Capítulo 23: Ojos bien abiertos

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—Síguenos, Arcana —dijo escuetamente Tate mientras se giraba y comenzaba a caminar—. El profesor Rousseau quiere verte.

La noche había terminado, y el temible domingo donde se reuniría con sus representantes había llegado. Junto a dos restauradores a su lado, Elliot andaba por los pasillos taciturno; como si cada paso del camino entre pasillos llenos de cuadros y puertas antiguas fuese una nueva forma de recordar al Fort Ministèrielle, a sus amigos, a la tía Gemma, a su vieja vida. Sin embargo, ahora había algo nuevo entremezclándose con la multitud del resto de los estudiantes; ocasionalmente las sombras imaginarias de los espíritus del tarot y de Lila aparecían, confundiéndose entre las demás.

«Aaaaah.... qué fastidio», pensó Elliot con brusquedad, sin poder evitar ser un poco duro consigo mismo. «Llegó la hora. Supongo que debería haber sido más cuidadoso...». Pero, aunque así fuera, y aunque el camino que recorría hasta el ala sur del castillo estaba repleto de señales que le recordaban a Elliot cada error que pudo (o no) haber cometido, lo cierto es que en su corazón seguía sintiendo que cada cosa hecha había valido completamente la pena. A final de cuentas, su nueva vida de aventuras mágicas era algo que concernía sólo a él y a nadie más, pues era él quién la vivía; nadie nunca podría entender realmente lo que significaba todo aquello: tanto cada uno de los riesgos, como la felicidad en general que le producía.

Cuando Elliot y sus escoltas, los restauradores Tate y Müller, llegaron finalmente al despacho de Louis Rousseau, la imagen de la puerta trajo consigo a Lila de vuelta a la cabeza de Elliot, junto al recuerdo de aquella noche en la que liberaron a Astra de su prisión de cristal. El recuerdo se sintió fresco, como si acabara de pasar la noche anterior.

—¿Sí? —preguntó la voz de Rousseau al otro lado.

—Señor, ya le trajimos al infractor como lo solicitó —dijo Müller con solemnidad a través de la puerta cerrada.

—Muchas gracias. Que pase, por favor —contestó el profesor.

Müller abrió la puerta con cuidado y le hizo una seña con la cabeza a Elliot para que pasara. Elliot se adelantó en silencio para entrar al despacho que ya conocía muy bien. Los restauradores cerraron la puerta detrás de él. Un movimiento súbito llamó su atención. Elliot no pudo evitar estremecerse.

Sus ojos se posaron sobre un par de ojos cafés muy oscuros y serios que lo veían con reproche. Al lado de estos, un poco más abajo, otro par de ojos azules lo veían con alivio y con angustia por igual.

—Tía Gemma, yo —comenzó a decir Elliot.

Sin embargo, no pudo completar lo que quería decir porque un fuerte golpe en su mejilla lo tomó por sorpresa. Al darse cuenta de lo que Massimo acababa de hacer, Gemma se cubrió la boca con las manos, mientras sus ojos azules comenzaron a derramarse como un río desbocado a través de sus mejillas. Elliot podía sentir el hormigueo en la mejilla, pero no supo qué decir ni qué hacer, más que quedarse allí de pie, inmóvil y ausente. Sus ojos quedaron fijos en la biblioteca tras la cual sabía que había un pasadizo oculto que conducía a un inframundo de secretos que aún no podía entender. De pronto el perfume de su tía le inundó la nariz. Gemma lo estaba apretando contra su cuerpo en un fuerte abrazo. Tenía su cara enterrada en uno de sus hombros para continuar con su llanto cadencioso.

—¡¿Cómo pudiste hacerme esto, Elliot?! —preguntó entre sollozos, aferrándose aún con más fuerza al delgado cuerpo de su sobrino.

Sus dedos finos y delicados se enredaban en el cabello y en el cuello de Elliot, quién, aunque aún sentía dolor en la zona por culpa de la soga de la noche pasada, no dijo nada. Quería evitarle a su tía más razones por las qué preocuparse.

—¿Acaso no te importa lo que me hubiese pasado a mí si te hubiera pasado algo malo? —dijo ella—. ¿Es que acaso no te importa todo lo que significas para mí?

Aquellas palabras fueron mucho más de lo que Elliot pudo soportar. De sus ojos también brotaron las lágrimas, y sin importarle más nada, se aferró al cuerpo de su tía como si de un bote salvavidas se tratara; él era el náufrago que iba a la deriva en el medio del mar.

—Yo... yo lo siento... ¡lo siento mucho, tía...! Yo sólo —decía entre lágrimas.

—Sólo con pedir perdón y llorar no se van a solucionar las cosas, Elliot —dijo de pronto el hombre que acababa de aventarle una cachetada.

—Papá, yo —decía Elliot mientras se separaba de su tía.

