Capítulo 28: La vida en rojo

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—Antes de salir esta noche, háganse un favor y mastúrbense dos o tres veces —les dijo Titus a Elliot y a Colombus una vez que los tres estuvieron de vuelta en el hotel.

Los chicos todavía estaban discutiendo sobre si Elliot había sido un idiota o no al gastar casi mil euros entre libros y artículos de oficina (Colombus no tenía ni idea de para que los necesitaba), pero cuando ambos escucharon aquello no pudieron evitar sonrojarse, puesto que Titus prácticamente lo había gritado en medio del vestíbulo del hotel justo cuando un grupo de chicas pasaban a su lado. Las cinco chicas, que no tendrían más de veinte años, miraron a Elliot y a Colombus con ojos burlones y sonrisas casi insultantes en los labios antes de seguir con su camino. Elliot quería que se lo tragara la tierra y Colombus estaba que echaba humo por las orejas de lo rojo que estaba.

—¡¿Eres enfermo o es que acaso el humo de tanto cigarro ya te fundió el cerebro?! —le reclamó casi a gritos a su tío.

Titus se encogió de hombros sin prestarle mucha atención a los reclamos de su sobrino.

—Sólo lo digo para que después no vayan a pasar pena. Es evidente que lo más cerca que ustedes dos han estado alguna vez de una mujer desnuda es cuando ven porno, y aquí nadie les va a creer la mentira de que se orinaron encima —dijo mientras caminaba hasta las escaleras que daban a los pisos superiores.

Colombus le hizo un gesto con uno de sus dedos a su tío. Aunque Titus ya estaba subiendo la escalera camino a su cuarto, tal parecía que conocía muy bien a su sobrino, porque, aun a lo lejos, se escuchó cuando decía:

—Te puedes meter ese dedo por el culo mientras te masturbas, Bus. Yo nunca lo he hecho, pero he escuchado que no está tan mal. Nos vemos a las once y ya saben, láncense dos por el equipo. Los canales para adultos están desbloqueados...

En un primer instante Elliot no supo qué hacer una vez que estuvo solo en su cuarto. Ya había terminado de consolidar un plan para atrapar a Raeda junto a los demás espíritus. Sabían que Raeda era escurridizo, pero todos estuvieron de acuerdo en que mientras Elliot tuviera la oportunidad de verlo y decir su nombre, este ya no podría escapar. Pero debía ser rápido, antes de que el espíritu alcanzase su carta y se esfumara del lugar como lo había hecho aquella vez en Poole. Tras aquello, Elliot pudo confirmar lo que el tío Titus había dicho sobre los canales para adultos. Ahora que estaba bajo la fría brisa nocturna del barrio rojo de Ámsterdam, no sabía si de verdad agradecerle por el consejo.

«Metamorfosis». Esa era la única palabra en la que Elliot podía pensar para explicar lo que tenía frente a sus ojos. De no haberlo visto en persona, si todo aquello se lo hubiera contado alguien más, lo más probable es que no lo hubiera creído. Y si durante el día se había preguntado por qué aquel lugar llevaba el nombre de barrio rojo, ahora, con la noche ya sobre sus cabezas, la respuesta le abofeteaba el rostro con total descaro, sin decoro, y con voluptuosidad. Así, el agua de los canales parecía haberse trasformado en gruesos y profundos cristales de vidrio negro sobre el cual rebotaban y centelleaban un infinito desfile de luces de neón de todos los colores: azules, verdes, amarillas, moradas, pero sobre todo... rojas.

Eran tantas las luces rojas que Elliot sentía como si una película de color carmesí se hubiera asentado sobre sus ojos, y se preguntó si así se sentirían los toros cuando el torero mecía el capote frente a sus cuernos. A donde fuera que mirara todo parecía estar saturado por aquel color tan grácil y sugerente al mismo tiempo. Todo parecía bailar al rojo vivo: sombras rojas, ojos rojos, rostros enrojecidos, risotadas fortuitas que inundaban el aire de la noche, etc.

El color casi se había transformado en un aire denso y pesado que intoxicaba los pulmones de Elliot y lo hacía sentir como si flotara con cada paso que daba sobre aquellas calles adoquinadas repletas a reventar de gente que reía, que hablaba a viva voz, que caminaba tomando a otras personas de las manos o de la cintura. En algún momento Elliot escuchó cómo Titus respiraba profundamente antes de reírse con nostalgia.

—Ahh... no hay nada como el olor a María en Ámsterdam —dijo con una sonrisa que dejaba al descubierto toda su dentadura pintada de rojo por las luces.

En aquel momento todo era rojo y confuso. Todo era rojo y divertido. Y sin saber por qué, Elliot se rio también.

—¿Quién es María? —preguntó entre risas sin poder controlarse.

—Todavía es muy temprano para que ustedes conozcan a semejante dama, pero... quizás en un par de años más yo mismo se las presente...

Fue todo lo que dijo el hombre mientras le daba una calada a su cigarrillo. «Todavía no... no... no...».

Elliot no entendió, pero no importaba. Su corazón volaba y sus ojos tenían mucho que ver... sobre todo en las vitrinas. Esas vitrinas que durante el día le parecieron tan vacías y tan extrañas ahora le parecían perfectas, esparcidas por todas partes, como alargadas cajas de cristal que guardaban celosamente su contenido. «Eso eran», pensó Elliot algo aletargado, pero aun así con todos sus sentidos a flor de piel: «cajas de cristal». Y nadie que pudiera ver todo aquello a través de sus ojos azules... (¿o eran rojos en aquel momento?), podría entender el significado de aquella emoción. Para Elliot no había duda alguna.

Aquellas eran cajas de cristal que estaban destinadas a contener en su interior a las muñecas de porcelana más hermosas que el chico hubiera visto jamás. Todas con sus pieles brillando bajo el rojo de los focos de la noche, envueltas únicamente por vaporosas lencerías y sedas que más que cubrir su desnudez parecían acentuarla. Todas eran hermosas; hermosas e inalcanzables a los ojos de Elliot, y cada una de ellas parecía ser más bella y magnífica que su vecina de al lado. Era como si cada una de aquellas cajas de cristal lo invitaran a abrir una puerta mágica a otra dimensión, construida específicamente para cumplir cualquier fantasía que alguien pudiera soñar.

