Capítulo 22: La verdad más oscura

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Elliot no paraba de toser con fuerza. La puerta se cerró detrás de él. El poderoso fluir del agua se detuvo. Instintivamente se acarició la zona del cuello que hasta hace segundos estaba siendo estrangulada por la horca asesina. Al instante notó que sus manos ya no estaban amarradas, y con un impulso súbito de incredulidad se llevó ambas al pecho para buscar la horca. De esta ya no quedaba rastro alguno más que las marcas rojizas y sanguinolentas en su cuello. Las muñecas también las tenía bastante maltratadas. La carne se había levantado y se veía blanquecina y moribunda por el efecto del agua.

Krystos se dejó caer en el suelo, aliviado de que todo pareciera haber terminado ya. Estaban en algún lugar nuevo que parecía aislado por completo del exterior del laberinto del que acababan de llegar. La penumbra reinó en el recinto hasta que un brillante y extraño fuego morado comenzó a crepitar, iluminándolo todo con un fantasmagórico brillo purpura. Elliot se incorporó sobre sus codos y de inmediato buscó la procedencia de la luz. Poco a poco el espacio fue revelándose ante sus ojos curiosos. Las paredes eran blancas y grisáceas, como si estuvieran hechas de ladrillos de mármol. El techo era una cúpula de piedra y bajo ella, justo en el centro, tras subir tan sólo unos pocos escalones, había una mesa de mármol alargada que soportaba la más extraña de las hogueras que hubiera visto nunca jamás. Tras aquel primer vistazo, a Elliot le pareció que habían caído dentro de unas ruinas grecorromanas impecablemente conservadas.

—Ahora Elliot, por favor... ¡escúchame! —comenzó a decir Krystos. Elliot le devolvió una mirada atenta—. ¡No entiendo muy bien la situación! Al igual que tú, no sé nada de lo que está pasando... pero hay algo que sé, y es que no debes confiar en...

—Lila —intervino Elliot con fastidio.

—¡Exacto! ¿Ahora sí vas a escucharme?

Elliot no dijo nada, pero con una mirada un poco más conciliadora, asintió.

—¡Perfecto! Entonces escúchame: hace unas horas me dijiste que no tenía sentido que una demonio quisiera ayudarte. Pues, ¡no lo sé! Quizás tengas razón y no tengo como explicarme esto, pero incluso si fuera así y Lila quisiera ayudarte, no por eso deja de ser una...

«...asesina...», pensó Elliot.

—¡Exacto! —exclamó Krystos.

Por más que Elliot quería negar la afirmación de Krystos, algo le dijo que las palabras de Krystos eran ciertas, que Lila había sido la culpable de todo, y que sólo hacía falta recordar y atar los cabos para darse cuenta. «Los únicos que habían muerto eran hombres, y a todos los habían encontrado así tras haber eyaculado. Lo mismo que me pasa cada vez que sueño con Lila, y que nunca antes había pasado tanto como desde la primera vez que la vi...».

—Así que...

—Así es, Elliot. No tengo pruebas pero tampoco dudas. Ella fue quien asesinó al profesor Viele, y al señor Sergio... y al cocinero de la escuela y los dos conserjes. No hace falta ser un genio para darse cuenta. ¡Tú ya lo sabías! Simplemente no querías darte cuenta todavía...

—Pero... ¿por qué? ¿Por qué Lila habría de matarlos, Krystos? ¿Por qué?

—¡Qué sé yo! Mi capacidad de análisis está limitada a la cantidad de información que tú poseas. ¡Lo único que sé es que tienes que desconfiar de ella y de sus intenciones! No puedes permitirte tener a alguien así cerca de ti.

—Pero...

Elliot recordó aquel sueño en el que la conoció, y no pudo evitar tener una corazonada.

—Ella no es mala, Krystos —dijo.

—¿Cómo? ¡¿Pero qué rayos dices?!

—No lo sé —respondió Elliot—. No sé cómo lo sé, pero lo he sabido desde aquella noche en la que ella me... en la que nos conocimos.

—Elliot, pero...

—¡Lo sé! Sé que es una locura. Lo sé, y aun así, simplemente sé que Lila no es quién aparenta ser.

Krystos suspiró con frustración ante aquella afirmación.

—¡AAGH! Todavía tienes que aprender que no puedes confiar en todo el mundo...

—Sea como sea, no puedo dejar las cosas así. Si es necesario la confrontaré. Supongo que debo hacerlo, que debo hablar con ella. ¡Lo haré! Tendré cuidado. Si es cierto lo que dices guardaré mi distancia, te lo prometo. Pero si hay algo que pueda hacer por ella... lo intentaré.

—¡Pues más te vale hacerlo rápido, Elliot, porque si tú no recuerdas la profecía de Astra, yo sí lo hago, y aquí quién corre verdaderamente peligro no eres tú, si no tu mejor amigo Colombus! ¡Tu prioridad debería ser salvarlo a él y no a una "chica" que acabas de conocer!

—¡Colombus! —exclamó Elliot al recordar a su mejor amigo—. ¿Tú crees que ella... está tras él? ¡¿Crees que va a matarlo?!

—No estoy seguro, pero probablemente sí. ¿Ya olvidaste lo extraño que ha estado Colombus últimamente, enamorado de una supuesta chica misteriosa? ¡Tiene que ser Lila!

Elliot se asustó muchísimo al escuchar aquello.

—¡¿Cómo lo sabes?!

—¡Porque ella está siempre en tu cuarto, Elliot! ¡Si hasta incluso duerme casi todas las noches contigo! Colombus debe haberla confundido con una chica del Instituto por alguna razón y por eso se enamoró. Al parecer ella mata con seducción, así que Colombus no debe estar ya muy lejos de ser una víctima fatal de sus encantos...

