Capítulo 29: Las luces de la ciudad

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—Lili, Lili, Lilita.

La noche de Ámsterdam ya había alcanzado un azul profundo y oscuro. Era la hora más oscura, la que más se esconde del amanecer. Los ojos rojos de Zarah brillaban de manera amenazadora bajo sus pestañas risueñas y su sonrisa de muñeca de porcelana.

—Es un niño apuesto...

Lila se giró para quedar frente a ella con los ojos en blanco del fastidio. Su cabello negro danzó, dejando a la vista su desnudez demoníaca y febril.

—Es comida, nada más —le respondió.

Zarah se colocó a su lado y le acarició el rostro con dedos gráciles y delicados. Dedos hermosos que eran expertos en causar placer, pero que a la vez tenían una gran capacidad de causar dolor. Lila lo sabía, así como sabía que la sonrisa dulce de su hermana era fingida y condescendiente.

—¿Él es el que te dio problemas? —preguntó Zarah silenciosamente sobre sus labios luego de dejar en ellos la saliva húmeda de un beso lento y pausado; más parecido a un roce fugaz entre labios carnosos: incendio contra fuego.

—Él es el halo, sí —respondió Lila.

Zarah se irguió frente a ella y la miró con fijeza. Luego de observarla en silencio le dio la espalda y dejó salir un largo suspiro.

—El amor mata, hermanita —dijo mientras se giraba para volver a ver a Lila a los ojos—. Especialmente a las mujeres como nosotras.

El aroma le brotaba de los poros, oscureciendo aún más la noche a su alrededor. Era tanta la penumbra que apenas se podían ver las luces del Oude Kerk.

—Lo sé —contestó Lila—. Ya te dije que Elliot no es más que comida. Quizás un platillo delicioso; un filet mignon, por decirlo así. Ya falta poco. Pronto lo mataré. No quedará ni una gota de vida en su corazón, te lo prometo.

Zarah no pareció escuchar nada de lo que Lila le acababa de decir. De un momento a otro abandonó su vestimenta, haciéndola desaparecerse en medio del aire como el vapor de una tetera. Su silueta desnuda y salvaje apareció ante Lila. Su pelvis era lisa y contorneada, mientras sus pezones parecían dos botones de cerezas hinchados y rosados. Sus muslos fibrosos y fuertes sostenían su cuerpo con engreimiento mientras sus brazos le daban un aspecto sobrio y elegante, como el de una bailarina fantasmagórica antes de comenzar a bailar.

—¿En serio? —preguntó—. Porque a menos que me creas estúpida puedo ver tan claro como el agua que estás ocultando algo. Incluso si el chico aún no lo sabe. Incluso si ni siquiera tú misma lo sabes...

Lila volteó a verla con atención, a la vez que sentía aprensión ante sus palabras.

—Qué quieres decir —respondió con sequedad.

—Qué, conociéndote, de seguro crees que el amor es la esperanza de una mejor vida, de un posible acercamiento a la inocencia... pero, tch —chistó—, sólo piensas eso porque nunca has matado con amor o usado el amor como un arma. Por eso todavía eres una Lilim, Lila —dijo con asco—. Por eso no eres como yo, aunque tengas tanto tiempo empeñada en serlo. Tan sólo —suspiró—, ah, Lila, tan sólo no seas tan aburrida, ¿quieres? No seas el cliché ridículo de la Lilim que se enamora perdidamente cuando por fin encuentran a su halo. No cometas el error de creer que ese mocoso puede ser más que lo que es: una fuente exquisita de comida que, si la preparas bien, te dará todo lo que siempre has querido; el sueño de todas las... chiquillas como tú.

—Ya te dije que no estoy enamorada de él. No hace falta que me sermonees —protestó Lila con fastidio en la voz.

Pero cuando pretendió girarse para dejar a su hermana hablando sola, Zarah se abalanzó sobre ella con una velocidad de vértigo, tomándola por sorpresa y cerrando sus delicados dedos de marfil alrededor de su cuello. Aunque la estaba apretando con fuerza, no era con la suficiente como para arrancarle la cabeza, tal como ya Lila la había visto hacer incontables veces. Zarah se estaba controlando... «a duras penas».

—Quizás solamente sea que te conozco demasiado bien, hermanita —dijo mientras la sujetaba en el aire—. Así que lo diré de todas formas, sólo para que no quede dudas entre nosotras: si no matas al niño de aquí al último día de este año te obligaré a ver cómo lo torturo, lo violo y lo asesino hasta que no puedas contener las arcadas ni sorber más los mocos de tanto llorar; por supuesto, todo antes de profanar lo poco que pueda quedar de su alma con un exquisito placer. Y a diferencia de todas las otras chiquillas que me he comido con tu ayuda en el pasado, a ti te devoraré viva justo después, lenta y pacientemente, y entonces entenderás lo que es el amor...

Sus dedos se cerraron aún más y Lila no pudo evitar soltar un quejido lastimero.

—Mmm... como hemos pasado tantas cosas juntas y sé que voy a extrañarte —continuó—, la próxima vez que vomite un huevo me lo quedaré y lo criaré y le pondré un nombre con el tuyo y el suyo entremezclados en uno solo. Alguna estupidez del estilo Ellila o Lilliot. Así, aunque toda tu existencia haya quedado reducida a un último acto de humillación, podrás decir que fuiste amada antes de ser asesinada brutalmente, y que incluso fuiste capaz de producir en mí el arrepentimiento suficiente como para aferrarme a tu recuerdo de alguna manera. Entonces entenderás de qué van la esperanza y la nostalgia. Dime, ¿ya tienes algún nombre favorito? ¿O se te ocurre uno mejor?

