabes tú eso, de todos modos? —preguntó Elliot de prono a la vez que acomodaba la mochila sobre los antebrazos y se movía con cuidado a través de unas piedras cubiertas de hongos y musgo resbaladizo.

Justo cuando creyó haber terminado de cruzar el vado, se resbaló sobre una de las piedras y se dio un duro golpe contra el suelo. Con el golpe, Elliot no pudo evitar recordar con ironía las palabras recién escritas sobre la carta de Paerbeatus: «...espero que disfrutéis del juego que he creado para vosotros...».

«Qué clase de mente retorcida podría pensar que toda esta situación podría ser disfrutable...», pensó. Una vez más la soga le volvió a apretar con fuerza alrededor del cuello. El miedo lo hizo detenerse de golpe, pero a diferencia de las veces anteriores, la soga sólo se cerró un poco sin llegar a ahorcarlo del todo. Diez segundos después Elliot respiraba aliviado.

A unos pasos más adelante, colgada de un grueso árbol como si se tratara de una extraña fruta rectangular, estaba suspendida una gruesa puerta idéntica a la que habían desenterrado en el páramo, sostenida por un tallo grueso que nacía directamente de la rama más gruesa de un árbol. «Vaya...», pensó Elliot.

—Es magnífico. Sin lugar a dudas —dijo Krystos.

«Retorcido... pero hermoso, sí...».

La puerta no estaba tan lejos del suelo. Gracias al relieve nudoso del tronco, a Elliot no le costó subirse a sus ramas aun con las manos atadas. Era una suerte que hubiera pasado tantos años de su infancia en los bosques del norte de Italia, en aquellas semanas de visita a la casa de La Nonna. Cuando Elliot estuvo sobre la puerta, por más que intentó alcanzar el picaporte con las manos, no lo logró. Si se lanzaba, quizás podría lograrlo, pero luego de un instante de reflexión, tuvo una idea mejor.

—¿Crees que podrías mover el picaporte por mí? —le preguntó a Krystos.

—Puedo intentarlo —asintió su Quimera.

Con cuidado, Elliot se volvió a inclinar fuera de la rama mientras trataba de posicionar a Krystos sobre el picaporte redondo y lo dejaba caer. Con agilidad, Krystos saltó y se aferró con todo su cuerpo al metal y con un fuerte tirón de sus patas, logró mover el mecanismo del picaporte hasta que, con un ligero clic, la puerta se abrió. Elliot soltó un gritito alocado y eufórico ante el éxito de la Quimera. Con rapidez sacudió la madera hasta que la puerta quedó abierta de par en par. Krystos trepó por el lateral de la puerta, volvió a quedar sobre el hombro de Elliot, y éste, sin pensarlo, se colgó de la rama y se balanceó hasta lanzar su cuerpo a través del umbral. De inmediato Elliot sintió el calor golpearle el rostro junto a la roca dura bajo sus pies.

─ ∞ ─

Frente a él, un árido desierto, terroso y rojizo, le daba la bienvenida a la boca ardiente de un horno encendido. El calor era tan sofocante que la vista de Elliot se distorsionaba por el vapor en el aire, haciendo que las imágenes frente a sus ojos bailaran en una danza serpenteante. No eran animales, no; eran montañas las que danzaban ilusoriamente a causa del espejismo.

—Por cierto, para responder a lo que me preguntaste hace rato, ya te lo dije —dijo Krystos—: Veo y escucho a través de todos tus sentidos, incluso a un grado superior de lo que lo haces tú. Y ahora que lo pienso, hay algo que es seguro: ella y el demonio compartían un olor muy parecido. Probablemente ella también sea una demonio.

Pero Elliot no estaba prestando atención. Donde debería haber estado el sol en el azul del cielo no había otra cosa salvo una larga extensión de tierra marrón oscura que parecía flotar de manera fantasmagórica sobre sus cabezas.

—¡¿Me estás escuchando, Elliot?! ¡Estoy tratando de advertirte de...

—¡¿Qué rayos es esto?! —preguntó Elliot asustado, interrumpiendo a Krystos.

—¿Qué cosa?

—¡El cielo... no está!

Krystos levantó su cabecita y notó que era cierto lo que decía Elliot; para la Quimera, sin embargo, era como si la ausencia del cielo no fuera motivo de sorpresa.