—Sécate las lágrimas y deja de llorar. Ya estás muy grande para eso, y si eres lo suficientemente hombrecito como para mentirnos a todos y escaparte sin permiso fuera del país, pues entonces sé un hombre también para afrontar las consecuencias de tus actos.

Massimo se sentó de frente al profesor Rousseau. El profesor no había dicho ni una palabra y veía todo lo que estaba sucediendo con su habitual sonrisa en el rostro. Sus ojos parecían estar más dorados que nunca: alertas, astutos, en control.

—Entiendo su enfado, señor Arcana, pero por favor tratemos de llevar este asunto de una manera cordial y civilizada. Estoy seguro de que si hablamos, todo esto se solucionará de una forma en la que nadie quede insatisfecho con el resultado final. Ahora bien, señorita Power, por favor, ¿sería tan amable de tomar asiento con nosotros?

La tía Gemma se enderezó tras secarse una última vez las lágrimas de su rostro y se encaminó al escritorio para sentarse junto a Massimo, su cuñado.

—Tome, querida —dijo el profesor a la vez que le entregaba un inmaculado pañuelo blanco—. ¿Té? ¿Café?

—No, muchas gracias, así estoy bien...

El profesor Rousseau le dedicó una cálida sonrisa y luego se volvió a sentar en su silla.

—Tú también toma asiento Elliot, por favor.

Tras sentarse, todos quedaron en silencio. Al sentir los tres pares de ojos sobre él, Elliot no puedo evitar sentirse incómodo y minúsculo.

—¿Y bien? —espetó su padre de pronto rompiendo el silencio—. ¡No te quedes callado! Habla.

—Yo... no... no sé qué decir —dijo Elliot confundido.

Al buscar la ayuda en su tía, sus ojos azules fueron tan fríos como los de su papá. La decepción en ellos era bastante notable.

—Está bien. Déjame refrescarte la memoria, entonces —dijo su papá con sarcasmo—: Te escapaste sin permiso del instituto con la mentira de que estarías en París con tus amigos cuando no fue así. Le mentiste a Gemma, que evidentemente no tuvo el tacto de confirmar nada de lo que estabas diciendo porque confió en ti de manera ciega y tonta, si me lo permites decir, Gemma.

—¡Ya lo dijiste de todos modos, así que qué más da! —exclamó la mujer—. Tal vez si te preocuparas por Elliot la mitad de lo que te preocupas por tu trabajo las cosas hubieran sido diferentes.

—¡Como siempre! Ahora yo soy el culpable de todo, ¿no? —respondió Massimo sin inmutarse ante la respuesta de su cuñada—. Si el niño te fastidia tanto o te supera, lo mejor sería entonces que no te hubieras metido desde un principio en asuntos que no te importan.

—No te atrevas a decir eso. ¡No te lo permito! —dijo la mujer con los nervios crispados por el dolor y la indignación—. Elliot es más mi hijo de lo que tú jamás podrás ser su padre, Massimo.

—Y aun así lleva mi sangre por sus venas y no la tuya, Gemma, y si a mí me provoca, no lo vuelves a ver más nunca en tu vida —amenazó el hombre.

—¡No le hables así a mi tía! —exclamó Elliot, incapaz de mantener la calma ante el miedo de que aquella amenaza fuera real.

—Tú te callas y me respetas. Si no hablaste cuando tuviste tu oportunidad, ahora te aguantas —le riñó su papá mientras lo apuntaba con un dedo amenazador.

—¡Por si no lo recuerdas, Massimo, Diana era MI HERMANA! —gritó Gemma echa una furia.

—¡Señores, señores! ¡Calma, por favor, calma! —intervino Rousseau al ver que si no lo hacía, lo próximo que pasaría sería que los libros de su biblioteca comenzarían a volar por el aire en medio de gritos y reclamos—. ¡Esta no es forma de solucionar las cosas! Ahora bien, si tenemos que buscar culpables, lamento decirte, Elliot, que el único culpable de todo este malestar... eres tú.

—Un malestar de dos mil quinientos euros si me permite agregar, profesor —dijo con sequedad Massimo mientras se pasaba los dedos por el lustroso cabello color caoba.

—Pff... siempre pensando en el dinero. ¡Típico! —masticó por lo bajo la tía Gemma. Massimo no dijo nada.

—Dinero que, si bien entendí, fue usado para comprar unos boletos hasta la isla de Man, ¿no es cierto? —preguntó Rousseau directamente a Elliot.

—S-sí... señor —respondió el chico.

—Y, ¿serías tan amable de decirnos qué hacías tú solo viajando a la isla de Man?

Las palabras fueron más una orden que una pregunta a pesar de la ligereza en la voz del profesor Rousseau. Por un instante a Elliot se le pareció demasiado a Madame Gertrude.

—Bueno yo —Elliot ya había pensado en lo que iba a decir, pero al ver los ojos de su tía, tan desilusionados y tristes, le hizo más difícil soltar la mentira que tenía planificada—. Yo fui a... conocer a alguien.