Lila no podía respirar. Los sonidos de su voz morían ahogados en su cuello, apretados entre los dedos delgados de su hermana. Zarah la soltó asqueada, empujando su cuerpo lejos. A metros de sus pies, Lila tosía y le devolvía una vez más la mirada con desprecio. Sus propios ojos rojos eran un reflejo disminuido de los de su hermana mayor.

—No me subestimes, hermana —respondió entre dientes—. Elliot está comiendo de mi mano. No falta mucho para que se enamore perdidamente de mí, y entonces... haremos el ritual. Tuve dudas, sí, no tiene caso que te lo niegue. Domarlo resultó más difícil de lo que pensaba, pero sabes bien que al primer instante en que sentí que algo estaba perjudicando mis planes, acudí a ti. Y fue así porque no pienso dejar que nada ni nadie me impida lograr mis objetivos.

—Ya lo veremos, hermanita —dijo Zarah mientras se acercaba y la abrazaba contra su pecho desnudo: senos contra senos, vientre contra vientre, y muslos entrelazados en un abrazo indecoroso—. Sería una lástima tener que deshacerme de ti...

—No te preocupes, no tendrás que hacerlo —respondió Lila sonriendo.

Zarah le acariciaba el largo cabello hasta bajar a la parte baja de su cadera.

—Lo tengo todo bajo control. Te lo prometo.

─ ∞ ─

Madeleine se veía tan preciosa como de costumbre. Era la mañana del lunes, ya con todos los estudiantes de regreso. Las muy cortas "vacaciones obligatorias", como ella prefirió llamarlas, le habían sentado muy bien, o al menos así pensaban tanto Elliot como Jean Pierre. Su sonrisa estaba radiante, y su usual carisma parecía renovado. Llevaba puesta una bonita bufanda amarilla y negra alrededor de su cuello que la hacía ver aún más encantadora.

—¡Tengo regalos! —dijo en cuanto tuvo la oportunidad—. ¡Se los tejí con mucho cariño! Por aquí, una bufanda roja para Colombus, una azul para Elliot, una verde para Jean Pierre, y una... beige con un delicado bordado de margaritas y tulipanes para...

Tanteando con la mirada y con la bolsa en la mano, Madeleine se puso a buscar a alguien con la vista a lo largo y ancho del comedor.

—A ver, a ver... ¿dónde estará metido?

—¿Quién? —preguntó Colombus con curiosidad.

—¡Felipe! —respondió ella emocionada—. A él también le hice una...

Justo cuando Elliot vio que Pierre abría la boca para decir algo, le hizo un gesto con los ojos. Jean Pierre entendió el mensaje silencioso y, tras pensar por un segundo, cambió lo que iba a decir.

—Estoy seguro de que le gustará mucho tu regalo, Mady —dijo.

Tanto Madeleine como Colombus se giraron a ver a Pierre con ojos como platos.

—¿Qué? —dijo él a la defensiva—. Sería un tonto si no le gusta lo que le hiciste porque son unas bufandas muy bonitas, eso es todo lo que digo...

—Allí está el Jean Pierre que todos conocemos y amamos. Mucho mejor —dijo Colombus riendo.

La mañana se pasó volando. Una vez más los rumores corrían por los pasillos llenos de jóvenes de todos los años y de todas las secciones. Entre burlas y chismes se hablaba sin cesar del escándalo que hizo Delmy en la entrada durante la mañana, negándose con exasperación a volver a entrar en el castillo por alguna razón desconocida, y sobre una nueva profesora que pronto habría de unirse al plantel de maestros del Instituto, así como de la elección de un nuevo supervisor en la Sección Cavelier para reemplazar al difunto profesor Viele. Entre tanto, las clases fueron un borrón apenas ininteligible pasando frente a los ojos de Elliot quien, cuando se vino a dar cuenta, ya estaba almorzando, y al pestañeo siguiente, terminando las clases de la tarde y despidiéndose de todos hasta la cena.

Pero algo era extraño. Con el regreso de todos los que se habían ido, el aire del castillo se sentía raro, como si se hubiese vuelto más pesado, más denso; era como si tuviera aromas y colores invisibles colándose por los pasillos, entre las conversaciones de todos y andando a sus anchas por los terrenos del castillo. Así se sentía Saint-Claire desde la mañana, desde que todos habían vuelto. Era muy parecido a la sensación que dominaba a Elliot en sus entrañas cada vez que estaba cerca de la señorita Ever, sólo que la sensación ahora se esparcía por todo el ambiente del Fort Ministèrielle.

—Las aguas se están asentando —dijo Adfigi Crucis por la noche, en un momento que Elliot y él compartieron a solas—. Es como la arena que queda en el fondo del mar, del océano; la arena que siempre cae por su propio peso después del vaivén de las olas...

—¿A qué te refieres? —preguntó Elliot confundido.

Adfigi Crucis suspiró.

—Cuando te juré lealtad te dije que los demás ya no iban a poder ocultarte sus sentimientos. Me disculpo. Tal como dije entonces, eso más que una bendición se trataría de una maldición; una enfermedad que carece de cura, una que enloquece y distorsiona la vida hasta hacerte dudar incluso de tus propios sentimientos —el espíritu le dirigió una mirada apesadumbrada—. Ese es el martirio del Ahorcado. Mi martirio: la razón para existir de Adfigi Crucis.