—En la montaña nevada tampoco pudimos verlo debido a la tormenta —continuó Elliot—, y en la jungla, los árboles también lo cubrían... pero aquí no hay nubes, ni nada que pueda ocultar el cielo. Entonces... ¡¿A dónde rayos se fue?!

—Quizás nunca estuvo ahí.

—¿Qué quieres decir?

—¡¿Cómo que qué quiero decir?! ¡Pues que no hay cielo! Y si no hay cielo aquí es porque no estamos en tu mundo, estamos en...

—Alguna otra dimensión o mundo mágico. Sí, sí, ya me lo veía venir.

—¿Sabes algo de las otras dimensiones? —preguntó Krystos sorprendido.

—No más que tú, supongo. Pero no lo sé. Lo cierto es que no sé nada de lo que me ha estado pasando en las últimas seis semanas —dijo Elliot.

Un pensamiento de placer y melancolía se asomó desde su mente. «Supongo que ya debería haberme acostumbrado...».

—Quizás tú no lo entiendas, pero para mí todo esto es como si súbitamente la gravedad de la Tierra se hubiera invertido y ahora me tocara aprender a caminar de cabeza...

—No creo que tenga mucho sentido lo que dices —respondió Krystos.

—Al igual que lo que dices tú de Lila, de igual modo —le respondió Elliot con una sonrisa incrédula—. Ella dijo que era una fantasma, y además, si no hubiese sido por ella jamás habríamos podido liberar a Astra. ¿Por qué una "demonio" querría ayudarme a liberar uno de los espíritus del tarot que estoy tratando de reunir?

—No lo sé, Elliot, no lo sé...

A donde quiera que Elliot posara sus ojos en el cielo, la tierra lo saludaba con descaro y un cumulo alocado de nudos y raíces bulbosas aparecían aquí y allá como gruesas boas de madera. Sus ojos vagaron por todo el desierto rojizo frente a él, mientras trataba de abarcar lo más que podía con la mirada. Sofocado por el calor y guiado una vez más por el péndulo, Elliot caminó en línea recta hasta alcanzar una de las mesetas más cercanas.

No le tomó mucho tiempo descubrir los bordes del mundo en el que estaba. Tras caminar por al menos veinte minutos notó que aquel desierto no era tan grande como parecía; al contrario, era bastante pequeño. Tanto así que estaba cercado por paredes de vidrio que apenas reflejaban el mundo que contenían. La luz era excesivamente escasa, y Elliot no tenía la menor idea de dónde provenía. Finalmente entendió: éste laberinto era como un desierto bajo tierra; algo así como una caja de hormigas.

Le tomó cerca de 45 minutos. Justo frente a sus narices una delgada meseta se estiraba solemne y rígida en dirección al techo de tierra y raíz. Alrededor de toda su superficie una larga escalinata de caracol conducía hasta la cima hasta un punto que Elliot no podía ver, pero al que el péndulo no dejaba de apuntar. Cuando por fin llegó a la formación rocosa, tenía la garganta reseca. Por más que intentaba producir saliva para tragar, tenía toda la boca llena de tierra por culpa de la arena que se levantaba con el viento caliente.

Como pudo intentó deshacerse del sweater que llevaba puesto, pero con las manos amarradas le fue imposible. Las mejillas le ardían, el cuero cabelludo le escocía, el sudor le pegaba el cabello a la frente y a la nuca y hacía que la ropa se le adhiriera en el cuerpo. Fatigado, Elliot corrió hasta la escalinata, con la esperanza de escapar lo antes posible de aquel calor sofocante. Pero, apenas dio los primeros pasos de la carrera, su cuerpo se balanceó precariamente sobre sus pies haciéndolo caer de bruces contra el suelo a causa del mareo.

—¿Acaso ya perdiste la cabeza? —le recriminó Krystos, quién había aterrizado con delicadeza frente a su cara. Elliot resoplaba con una de sus mejillas pegada al suelo rojizo—. ¡¿Cómo se te ocurre ponerte a correr bajo este calor?!

—Yo... yo...

El chico jadeaba por la insolación y la deshidratación, mientras luchaba por ponerse en pie.

—Vamos, arriba, Elliot. Tienes que lograr llegar hasta la cima. Por lo menos hay una escalera esta vez —dijo Krystos mientras se volvía a encaramar sobre él.