Delicadas pieles aceitunadas, melenas que parecían oro fundido, senos que parecían delicados bombones de chocolates, labios carnosos y húmedos que parecían melocotones bañados en almíbar, caderas pronunciadas que parecían cálidas dunas de arena, y, lo más importante... ojos que parecían invitar a jugar los adultos, a perder el control en alguna jungla o en algunos de aquellos desiertos con promesas de oasis. Todo aquel espectáculo glorioso, bajo aquella iluminación malintencionada pero inteligente, acompañado del coctel estimulante del aire y los sonidos, habían causado que Elliot tuviera un malestar casi doloroso en su entrepierna mientras caminaba. «Es como volver a aquella extraña caja de hormigas de la prueba de Noah, pero sin Noah y sin... prisa...», no pudo evitar pensar, abrumado por la intensidad de las sensaciones.

Fue así como sin darse cuenta llegó junto a Colombus y Titus al interior del club, en donde fueron recibidos por el escándalo de la música y el fuerte aroma del tabaco que flotaba en espesas volutas de humo sobre sus cabezas, a escasos centímetros del bajo techo. Elliot ni se fijó mucho cuando entraron al local, pero cuando vio a Titus riendo y abrazándose con un hombre algo más alto que él y bastante más entrado en carnes, supuso que aquel sería otro amigo del tío de Colombus.

—Colombus... tú tío... tiene muchos amigos...

—Sí, hermano... ya lo sé...

—Reiggi, estos son mis muchachos —decía el tío Titus mientras presentaba a los chicos con el encargado del local—. Colombus, mi sobrino, y Elliot, su amigo y otro miembro de la manada...

El hombre se apresuró a estrechar enérgicamente las manos de ambos chicos mientras sonreía con un habano entre los dientes.

—Bienvenidos, bienvenidos a esta humilde casa —les dijo dándole un vistazo sagaz—. Ah, primera noche de locura, ¿eh? ¡Bien por ustedes, bastardos! Igual supongo que ya saben las reglas, ¿verdad? Les explicaste, ¿no, Titus? Nada de tocar ni ofender a las chicas ni de sobrepasarse de ninguna manera. Ya estoy haciendo una excepción al dejarlos entrar sin la edad suficiente...

Ambos chicos se quedaron mudos y algo incómodos. Rápidamente cruzaron una mirada avergonzada entre ellos. Cuando el amigo de Titus lo notó, se rio con mucha fuerza moviendo su gelatinoso abdomen por el esfuerzo. Titus también rio.

—Sí, sí, tranquilo Reiggi, ya saben que no tienen edad aún para las ligas mayores, pero... dime, ¿tanto así se les nota? —preguntó mientras no podía evitar la risa.

—Vamos, ¡pero cómo no, si tienen más cara de vírgenes que la mismísima madre de Cristo! —replicó el hombre—. Nada como nosotros a su edad. ¡Vanessa, cariño! ¿podrías traernos unas cervezas?

Rápidamente una de las meseras se acercó hasta el hombre. No debía tener más de diecinueve años. Tanto ella como las demás iban vestidas de manera bastante provocativa, sin dejar mucho a la imaginación. Caminaban de aquí a allá con grandes jarras de cervezas sobre bandejas redondas.

—Vaya, pobrecillas. Seguro son niñas indigentes —se lamentó de pronto Paerbeatus, apareciendo sentado sobre una de las mesas—. ¡Míralas Elliot, casi no tienen nada de ropa encima! Deben de tener mucho frío...

Por el rabillo del ojo Elliot observó cómo Paerbeatus sacaba un pañuelo floreado de uno de los bolsillos de su saco para secarse unas discretas lágrimas que habían comenzado a brotar de sus ojos.

—¡Cómo me parte el corazón ver este tipo de cosas!

Fue entonces cuando, casi por sorpresa, Elliot los vio: el otro par de ojos morados tan buscados que, casi como impulsados por una fuerza magnética que los atrajera, voltearon primero a ver a Paerbeatus y luego al mismísimo Elliot.

Estaba justo allí. Era el mismo espíritu de aquel niño de rizos rojizos y traje de marinerito que hasta hace un momento había estado disfrutando de ver cómo la mujer que bailaba en el tubo sobre la barra se desembarazaba de su sostén sin el menor tapujo ante una multitud de hombres que le silbaban y deslizaban billetes entre sus bragas, pidiéndole que se quitara más prendas de ropa. «GRAN REINA», decía el cartel que anunciaba su espectáculo.

Así sucedía; Raeda los veía, y ellos lo veían de vuelta. Para el pequeño espíritu bastó sólo un instante para reconocerlos. El entendimiento le iluminó el rostro más aprisa aún que en su primer encuentro, y no se dispuso a perder ni un segundo. Tan rápido como pudo salió corriendo en dirección opuesta a la de Elliot y Paerbeatus. Pero esta vez no sería como la primera. Elliot estaba preparado, y aquel sitio no era el galgódromo de Poole.

Paerbeatus gritó cosas que Elliot no escuchó. La música estaba muy alta, así que sin detenerse realmente a pensarlo, Elliot gritó tan rápido como pudo también. Quizás nadie se daría cuenta...

—¡RAEDA! —gritó en una exclamación que pareció dejarle los pulmones vacíos.

Todos a su alrededor se sorprendieron. Algunas de las otras mujeres y hombres del lugar también se giraron a verlo. La música se detuvo por un momento, y cuando lo hizo, el silencio que Elliot había dejado atrás con su grito se notó a la perfección.

Todos lo veían, pero a Elliot no le importaba nada de eso. Finalmente había logrado el cometido de su viaje: la única razón para la que se había adentrado en las entrañas del barrio rojo de Ámsterdam.