Después de ello duraron hablando por otro rato, pero no se dijo mucho más. Lo más irónico para Elliot era que, por más que lo intentara, no podía sentir esas emociones que Adfigi Crucis le expresaba, incluso con ese poder ahora entre los demás de su baraja. Era como si el espíritu ni siquiera contara con el derecho de sentirse apiadado mágicamente por el amo humano que le correspondiera. «Cosas de la magia», pensó Elliot. «Pero incluso si no eres humano... igual te entiendo».

La noche pasó. Al día siguiente los chicos estaban otra vez almorzando y conversando juntos cuando un atlético joven de último año se colocó detrás de Madeleine y le cubrió los ojos con ambas manos. El muchacho acercó sus labios hasta una de las orejas de Madeleine, y susurró: «¿A que no adivinas quién soy...?». Al sentir el aliento contra su cuello, Madeleine no puedo evitar sonreír como una niña pequeña que disfruta de un juego. Tanto a Jean Pierre como a Elliot se le pusieron las orejas coloradas.

—Creo que voy a ganar este juego —dijo ella mientras tomaba las manos del chico con las suyas para descubrirse los ojos—: Levy.

Todos en la mesa quedaron mudos.

—¿Qué...? ¿Qué está pasando aquí, Madeleine? —farfulló Pierre nervioso.

—Fácil, yo soy Levy Van Lissart y —dijo el joven con formalidad, pero aun tratando de sonar amistoso. Inmediatamente Jean Pierre lo interrumpió.

—¡Yo ya sé quién eres tú, eso no fue lo que pregunté! —exclamó mientras posaba sus ojos azules sobre la chica—. ¡¿Mady?!

Levy levantó los ojos hacia él, sorprendido por el reclamo. Madeleine se puso roja como un tomate. Levy se irguió tan alto como era a sus diecisiete años (1,80 y tantos centímetros), y se aproximó a Jean Pierre. Madeleine comenzó a explicar:

—Pierre, Levy y yo... yo... él —«es penoso verla balbucear de esa manera», pensó Elliot mientras Colombus por su parte se aferraba al borde de la mesa, presintiendo lo que Madeleine iba a decir y esperando que no lo hiciera, pero... al final, la chica lo hizo—: Levy y yo estamos saliendo. Él es mi novio. Pasó durante las semanas de las vacaciones. Él también vive en París y, bueno...

Pero a Jean Pierre no le dio tiempo de contestar nada. Por todo el comedor el rumor de las murmuraciones y los cuchicheos no se hizo esperar. Todos hablaban a medida que un alto y famoso joven rubio caminaba en dirección a la mesa en la que los chicos estaban sentados. La sorpresa que había causado el anuncio de Madeleine se vio opacada al ver quién caminaba hacia ellos.

—¡Elliot, Jean Pierre, Colombus! Ahí están...

—Noah —balbuceó Pierre. La rabia se evaporó temporalmente de su cuerpo.

—Así es, mi amigo —dijo Noah con una sonrisa radiante en el rostro.

Acelerando el paso llegó hasta donde estaba Jean Pierre y lo abrazó con bastante efusividad, como lo haría un hermano mayor que se reencuentra con su hermano menor después de un largo período sin verlo.

—Pareces sorprendido. ¿Estás bien? —preguntó entre risas mientras se separaba del chico.

—Pues... sí, la verdad s-sí, p-pero... ¿qué haces aquí? —preguntó Pierre incrédulo; al escuchar la forma tan descortés en la que había formulado la pregunta, se apresuró a corregir—. Digo, no es que molestes o algo así. Es sólo que como no avisaste, yo...

—Tranquilo, tranquilo, yo entiendo tu sorpresa. Honestamente hasta yo me sorprendo de estar aquí, pero es que estando en París por asuntos de trabajo pensé que no costaría nada hacerles una visita y... bueno, aquí me tienen. No saben el gusto que me da volver a verlos, chicos.

Aquello lo dijo mientras apretaba el hombro de Colombus con una mano y le dedicaba una sonrisa angelical a Elliot, pero aunque su sonrisa era encantadora, Elliot pudo ver en sus ojos la verdad: «no te vas a escapar de mí, mocoso», decían esos ojos azules; el mensaje fue fuerte y claro, tanto en su mente como en sus «entrañas».

—Señor Noah Silver, disculpe —dijo Levy de pronto acercándose al recién llegado—. Es un honor conocerlo en persona, señor —dijo mientras estrechaba la mano de Noah con vigor.

Noah rio como un niño inocente mientras le devolvía el apretón de manos.

—¡Muchas gracias! Te aseguro que me encantaría poder decir lo mismo, pero es que aún no me dices tu nombre...

—Levy, señor. Levy Van Lissart —respondió Levy entusiasmado.

—¿Van Lissart? ¿Acaso eres familia de Oliver Van Lissart? —preguntó Noah ahora con verdadero interés en la voz.

Déjà vu —dijo Colombus con sarcasmo en la voz haciendo que Pierre le diera un empujón con él pie para que se comportara y que Noah se riera.

—Sí señor, Oliver es mi primo —contestó Levy—. ¿Lo conoce?