—¡NO! ¡No puedo permitirlo, Krystos! ¡No dejaré que Lila le haga daño a Colombus! ¡Agh, rayos, ya Noah Silver me ha hecho perder demasiado tiempo!

—¡HASTA QUE POR FIN ME OYES...!

«¡¿Cómo pude ser tan idiota?!», pensó Elliot. Rápidamente se puso de pie. Con una mano se echó la mochila al hombro y con la otra recogió a Krystos, quien trepó con rapidez sobre él para caminar juntos hasta la extraña fuente de luz. Caminaron hasta la mesa; una vez junto a ella, el suave calor que emanaba del extraño fuego morado los arropó. Ante sus ojos estaba la antorcha: una escultura con la majestuosa figura de una serpiente albina de tres cabezas enfrentándose entre sí. De sus fauces provenía el fuego místico, y entre sus lenguas bífidas se unía un pequeño altar en el que reposaba lo que parecía ser una hermosa perla de oro que brillaba intermitentemente en medio del vigor del fuego. Era tan hermosa y poseía tanto nivel en los detalles, que por un instante Elliot dudó si aquella extraña serpiente era realmente una estatua o si estaba viva en aquella aparente inmovilidad.

—Nunca me han gustado mucho las serpientes —rezongó Krystos un poco inquieto—. Y una con tres cabezas... menos todavía.

A los lados de la escultura de la serpiente había dos cajas de vidrio; una a su derecha y la otra a su izquierda. Ambas cajas eran exactamente iguales: una torre de cristal de cuatro pisos en los cuales estaban contenidos los ecosistemas de los que Elliot acababa de escapar hacía tan sólo unos pocos minutos atrás. En orden desde el primer piso estaba la cuesta de una montaña nevada, una jungla muy tupida y oscura, un desierto subterráneo, y un lago boscoso en plena noche.

Cuando Elliot se fijó con cuidado, notó una particularidad extraordinaria. En la caja de la derecha no había nadie, pero en la caja de la izquierda una persona minúscula parecía arrastrarse fatigosamente por la tierra rojiza del tercero de sus pisos; el del desierto. Elliot se acercó para ver con más detalles y observó la miniatura animada y con vida de Noah Silver, luchando contra la intemperie del calor.

«Yo... ¿estaba ahí adentro?»

En la cola enredada de la serpiente se formaba una bandeja dentro de la cual reposaban dos cartas. De inmediato los ojos de Elliot se toparon con la carta de Paerbeatus y una segunda carta que tenía la silueta del hombre nativo americano que había visto antes junto a Noah. A los pies de la carta, como siempre, se leía un nombre. Esta vez era «ADFIGI CRVCIS».

Sabiéndose ganador del desafío de las cartas, Elliot no pudo evitar sonreír. Aunque no entendía muy bien lo que estaba pasando se puso a brincar de un lado al otro mientras una risa de euforia le hacía vibrar el cuerpo, en un baile de celebración al mejor estilo de una danza tribal. Tras asimilar su triunfo le pegó la culpa por estar tardándose más de la cuenta para volver con Colombus, por lo que inmediatamente se puso a buscar una salida de la habitación. Sin embargo, por más que recorrió el espacio con ojos cautelosos, no parecía haber ninguna. Todas las paredes del lugar eran de piedra sólida y no había ningún indicio de una puerta oculta en ellas. Eso lo descubrió tras ponerse a golpear aquí y allá cuanto antes tratando de encontrar un pasadizo. Ni siquiera encontró un interruptor escondido bajo la mesa. Nada.

—Es inútil, ¡estamos encerrados!

Cuando intentó llamar a los espíritus de las cartas, y estos siguieron sin aparecer, su frustración fue aún mayor.

«Vamos, Elliot, cálmate y piensa...», se dijo a sí mismo cerrando los ojos y tomando varias inhalaciones para relajarse. «¡Ya ganaste! Así que la salida debe estar aquí en algún lugar, sólo... abre la mente».

—¿Y si tomas la perla de oro? —Krystos preguntó en su hombro.

Elliot caminó de vuelta hasta la mesa y fijó su mirada sobre la diminuta perla que brillaba en medio del fuego con suspicacia.

—¿La perla? ¿Tú dices?

—¡Sí, hazme caso! Ya no hay más opciones, así que deberíamos intentar con la perla...

Elliot asintió ante aquellas palabras y, sin pensarlo más, extendió una de sus manos en dirección a la perla de oro que aguardaba en las lenguas de las serpientes arropada por el fuego morado. Cuando sus dedos tocaron el fuego, lo sintió cálido, pero no ardiente entre sus manos. Súbitamente la llama se volvió más intensa y el fuego morado comenzó a devorarlo todo. Pero Elliot no ardió; a su alrededor todo se oscureció, y el fuego, más que quemarlo, pareció iluminarlo como una antorcha morada en medio de la oscuridad.

─ ∞ ─

El paso de las llamas por su cuerpo fue tan ligero que Elliot lo sintió como un baño de vapor dentro de una sauna o un pozo de aguas termales; un calor sutil y acogedor que acarició sus maltratados y cansados músculos, haciendo que se sintiera tan relajado como nunca antes en su vida. Sin embargo, un extraño gorjeo lastimero, como el de un pollito que está a punto de dar su último suspiro, interrumpió la paz del momento y Elliot abrió los ojos de golpe. Estaban de vuelta en la realidad, alrededor de la camioneta. Allí, tendido en el piso justo frente a él, Noah tosía y se revolcaba magullado y herido, mientras luchaba por recuperar el aliento. Las marcas en las muñecas raídas de su camisa delataban su penuria: tanto Elliot como Noah habían pasado por el mismo infierno. En efecto, aquello confirmó lo que observó en la caja de cristal. Sin saber por qué, Elliot corrió hasta él y se dejó caer a su lado en el suelo para socorrerlo, mientras se guardaba la extraña perla de oro en uno de los bolsillos de sus sucios pantalones.