Como pudo Elliot se puso en marcha y comenzó el ascenso. Los primeros tramos de la escalera fueron sencillos a pesar del mareo. Hacía mucho calor, y Elliot tenía que hacer un gran esfuerzo físico para mantener el equilibrio; las escaleras no tenían baranda y los escalones no eran más que unos peldaños escarbados sobre piedra rojiza. Paso a paso Elliot se dio cuenta de que mientras más arriba llegaba, más angostos se iban volviendo los escalones y más difícil se hacía la subida. Así, se fueron haciendo cada vez más diminutos hasta que se desvanecieron por completo y se convirtieron en una delgada saliente rocosa sobre la piedra de la meseta.

Para poder continuar con el ascenso, Elliot tuvo que pegar la espalda a la pared de la meseta y caminar de lado, casi sin despegar los pies del suelo para no perder el equilibrio. El calor sofocante lo atacaba con mareos repentinos que amenazaban con hacerlo caer hasta una muerte dolorosa y violenta. Cuando aquellos abscesos de mareo lo agobiaban, Elliot cerraba los ojos con fuerza y pegaba la cabeza a la pared para tener la columna lo más recta que podía, mientras buscaba elevar la nariz para respirar con mayor facilidad. Aquello lo ayudaba a despejar la mente un poco. Cuando volvía a abrir los ojos, procuraba mantener la vista en el horizonte, en aquellas distantes paredes gigantes de cristal y así huir del ataque de vértigo que le daría si se miraba los pies por error.

Cuando Elliot por fin alcanzó la parte alta de la meseta, el pequeño claro de la cima estaba ocupado casi en su totalidad por la puerta de madera con el uróboros doble tallado en ella. Dejándose caer en el suelo, Elliot se arrastró hasta el marco de la puerta. Con un rápido vistazo a su alrededor confirmó lo alto que era aquel lugar y al mismo tiempo, allá a lo lejos del paisaje, en las cuatro direcciones cardinales, Elliot pudo notar cuatro letras que adornaban sucesivamente cada uno de los límites del laberinto:

« N – E – O – S »

Con cuidado Elliot extendió la mano hasta el picaporte y se hizo a un lado para abrir la puerta. De un brinco Krystos cruzó el umbral y, con la firme convicción de escapar de aquel infierno, Elliot se arrastró hasta el otro lado. De inmediato el miedo le sacudió el pecho al sentir el vértigo en su estómago. Estaba cayendo al vacío sin tener nada a lo que aferrarse. Lo último que escuchó detrás de él fue el sonido de la puerta al cerrarse de golpe.

─ ∞ ─

Jadeando y con la garganta reseca por la arena y el sol, Elliot abrió los ojos poco a poco, inquieto por la repentina oscuridad que lo envolvió. El cielo estrellado de la noche le guiñó un millar de ojos juguetones convertidos en estrellas parpadeantes sobre su cabeza. Estas flotaban suspendidas en un oscuro y delicado cielo nocturno que se cernía pacífico sobre un tupido bosque de altos y verdes pinos.

«Ahora sí, cielo... allí estás».

Pero era distinto. Las estrellas parecían dibujos más que sólo constelaciones, y el techo del laberinto, también de cristal, era como una bóveda celeste que encerraba en su superficie un mapa estelar profundamente hermoso y detallado. Elliot cerró sus ojos tras darle un último vistazo. El aroma de los arboles era arrastrado con pereza por la brisa. Era fresco y reconfortante, y de una sola olfateada, Elliot percibió un olor disuelto entre el fuerte aroma del pinar.

«Agua...»

Aquella palabra inundó su mente como si se tratara de un náufrago al borde de la muerte. No pasó mucho tiempo para encontrar lo que buscaba. Allí, a sus espaldas, en medio de un enorme claro boscoso, había un tranquilo y somnoliento lago. Era enorme. De eso se percató cuando llegó hasta la orilla y se empapó los pantalones con el frío líquido que tanto añoraba. Tras fijarse Elliot comprobó que el agua no sólo estaba fresca y olía bien, sino que también era extremadamente clara.

«¿Será esto otra trampa del laberinto?»

—Tranquilo, no está envenenada —dijo Krystos despreocupado mientras se metía al agua el mismo y se zambullía un poco frente a los ojos de Elliot—. No tienes nada de qué preocuparte...