—Sí, de hecho. Lo conocí durante una exposición de arte gótico el año pasado en Alemania, en la cual me llamó ignorante frente a todo el mundo —dijo Noah sonriendo con amargura disimulada, pero Elliot pudo sentir en el aire ese resentimiento vivo que Noah llevaba aun ardiendo en el pecho—. No se puede negar que tu primo es un auténtico genio del arte. Pero no es nada, ¡así son los genios! Y vaya que estamos acaparando la conversación aquí, ¿eh? Llevo minutos hablando con ustedes y aun no se dignan a presentarme a la hermosa dama que los acompaña. ¿Acaso la quieres esconder de mí, Elliot? —le dijo Noah con descaro.

Pierre respondió la pregunta por él.

—Ella es Madeleine, Noah, una amiga de la infancia —Dijo con amargura en la voz al final de la frase.

—¿Amiga? ¿Sólo amiga? —preguntó Noah mientras tomaba una de las manos de Mady y la besaba por el dorso, como lo harían los caballeros de las películas—. Yo no podría ser sólo amigo de una chica tan hermosa...

—Es mi novia... señor —se apresuró a decir Levy sonrojado.

—Pues, amigo, déjame felicitarte entonces, porque sólo con verla me puedo dar cuenta de que no solo es una niña hermosa, sino también muy inteligente —dijo Noah sonriendo mientras giñaba un ojo juguetón en dirección a Madeleine.

—¡M-m... m-muchas gracias por el cumplido, señor Silver! —contestó Madeleine con una sonrisa tímida y emocionada.

—¡Hey chicos, vamos, vamos! Ya déjense de tantas formalidades conmigo, ¿está bien? Aquí todos somos amigos, y mis amigos me llaman Noah —dijo mientras se sentaba a la mesa de los chicos sin despegar sus ojos fríos del rostro de Elliot.

En la cafetería, todo el mundo murmuraba y cuchicheaba sin despegar la mirada de la mesa en la que Noah Silver y Levy Van Lissart estaban hablando animadamente. Nadie daba crédito a lo que estaba pasando. Elliot sólo quería que la comida terminara para poder alejarse de Noah lo más rápido que le fuera posible. No pasó un minuto hasta que los nervios de Elliot se crisparon nuevamente.

—Eres un descarado, Elliot Arcana —alguien dijo a sus espaldas—. ¡Ugh, ¿cómo puedes estar tan tranquilo después de lo que hiciste?!

Aquella acusación, tan severa y llena de auténtico reproche, hizo que a Elliot se le pusiera la piel de gallina. Cuando todos se giraron para ver de quién se trataba se toparon con Saki, Lamia y Berenice.

—Pff, ¿ahora de que estás hablando, Berenice? ¿No te das cuenta de que tenemos invitados importantes? —reprochó Jean Pierre a la chica con desdén.

Noah Silver miró entre extrañado y burlesco a todos en la mesa para luego posar sus ojos en Saki.

—¡Ah, no! ¡No quieras venir a defender a tu amiguito! Después de lo que hizo debería estar en una correccional o en prisión. De sólo verlo me da asco.

—Ehm... chica, lamento mucho lo que sea que Elliot te haya hecho, pero creo que deberías calmarte un poco y discutirlo con —preguntó Noah incómodo.

—Y ahora me mandan a callar. Increíble —dijo Berenice.

—Eso no es lo yo quise hacer...

—Es verdad, Nice, nadie te ha mandado a callar —intervino Madeleine intentando calmar la situación.

—¡Ja! ¿Ahora también los vas a defender tú, Madeleine? ¡Por Dios! —exclamó Berenice indignada.

Su cabello rubio se balanceaba en su cola de caballo con cada movimiento de cabeza. Saki estaba grabando todo desde su Smartphone con una mirada maliciosa.

—Lo siento, Berenice, pero no sé de qué estás hablando —contestó Elliot tratando de calmar las cosas.

—Por favor ¿en serio me crees tan estúpida? Elliot Arcana, los rumores corren tanto por los pasillos como por las redes. No te bastó con violar los protocolos del Instituto al escaparte, sino que además atentaste contra la vida de todos nosotros en el proceso. Qué digo, ¡contra la estabilidad de todo el planeta! Porque, no contento con escaparse, tú... t-tú viajaste en... en un... en un... ¡EN UN AVIÓN! ¡Así que flygtskam contigo, todos, FLYGTSKAM!

Y luego de gritar aquello, la chica se puso a llorar ante la mirada incrédula de todo el mundo. Por un instante, la cafetería quedó en un absoluto silencio que sólo era interrumpido por los sollozos entrecortados de la chica. Pero un segundo después, el escandalo fue tal que Madame Gertrude y otros profesores tuvieron que intervenir para calmar las cosas. Por la cara de Saki, aquel espectáculo no le hacía ni pizca de gracia.

—¡Un momento, un momento! —gritó Noah al ver el escándalo de los demás estudiantes.

Todos dejaron de reírse y le prestaron atención.

—¡Esto no es razón para armar semejante escándalo, chicos! —decía Noah—. ¡No deberían estar riéndose de... esta chica...

—Berenice —dijo Saki por lo bajo.