—Hey, ¡hey, Noah! ¡¿Estás bien?! —preguntó Elliot con auténtica preocupación en la voz.

Como podía intentaba calmar a Noah, quién seguía removiéndose como un desesperado en el suelo. Cuando las manos de Elliot entraron en contacto con la piel de Noah, este último abrió los ojos de par en par. Sus ojos estaban inyectados en sangre; apenas su mirada se posó en Elliot, una ira demencial lo invadió. En un arranque de locura y violencia el multimillonario se abalanzó sobre Elliot y comenzó a estrangularlo, mientras inmovilizaba los movimientos de su cuerpo montándose encima de él para que no pudiera defenderse. En su mirada había locura sangrienta. Noah apretaba el cuello de Elliot con ira, sin despegar ni por un segundo sus ojos de los del chico. Elliot jadeaba y boqueaba en busca de aire, mientras no perdía detalles del rostro desfigurado de Noah e intentaba inútilmente golpearlo para que lo soltara. Elliot no pudo más que aferrarse con fuerza a los brazos de Noah, mientras intentaba con desesperación encontrar una manera de zafarse de su agarre.

—¡Te... Temp...!

Como pudo, su voz se fue abriendo paso a través de la tráquea obstruida, y con los últimos resquicios de aire que le quedaban en el pecho y en el diafragma, clamó una última vez por ayuda.

—¡TEMPERANTIA!

De inmediato una furiosa ráfaga de aire comprimido golpeó el cuerpo de Noah y lo empujó por los aires, lejos de Elliot. El espíritu de la mujer asiática apareció de pie rápidamente, mientras Elliot recuperaba el aliento.

—¿Estás bien, Elliot? —preguntó nerviosa.

Noah estaba viendo todo con una mezcla de ira y sorpresa.

—Sí, estoy bien, Temperantia... gracias —dijo Elliot luchando por mantener la voz firme.

—¡Pero claro que estás bien, bastardo! —gritó Noah mientras escupía a sus pies—. ¡Cómo no vas a estarlo si eres un maldito tramposo!

Aquello último lo dijo mientras sus ojos enrojecidos se fijaban con violencia en Temperantia sin parpadear.

—No sé cómo te has hecho con tantas cartas, pero es evidente que eres una rata de alcantarilla bastante mañosa.

—¡Supongo que se podría decir lo mismo de ti! —respondió Elliot con altanería y sin amedrentarse ante su presencia, a sabiendas de que, al parecer, llevaba la ventaja de la situación en aquel momento.

Al escuchar la petulancia en la voz del chico, Noah enfureció y se preparó para atacar una vez más a Elliot. Temperantia de inmediato se colocó en postura defensiva, observando fijamente a Noah Silver. Sus achinados ojos morados destellaban como dos faros fantasmagóricos en la oscuridad de aquel desierto lugar.

—Jack, ya va siendo hora de que —comenzó a decir Noah.

—No, maestro Noah. No lo haga —se escuchó proveniente del interior de la camioneta

Noah Silver volteó a ver a su mayordomo con ira en la mirada.

—¡No te atrevas a interrumpirme ni darme órdenes, Jack! Tú no eres más que mi sirviente y como tal, ¡no eres nadie para hablarme de esa manera! —dijo.

—Así es, señor, pero no se olvide que también soy su consejero, y como tal, es mi deber evitar que siga cometiendo más errores.

Las palabras del hombre fueron serenas pero cortantes. Noah soltó un alarido de frustración que rompió el silencio de la noche. Tras ese grito vino un suspiro, y tras el suspiro vinieron los pasos que hacían falta para acercarse hasta la camioneta.

Sin quitarle la mirada inyectada en rabia, Noah señaló a Elliot con un dedo asesino durante todo el camino hasta su vehículo. Un instante más tarde, ya la camioneta se había puesto en marcha y, levantando una gran polvareda, tanto Noah como Jack dejaron a Elliot solo y abandonado en aquel terreno baldío a mitad de la nada.

─ ∞ ─

Lo primero que vio Elliot al abrir la mochila fue la carta de Paerbeatus y la de su nueva carta, Adfigi Crucis. De inmediato los llamó y ambos espíritus se materializaron junto a él. Al verlo, Paerbeatus se lanzó sobre él con gruesos lagrimones corriendo por sus mejillas, en uno de sus mejores espectáculos histriónicos cargados de sentimientos. Cuando se despegó de él, Adfigi Crucis se acercó con lentitud y se arrodilló frente a Elliot para así estar a su altura. Sin detenerse ni un segundo en su ceremonia, Adfigi Crucis recitó el verso al que Elliot ya se había habituado y cuando estrechó las manos con el espíritu, los ojos de este resplandecieron en un hermoso y melancólico brillo morado. Elliot sintió como una corriente le recorría la espalda, pero esta vez no hubo ni rastro de los mareos anteriores.

—Muchas gracias —le dijo Elliot mientras le dedicaba una sonrisa radiante a la que el hombre nativo respondió con una media mueca de aprobación y una ligera reverencia de cabeza.

—Conmigo de su lado, los sentimientos de sus semejantes no serán secreto para vos. Aunque he de advertirle, amo, que el sentir lo que sienten los demás es más una carga que una ayuda en realidad —dijo la carta con algo de vergüenza en la voz.

—Elliot —dijo Elliot con energía, aunque amistoso y sin perder la sonrisa de su rostro.

—¿Disculpe? —preguntó el hombre sin entender.

—Me llamo Elliot, no amo —fue su respuesta—. No sé cómo hayan sido las cosas hasta ahora para ti con Noah, pero espero que, a partir de ahora, tú y yo podamos ser amigos.