Su mirada cayó desviada al suelo y a sus pies. No pasó un segundo antes de que sintiera cómo los ojos de su tía y su papa se clavaban en su nuca.

—¿A quién querías conocer, Elliot? —preguntó Rousseau con calma, transformando en palabras los pensamientos de Massimo y Gemma.

—A... bueno... a... una chica.

—A una chica, ¿qué chica? —preguntó de inmediato su tía.

—A mi... mi novia...

—¡Novia! —exclamó su tía sorprendida—. ¡¿Pero cómo que una novia, Elliot?! No entiendo.

Tras oír la respuesta de Elliot, Massimo suspiró con frustración.

—¿En serio, Elliot, una chica? —dijo—- ¿Todo esto por una chica? Pues por más normales que sean estas cosas a tu edad, no justifica lo que hiciste. Pero, aunque no te apoyo, tampoco puedo decir que te culpo.

Y sorpresivamente para Elliot, su papá apoyó una de sus grandes manos sobre su hombro y lo apretó con afecto paternal.

—Podrías fácilmente haberlo dicho. Podrías haberme llamado —le dijo.

«Cómo si tú contestaras alguna vez el teléfono», pensó Elliot, pero sin tener el valor para decirle eso a su padre, asintió con la cabeza y se resignó a simplemente darle la razón.

—¿Y eso es todo, entonces? —protestó Gemma indignada—. ¿Cómo el señorito estaba pensando con la cabecita que le cuelga entre las piernas y no con la que tiene sobre los hombros, hay que perdonarlo así sin más? ¿Dónde pasaste la noche, Elliot? Dímelo.

La tía Gemma lo había tomado por los hombros y ahora lo veía directamente a los ojos.

—Con... con ella —balbuceó.

Su padre dejó escapar una risa sutil que hizo que Elliot también se riera nerviosamente mientras se sonrojaba un poco. La cara de su tía se endureció y asintió mientras lo soltaba y se enderezaba en su silla.

—¡Pues... pues...! Espero que te hayas protegido como se debía, Elliot. Me sorprende que no hayas confiado en mí para consultarme algo tan importante —dijo al final.

—Tía, yo —comenzó a decir Elliot, pero su papá lo interrumpió.

—Esas son cosas de padres e hijos, Gemma. Es normal que Elliot no se sintiera cómodo hablándolas contigo.

—No... yo no...

—Entonces, es evidente que ya todo ha sido aclarado —interrumpió el profesor Rousseau—. Y ya que ambos representantes están acá, lo mejor será que sean ustedes quienes pongan el castigo que consideren necesario.

—Muchas gracias, profesor, pero eso ya no será necesario.

Poco a poco Massimo se fue colocando de pie como si no quedara más nada por decir y ya estuviera listo para marcharse.

—Lo mejor será que Elliot se mude conmigo a Hong Kong, donde podré tenerlo más cerca y mejor atendido. Ya he tomado la decisión. Llevo toda la semana pensándolo y creo que será lo mejor.

—¡¿Hong Kong?! —exclamaron al mismo tiempo y con el mismo pavor tanto Elliot como la tía Gemma.

—No veo por qué se sorprenden tanto si es lo más lógico —contestó Massimo—. Elliot necesita contar conmigo ahora más que nunca, y mientras él esté aquí en Francia y yo en China, la comunicación no podrá ser efectiva.

—¡Pero yo no me quiero ir a Hong Kong, papá! ¡¡Aquí están mis amigos!! —protestó Elliot tan rápido como pudo poniéndose también en pie, pero su papá lo interrumpió.

—Los amigos no son importantes. Ya conocerás a más personas en Hong Kong y tendrás nuevos amigos.

—¡Pero eso es un disparate, Massimo! —exclamó Gemma, quién de la adrenalina también se había puesto de pie—. ¡Elliot acaba de comenzar el año escolar!

—No importa. Puede ser ahora mismo o para el siguiente año; no es nada que no se pueda arreglar con un par de llamadas.

Tras decir aquello, Massimo volvió a colocar una mirada de frustración.

—Y, Gemma, por favor, no me lleves la contraria, ¿quieres? Yo sé que es lo mejor para mi hijo.

—¿Lo mejor para él o lo más cómodo para ti? —le preguntó ella con sarcasmo.

—Bah... piensa lo que quieras, Gemma, pero Elliot no es tu hijo, así que no te metas en mis asuntos.

—Señor Arcana —habló de pronto el profesor Rousseau—. Lamento tener que contradecirlo en esta ocasión, pero me temo que no está pensando muy bien las cosas. Elliot es un alumno muy brillante, muy apreciado por esta institución y por sus compañeros de clases, y me parece más que evidente que el chico ya está pasando por una etapa bastante difícil en su desarrollo como individuo como para someterlo a un cambio tan brusco como el que usted está sugiriendo.