—...Berenice —corrigió el millonario en voz alta y clara—, cuando sus argumentos, si bien ofrecen una solución poco integral y práctica, sí buscan atender un problema claramente importante y que sí nos afecta a todos nosotros, a todos ustedes! Berenice —dijo bajando la voz y volteando a verla—, entiendo tu preocupación, pero mi amigo Elliot por acá no tiene la culpa de un sistema que existe desde hace muchos años, y sin el cual ni la globalización ni los nuevos esquemas de economía global por un futuro mejor serían posibles en lo absoluto. Él sólo es un chico normal, un buen chico, que quiere vivir la vida y que para ello tendrá que viajar en avión. Ahora, es gracias a los esfuerzos de O.R.U.S. y todos sus proyectos multimillonarios para garantizar un futuro sustentable que puedes sentirte tranquila y despreocupada; varias de mis compañías ya se hallan incluso trabajando junto al Conglomerado en nuevos sistemas de motores y combustibles aéreos mucho menos contaminantes de los que ya utilizamos, y que en pocas décadas serán de uso comercial para la gran mayoría de las aerolíneas. Así que Berenice, Elliot, amigo mío, por ustedes, estudiantes... por la tranquilidad y la estabilidad del mundo, de sus sueños y sus esperanzas, por esta maravillosa institución, yo digo: ¡nunca se burlen de los soñadores! Estudien, trabajen duro, pongan sus diferencias de lado, y salgan a conquistar un futuro brillante, un futuro increíble, ¡un futuro posible! —finalizó con dramatismo para todos los que estaban presentes, alzando con su mano izquierda una cajita de cartón de jugo de durazno, de esas infantiles, que traen incluidos los pitillos con doblez.

—Ese es mi jug... —decía Colombus exaltado—, ah, olvídalo...

La ronda de aplausos no se hizo esperar. Todos los presentes comenzaron a vitorear y aplaudir, incluso Saki (quien compartió el video por su canal de YouTube, titulándolo: "AQUÍ CON NOAH: TENEMOS QUE LUCHAR POR NUESTRO FUTURO"), y Berenice, así como Levy, Mady, Jean Pierre, e incluso Colombus, aunque él lo hizo más por presión social que cualquier otra cosa. Los profesores alababan a Noah Silver, el viejo estudiante preferido de muchos, y el chico de oro invencible del Instituto.

Todos estaban embelesados, todos aplaudían; todos menos Elliot, quien pudo sentir la verdad en cada una de esas palabras. «Puedes engañarlos a ellos, pero yo sé quién eres en realidad...», pensó. En el fondo lo sabía: sabía que a Noah no le importaba en lo más mínimo su discurso ni nada de lo que estaba diciendo. Lo supo a fuerza del incómodo ardor que sin discreción se apoderó una vez más de sus entrañas. «Como la arena de la que hablaba Adfigi Crucis...».

—Ya te la quité de encima, Elliot —le susurró Noah en el oído mientras el ruido de los aplausos ahogaba sus palabras—: Dame las gracias cuando quieras...

Noah estaba mirándolo fijamente con una sonrisa entre sus labios, provocador, con arrogancia.

─ ∞ ─

Elliot estaba muy agotado cuando terminó de trabajar con Monsieur Gaspar. Tras salir de los jardines tomó una ducha caliente, se cambió de ropa y fue directo hasta su habitación. Esta estaba sola. Apenas entró se lanzó sobre la cama. Al inicio quería tomar una siesta, pero aprovechando la soledad en la que se hallaba, una mejor idea se apoderó de su cabeza. De inmediato se levantó y tomó su maleta, la cual había dejado justo al pie de la cama, sacó todas las cosas que había comprado en Ámsterdam, y las extendió sobre la cama.

Desplegadas sobre el edredón había un Atlas mundial bastante gordo, lleno de muchos mapas detallados, e información práctica y concisa sobre cada región del mundo y casi cada país; también había una libreta pequeña, de bolsillo, marcadores de tinta deleble, lápices, y un paquetico de notas autoadhesivas de varios colores. Elliot tomó su viejo cuaderno de anotaciones, el mismo en el que había anotado y resuelto el acertijo de Temperantia, y agarró también las cartas de los espíritus, sus cartas del «tarot de Mady, el no-mágico», y el libro de adivinación.

Cuando se hubo acercado a su escritorio, notó sobre este un pequeño paquete con su nombre en él. Era la caja pequeña de un menudo teléfono móvil con teclas de plástico mullido. Sobre la caja había una nota: «tu nuevo teléfono». Elliot no pudo evitar sonreír con amargura. «Muchas gracias, papá», pensó mientras abría la gaveta para sacar lo que necesitaba y tiraba el teléfono dentro sin volverlo a mirar.

Se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama y tomó su viejo cuaderno. Lo abrió por el final como en Oriente y escribió en una hoja: «LISTA DE CARTAS». Luego abrió el libro de adivinación y anotó el nombre de cada uno de los Arcanos Mayores siguiendo el orden numérico que le correspondía a cada uno. Comenzó por El Loco y terminó con El Mundo; del primer hasta el último o viceversa (eso al tarot le da igual), luego tomó el pesado atlas y buscó en él hasta encontrar un mapa en el que se pudiera apreciar con claridad la mayor parte de Europa. Con las cartas del tarot mágico en la mano comenzó a tomar notas.

«Primero, Paerbeatus en... Almería...». Con mucho cuidado, Elliot colocó un marcador adhesivo de color azul sobre el punto exacto donde estaba Almería en el mapa. Sobre el sticker escribió el nombre de Paerbeatus. Luego buscó en su cuaderno el número cero, que era el que había anotado para el Loco, y anotó el nombre de Paerbeatus a un lado. «Luego fue Raeda en Poole», se dijo y marcó Poole en el mapa, pero no escribió allí el nombre del espíritu. «Esa vez se escapó, pero inmediatamente después encontramos a Astra... gracias a Lila, aquí en el castillo»; tras el pensamiento marcó Fougères con otro sticker, que ya llevaba el nombre de Astra escrito en él. «Astra es el número diecisiete y es la... Estrella», murmuró mientras anotaba otro nombre en su cuaderno al lado del arcano al que correspondía. «Temperantia estaba en la isla de Man. Algo peligroso... pero interesante». Los recuerdos no se hicieron esperar: el unicornio, Lliyiha y... los lobos. Entonces escribió el nombre en el sticker adhesivo y lo colocó en donde correspondía sobre el mapa de Europa. «Noah tenía a Adfigi Crucis, pero igual marcaré Normandía, por si acaso...».