Fue imposible no ver como la sorpresa se dibujaba en los ojos de aquel hombre de facciones delgadas y piel bronceada mientras escuchaba aquello. Recuperándose pronto del impacto, le devolvió la sonrisa a Elliot, esta vez con más seguridad.

—Como gustes entonces... Elliot —dijo mientras le regalaba otra reverencia.

Elliot llevaba ya unos minutos allí, sentado en el polvoriento suelo sin saber qué hacer. No sabía dónde estaba ni tenía manera de averiguarlo. Al ver su mochila tirada en el suelo, echó en falta a Krystos, y se preguntó qué habría sido de la pequeña Quimera.

Krystos —lo llamó en voz baja, pero nada pasó. La criatura simplemente no apareció.

—¿A quién llamas, Elliot? —preguntó Paerbeatus curioso mientras lo veía soltar un suspiro un tanto melancólico.

—Pues, para serte honesto, no estoy seguro —dijo mientras se encogía de hombros—. Supongo que a veces hablo conmigo mismo sin darme cuenta.

Aunque Paerbeatus no hubiera podido entender del todo las palabras del chico, sí podía darse cuenta de que una magnifica transformación se estaba obrando en él, aun si Elliot no era capaz de verlo todavía, y aquello le hizo brotar una auténtica y silenciosa sonrisa de felicidad.

Tras revisar los bolsillos de su pantalón, Elliot encontró el péndulo que le regaló Lliyiha, la perla de oro que había conseguido al final del laberinto, y su pobre teléfono que, tras haberse sumergido con él en el lago de la última prueba, había quedado ahora sí completamente inservible. Temperantia por su parte, había comenzado a hacer una especie de rondas de vigilancia alrededor como trazando una especie de perímetro imaginario, preparada para entrar en acción tan pronto como fuera necesario. Se veía muy agotada. El día había sido bastante duro. Tras notar su iniciativa a pesar de ello, Elliot agradeció en silencio su preocupación y la dejó tranquila.

Revisando su mochila se percató de otro objeto extraño dentro de ella, pero cuando lo sacó, lo reconoció de inmediato. Era la caja del teléfono que Noah le acababa de regalar aquella misma tarde. Preso de un repentino ataque de desconfianza, a Elliot le provocó lanzar la caja lejos de él, pero al darse cuenta de que aquello no sería lo más inteligente dada la situación en la que se encontraba, respiró profundo y trató de calmarse. Tras reflexionarlo por unos minutos, decidió que lo mejor sería usar aquel aparato para encontrar una forma de regresar a Fougères, y después de eso, prescindir de él.

Como un hábil manipulador de los aparatos tecnológicos, Elliot logró con mucha facilidad activar su línea telefónica. Apenas el teléfono cobró vida tras navegar un rato por las aplicaciones preinstaladas y realizar un diagnóstico de lo que iba a necesitar, Elliot por fin supo a donde lo había llevado Noah. Según lo que le mostraba una imagen del bubbleMaps, se encontraba en un punto desolado a mitad de camino de la ruta que llevaba a Saint-Lorant Jean-Claude, en un emplazamiento que según el mapa se llamaba Vaux, y que estaba a dos kilómetros de distancia del punto más cercano en el que un Uber podría recogerlo.

Luego de guardar sus cosas y de caminar en compañía de los tres espíritus cerca de media hora, Elliot por fin alcanzó la carretera principal y llegó a una ferretería cerrada y desolada. Allí Elliot volvió a sacar el teléfono para contactar con la línea de transporte y, luego de veinte minutos de espera en el desierto estacionamiento de la ferretería, el auto que lo llevaría de regreso al Fort Ministèrielle apareció en la calle, aproximándose lentamente hasta donde él estaba.

Elliot sacó su tarjeta SIM del teléfono de Noah antes de subirse al auto, colocó al aparato en el suelo, y dejó caer su pie con todas sus fuerzas sobre él. El teléfono se rompió en pequeños pedazos, derramando el vidrio líquido de la pantalla como si se tratara de sangre cibernética sobre el asfalto negro.

─ ∞ ─

Tras un largo recorrido de cuatro horas (y después de haber gastado todo el efectivo de su cartera), Elliot llegó a las afueras del castillo. Unos resplandecientes ojos rojos lo observaban pensativos desde lo más alto de una de las torres almenadas del Fort Ministèrielle.

«Elliot ya casi llega a casa», resonó hacia los adentros de Lila y con el pensamiento llegó la galería de imágenes asociadas a esa última palabra.

Una tras otra fueron paseándose con lentitud y desgana, arrimándose a la fuerza para dar cabida a otros recuerdos. Desde los más recientes hasta los más viejos iban y venían Italia, los viñedos, el sabor de las uvas y del aceite de oliva, la esencia de la albahaca y el orégano; pan, comida, vino, Nueva York, los años 1920, el swing y los vestidos holgados, el hambre, el tabaco, el placer desenfrenado, el sexo y los excesos, el dinero y la cocaína, aquellos ojos, los primeros que mostraban algo de inocencia en el mundo de los adultos, de los niños y las niñas grandes; más hombres, muchos, cientos, miles, decenas de miles, cientos de miles a lo largo de cada década en el transcurso de un siglo entero; rostros, mujeres, casi ninguno era de hombre: Zarah, Becca, Corale, Tiah, hermanas y hermanos, familia, la camada —un suspiro—, demonios, el Averno, las ciudades de la Tierra y sus favoritas, París, Belgrado, Zúrich, Roma, Caracas, Buenos Aires, Miami, América, comida, un nuevo milenio, más sexo, hombres, crack, perreo intenso, discotecas, insultos, abusos, la agresión, el ímpetu de la hostilidad, el hambre sin control, en fin, la sensación de genitales masculinos frotándose contra piernas y glúteos, sexo casual, sexo en el baño público, en el callejón, en el hotel, en el apartamento, en la casa, en la oficina, en el hospital y en las capitales del mundo entre millonarios, pederastas, actores de cine y hombres dominantes o sumisos, casados, en rituales ocultistas y satánicos, gangbangs, ménages a trois, bukkakkes, White Dragons, Dirty Castros, en fin, más comida, más hambre, más porno, más deseo, más lujuria, más sed, más placer, más posiciones, más sexo en el arte y arte en el sexo —otro suspiro—, más fetiches, sexo oral, clásico, poco anal, poco convencional, con música, violento, grotesco, ruidoso, exótico, salvaje, de noche, la noche, la medianoche, la noche de hoy, en fin, casa: una serie de imágenes sin significado, sin profundidad, sin eco, sin sonido, sin armonía, sin sentido alguno más allá de la rutina de una mañana; algo que cambió únicamente con la aparición del recurso más extraño, escaso y recóndito para alguien que ya lo había visto todo un par de miles de veces y un poco más.