Al escuchar su nombre salir como un disparo de entre los labios de Elliot, Raeda cayó con fuerza hacia atrás, de espaldas. Sus manos pequeñas y regordetas se aferraban a su cuello, como si un pesado grillete se hubiese cerrado en torno a él, estropeando por completo sus planes de escapar.

A partir de ese momento, tendría que hacerle la prueba a Elliot. Lo quisiera o no...

─ ∞ ─

Raeda seguía allí en el suelo, revolcándose como un perro rabioso en medio de un ataque de furia. De pronto una risa atronadora y unos fuertes golpes en su espalda reclamaron la atención de Elliot con brusquedad.

—¡A eso le llamo yo estar emocionado, coño! —farfulló el encargado del lugar mientras apretaba el cuello de Elliot—. ¡Reina, sí! ¡REINA, GRAN REINA! —gritó el hombre con entusiasmo

Todos en el local alzaron sus copas y todos y todas vitorearon, y la música sonó otra vez. La mujer sobre el escenario volteó a ver a Elliot, un poco sorprendida al ver que era tan joven, pero igual le hizo su famoso gesto de siempre: un saludo militar con una mirada seria y soberbia antes de guiñar un ojo.

Tanto Titus, como Colombus y las chicas alrededor se echaron a reír. Todas eran risas indiferentes a las preocupaciones de Elliot. Mientras seguían distraídos, Elliot vio a Paerbeatus señalar algo tras un taburete, muy cerca de donde estaba Raeda y en dirección a lo que parecían ser los baños de aquel lugar.

—Disculpe, ¿me podría decir donde quedan los baños, Monsieur? —preguntó Elliot buscando la manera de zafarse de la vigilancia de sus acompañantes.

El encargado lo volteó a mirar con ojos divertidos al escuchar la palabra Monsieur, y con un gesto de la mano le indicó el camino. Discretamente, Elliot se desvió para acercarse al mueble que Paerbeatus le había indicado. Cuando estuvo seguro de que nadie lo veía, mientras fingía que le prestaba su total atención al sensual baile de la mujer sobre la barra, con su mano izquierda fue buscando a tientas detrás del sofá; finalmente sus dedos se tropezaron con lo que andaba buscando.

—¡NO! ¡NO TE ATREVAS A TOCAR MI CARTA! —gritó Raeda, pero ya Elliot tenía la carta entre sus manos, y más rápido que una bala, se encaminó a la salida.

—Necesito tomar un poco de aire —dijo casi sin pararse a separar las palabras cuando pasó junto a Titus, Colombus y el resto de la gente, aprovechando lo entretenidos que estaban todos.

─ ∞ ─

Elliot se encontraba al amparo del cielo nocturno de Ámsterdam. Estaba en medio del callejón por el que se llegaba a la entrada del local.

«RAEDA», leyó el nombre al pie de la carta. De inmediato el espíritu del niño apareció frente a él, aun forcejeando para escapar de las cadenas invisibles que lo inmovilizaban.

—Está loco, Elliot, ¡ten cuidado! —dijo Paerbeatus—. Cuando intenté calmarlo me mordió como un demente. Yo sólo espero que esté vacunado...

—¡Si te me vuelves a acercar, te juro que la próxima vez te arranco un dedo...! TE LO JURO —gritó el espíritu de Raeda.

Sus ojos morados desorbitados estaban abiertos hasta el punto de ser doloroso incluso para quien lo veía. Al verlo así, Elliot no pudo evitar sentir que aquel espíritu estaba sufriendo.

—Raeda, yo...

Pero Elliot no pudo terminar de decir lo que quería. Rápidamente el espíritu lo interrumpió.

—¡NO! —exclamó con ira mientras fijaba sus furibundos ojos en Elliot—. ¡No te atrevas a tratarme como si fuera una de tus mascotas, maldito niño engreído! No quiero escucharte ni saber nada de ti. ¡¡NO ME INTERESA!!

—¡Pero yo sólo quiero liberar...!

—¡¡¡NO ME INTERESA!!!

—¡Pero al menos escúchame! No importa si no me crees, sólo tienes que hacerme la...

—¡¡¡JAMÁS!!! Nunca te haré ninguna prueeheheh... ¡¡AGH!!

De pronto, todo el cuerpo de Raeda comenzó a contorsionarse. Sus músculos comenzaron a contraerse desconsoladamente bajo su piel delicada e infantil. Era como si una mano invisible lo estuviera estrujando por dentro.

—¡RAEDA! —gritó Elliot asustado.

Paerbeatus se cubría la boca con una mano, entre perplejo y completamente horrorizado. Gruesos lagrimones amenazaban con desbordarse desde sus derretidos ojos de amatista.

—¡¿Qué está pasando, Paerbeatus?! ¿Por qué está así?

Elliot se giró a verlo, pero Paerbeatus ya estaba llorando de miedo, aún con sus manos sobre la boca.

—Es el castigo por desobedecer las reglas —dijo Astra de pronto, apareciendo a sus espaldas.

—¿Qué? ¿Y eso qué quiere decir?

Otro grito agudo rasgó la noche.

—Significa que si Raeda continúa negándose a ponerte una prueba, su cuerpo seguirá siendo castigado con severidad. Así lo ordena nuestro hechizo. Así lo dispuso nuestro Creador —dijo esta vez Temperantia, acercándose silenciosamente desde atrás.

Astra también se acercó. Sin poder evitarlo, extendió una de sus pálidas manos para consolar al niño, pero este la rechazó pateando la mano de la mujer y arrastrándose lejos de su alcance mientras gemía de dolor.

—¡NO! ¡No te atrevas a tocarme, maldita hippie de mierda! ¡No necesito de tu lástima!

—Entonces quizás sí necesites el dolor que estás sintiendo ahora —dijo Temperantia con severidad acomodándose a un lado del espíritu—. ¿Hasta qué punto llegará tu necedad, Raeda?

Él sonrió con desdén y le escupió los pies a Temperantia.