Mientras hacía aquello y marcaba el mapa con las notas, anotaba en el viejo cuaderno de primer año, adoptando ahora sus páginas vacías para todos los apuntes de su nueva vida mágica como si esta se tratase de otra materia más para estudiar, Elliot sentía una felicidad que no sabía describir. El orden, la búsqueda de las cartas, los mapas, las notas, los recuerdos, en fin, el sistema. Si tenía todo organizado iba a «estar mejor preparado para enfrentar lo desconocido». Así lo pensó mientras dejaba que el sentimiento de bienestar se apoderara de él. Allí, en medio de su cuarto, al darle un orden a su vida... a «su nueva vida», se sintió en control. Se sentía él mismo a pesar de las interrogantes del futuro, de lo que fuera que fuera a depararle.

«Temperantia y Adfigi Crucis eran los arcanos catorce y doce respectivamente, La Templanza y El Ahorcado, y por último... Raeda, en Ámsterdam», se dijo a sí mismo mientras sostenía la nueva carta frente a sus ojos. El niño pelirrojo se veía aún más pequeño junto a los altos pilares que servían de soporte para el dintel de su carta. En la ilustración se podía ver a Raeda enseñando el dedo de en medio de la mano derecha, mientras sujetaba con fuerza un carrito de madera en la otra. Su traje de marinerito blanco con franjas rojas y azules estaba impecable de nuevo. Su mirada era de un fastidio total.

Elliot marcó en el mapa el sitio donde por fin había podido capturar al espíritu... «también en parte gracias a Lila otra vez», pensó, y anotó su nombre en su cuaderno junto al del arcano número siete, El Carro. Frente a él estaban las cinco cartas que había podido encontrar hasta ahora desde que se había tropezado con Paerbeatus y la gitana en Almería. «Cinco menos. Ahora sólo quedan diecisiete». Con ese pensamiento los rostros de Noah y de aquel hombre desconocido de Ámsterdam vinieron a su mente como un relámpago, y aunque Elliot no sintió verdadero miedo, no pudo evitar sentir inquietud.

«Después de todo, en el mundo hay magia ¿no?», pensó con aprensión. «Si las cartas son mágicas, es lógico pensar que las hizo alguien que sabe manejar la magia... un hechicero, un mago...», y aunque sólo pensó la palabra, igual no pudo evitar sentirse un poco incómodo. Reconciliar con su lógica el hecho de que la magia era real ya era sobrecogedor, pero de algún modo pensar en magos ya le parecía surrealista. Entonces recordó aquel hombre que también tenía una Quimera... como él. «¿Acaso me convertí en un mago sin darme cuenta? ¿Es eso siquiera posible? ¿Era ese hombre realmente un mago?». Las preguntas lo acorralaban contra las paredes de su mente. «Él pudo ver a los espíritus y todos vieron a la Quimera...».

—Todos menos TÚ —dijo el desconocido entre las paredes de su mente, burlándose desde la imagen difusa de sus recuerdos.

Sin darse cuenta Elliot se había paseado entre las páginas del libro de adivinación hasta llegar a la página donde se hablaba del arcano mayor del Carro. Decidió concentrarse en la lectura para espantar a los fantasmas de su cabeza:

«El Carro es el Arcano Mayor coronado por el número siete, denominado por muchas culturas y religiones como el número perfecto, el Siete de la Suerte o el Número de Dios. En la representación de la carta vemos al Carro de la guerra o a la carroza del triunfo, y sobre ella, un rey. No son pocos los mitos en donde aparece un Dios sobre un carro, como el caso de Arjuna para los hindúes, Ra para los egipcios, Helios para los romanos y Thor para los nórdicos. Todos ellos como símbolos de poder, control, domino y victoria. Por eso muchos asocian al rey del Carro con una representación envejecida y adulta, en la cima de su propia vida y con voluntad absoluta para imponer la dirección de su propia vida. Según múltiples escuelas de parapsicología, el séptimo arcano representa al hombre que posee todas las herramientas necesarias para dominar las contradicciones de su ser. Para los tarotistas más tradicionalistas, representa el viaje, la travesía, la aventura, la conquista, la apertura de los caminos y el transporte. De manera invertida hace referencia a las frustraciones, las dificultades, las metas no alcanzadas, así como la presencia de inhibiciones y frustraciones que pueden llevar al fracaso y la fatalidad».

─ ∞ ─

Cuando Elliot llegó al invernadero para asistir a su reunión con el club de jardinería, en la puerta de la oficina había una hoja pegada con un escrito a mano que decía: «REUNION DEL CLUB SUSPENDIDA». Automáticamente Elliot recordó los rumores sobre el estado en el que se había puesto Delmy en la mañana del lunes y se preguntó si ya estaría mejor. Buscó su teléfono en el bolsillo de su mono, pero luego retiró la mano al recordar que no tenía el número de la chica. «Tal vez si veo a Felipe se lo pueda pedir a él», se dijo distraído mientras salía del invernadero. «O si le pido a Paerbeatus que la busque... no, será mejor que no...»