Al ver que Massimo escuchaba con atención, Rousseau continuó hablando:

—La mente de los jóvenes es realmente delicada, y con un coctel de hormonas bullendo en su sangre cada dos por tres, someterlos a mucho estrés podría causar reacciones y conductas desfavorables con consecuencias muchísimo más lamentables que un escape fugaz por un amorío. Amorío que, a todas estas, el joven Elliot no ha dicho de donde salió...

Automáticamente todos se fijaron en él, a la espera de una respuesta.

—Cierto, Elliot... pensaba preguntártelo luego con más calma, pero ya que estamos —dijo su padre.

—De... mmm... la conocí por internet —respondió Elliot al final.

La tía Gemma se dejó caer pesadamente sobre su silla, mientras su papá se ponía lívido como el papel.

Allora... ¿¡Cómo que... cómo que por internet?! —preguntó Massimo con un hilo de voz.

—Sí... bueno... por una aplicación para conocer gente que descargué en mi teléfono.

—Pero tú... ¡¿Es que acaso perdiste la cabeza por completo, Elliot?! —exclamó la tía Gemma con horror en la voz—. ¡¿Qué hubiera pasado si te hubieran secuestrado?! ¿Qué hubieras hecho si hubiera sido un hombre perverso y no una chica quien estuviera detrás de la foto? ¿Es que acaso te quieras matar? ¡¿Es eso?!

Gruesas lágrimas habían vuelto a caer por las mejillas de la mujer.

—Teléfono —exigió su papá acercándose a él con la mano extendida.

—Papá, no es nada, yo...

—AHORA, ELLIOT. ¡DAME EL TELÉFONO YA MISMO!

Elliot se sacó el dañado aparato del bolsillo de su pantalón y se lo entregó. Su padre casi se lo arrancó de las manos junto con sus dedos de un solo tirón y se lo guardó en el bolsillo interno del saco.

—De todos modos ya no sirve —dijo Elliot con amargura.

—Tanto mejor aún —dijo su papá. El sarcasmo estaba de vuelta en su voz—. ¡Espera el próximo que te mandaré! Estoy seguro de que lo encontrarás bastante útil.

Una vez más se giró para ver al profesor Rousseau.

—Profesor Rousseau, usted ya sabe que lo respeto mucho —dijo—. Si usted como educador considera que sacar a Elliot del internado no es lo más aconsejable para su salud, le creo —poco a poco iba caminando hacia la salida—. Sin embargo, soy un hombre de negocios, y no tengo mucho tiempo para perder en esta clase de asuntos. La decisión ya está tomada. Elliot se irá conmigo a Hong Kong; ya sea ahora o más adelante, pero lo hará. ¿Está claro? —una vez más volteó a ver a su hijo con firmeza—. ¡Este será tu último año en Saint-Claire, así que te recomiendo que lo disfrutes! O.R.U.S. también tiene escuelas en Hong Kong, así que me la suda, Elliot, me la suda si te deprime no ver más a tus amigos. Y una cosa sí te prometo: ¡si me vuelvo a enterar de que haces algo como lo que hiciste, Hong Kong será el menor de tus problemas, porque lo que te espera será la ACADEMIA MILITAR! Por ahora olvídate de las salidas del castillo por un mes entero, ¡y de la tarjeta de crédito también! Tu nueva mesada será de ciento cincuenta euros al mes, y da gracias a Dios que estoy siendo benevolente contigo.

Massimo ya estaba en la puerta del despacho, listo para marcharse.

—Señor Arcana... ¿me dejaría hacerle una última sugerencia? —dijo rápidamente el profesor Rousseau.

Massimo, aún con el enfado plasmado en su rostro, asintió a la pregunta del profesor.

—Como ya les dije antes, y tanto como lo saben ambos representantes, Elliot es un muchacho brillante. Sí, está pasando por una fase complicada, pero eso es normal en todo adolescente, después de todo. Por lo tanto, ruego que escuchen esta propuesta, que creo será lo mejor para todos los involucrados.

Massimo y Gemma asintieron silenciosamente. Tras ello, Rousseau continuó:

—En primer lugar, el joven Elliot debería atender a sesiones de orientación psicológica a manos de nuestra directora de psicopedagogía, Norma Ever, la cual está de más decir que es una excelente orientadora. Pero, adicionalmente, sugiero que hagamos una evaluación exhaustiva de su progreso a lo largo del año escolar. Señor Arcana, si me lo permite una vez más, no retire a Elliot aún de la institución, ya que él mismo ha manifestado sus deseos de quedarse en Fougères, pero, a cambio, ¡incentívelo a ganarse ese derecho! Si sus notas se mantienen altas, si cumple con todas sus responsabilidades y, bueno, está de más decir que si también da por concluidas sus peligrosas y caóticas travesuras, no veo porque no recompensar al muchacho. Creo que así se invertirán muchos menos esfuerzos innecesarios en cambios que podrían perjudicar al chico mucho más de lo que podrían ayudarlo...

Tanto la tía Gemma como Massimo escucharon con mucha atención la sugerencia del profesor Rousseau. Después de unos segundos de silencio en los que, al parecer, ambos parecieron concordar, Massimo habló una vez más.