—Ja, así que también te atraparon a ti, ¿ah? ¡Quién lo diría! Quizá y este humano no sea tan patético como se ve —se mofó Raeda con ironía en la voz—. O eso, o te estás volviendo vieja, anciana. ¡Jajaja, ANCIANA! ¡TE ATRAP... P-PARON!

Una vez más, el dolor le hizo cortar el habla.

—¡Agh, está bien! Está bien. Si tanto quieres que te ponga una prueba, te voy a cumplir el deseo.

Había maldad en sus palabras. Aun así, Elliot no se intimidó.

—Estoy preparado —le dijo con seguridad mientras se ponía de pie.

—Ten cuidado, cachorro, no me gustan ni un poquito los ojos de ese niño...

—Para pasar mi prueba, quiero que... ME DES... ¡TU... CORAZÓN! —dijo el espíritu de la carta mientras una sonrisa demencial aparecía en sus pequeños labios de niño.

A Elliot no le dio tiempo de protestar o de siquiera reaccionar. Apenas las palabras salieron de los labios de Raeda, éste volvió a soltar un grito que pareció ser más bien el aullido horrible de un animal recién atropellado.

Con más violencia que la primera vez su cuerpo comenzó a retorcerse y a convulsionar. Tenía la cabeza echada hacia atrás, con el rostro desfigurado mientras los ojos se le quedaban en blanco y la espalda se le arqueaba de manera dolorosa. Otro grito desgarrador y una tos espasmódica hicieron que Raeda escupiera un líquido espeso por la boca que nunca llegó a tocar el suelo porque se evaporó en medio del aire.

—¡Se va a morir! ¡Se va a morir! —chilló Paerbeatus aterrado—. ¡Elliot haz algo! ¡Por favor, sálvalo!

—¡Pero tú me dijiste que ustedes no podían morir, Paerbeatus! ¿Qué estás diciendo?

Un escalofrío le recorrió el cuerpo a Elliot. Por más que él quisiera hacer algo, no tenía ni idea de que hacer.

—¡No lo sé! ¡¿Yo que sé?! ¡No me creas, cachorro! ¡Yo sólo quería ayudarlos a todos! —sollozó Paerbeatus.

—Ya, ya, Parby, no te preocupes, todo va a estar bien. Hace falta más que esto para que alguno de nosotros muera. Todo va a estar bien —dijo Astra mientras lo abrazaba y éste dejaba caer sus lágrimas sobre sus hombros.

—No sé qué ganas con causarte daño de esta manera, Raeda. Pero sea lo que sea, es tu decisión —le dijo Temperantia al niño una vez que este dejó de gritar—. Elliot ya te invocó, y eso le da el derecho a ser probado por ti de manera justa. Sabes que hasta que no lo hagas seguirás sufriendo incesantemente. No te hagas más daño.

—¡Ja...! A menos que lo mate en este mismo momento —respondió Raeda con malicia mientras se secaba las lágrimas y luchaba por recuperar el dominio de su cuerpo—. Sólo tengo que abrir una puerta bajo sus pies y dejarlo caer al vacío y listo. Problema resuelto.

Astra y Paerbeatus gimieron asustados mientras se abrazaban, temerosos por la vida de Elliot. Sabían que Raeda era capaz de hacer algo como eso, o al menos, que su poder lo permitía. Temperantia, sin embargo, sólo se limitó a sonreír con aburrimiento.

—Si en verdad pudieras hacer eso ya lo habrías hecho hace mucho, Raeda. No te engañes a ti mismo. Mientras más rápido aceptes tu destino, mejor será para ti.

—¡NUNCA! —gritó el niño con agitación—. Y mi nombre no es "Raeda", ¿me oyes? ¡Mi nombre es Rider! Y si alguien me quiere poner una correa al cuello como a un perro sarnoso, ¡primero me va a tener que dar su brazo izquierdo!

Otra convulsión y otro grito.

—¡Tendrá que correr mil kilómetros en cinco minutos! —volvió a gritar.

Una vez más, la petición lo hizo besar el suelo polvoriento mientras gritaba y lloraba.

—¡Ya para, Raeda, para por favor! —le suplicó Astra quien no podía seguir viendo como el espíritu se seguía haciendo daño a sí mismo.

—¡Rider, RIDER! ¡Mi nombre es RIDER! ¡Y yo... quiero... quiero... quiero ver a este tarado disfrazado de monja mientras se besa con un ganso a mitad de... de... de la maldita muralla china!

Sorprendentemente, después de esta petición no hubo dolor ni manos invisibles retorciendo su pequeño cuerpo de adentro hacia afuera. Y aunque aquello sorprendió a todos, el que más se sorprendió en aquel momento fue el mismo Raeda, quien no parecía darle crédito a lo que estaba pasando.

—Sí... ¡síííí... SÍÍÍÍÍÍÍÍÍ! —rugió victorioso—. ¡Así es, perra! Te quiero ver disfrazado de monja besando un ganso en medio de la maldita muralla china, y quiero que sea en menos de...

Cerró los ojos con fuerza antes de hablar, anticipándose al dolor.

—¡Un día!

Sus ojos seguían preparados para el dolor, pero el dolor nunca llegó. Eso era todo; finalmente había ganado, se había salido con la suya. Le había puesto una prueba a Elliot imposible de superar. Todos los espíritus estaban sorprendidos ante el hecho de que algo así pudiera ser posible. Justo cuando Astra se preparaba para protestar ante lo injusto de aquella prueba, Elliot habló.

—Acepto la prueba —dijo.

—¿D-de... ¡¿de verdad?! —preguntó Raeda sorprendido sin poder evitarlo—. Digo... ¡por supuesto que la aceptas, imbécil! ¡Es la prueba del gran Rider! Y serías un idiota si no la aceptaras...

Pero mientras Raeda hablaba, Elliot había sacado su móvil del bolsillo y movía sus dedos frenéticamente sobre la pantalla sin prestarle mucha atención. Raeda lo miró con aire burlón al darse cuenta de aquello. Así pasaron cerca de doce minutos.