«Elliot...», pensó al momento de ver aparecerlo en la calle. Rápidamente se puso de pie sin despegar sus ojos del chico. Su voz interior se aplacó. Su cuerpo fue acariciado por la suave brisa del norte de Francia.

—Hasta que por fin vuelves a casa, ratoncito —se dijo a sí misma en voz alta—. No sabes cuánto me has hecho esperar...

Su oscuro cabello se arremolinó alrededor de su cuerpo como listones negros en medio de una tormenta.

—Ya es hora de que pongamos en marcha la función...

─ ∞ ─

De unas cuantas zancadas, Elliot salvó la distancia que lo separaba de la garita de seguridad del instituto y atravesó el puente de la entrada como la sombra veloz de un animal asustado. De las ventanas del cubículo de piedra brotaba una nítida luz blanca proveniente de las lámparas del recinto. Cuando Elliot se asomó por la ventana, se encontró de golpe con la cabeza rapada del guardián de la reja.

—Bon soirée, Monsieur Kuba. Yo sé que ya es muy tarde, pero —comenzó a decir Elliot con rapidez, hasta que una voz tajante, aunque extrañamente familiar, lo interrumpió.

—Yo diría que las dos de la mañana es más temprano que tarde. Pero teniendo en cuenta el toque de queda, hubiera sido mejor si te quedabas fuera del castillo hasta que amaneciera y que te aparecieras cinco horas después de lo debido, con la ropa sucia y golpeado como estás.

Cuando Elliot se giró para encontrarse con la fuente de la voz, se encontró de frente con un par de ojos verdes que lo miraban con recelo e incomodidad.

—Yo... bueno —Elliot tartamudeaba al identificar el uniforme negro de O.R.U.S que llevaba el chico frente a él.

—No digas ni una palabra más. Ahora sígueme.

El restaurador se encaminó a la puerta seguido de cerca por el corpulento guardián, mientras éste deslizaba la llave en el picaporte metálico y la abría para ellos. Acto seguido, el joven de la sección inmaculada le hizo un gesto a Elliot para que entrara primero.

—Espero contar con tu discreción al respecto de este asunto, Kuba.

—Por supuesto, Tate, yo no he visto nada, y gracias por las galletas —respondió el vigilante relajando un poco su severo rostro antes de cerrar la puerta.

«¡Tate!» pensó Elliot sobresaltado. «Él fue quien se llevó la caja y el libro de Almería...».

—Tú —dijo Tate sobresaltando aún más a Elliot—. Ni una palabra, y será mejor que hagas exactamente lo que yo te diga.

Sin decir nada más, el restaurador comenzó a caminar. Elliot lo siguió en silencio, intentando recordar dónde había visto antes a aquel chico y dónde estaría su libro. Luego de unos minutos de caminata silenciosa, Elliot se dio cuenta de que el restaurador no se dirigía a la entrada principal del castillo, sino que estaba dando un rodeo a lo largo de la muralla Este, a través de los jardines que Elliot había estado replantando toda la semana. Cuando Elliot vio cómo Tate aplastaba sin cuidado uno de los arbustos en los que él había estado trabajando, se tuvo que morder la lengua para no gritarle en ese mismo momento. Ahí yacía su trabajo duro, tirado por la borda. Al final alcanzaron el ala este del castillo, que estaba bastante desolada y que alojaba los dormitorios de los chicos. Tate se acercó a una pared cubierta por enredaderas, donde había una puerta que Elliot no había notado antes. De un suave tirón, el restaurador abrió la puerta, la cual no hizo el menor ruido. «Prueba inequívoca de que es usualmente utilizada a pesar de su extraño emplazamiento», pensó.

—Pasa —ordenó Tate—. Desde aquí no deberías tener problema para llegar a tu cuarto sin que nadie te vea.

Elliot se sorprendió tanto que sus ojos casi se salen de sus cuencas por la impresión.

—Yo... no... no entiendo. ¿Por qué? —preguntó incrédulo y suspicaz al final.

Luego de lo que le había hecho Noah aquella noche, Elliot no se podía permitir confiar tan fácilmente en nadie. Menos aún en alguien de la Sección Inmaculada.

—¡No preguntes estupideces y termina de entrar, Arcana! —Tate le contestó tan silencioso como pudo mientras tomaba a Elliot por un brazo y lo empujaba al otro lado de la puerta—. Y procura esconder bien esas heridas.

Fue en ese momento que la mente de Elliot ubicó aquel rostro y aquellos ojos: Tate era quien había estado con Müller fastidiando a Colombus aquel día en la cafetería cuando las muertes en el castillo comenzaron. Dando un fuerte tirón, Elliot se zafó desconfiado del agarre del restaurador.