—Andar hablando solo por los pasillos no creo que sea muy inteligente de tu parte que se diga —dijo alguien a sus espaldas.

Elliot se sobresaltó. Era un restaurador, aunque tras un mejor vistazo lo reconoció.

—Sólo estaba pensando en voz alta, eso es todo —respondió Elliot fastidiado.

—Aun así, sigue siendo algo muy imprudente de tu parte.

—¿Qué quieres, Tate?

—Nada en particular. Hablar contigo, eso es todo.

—Tú y yo no tenemos nada de qué hablar, a menos claro que vayas a devolverme lo que me robaste —le dijo Elliot con desprecio.

Los ojos verdes de Tate le sonreían con indulgencia, como sonreiría un verdugo a un condenado a muerte al concederle el derecho a unas últimas palabras. El cabello rubio del chico estaba pulcramente peinado bajo su gorra de O.R.U.S, y la insignia del ojo alado parecía brillar sobre la tela negra del uniforme como imbuida de vida propia.

—Yo no he hecho tal cosa. En dado caso se podría decir que tomé algo prestado para sacarte de un aprieto.

—¿Entonces lo admites? —dijo Elliot deteniéndose de golpe y enfrentándolo—. ¿Admites que eres un vulgar ladrón? Debería denunciarte ahora mismo con las autoridades del Instituto.

—Vamos, Elliot. La Sección Inmaculada es la verdadera autoridad en el Instituto. Además, ¿qué dirás? ¿Qué te robaron el libro que te robaste tú primero? Por favor, Arcana, sé mucho más de lo que tú crees que sé. Sé sobre lo que has estado haciendo últimamente, y sé mucho más que tú sobre ese libro. No eres el único al que le gusta saber de... cosas... por aquí. No cometas el error de creerte que eres el más listo del lugar —suspiró—. En fin, como sea, no soy yo quien está en tu contra, Elliot. Supongo que ya has tenido suficiente tiempo como para deducirlo por ti mismo —le dijo mientras se detenía frente a Elliot—. Es de Grimm de quien tienes que cuidarte.

Y mientras decía esto, se acercó hasta su oreja aferrándole por los hombros con bastante fuerza y le susurró: «ella sigue vigilándote, y el Director también. Grimm, Gauthier, Monroe... todos ellos...»

Elliot automáticamente se separó del chico y se le quedó viendo con ojos confundidos. Tate se erguía con elegancia y le sonreía con una perfecta cara de póker. Elliot no sabía que decir. «¿Por qué me está diciendo esto?», pensó.

—Gill —llamó alguien de pronto en el pasillo.

Tate se giró para encontrarse con los ojos oscuros e interrogantes de Müller fijos en él.

—Te estaba buscando. ¿Pasa algo? —preguntó el restaurador al alcanzar a Tate y Elliot.

Sus ojos examinaron primero el verde profundo en el rostro de Tate, y luego el azul turbulento de los de Elliot.

—Nada, no pasa nada —contestó Tate—. Sólo estaba hablando un poco con Arcana. ¿Qué ocurre?

—Pues que el director convocó una reunión con toda la Sección Inmaculada. Yo me ofrecí para buscarte.

—Entonces será mejor que vayamos —dijo Tate mientras tomaba a Müller por un brazo y ambos comenzaban a caminar.

─ ∞ ─

Era raro, pero de alguna forma extraña, Elliot tenía el presentimiento de que Delmy lo necesitaba... y que él también la necesitaba a ella. Había estado escribiéndole toda la semana sólo para ser ignorado. Las sensaciones en sus entrañas eran complicadas, pero parecía pocoyo a poco estar acostumbrándose a ellas. Apenas acababa de notarlo, pero ya tenía una semana con ellas. Era tal como era estar con la señorita Ever, pero cada vez más recurrente e intenso.

«Mientras no haya mucha gente, no es tan difícil», pensó mientras trabajaba aquella tarde en el jardín, cumpliendo con su castigo. Luego del fin de semana llegaría la última semana del castigo impuesto por Rousseau, pero, a pesar de haberse tratado de un escarmiento, Elliot sentía que iba a extrañar aquellas tardes de trabajo. A fin de cuentas, Monsieur Gaspar no había sido tan cascarrabias como aparentaba, y trabajar con las plantas y la tierra no había estado tan mal. Más que un castigo era como estar en el viñedo de su abuela, pero en Francia. Ella nunca dejaba que Elliot la ayudara cuando estaba de visita por Italia; en cambio, se empeñaba en que él disfrutara al máximo de sus vacaciones, lo que significaba mucha comida preparada por ella y mucha alcahuetería y cariño.

Ahora que la recordaba, Elliot sentía que podía entenderla: a diferencia de su primo Julio que vivía muy cerca de ella y podía ir a visitarla muy a menudo, Elliot casi nunca tenía tiempo para ir a verla, y más que un recuerdo, era como si las sensaciones de sus entrañas hablaran; como si se explicaran por sí solas. Desde que su papá se había mudado a china por su trabajo, él había quedado bajo la tutela de su tía y se había ida a vivir a Londres con ella, lo que significaba que sólo tenía las vacaciones de verano para visitar a la Nonna.