—Espero que estés preparado para fallar, imbécil. Aun si consigues algún vuelo disponible a esta hora, jamás vas a...

—Listo. Terminé —dijo Elliot finalmente, interrumpiéndolo con una sonrisa casi retadora—. Aquí me puedes ver disfrazado de monja besando un ganso a mitad de la muralla china. Mira, hay hasta unos turistas riéndose de mí allá atrás...

Y, técnicamente, era cierto. Ante los ojos incrédulos de Raeda había una foto de Elliot ataviado con el hábito de monja, besando a un ganso que parecía rehuirle asustado, mientras posaba en medio de la muralla china a la vista de un gran grupo de turistas que se reían y aplaudían ante la morisqueta.

—Pe... ¡¡pero...!! ¡¿CÓMO?! Noooo... ¡NO PUEDE SER...!

El espíritu estaba perplejo. Sus ojos ya se estaban iluminando de manera visible ante la resolución de la prueba que le había impuesto a Elliot y que él acababa de completar.

—Pero tú... estás aquí y... y yo... ¡AGH, hiciste trampa, tramposo de mierda!

—No, no lo hice. Tú dijiste que querías verme allí. Verás, mi papá vive en China, así que daba igual si tomaba una vieja foto de un viaje en mi teléfono y la modificaba con una aplicación para adaptarla a tus demandas. Eso cuenta como verme vestido con el hábito negro besando a un ganso en la muralla china. De hecho, todavía lo estás haciendo...

Efectivamente, Raeda seguía mirando la pantalla del teléfono atónito, sin creerse lo que acababa de suceder.

—Nunca dijiste que tendría que ir hasta allá para lograrlo —remató Elliot para finalizar.

—Pero... pero...

Pero antes de que alguien dijera cualquier otra cosa, unos aplausos rebotaron a través de todo el callejón. Sobresaltados, Elliot y los espíritus se giraron con rapidez para ver de quién se trataba.

En la entrada del callejón había un hombre que aplaudía secamente con la espalda apoyada de la pared. Tenía las piernas cruzadas una sobre la otra, mientras una ligera columna de humo se elevaba y se difuminaba en el aire espeso de la noche de Ámsterdam proveniente de su cigarrillo. Vestido por completo de negro, sus ojos parecían ser dos puntos brillantes sobre un rostro oculto por las sombras.

—Felicidades —dijo mientras fijaba sus ojos en Elliot—. Felicidades por llegar primero.

─ ∞ ─

Elliot iba con prisa. En la pantalla del móvil los grandes números brillantes marcaban las 2:51 am. «Todavía estoy a tiempo», pensó algo cansado y aliviado. Las calles a su alrededor seguían a reventar de gente a pesar de la hora.

Frente a él estaba la figura de bronce de una mujer con un peinado alto y vestida con prendas muy ligeras y zapatos de tacón alto, metida en lo que parecía ser una vitrina de cristales invisibles. «Belle», decía la placa a sus pies, y «respect sex workers all over the world». Elliot leyó aquello sin dejar de recordar todo lo que ya había visto durante el fin de semana. «Respeta a las trabajadoras sexuales en todo el mundo».

Los minutos pasaban y el reloj marcó las 3 am. Aún no había señal alguna de Lila por ninguna parte. «Probablemente no venga», pensó algo apesadumbrado. Sus ojos se posaron sobre los enormes vitrales de cristal del Oude Kerk. Ahí mismo se sentó, a un lado de la estatua, tomando un descanso de todo lo que acababa de suceder hacía tan sólo unas pocas horas atrás. Aun así, sin poder evitarlo, sus pensamientos lo llevaron de vuelta al callejón de La Vie en Proost.

El desconocido seguía aplaudiendo. Segundos luego, comenzó a señalar uno por uno a cada uno de los espíritus del tarot que estaban junto a Elliot.

—Uno, dos, tres y... cuatro —dijo.

Lentamente se separó de la pared y se movió en la oscuridad del callejón. Iba observando fijamente a Raeda mientras se acercaba. Sus ojos morados brillaban como dos faroles fantasmales en medio de las luces rojas de la entrada del club.

—Cuatro espíritus... nada mal.

Tras unos cuantos pasos más en dirección de Elliot, su rostro por fin quedó iluminado por un manojo de luces de neón, y Elliot pudo ver de quién se trataba.

Si su memoria no le fallaba, aquel sujeto era el mismo hombre con el que se había tropezado en la tarde. El mismo hombre con el que el tío de Colombus había estado a punto de pelearse. Ahora, sin embargo, no llevaba puesta la chaqueta de cuero que sí había tenido antes, por lo que Elliot pudo comprobar no sólo lo fuerte que parecía ser, sino también que sus brazos estaban cubiertos por la tinta de muchísimos tatuajes a color que se perdían bajo las cortas mangas de su franela negra; los tatuajes iban y volvían hasta alcanzar el largo de su cuello para perderse finalmente bajo su espesa barba. Aunque Elliot no había notado ninguno de esos detalles durante la tarde, no tenía la menor duda de que se trataba del mismo sujeto.

El hombre siguió caminando hasta quedar casi frente a él. Elliot retrocedió cautelosamente, a la vez que Temperantia se colocaba rápidamente ante el desconocido.

—Paz... vengo en paz —dijo el extraño.

Se había detenido en seco y tenía las manos levantadas hacia arriba mientras sonreía sin dejar de fumar. Aun así, sus ojos oscuros parecían muy turbios para que aquello fuese cierto.

—No tengo intención de pelear con ninguno de ustedes. Al menos no por ahora. Lo único que quiero saber es qué hace un niño como tú fuera de la cama, en horario para adultos, y más aún frente a un club de putas —preguntó deslizándose a un lado para ver a Elliot a los ojos a través del cuerpo de Temperantia.

—Lo que haga o deje de hacer el cachorro, no es —Paerbeatus protestó, pero rápidamente un gritó de terror lo hizo callar.