—Me parece aceptable, profesor. Tendré que pensarlo con calma luego, pero si usted mismo está dispuesto a aceptar la siguiente condición creo que no habrá ningún problema con su sugerencia. Me gustaría que me hiciera llegar un reporte mensual escrito por usted personalmente con todas las consideraciones pertinentes, detallando el progreso de Elliot paso a paso. Incluya las evaluaciones de la psicóloga y el resultado de sus últimos exámenes. Confío en usted, Rousseau, ya lo sabe; lo he hecho desde hace tiempo ya; así que, si no le parece mucho problema hacer esto, quizás tome su palabra en cuenta y deje el asunto en sus manos. Entonces, quizás, y sólo quizás, podría descartar la idea de retirar a Elliot de Saint-Claire. En dicho caso, todo dependerá de ti, Elliot...

Massimo volvió a fijar sus pesados ojos oscuros sobre su hijo.

—Perfecto entonces, señor Arcana. Vaya con la seguridad de que nosotros nos haremos cargo de su hijo como usted disponga —dijo Rousseau.

Massimo Arcana asintió en silencio y por última vez, añadió:

—¡Ah! Y por favor, asegúrese de que Elliot se mantenga ocupado. Que se una a algún club, y si es deportivo mejor...

—Así lo hará, se lo aseguro.

—Gracias, profesor, hasta luego. Vámonos, Gemma...

Pero la tía Gemma no se puso en pie a pesar de las órdenes de Massimo. Tras ver que el papá de Elliot seguía de pie en la puerta esperándola, carraspeó y se preparó para decir algo.

—Vete tú adelante. Yo me iré por mi cuenta.

Después de oír la respuesta, Massimo batuqueó las manos en el aire.

—Cómo quieras, ni que me importe de todos modos...

Así la puerta se cerró y el padre de Elliot se fue de la habitación. Luego vino un incómodo minuto de silencio. Gemma seguía sentada, pero se mantenía sombríamente callada, a lo que tanto Elliot como Rousseau esperaban alguna otra señal.

—Tía, yo lo...

—No, Elliot, ¡PARA! —gritó la tía Gemma bruscamente con mucha indignación.

Aquello tomó por sorpresa a todos. Tanta había sido su ímpetu que varias lágrimas saltaron desde su rostro y cayeron con pesar sobre su pantalón.

—No hables... por favor; no quiero escucharte en este momento.

Elliot no sabía qué hacer, pero algo le quedó muy claro en ese preciso instante: odiaba ver llorar a su tía de la manera en que lo estaba haciendo.

—¡Tía... discúlpame! Discúlpame, de verdad lo siento. ¡Nunca quise lastimarte!

Pero ella, quién afincaba su rostro en una de sus manos con tristeza, exhaló un leve suspiro, mientras buscaba la serenidad para mantenerse clara en un momento tan difícil.

—Demasiado tarde —fue su respuesta.

Elliot no supo qué hacer, más que echarse a llorar una vez más.

—Estoy muy decepcionada de ti. Necesito tiempo para asimilar todo esto...

Y sin decir nada más, Gemma Power se puso de pie y se encaminó a la puerta del despacho. Antes de cruzar el umbral, se giró fríamente para despedirse únicamente del profesor Rousseau, sin dedicarle ni una sola mirada a su sobrino.

«Si tan sólo... ella supiera...», sollozaba Elliot secretamente con el corazón hecho trizas al verla acercarse a la salida.

—Profesor, espero de todo corazón que algo como esto no se vuelva a repetir. Me disculpo por todo el escándalo.

—No se preocupe, señorita Power. Yo también lamento mucho todo esto. Retírese con tranquilidad... y descanse.

Tras aquello, la tía Gemma salió del despachó y cerró la puerta tras ella, dejando a Rousseau con una sonrisa bailando en sus labios y a su sobrino con el corazón a los pies.

─ ∞ ─

Una vez que Elliot y el profesor Rousseau quedaron a solas, Elliot pensó que la pesadilla y el mal momento habrían terminado. Pero no fue así. Luego de que su padre y su tía se fueron, el profesor Rousseau hizo que Elliot se sentara y continuó con un largo y fuerte regaño sobre las normas, los deberes de un adolescente, la responsabilidad por los actos y otro más sobre lo muy preocupados que estaban todos por él, especialmente su tía, cuya desilusión no dejó de ser remarcada por el profesor una y otra vez, y era casi como si Rousseau hubiera querido echarle sal a la herida abierta de Elliot. Pero, por más que el nudo en la garganta le empujaba las lágrimas a los ojos, Elliot no lloró. Quizás ante el viejo Lou no habría tenido inconvenientes en hacerlo, pero no ante el desconocido que se encontraba hablándole en aquel momento. Fuera por la razón que fuere, Elliot no podía dejar de pensar en la extraña conducta del profesor durante las últimas semanas, y su estrecha cercanía con los restauradores. Y para él, todo lo que tuviera que ver con O.R.U.S. le recordaba la jaula de Astra, la petulancia de Tate y los oscuros ojos de Grimm. Cosa que, en definitiva, le causaba una aversión tremenda.