—¿Por qué me estás ayudando —le dijo molesto—, y qué hiciste con mis cosas?

—No sé de qué estás hablando.

—¡Mis cosas!

Elliot casi gritó, pero al final se contuvo sabiendo que armar un escándalo no habría sido lo más inteligente en aquel momento.

—La caja y los libros que sacaste de mi cuarto durante la requisa. ¿Qué hiciste con ellos? —volvió a preguntar.

—Piérdete, Arcana. Será mejor que dejes de meter las narices en asuntos que no entiendes...

Y con eso último, Tate cerró la puerta y dejó a Elliot solo y enojado en el pasillo de acceso a los dormitorios.

─ ∞ ─

Sin perder más tiempo, invocó a Temperantia.

Colombus seguía en peligro, y con la idea de confrontar a Lila paseándose en su mente, quería estar preparado para lo que hiciera falta. Después de todo, si Krystos tenía razón y Lila era una demonio, no debía de ser muy distinta de su perseguidor de Hermanville-sur-Mer por más que no lo pareciera a simple vista. Aunque la sensación de contrariedad corría con violencia por sus pensamientos, Elliot no quería seguir poniendo en riesgo la vida de sus seres queridos.

—Si esto es una fiesta, ¡a mí no me van a dejar por fuera! —dijo Paerbeatus apareciendo enseguida—. ¡Yo soy el alma de la fiesta!

—¿Necesitas algo, Elliot? —preguntó ella con atención.

—Sí. ¿Sabes dónde está Lila?

—¿Quién? —preguntó Temperantia confundida.

—¡La muerta viviente, la fantasma!

—Ella es una... amiga, Temperantia —dijo Elliot—. Pero creo que quizás podría no serlo. Quiero decir...

No pudo evitar decir lo último con un poco de pena.

—Digo, quizás ella... sea una demonio que me ha estado mintiendo todo este tiempo. ¡Y me preocupa que le pueda hacer algo a Colombus, mi mejor amigo! Tienes que ayudarme, Temperantia. ¡Por favor!

—Lo haré, Elliot. Tranquilo —contestó Temperantia tratando de no sonar cansada—. Si una demonio está cerca, quizás las corrientes de aire lo perciban. Tan sólo necesito un poco de aire y tiempo.

Tras decir aquello el espíritu flotó con delicadeza hasta la ventanilla que había en lo alto de la pared.

—Definitivamente es la energía de un demonio, Elliot —dijo ella tras unos veinte segundos—. Y viene de tu cuarto.

Al escuchar aquello, Elliot sintió que un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—Colombus... ¡de seguro está en el cuarto! —exclamó.

Inmediatamente salió corriendo hasta la puerta de su habitación.

─ ∞ ─

Apenas entraron Paerbeatus dejó escapar un quejido asustado y se fue a esconder tras Elliot. Lila estaba tirada en el piso completamente desnuda y lloraba. Sus ojos eran de un rojo incandescente. Colombus se estremecía de pies a cabeza sobre su cama; dormido. Su boca abierta lucía desfigurada por el placer y, de vez en cuando, dejaba escapar jadeos del más puro éxtasis, mientras un hilo de baba se le escurría por el mentón y un bulto de su pantalón de pijamas delataba el goce irracional al que estaba siendo sometido su cuerpo: un placer tan intenso que ningún cuerpo humano podría aguantar por mucho tiempo.

—¡Lila! ¡¿Qué estás haciendo?! ¡DETENTE! —dijo Elliot.

—¡Elliot... ayúdame, por favor! —sollozó ella mientras, por primera vez, fijaba sus ojos rojos, los verdaderos, sobre él—. Yo no... no me puedo controlar más... por favor... ayúdame.

En ese momento su espalda se arqueó con violencia. De su boca salió un gruñido salvaje parecido al de un animal adolorido. Sus dedos, que en aquel momento ya eran garras negras, se posaron sobre su pecho desnudo para rasgar su piel blanca y delicada con violencia.

—Yo no... ¡no quiero esto! —volvió a llorar—. Me duele...

Elliot estaba aturdido. Sus ojos iban de un lado al otro sin saber qué hacer. Primero al cuerpo convulsionante de Colombus en su cama, y luego al cuerpo de Lila sufriendo a sus pies. Todos sus planes de confrontar a Lila súbitamente se derrumbaron. No sabía qué hacer. Estaba terriblemente asustado.

—¡Lila, yo no ...!

Temperantia inmediatamente le colocó una mano sobre el hombro a Elliot.

—Te aconsejo que no la escuches, Elliot. Nunca se debe hacer caso a lo que diga una criatura como ella —sentenció.

Al escuchar aquello, Lila negó con la cabeza con desesperación mientras lloraba con más intensidad y se tapaba frenéticamente los oídos.

—Pero... está sufriendo... ¡y Colombus...!

Elliot estaba increíblemente asustado. La situación no era para nada como la había imaginado. Quería ayudar a Colombus sin herir a Lila, pero no sabía cómo. De repente, Colombus comenzó a jadear con más fuerza y de su boca comenzó a salir espuma.

—Yo no... ¡no quiero hacer esto... no quiero matarlo...! Ayúdame Elliot, por favor

Lila sollozó. Su cuerpo frágil y delicado estaba cubierto por las hebras de su cabello negro.

—¡ABRÁZAME, por favor, te lo suplico! —le gritó al chico.

Elliot no supo qué más hacer. Impulsado por una extraña corriente, se alejó de Temperantia y se abalanzó sobre el cuerpo de Lila, atrapándolo en un abrazo que ella le devolvió de inmediato.

—¡ELLIOT! —gritaron Paerbeatus y Temperantia al mismo tiempo.