Detrás del recién llegado se fue asomando la enorme cabeza peluda de un animal con cuernos alargados. Sus ojos felinos eran de un intenso color naranja. Cuando la bestia le rugió al espíritu por lo bajo, como si se tratara de un susurro fantasmal y amenazante, el aire del callejón se inundó de pronto con una sofocante estática que hizo parpadear todos los bombillos del lugar. La bestia anduvo en cuatro patas hasta sentarse a los pies de su amo, quien le acarició la cabeza con cariño.

—Tranquila, Kairoh. No tienes por qué ser tan remilgada con nuestros nuevos amigos —dijo el desconocido.

Pero Elliot no pudo ver con quién estaba hablando. Ante sus ojos, aquel extraño parecía estar acariciando el aire que había a su lado.

—¿Qué está pasando, Paerbeatus? —preguntó Elliot, tratando de que el nerviosismo no se filtrara en su voz.

—Mmm, no puedes verla... ¿verdad? —preguntó el hombre mientras dejaba caer su cigarrillo al suelo y lo aplastaba con una de sus botas.

Había una sonrisa amarga en sus labios cuando volvió a hablar

—Hay que ser un verdadero idiota para meterse en esta mierda a ciegas. Dime una cosa, niño... ¿te gustaría morir?

Sus ojos se veían salvajes y oscuros al momento de hacer aquella pregunta. Elliot negó con la cabeza, sintiendo el sudor recorriéndole frío por la espalda. Temía que al hablar se le quebrara la voz, pero aun de haber intentado hacerlo, lo más seguro es que sólo hubieran salido graznidos incompresibles de su garganta reseca.

—Me lo imaginé. Así que solamente eres un pobre diablo que no sabe en lo que está metido —dijo otra vez el desconocido mientras asentía y encendía un nuevo cigarrillo—. Jamás entenderé por qué las cosas son como son...

—¡El cachorro no es nada de esas cosas horribles que le estás diciendo! —protestó Paerbeatus con indignación—. ¡Y menos mal no puede ver a ese gato tan feo y de mal gusto que tienes allí!

La bestia volvió a rugir, con soberbia e indignada, a lo que Paerbeatus soltó otro grito tras salir corriendo a esconderse detrás de Astra.

—Ahhhhh, ¡qué día tan de mierda! —exclamó Raeda quejumbroso, mientras se limpiaba la tierra de su traje de marinerito—. Yo sólo quería disfrutar de un rato de diversión... ahora resulta que me vine a meter a la carpa del circo. Como sea, estos problemas me la sudan. Me voy a seguir viendo bailar a las nenas.

—Raeda... ¿no hay algo que deberías decirle a Elliot? —le dijo Temperantia antes de verlo marcharse.

—Cállate, anciana. Yo no voy a andar recitando ningún estúpido poema. ¡Y ni creas que ahora soy tu mascota, mocoso, conmigo no cuentas para nada!

Con prisa y sin esperar a que alguien más lo detuviera, el espíritu entró corriendo en el local nocturno. Cuando Elliot quiso hablar, la voz se le quedó atorada y se vio obligado a pasar saliva para humedecerse la boca seca antes de poder hacerlo

—¿D-de qué gato estás hablando, Paerbeatus? No entiendo.

—No es un gato —dijo Temperantia—. Es una Quimera...

—¿Quimera? —balbuceó Elliot mientras en su mente se formaba la imagen de Krystos con suma nitidez—. ¿Él tiene una Quimera? ¿Qué...

Astra lo interrumpió antes de que continuara hablando.

—No digas nada más, Elliot —dijo antes de girarse a verlo con sus ojos morados llenos de preocupación por él—. Ya no digas nada más.

El hombre entornó los ojos con desprecio ante el gesto del espíritu.

—Si no estuvieras tan en la mierda podría sentir lástima por ti, niño. De veras que sí. Y lo peor es que ni siquiera te has dado cuenta aún. Esto es la vida real... no es una partida de Yu-Gi-Oh y...

—Espera... ¿cómo sabes tú de Yu-Gi-Oh? —preguntó Elliot entre confundido y perplejo.

—¿Acaso importa? —respondió el hombre con indiferencia—. El punto es que aquí si pierdes, te mueres en serio. Se apagan las luces. No más risas, no más porno, no más amiguitos. Nada. Sólo se apagan las luces y todo deja de existir para ti... ¿entiendes lo que te quiero decir? Retírate ahora que todavía estás a tiempo. Este mundo es demasiado grande para ti...

—Supongo que sí, p-pero... con todo respeto, lo que yo haga o deje de hacer con mi vida no es asunto suyo —contestó Elliot tratando de sonar determinado, aun cuando todavía sentía cómo las piernas le temblaban.

El hombre se echó a reír, negando con la cabeza y frotándose las sienes en un gesto de cansancio. Parecía como si más que cansado por el día, estuviera cansado del mundo.

—Ya se me olvidaba que los niños de ahora sólo entienden las cosas a los golpes. Supongo que eso está bien, no me importa.

Apenas Temperantia escuchó aquello se puso en guardia. Cuando el hombre la vio, le sonrió amargamente.

—Cuando dije que no quería pelear no estaba mintiendo —le dijo—. En vez de adoptar una conducta tan hostil deberías estarme agradeciendo que me tome la molestia de tratar de ayudar a tu amo. Al fin y al cabo, todos ustedes terminarán siendo míos, ya sea que lo quieran o no, así que no tengo por qué molestarme en pelear aquí y ahora. No cuando mi oponente es un chiquillo que sólo quiere jugar a ser un adulto...

Poco a poco empezó a dar pasos hacia atrás, mientras afianzaba su cigarrillo con una de sus manos. Justo en ese momento, Colombus se asomó en el callejón.

—Elliot, viejo... ¡¿qué demonios crees que estás haciendo aquí afuera?! Te estás perdiendo de toda la diversión, hermano. Estas mujeres están... ¡madre santísima de Dios, están buenísimas! —dijo mientras se acercaba hasta él y se aferraba con fuerza a su cuerpo, envolviéndolo en un abrazo.