Ni por un momento de su vida Elliot habría pensado jamás que tomar agua se volvería un placer tan delicioso y reconfortante. Luego de haber calmado su sed descomunal, Elliot sintió el peso de la fatiga desvanecerse en su cuerpo. Arrodillado sobre sus manos observó el reflejo de su rostro con la boca abierta devolverle la mirada en el agua. Con una profunda inspiración, aguantó la respiración y se dejó caer sobre el agua que reflejaba el cielo; aquello le hizo pensar que se estaba sumergiendo en el mismísimo espacio oscuro y solitario, como si nadara entre las estrellas de aquel enigmático lugar. Flotar así, con el rostro tranquilamente sumergido en una gran acumulación de agua fue algo que siempre le dio mucha paz a Elliot, sin importar los inútiles esfuerzos de su tía Gemma por convencerlo de que aquello era perturbador.

—¡Y retomando el tema que debería importarte, Lila no es...! —había comenzado a decir Krystos.

Con sus ojos abiertos y sus labios cerrados nuevamente, Elliot sonrió al recordar a su tía Gemma. Pero mientras disfrutaba de aquel instante breve de paz (ignorando por completo las advertencias de su Quimera sobre Lila), sus ojos observaron algo extraño que descansaba con quietud en el fondo claro del lago. Elliot de inmediato se giró, volcando a Krystos en el lago.

—¡Por todos los rayos, Elliot...! —dijo la Quimera mientras nadaba para mantenerse a flote—. ¡Escúchame lo que te estoy dici...!

—La encontré —dijo Elliot, interrumpiendo a Krystos una vez más—, encontré la puerta. está allí abajo, en el fondo del lago.

—¡¿Cómo?! ¡Pero por todas mis plumas! ¿A qué clase de mente maligna se le puede ocurrir semejante cosa?

—No lo sé, pero si queremos salir de aquí tenemos que alcanzar esa puerta.

Elliot volvió a aguantar la respiración y metió la cabeza nuevamente en el agua. Esta vez pudo ver mejor la puerta. Marrón, oscura, inerte en el fondo; no a muchos metros de profundidad. Tras considerar sus habilidades de nado, a las que debía agradecer indudablemente a su tía (debido a su insistencia y su casi insufrible amor a la playa), Elliot se dio cuenta de que alcanzar la puerta no sería difícil.

—Voy a nadar hasta ella. No está tan profundo, pero necesito que te sujetes muy bien de mí, Krystos —dijo Elliot mientras tomaba varias respiraciones profundas para hacer espacio en su pecho.

Con rapidez, Krystos se escondió dentro del sweater mojado y se aferró con mucha fuerza al borde del cuello.

—Estoy listo cuando tú lo estés —le dijo.

Sin decir más nada, Elliot tomó una gran bocanada de aire puro y se sumergió en el agua del lago por completo. Apenas hubo descendido varios metros de profundidad cuando la soga alrededor de su cuello se cerró con violencia tratando de asfixiarlo. Un puñado de burbujas se escapó de su boca por el susto y la impresión, pero Elliot luchó contra la sensación y rápidamente se recuperó de la sorpresa; apretó los labios con fuerza mientras la soga se cerraba cada vez más y más contra su cuello. «No puedo detenerme ahora», pensó. Siguió nadando agitado en dirección de la puerta hasta que con una fuerte brazada de sus manos atadas alcanzó el picaporte. «¡No voy a morir encerrado aquí!».

La soga estaba estrangulándolo cuando movió con facilidad el picaporte de plata, pero cuando tiró para abrir la puerta, ésta no se movió ni un centímetro. Le costaba mantener la respiración bajo el agua ahora que la soga lo estaba ahorcando. Su boca amenazó con abrirse y dejar escapar todo el aire mientras la cuerda se apretaba cada vez más contra la piel de su cuello, roja y magullada. En un arrebato de adrenalina, Elliot posó sus pies en uno de los marcos laterales de la puerta y, empujando con toda la fuerza de las que sus piernas fueron capaces, dio un fuerte tirón del picaporte para abrirla. Al principio la puerta no se movió, pero Elliot volvió a tirar con más fuerza mientras dejaba escapar todo el aire de sus pulmones en un desesperado último intento. Fue a la tercera vez que la madera se abrió de golpe y Elliot fue tragado hacia adentro en un torbellino negro y violento que le batió el cuerpo con furia y lo escupió hacia el otro lado del umbral del laberinto.

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