—¡Deberías alejarte de ella ya mismo! —dijo el espíritu.

—¡No, Temperantia, por favor! ¡Confía en mí...!

Esta vez Temperantia no contestó nada. Paerbeatus se lanzó a sus espaldas para cubrirse de Lila.

—Lo siento, Elliot —gimoteó Lila.

—¡Sálvalo, por favor! —le suplicó Elliot mientras la abrazaba—. ¡Es mi mejor amigo en el mundo!

—Yo no... n-no... puedo hacerlo —contestó ella.

—¡¿Cómo?! ¡¿Por qué no?! ¡¿Lila, por qué?!

—Si lo toco, morirá. ¡Pero tú...! Quizás puedas salvarlo. Salvarlo a él, ¡y s-salvarme a m-mí tt-también...!

Lila estalló una vez más en lágrimas.

—¡No, Lila...! ¡Yo sé que puedes salvarlo! No mientas, por favor. ¡Dime la verdad! ¡Dime que puedes salvarlo!

—La verdad —dijo ella con melancolía—. ¿Quieres saber la verdad?

Elliot asintió con desesperación. Ella sonrió.

«Klomoroshaiah...».

Y tras escuchar aquel susurro extraño y melodioso justo al borde de sus oídos, Elliot se desplomó.

─ ∞ ─

«¡¡¡...ELLIOT... ELLIO... ELLI...!!!»

Todo era negro, pero aun así, seguía en sus brazos.

Antes de que Elliot pudiera entender lo que estaba pasado, Lila lo estaba besando en silencio... con suavidad; con ternura. Su rostro entre sus manos. En sus labios se mezclaba lo dulce de sus lenguas con la sal de las lágrimas.

«¿¿... Dónde est...??»

Su apetito crecía. Su corazón latía con más ímpetu que nunca. Por cada una de sus venas recorría la excitación, el placer, el desenfreno, y aunque parecía imposible mezclar la lujuria con la ternura, en aquel beso ambas cosas fueron lo mismo para él.

El placer era sublime. Sin embargo, debajo había algo más; algo que no tenía sentido. El pensamiento le aprisionaba con fuerza la cabeza, así como los recuerdos de algo importante que se desvanecía en el viento. El eco lo estremecía. Eran voces, susurros, gemidos. Nada parecía estar en su lugar.

«¿¿...Qué... suc... d...??». Su voz interior resonaba. «C..lm...bs... ¿...stas b...? ¿D...nde estoy...toy....oy...?».

Un hilo de sangre le corría por sus labios; Lila se relamió los suyos con frenesí. Rápidamente el sabor del hierro inundó su boca. Dos dedos finos y delgados la acariciaron y recogieron el último rastro que quedó detrás. Ella volvió saborear placenteramente el sabor de Elliot, esta vez directamente desde su mano.

«¡¡¡...ELLIOT... NO... TE... EN... C... NTRO...!!!», volvió a escuchar.

Tan pronto como el beso cesó, se hizo consciente de todo. Cuando abrió los ojos, la oscuridad inundaba la habitación. Los ojos de Lila habían vuelto a ser de aquel tono café oscuro que él conocía. Su piel lo sostenía; era como una figura blanquecina y fantasmal que iluminaba el vacío.

«Ojos...», la mirada lo penetró fugazmente, pero fue suficiente como para saber que no estaba solo. «Sus ojos están sobre mí».

—Sobre nosotros —dijo Lila.

—Pero yo n-no... no los veo a ellos.

—No hace falta todavía —contestó ella.

La respiración agitada de Colombus sonaba a todo su alrededor.

«...Elliot... liot... iot...»

—Dijiste que querías saber la verdad —dijo Lila con severidad—. Esta es la verdad.

«C... LM... BUS...».

—Yo... quería pe... p-pedirte qué...

—Lo sé.

—Y... no me... siento bien —respondió Elliot.

El cuerpo desnudo de Lila estaba firmemente apretado al suyo. Elliot parecía un ángel entre sus brazos.

—La verdad es que me odio, Elliot. Me odio con todas mis fuerzas.

Lágrimas rojas empezaron a resbalarse sobre sus mejillas para desmoronarse con descaro sobre el rostro de Elliot.

—Yo no quiero hacerte daño —dijo.

—Lila... tú... ¿estás ...bien? —preguntó Elliot confundido—. Hay algo extraño... ¿tú, recuerdas algo? —le preguntó.

—Sí, antes de encontrarnos, tú —respondió ella— venías a salvar a tu amigo.

—¿Mi amigo? Te refieres... a («c... lm... bus...»).

Los recuerdos de Colombus galoparon con violencia ante los ojos de Elliot. Risas, peleas, consejos; muchas tardes de jugar videojuegos, muchas horas de hablar tarde por las noches y de ver series, películas, palomitas de maíz; muchas tareas y travesuras realizadas en complicidad. El mejor amigo de una vida muy corta; amistad, lealtad, confianza. Todo a punto de terminar... todo a punto de morir.

«¡¡¡... EL... OT.... TI... N... S... QU... L... HAR...!!!»

«COLOMBUS».

—Sí... Colombus. Vine a salvarlo de ti. Porque tú... le hacías daño. Tú... lo estabas lastimando. Lo ibas a matar.

Los gemidos de su mejor amigo se hicieron más estridentes. La espuma en su boca había comenzado a volverse sangre. Los sentidos de Elliot palpitaron.

—¡No, Elliot! No a ti, ni a aquellos que amas.

Entre llantos, la risa inocente de Lila se apoderó del lugar.

—Eso jamás me lo perdonaría...

Súbitamente la luz parpadeó. Astra, muy debilitada, apareció iluminando la habitación por un instante fugaz. Fue igual a una intermitencia. Con la poca fuerza que la manifestaba, intentó alcanzar a Elliot, pero no pudo lograrlo. No pasaron tres segundos antes de que la penumbra volviera a apoderarse de todo el lugar.