Elliot sintió enseguida el aroma del alcohol en su boca. Cuando Colombus se fijó en el desconocido, dejó de reírse y se puso algo más serio.

—Ehm... ¿estoy interrumpiendo algo? —preguntó inseguro mientras veía como aquel hombre no dejaba de verlos fijamente.

Cuando Elliot iba a contestar, el hombre de los tatuajes se le adelantó.

—Como sea... ya estaba por retirarme —dijo mientras les daba la espalda a los chicos y comenzaba a caminar.

No había dado ni tres pasos cuando se detuvo para volver a hablar.

—Sólo una última cosa. Espero que cuando nos volvamos a ver hayas pensado mejor las cosas. Tienes una oportunidad. No la desperdicies. Todavía estás a tiempo de poner los pies sobre la Tierra...

—No... no creo que nos volvamos a ver —le contestó Elliot enseguida.

El hombre sonrió.

—Me gustaría creer que tienes razón, pero tú y yo sabemos que es algo inevitable...

Y sin decir más, el desconocido terminó de marcharse, dejando a Elliot repleto de cosas por reflexionar. Ya no era sólo Noah Silver quien andaba detrás de las cartas del tarot, sino también éste nuevo desconocido. Y a diferencia de Noah, éste rival se veía bastante más atemorizante y letal. Elliot soltó un largo suspiro y siguió a Colombus hasta la entrada del local. A su lado la gente paseaba riendo y disfrutando de la noche.

─ ∞ ─

—Yo jamás te dejaría plantado, ratoncito —dijo de pronto una voz familiar.

Elliot dio un brinco que casi no lo tumba al suelo. Había estado completamente perdido en sus pensamientos. A su lado, la sombra de la Belle se proyectaba con las luces de neón. Cuando finalmente volteó se encontró de frente con los ojos rojos de Lila, viéndolo con diversión. La pantalla de su teléfono decía que ya eran las 3:22 de la mañana.

—Tus ojos... siguen rojos. Igual que aquella noche en el castillo —dijo Elliot mientras se acomodaba de nuevo en su asiento.

—Sí, bueno... mis ojos negros son parte de una fachada —respondió ella—. Este es mi verdadero color de ojos, y ya que decidimos ser honestos el uno con el otro...

Casi sin que Elliot se diera cuenta ella intentó besarlo, pero él rápidamente quitó el rostro para impedirlo. Al ver su reacción, ella sonrió. Él no dijo nada al respecto. Simplemente la miró con severidad.

—¿Para qué querías verme, Lila? —le preguntó con algo más de brusquedad de la que realmente quería haber usado. Sin embargo, a ella no pareció molestarle, porque respondió de inmediato con mucha soltura.

—¿Trajiste las cartas contigo? —dijo sentándose a su lado.

—Sólo a Temperantia, pero no saldrá a menos que yo se lo pida. Es una orden inquebrantable. Así se lo pedí.

Lila sonrió con mirada arrogante.

—El espíritu... ¿todavía estaba donde te había dicho?

—Sí. Allí estaba.

—¿Y...? ¿Lo capturaste?

Al escuchar aquello, Elliot no pudo evitar alterarse un poco.

—No me gusta usar esa palabra con ellos, pero sí; podrías decir que lo capturé. Uno más para el escuadrón.

—Bien... ya sólo te faltan diecisiete.

Elliot volteó a verla sorprendido.

—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó entre la confusión y la desconfianza.

Lila volteó a verlo con ojos fastidiados.

—¿En serio vas a preguntarme eso después de todo lo que hemos pasado juntos? —respondió sin poder evitar reírse burlonamente.

Con una mirada de soslayo, se fijó hacia los lados, como si estuviera pendiente de algo o de alguien.

—Escúchame, Elliot, no me gusta ser una molestia, y tal parece que a tu amiga la estirada no le gusta mucho que nos juntemos. Hay dos cosas que necesitas saber: una tiene que ver con tu seguridad, y la otra con tu... a ver, cómo es que le dices... ¿promesa? ¿misión?

—Búsqueda.

—Eso mismo, sí. ¿Qué quieres saber primero? Y ratoncito, no es por apurarte, pero no tenemos toda la noche...

Elliot no entendía muy bien por qué Lila parecía estar tan nerviosa, pero siguiéndole el ritmo de la conversación, respondió con rapidez.

—Háblame de lo primero que dijiste.

Tras escucharlo, Lila se colocó de pie y dio un par de pasos por la calle, hasta la baranda del canal; su mirada se veía de alguna manera preocupada.

—Pues yo no sé con quién te has estado juntando últimamente, pero tal parece que buenas juntas no han sido.

Dándose la vuelta, dio un brinco para sentarse sobre la baranda y quedar de frente a Elliot. Él no pudo evitar resaltar mentalmente la ironía de aquellas palabras que Lila acababa de decir.

—Tu nombre ahora es popular en el Averno. Felicitaciones. Tal parece que enfureciste a quien no debías, y ahora un demonio muy peligroso anda buscándote como loco por todo el norte de Francia y Bélgica. No sé mucho más, pero, Elliot, en serio —su rostro se notó un poco más sincero—, ten cuidado. Trataré de ayudarte como pueda, pero estamos hablando de cosas mayores, ¿entiendes? ¿A quién rayos hiciste enfadar?

Elliot tragó saliva. No sabía muy bien qué responder.

—¿Q-qué... fue lo que escuchaste exactamente?

—No mucho, pero los rumores corren rápidamente entre mi gente. Casi nadie conoce a este demonio ni nadie sabe quién es, y eso nunca es buena señal. Lo poco que escuché tras preguntar es que se trata de alguien muy poderoso. Parece tratarse de un demonio de la ira. Ellos no son como nosotras las Lilim, Elliot; ellos son muy distintos. Te buscará y te matará si se lo propuso, créeme. Necesitarás mi ayuda si quieres salir con vida de...