Después de un buen rato el profesor Rousseau le mostró una lista con todas las actividades extracurriculares del instituto. Elliot ya la había visto antes en los tableros de anuncios que había en todo el castillo, y a través de los televisores del circuito cerrado en el que la sección Lumière siempre le dedicaba algún segmento a cada una de las actividades para fomentar la participación estudiantil. Sin embargo, Elliot nunca le había prestado la más mínima atención a ninguna. Eso si se dejaba de lado la vez que, durante su primer año en el castillo, consideró formar parte del club de lectura, pero luego de haber asistido a una aburridísima sesión del grupo, desistió por completo.

Tras revisar la lista bajo la atenta mirada de los ojos ambarinos del profesor Rousseau, Elliot vio una actividad que verdaderamente le llamó la atención.

—Si es un club deportivo, no te preocupes. Yo escribiré una nota especial para que te dejen entrar, aun si la etapa de selección ya terminó —dijo de pronto Rousseau al ver cómo Elliot quedaba con los ojos fijos en una de las actividades.

Para Elliot, la sonrisa en los labios del viejo Lou era irritante y el brillo dorado de sus ojos había vuelto a aparecer. Otra vez era como si pudiera ver más allá de su mente, adelantándose a su curso de acción. Sin embargo, el profesor se había equivocado; no se trataba de un club deportivo, a lo que Elliot negó lentamente con la cabeza antes de hablar.

—No, no es nada de deportes —contestó con calma—. La verdad me gustaría poder unirme al club de jardinería.

—¿Alguna razón en particular? —preguntó el profesor, ahora sonriendo más abiertamente.

—Ninguna realmente. Es sólo que es la que más me llama la atención en este momento.

Rousseau le dio una mirada que, por poco, pareció soberbia.

—El masoquismo, Elliot —dijo lentamente mientras tomaba la hoja de las manos del chico—. Es un interés poco estético y bastante peligroso si no se maneja con cuidado. El masoquismo crea mártires, y al contrario de lo que aparenta la creencia popular, a nadie le gustan realmente los mártires...

Elliot no dijo nada mientras el profesor hablaba. Se supuso que sus palabras se debían a que como estaba escogiendo el club de jardinería mientras cumplía con un castigo en esa misma área, sus palabras se referían a ese hecho. Y en parte así era, pero no por las razones que el hombre estaba infiriendo. Luego de aquello, tras ver que Elliot no decía nada, el profesor Rousseau le entregó un panfleto del club de jardinería. A partir del día siguiente, aparte de cumplir con su castigo, también tendría que presentarse con la presidenta del club para formalizar su inscripción con ella en el invernadero del instituto. Sin decir más nada, el profesor dejó que Elliot se marchara de su despacho.

Cuando Elliot salió de allí ya era pasado el mediodía, y aunque su buen humor había disminuido luego del encuentro con su padre y su tía, Elliot no quería dejar que aquello lo afectara tanto. Después de todo, en la reunión no había pasado nada que Elliot no hubiera sabido o se hubiera esperado. Quizá lo único con lo que él no había contado era con la decisión de su papá de sacarlo del instituto para llevárselo a vivir con él a Hong Kong. Pero tan rápido como pasó el golpe inicial, Elliot decidió que lo único que podía hacer era luchar por quedarse donde quería estar, en el Fort Ministèrielle junto a sus amigos. Mientras tomaba su almuerzo no pudo dejar de darle vueltas a todas las cosas que había en su cabeza, tratando de encontrar una manera de hacer que su padre cambiara de opinión. Massimo Arcana era terco por naturaleza, pero Elliot conocía algunos de sus puntos flacos, y sabía que, si jugaba bien sus cartas, podría convencerlo de que le permitiera quedarse en el Instituto Saint-Claire. Después de todo, aunque no se llevaran del todo bien, Elliot sabía que si le ganaba en la apuesta siguiendo las reglas, su padre aceptaría la derrota como un buen perdedor. Por lo tanto, no era su papá, con todo y lo estricto que era, lo que le preocupaba más. En realidad lo era su tía Gemma.

La frialdad en su mirada y la decepción en su voz eran látigos que lo fustigaban cada vez que recordaba lo sucedido en el despacho del profesor Rousseau, y aquello sí lo empujaba al borde de las lágrimas. Elliot nunca hubiera querido que las cosas se torcieran tanto con ella; ahora que conocía su lado feo, el chico podía entender el pavor de los hombres que habían huido en el pasado ante su ira. Se sentía culpable, pero algo era seguro en su convicción; había un sentimiento más fuerte que ningún otro, que empujaba por todos los caminos hacia la reconciliación. Quería disculparse, demostrarle a su tía que no tenía que preocuparse por nada y que todo iba a estar bien; que podía volver a confiar en él una vez más. Reflexionando un montón de cosas sobre cómo llevar su vida normal y su nueva mágica a la vez, se prometió a sí mismo que jamás volvería a ser causa de llanto para su tía.