—Yo... vine —decía Elliot— para hablar contigo. Vine a pedirte que dejaras a todos en paz; que no hicieras más estas cosas. Pero tú...

«¿No lo sabes? Estamos juntos en esto. Nunca te dejaré solo. Tienes que saber que me preocupo por ti, por tu supervivencia, por tu felicidad, para que puedas dar lo mejor de ti para conseguir lo que quieres, proteger a los que amas y vivir tu vida; que puedas saber lo que es ser especial para alguien más y para ti mismo».

—Lo sé —contestó Lila—. Eres un chiquillo especial, Elliot. Siempre supe que lo eras...

Frente a sus ojos, un corazón desnudo latía. Colombus gemía moribundo, con dolor y excitación. Lila se hizo a un lado y permitió que el corazón descendiera con cuidado sobre las palmas de Elliot. Una daga negra lo atravesaba por todo el centro. Los latidos penetraron con fuerza por sus oídos.

—Todavía estás a tiempo de salvarlo —le dijo ella.

«Colombus... mi mejor amigo, Colombus...»

—¿Qué tengo que hacer?

—Tan sólo retírala —contestó.

Elliot tomó la daga entre sus manos y la arrancó lentamente del corazón. Un quejido horripilante desgarró el aire.

«¡¡COLOMBUUUS!!»

Tan rápido como el corte cesó y la daga estuvo afuera, los gemidos cesaron. El corazón desapareció de sus manos, y la daga rápidamente se derramó entre sus dedos como un chorro de sangre oscura y grumosa con aroma de mujer.

Lila renqueó.

─ ∞ ─

—¿Ya acabó todo? —preguntó Elliot.

La penumbra seguía reinando. Ahora era ella quien estaba en los brazos de Elliot.

—Sí. Todo está como siempre debió haber sido. Ya... ¿te sientes mejor? —preguntó Lila.

—Sí —respondió él—. Muchas gracias... por todo.

Ella sonrió.

La negrura que los rodeaba se había calmado y permanecía pacífica, como una bestia domada. No había ruidos, ni gritos, ni susurros. No había palabras incómodas aventurándose por el viento. Estaban solos en aquel espacio cerrado.

—No pasa nada, cachorro.

Con una mano le acarició el rostro.

—¿No te... asusta... ve...? —le preguntó.

—No —respondió Elliot interrumpiéndola sin la menor duda en su mirada.

La respuesta fue tan clara que pareció sorprenderla. Por una milésima de segundo su presencia pareció sincera. Fue quizás el primer sentimiento honesto que había sentido en toda su vida.

—¿Podrías... perdonarme? —dijo ella apenada.

Elliot no supo qué contestar.

Por más que acabara de perdonarle la vida a Colombus, también había asesinado a cinco personas. Sin quererlo, las dudas comenzaron a arremolinarse en su cabeza.

«Pero... ella... ¡ella fue quien me ayudó a encontrar a Astra! ¿Cómo puede ser entonces que sea malvada?»

—Shhh...

Con dulzura, llevó un esquelético dedo hasta los labios del muchacho.

—Ya, ya, tranquilo Elliot, no te sientas mal por pensar eso —susurró como si pudiera ver lo que había en su cabeza—. Después de todo, es la verdad. Soy peligrosa.

—Desearía poder confiar en ti —fue la respuesta de Elliot.

—Lo sé. Gracias por haberlo hecho hasta esta noche.

Sin poder evitarlo, una lágrima se derramó sobre la mirada consumida de su... «amiga tan... sombría».

No me gusta verte así. ¡No quiero verte así nunca jamás! —exclamó Elliot estallando en lágrimas.

—Te prometo que todo estará bien, Elliot. Esto no volverá a pasar—respondió ella con seguridad en la voz, pero aun con melancolía en sus ojos profundamente demacrados—. Pero para poder cumplir con mi palabra, voy a tener que irme por un tiempo.

—Supongo que... sí —le contestó él—. ¿A dónde irás?

—No estoy segura. Lejos de este castillo, supongo —trató de esbozar una media sonrisa triste en sus labios—. Pero te prometo que volveremos a vernos. Yo siempre he estado de tu lado. Por favor... nunca lo olvides.

Tan pronto como las últimas palabras fueron pronunciadas, su cuerpo se desvaneció en el aire, y su esencia se diluyó como una gota en medio del mar. Fue como si, después de desaparecer, Lila y todo lo que había pasado en la habitación hubiera sido tan sólo un sueño.

─ ∞ ─

Sin embargo, todo había sido real.

Alguien más había sido un testigo incompleto e impotente de la escena a través de una brillante pantalla en medio de un mar de monitores que no perdían detalle de todo lo que estaba pasando en el castillo ahora que el protocolo O.R.U.S estaba en su tercera fase.

Con mucho cuidado y bajo el amparo de la soledad que reinaba en el lugar, la persona tecleó un comando en el teclado principal para tener acceso al sistema de almacenamiento e insertó una diminuta memoria flash. Luego de una serie de tecleos automáticos apareció un mensaje parpadeante en la pantalla.

«Mantengamos esto entre tú y yo...».

Tras presionar ENTER, tres agudos pitidos se escucharon, y la pantalla se puso en negro. Al volver a encenderse, apareció una imagen de Elliot entrando a su cuarto antes de acostarse a dormir como siempre lo hacía. Ya no había rastro de su súbito desmayo, ni de la extraña agitación en el ambiente de su habitación.

Ahora sí, la memoria flash fue retirada del ordenador para irse en los bolsillos de quién se encaminaba a la salida del centro de vigilancia.

«Mucho mejor así...»

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