—Si es el mismo demonio que ya enfrenté en Normandía, entonces no tienes que preocuparte. Ya lo hice una vez y aquí estoy con vida, así que puedo cuidarme yo solo —dijo Elliot interrumpiéndola, intuyendo lo que iba a decir.

—Aun así, creo que lo mejor sería que me dejaras acomp...

—Después de lo todo lo que pasó en el castillo las últimas semanas —la interrumpió una vez más—, creo que lo mejor es que me cuide yo solo, pero... muchas gracias de igual modo.

Al escucharlo, Lila bajó una mirada entristecida y la posó sobre el agua del canal; los colores de las luces bailaban serpenteantes, reflejando vagamente a las personas que caminaban alrededor. Nadie parecía darse cuenta de que, a sus ojos, Elliot estaba hablando solo.

—Espero que puedas entenderme, Lila. No puedo... correr más riesgos.

—Lo sé, ratoncito. Lo sé muy bien —dijo ella con una sonrisa de medio lado.

Tras una mirada a su alrededor, su rostro pasó súbitamente de la tristeza a la malicia y se lanzó tan rápido como pudo sobre Elliot. Él cayó de espaldas sobre el suelo, arrastrándose con Lila sobre él hasta la estatua para levantarse. Cuando sus manos trataron de tocar la plataforma de bronce, ella se la quitó con fuerza y lo contuvo una vez más contra el suelo, aplastándolo con la desnudez de su cuerpo.

Sígueme la corriente —dijo susurrándole al oído.

—¿Qué... qué... qué sucede? —preguntó Elliot confundido y asustado al mismo tiempo.

—Nos están vigilando —respondió ella mientras jugaba con su cabello y le olía el cuello con desenfreno—. Tienes que confiar en mí, Elliot... recuérdalo, estoy de tu lado. Sígueme la corriente.

—¿Pero quiénes...? ¿quiénes nos vigilan? —susurró él casi gritando, con los ojos bien abiertos tratando de ver qué estaba sucediendo a su alrededor.

—Los otros demonios. ¡Si no me sigues la corriente van a sospechar de mí y de ti! Yo no quiero que mueras, Elliot... no quiero que nada malo te pase —dijo tras aspirar con fuerza el olor a su sudor.

Elliot no entendía nada de lo que estaba sucediendo, pero tener Lila así sobre él, tal y como había sucedido varias veces ya durante aquellas turbias noches del Fort Ministèrielle, le había empezado a hacer la conversación mucho más difícil de lo esperado. Por un lado estaba el hecho de que no sabía si estaba bien o no confiar en ella, y por otro lado estaba el hecho de que, después de todo lo que había visto y sentido durante el día, lo que más quería era estar así con ella, con alguien así, con una chica hermosa y... y... y dejarse llevar.

—Ya no tenemos tiempo. Escúchame, ve a Italia, a Taranto. En Taranto encontrarás a otro de los espíritus que estás buscando. Estuve allí a inicios de semana cuando me fui de tu castillo, por eso lo sé. Ahora no hagas más preguntas y bésame.

—¿Qué? Yo no...

Pero a Elliot ni siquiera le dio tiempo de negarse. Lila ya había tomado su rostro entre sus manos y le estaba dando un beso desenfrenado y salvaje, cargado con todo la furia y la pasión que ambos sentían en aquel momento, bajo el cielo negro de Ámsterdam y la atmósfera roja y mórbida de De Walletjes.

—Ahora te levantarás, tomándome de la mano —le susurró a Elliot al oído, casi como si se tratara de una amenaza más que una petición.

—Yo no quiero...

Pero apenas Lila escuchó la negativa por parte de Elliot, repitió una vez más las mismas palabras en su oído, hablando más seco y más grave; más profundo. «Ahora te levantarás tomándome de la mano...», ordenó. Las palabras salieron de sus labios y se filtraron en el cuerpo de Elliot como una resonancia oscura y electrizante; una orden que lo excitaba y lo hacía querer obedecer y sentir placer aún en contra de su propia voluntad.

Tras escuchar aquel extraño eco, Elliot obedeció. Lentamente se puso de pie junto a Lila. Tenía su rostro apoyado contra su busto desnudo mientras que ella tenía sus brazos agarrados del cuello de Elliot. En cuanto estuvieron de pie, Lila lo besó una vez más en los labios y luego le dio un pequeño beso en las mejillas.

—Ahora vete —le dijo sin despegar su vista del techo de uno de los edificios bajos alrededor—. Ya sabes, ten mucho cuidado. No quiero enterarme de que estás muerto. No quiero que te pase nada malo. Y si alguien pregunta, otra como yo te busca y te pregunta algo... le dices que eres mío.

Elliot trató de negar sutilmente con su mirada, pero le era muy difícil controlar su cuerpo. Estaba arrepentido de haberle ordenado tan severamente a Temperantia que no saliera de ninguna manera a menos que él la llamara. No sabía qué sucedía, pero una vez más todos aquellos sentimientos contradictorios que sentía por Lila lo invadieron con violencia. En ese momento no pudo evitar recordarla como una asesina, como una manipuladora... como una demonio; incluso a pesar de la ayuda que ya le había dado en el pasado. Casi parecía que ella se hubiera dado cuenta de su temor en el temblor de su rostro o en sus mismos pensamientos, porque no pasó un segundo antes de que volviera a hablar.

—Elliot, por favor... confía en mí —le dijo con la mirada más extraña de todas las que Elliot le había visto antes.

Era como si sonriera de placer y una lujuria incontrolable al mismo tiempo que lloraba. Tanto fue así que Elliot se rindió perplejo. Los ojos rojos e intensos de Lila lo observaban fijamente a los suyos, azules y nerviosos. Justo cuando ya casi había decidido no volver a confiar en ella, aquella mirada lo convenció una vez más de darle otra oportunidad.

«Eres... tan... rara...», pensó Elliot casi sonriendo, sin que por ello el pensamiento dejara de ser amargo.

—Sólo vete, Elliot. Vete y ten cuidado —dijo ella.

Fue lo último que le dijo antes de darle un último beso.

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