«Jamás, tía Gemma. Juro que encontraré la manera. Es una promesa».

─ ∞ ─

Había subido a la Tour du Ciel. Llevaba toda la tarde pensando y divagando en todo lo que había pasado en las últimas seis semanas, y en el vuelco tan drástico que había dado su vida en tan poco tiempo. «Seis semanas», pensó, mientras miraba las cartas del tarot en sus manos. «Yo más bien diría que toda mi vida...».

Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios mientras veía la figura de Paerbeatus dibujada en la carta junto a Recordatorio, quien parecía verlo directamente a los ojos. Aquella era la primera vez que Elliot lograba ver los ojos del animal. Ahí comprobó satisfecho que eran tan morados como los del espíritu. Curioso era, al final de todo, que los ojos felinos de Recordatorio parecían incluso mucho más conscientes y enfocados que los del espíritu al que acompañaba.

Elliot se puso de pie y caminó hasta el borde almenado de la torre para apoyarse ahí. Estaba recordando su extraño encuentro con la gitana de Almería mientras veía cómo el sol se ocultaba tras el horizonte tranquilo y calmado de Fougères. Ella también había tenido los ojos morados, y, por un momento, Elliot se preguntó si ella no sería también uno de los espíritus de las cartas. Aunque no podía estar seguro de aquello, lo cierto era que realmente no importaba. Lo que realmente importaba era que, después de aquel viaje, su vida se sentía completamente distinta.

Tras repasar uno a uno los dibujos de las cartas, Elliot se las guardó en el bolsillo del pantalón y luego, como en medio de un suspiro, fue llamando a los espíritus uno a uno. Estos se materializaron a su lado casi de inmediato, Paerbeatus el primero y Adfigi Crucis el último.

—¿Estás bien, Astra? —preguntó Elliot mientras se encontraba con la mirada de la mujer.

Sus gruesos labios y sus blancas mejillas albinas se pintaron de un rosado vivo mientras la mujer sonreía y asentía con la cabeza.

—Ya estoy mejor. Sí —dijo ella—. Fue difícil, ¡pero aquí estamos...!

—Sí, cachorro, no te preocupes. ¡Nosotros somos más fuertes de lo que te imaginas! —agregó Paerbeatus, mientras flexionaba su codo en un intento inútil por sacar músculos de su delgado brazo.

Elliot sonrió y asintió mientras se giraba para seguir viendo la puesta del sol.

—Yo sé que son fuertes, pero, aun así, no puedo dejar de preocuparme por ustedes.

En su mente todavía se apreciaba con claridad la urna de cristal de la que había rescatado a Astra, y eso hizo que pensara en Lila. Su ayuda, sus lágrimas, los asesinatos, su arrepentimiento, Colombus. Había muchas cosas de Lila que él no podía entender. «Así que... ¿en serio era ella quién estaba detrás de todo?», se dijo triste en su mente, mientras el rojo del cielo, hermoso y vivo, le traía a la mente el recuerdo de sus ojos, así como los del demonio que lo había perseguido por toda Caen.

—¿Y qué hay de ti, Elliot? ¿Estás bien? —preguntó Temperantia con serenidad mientras le colocaba una mano en el hombro y él, a cambio, le dedicaba una atenta mirada.

—Sí, estoy bien —respondió mientras sonreía.

—Y sin embargo, la contrariedad y la duda corren por ti como caballos desbocados —intervino Adfigi Crucis desde su espalda.

Elliot se giró para verlo, y notó cómo el espíritu permanecía recostado del quicio de la puerta que daba a la terraza del planetario, a una distancia prudente de los demás. Cuando el hombre nativo se dio cuenta de que Elliot lo miraba, se apresuró a decir algo más.

—Lo siento, pero no puedo evitar sentir lo que estás sintiendo. Me disculpo si fui imprudente.

—No, no tienes por qué disculparte —le dijo Elliot—. Lo cierto es que tú tienes razón. Sí, estoy contrariado, y tengo muchas dudas ahorita en mi cabeza. Pero... no son las que se imaginan.

Las cartas lo escucharon con atención mientras hablaba. Hasta Paerbeatus se había sentado tranquilo en la cornisa almenada. Elliot se giró despacio y volvió a fijar sus ojos en el atardecer.

—Es solo que han pasado tantas cosas —dijo antes de suspirar—. Antes de que ustedes aparecieran en mi vida, lo más emocionante que me había pasado nunca era haberme encontrado con un libro que me sorprendiera en la biblioteca.

Aquello lo hizo callar un momento y sonreír al darse cuenta de la ironía en sus palabras. «Lo cierto es que todo esto también comenzó cuando me encontré con un libro», pensó.

—Solamente han pasado seis semanas desde que pasé tu prueba, Paerbeatus. Sólo han sido seis semanas, y ya he estado a punto de morir varias veces...

Cuando Elliot vio que Paerbeatus abría sus ojos con angustia, se apresuró a terminar lo que quería decir.

—¡Yo no te estoy culpando —dijo entre risas—, y no quiero que me mal interpretes! Si lo pienso bien, si realmente me detengo a pensarlo, te puedo decir sin temor a equivocarme que, si por algún motivo durante nuestro viaje me llego a tropezar con la oportunidad de volver al pasado para cambiar algo, te juro que no cambiaré nada. Y no lo haré por el simple hecho de que no podría estar más agradecido de haberlos conocido a todos ustedes.

—¡Cachorro...! —gimoteó Paerbeatus al escuchar aquello.

Elliot simplemente sonrió y volvió aposar sus ojos en el cielo cada vez más rojo de Fougères.

— Sé que no lo he hecho lo mejor que pude —dijo—. Sé que no puedo volver a perder el control de mi vida como pasó en la última semana. Si voy a hacer esto, tengo que hacerlo bien; no puedo darme el lujo de cometer los mismos errores. Tampoco voy a compararme con el Elliot de antes y decir que era cobarde o valiente, o ni siquiera tonto. Eso no lo sé. Me conformo con saber que puedo ser suficiente para ayudarlos a ustedes. Sin importar el sacrificio que haga falta.

—Elliot, siempre has sido tú mismo —añadió Astra sonriente—. El de antes y el de ahora nunca dejó de ser la misma persona. Lo único que ha cambiado es que ahora sabes lo que eso significa, y que por lo tanto, puedes convertirte en el maestro de tu destino...

En ese momento una fría brisa alborotó los cabellos de todos, como suelen hacerlo esas brisas impertinentes que se asoman en la noche con la llegada del otoño y el final del verano.

—Aún me queda mucho por aprender de este mundo mágico al que pertenecen, al igual que poner en orden muchas cosas para no cometer los mismos errores —dijo Elliot mientras en su mente se dibujaban las siluetas feroces de los moodey dhoo del otro mundo, los majestuosos ojos de aquel unicornio negro que había visto al otro lado de la cascada, y la amigable sonrisa de aquella hada que había visto por primera vez en la isla de Man y a la que le debía su vida—. Y a veces me lamento por yo mismo no tener magia para poder ser más útil. De verdad lo lamento muchísimo.

Las lágrimas se agolpaban como un maremoto tras sus ojos, pero Elliot estaba luchando con todas sus fuerzas para mantenerlas a raya.

—No tienes nada de qué avergonzarte —dijo Astra mientras le acariciaba los cabellos de manera maternal—. Jamás podríamos exigirte más de lo que ya haces por nosotros.

Estaba sonriéndole, y Elliot le devolvió la sonrisa. Tras unos segundos de silencioso afecto, Elliot retomó la palabra.

—Les prometo que, sin importar lo que me cueste, ¡reuniré a todas las cartas del tarot... y los voy a liberar a todos! No sé cómo... pero ya encontraremos una manera.

—Sea cual sea tu decisión, nosotros estaremos a tu lado para ayudarte en todo momento —agregó Temperantia con solemnidad mientras el viento volvía a alborotarles los cabellos.

Cuando Elliot se dio cuenta de que el cielo ya se estaba tiñendo de purpura y que las primeras estrellas ya habían comenzado a aparecer en el firmamento, otro largo suspiro se escapó de sus labios sonrientes antes de volver a hablar.

—Mi vida... ya no volverá a ser la misma, ¿cierto?

Y, aunque quizás parezca que su voz se escuchó angustiada tras aquella pregunta, lo cierto es que en ningún momento dejó de sonar repleta de emoción y expectativa.

—Ya no hay marcha atrás, cachorro...

Fue la respuesta de Paerbeatus mientras el sol poco a poco le cedía su puesto a la luna.

—Genial... ¡tan sólo chequeaba! —bromeó Elliot al final mientras se encogía de hombros, y Paerbeatus le volvía a alborotar los cabellos con un movimiento de su mano.

Los espíritus se veían auténticamente felices, y el chico disfrutaba como nunca del espectáculo que era el cielo de Fougères al atardecer. En su corazón la duda se evaporaba y la excitación le recorría la sangre.

«Así que no estoy loco...», pensó. «Bueno... quizás, sólo un poco».

Para él fue como volver a ver al mundo por primera vez.

El aleteo de una mariposa con el color del amanecer se escuchaba justo a su lado, al mismo tiempo que un gato invisible reposaba de una de las almenas del castillo, y así también como una estrella se alzaba tempranera en el firmamento y las plumas de un halcón se agitaban místicamente por los aires del Fort Ministèrielle.

De esa manera, y para siempre desde aquel momento, Elliot jamás volvería a perderse la belleza de un amanecer o un atardecer. Después de todo, finalmente había abierto sus ojos, y sin importar lo que pasara de ahora en adelante, sentía que jamás los volvería a cerrar...

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