Eso claro, si su tía no preparaba algún viaje con sus abuelos por parte materna, o una escapada solitaria para ellos dos. «Nos vamos de safari, cariño», recordó que le había dicho de imprevisto el año en el que cumplía los once años. Era por esta razón que su Nonna Justina lo consentía más a él que a su otro nieto, Julio, cuando Elliot iba de visita. No era que la mujer tuviera un favorito ni nada por el estilo, como muchas veces reclamaba su primo o como incluso ella misma lo decía en broma; era sólo que amaba tanto a su familia que se lamentaba por no tenerlos a todos cerca, y por eso, a fuerza de la nostalgia, se esmeraba en consentir con cuotas de interés acumulado.

Aquel día había pensado mucho en Italia, probablemente por el hecho de tener que ir allá en busca de una carta. Pero Elliot no podía pensar en ese país sin que su memoria se llenara de recuerdos agradables y momentos felices. Durante la noche había ideado un plan para convencer a Raeda de salir de su carta, y si el plan funcionaba, no sólo conseguiría eso sino también comprobar su poder.

Luego de la cena con sus amigos; cena a la que otra vez se había unido Levy, Elliot esperó a que Colombus se durmiera antes de salir de su habitación con rumbo a la Tour du Ciel. Una vez allí, llamó varias veces a Raeda por su nombre, mientras sostenía la carta del espíritu en sus manos. Nada pasó. Elliot tomó una gran bocanada de aire mientras respiraba profundo; luego botó el aire con calma y volvió a hablar...

—Rider —dijo.

De inmediato la imagen de Raeda desapareció de la carta, dejándola vacía.

—¿Qué quieres? —preguntó el espíritu a sus espaldas.

Elliot se giró. Raeda estaba sentado sobre la almena de la torre y jugaba distraídamente con un carrito de juguete sobre la piedra. Sus ojos se veían llorosos, y parte de su piel estaba roja. Una vez más había estado aguantando el dolor.

—Nada en particular. Sólo quería que habláramos, que nos conociéramos un poco más —respondió Elliot tratando de sonar lo más natural e indiferente posible.

Raeda lo miró con suspicacia antes de resoplar.

—Pff, si lo que quieres es una cita a la luz de las estrellas mejor llama a Paerbeatus o al rarito de Adfigi Crucis. Conmigo no cuentes.

—¿Alguien me llamó? —dijo Paerbeatus apareciendo a un lado—. Estaba a punto de comenzar con mi baño nocturno de belleza, pero convencer a Recordatorio de que me lama nunca es tarea fácil.

—Ahí está, ya lo tienes —dijo Raeda señalándolo con desdén con el carrito.

Paerbeatus lo miró confundido, pero de inmediato la cara se le iluminó al ver el juguete en las manos de Raeda.

—¿Me lo prestas? —preguntó emocionado—. Te prometo que no lo daño.

—En tus sueños, Paterbiú —contestó Raeda con sequedad.

Paerbeatus ensombreció la mirada.

—¡Jum! Paerbeatus —dijo enfadado—. Mi nombre es Paerbeatus, no Páterbiu. Te hacen falta muchos modales, niño, y no me importa si no me prestas tu feo carrito. Yo tengo a Recordatorio y tampoco te lo voy a prestar.

Y diciendo aquello le sacó la lengua al niño y se fue a abrazar a Elliot.

—Y al cachorro tampoco te lo presto.

—¡Ja! Te lo regalo si gustas, a mí no me interesa.

Elliot suspiró.

—¿Por qué me odias tanto, Ra... —al ver que el niño entornaba los ojos, se apresuró a corregir—: Rider?

El espíritu le dirigió una mirada obstinada.

—Ay, no seas tan delicadito ¿quieres? —dijo con irritación—. No eres especial ni nada, así que no te lo tomes personal. Si ya odiaba al maldito viejo chiflado que me encerró en un pedazo de papel en primer lugar, no creas que no te voy a odiar a ti. Especialmente cuando te pareces bastante a él. ¡Qué asco, puag! Con lo loco que estaba no me extrañaría que tú fueses un clon suyo o algún otro de sus experimentos.

—Te dije que te parecías al Tú que ya no eras, cachorro. Te lo dije —agregó Paerbeatus orgulloso de sí mismo.

—Todos me siguen diciendo eso, pero la verdad no lo entiendo muy bien. Podrías contarme algo más de su creador —dijo Elliot sentándose en el suelo para luego acostarse a ver las estrellas.

El cielo estaba algo nublado, pero, aun así, había algunas que brillaban con sueño aquí y allá.

—No tengo interés de hablar de gente chiflada. Suficiente con tener ya que vivir junto a ustedes.

—Si no sabes nada, no pasa nada, no tienes por qué avergonzarte.

—¡Pero cl-claro que lo sé! ¡¿Con quién diablos crees que estás hablando, niño?! —protestó Raeda—. Es sólo que es confuso. Estoy seguro que ese viejo loco hizo algo antes de morir para enredar los recuerdos de todos y por eso ninguno recuerda nada de él realmente. Bueno, nada más allá de fragmentos aislados. Igual no me importa. Para mí ese sujeto no era más que un demente, un megalomaníaco y, al final de cuentas, un secuestrador...

—Entiendo —dijo Elliot; se detuvo por un instante antes de volver a hablar—: Lamento lo que te está pasando, y aunque yo no pueda dejar de recordarte a ese sujeto tan deleznable, créeme cuando te digo que mi única intención es ayudarlos a ti y a los otros espíritus a conseguir su libertad.

—El cachorro tiene un corazón de oro —agregó Paerbeatus.

—Sí, claro. Todos son iguales hasta que prueban el poder —sentenció Raeda con amargura—. Una vez que veas las cosas que puedes lograr con nuestra magia, cambiarás de opinión. Ya lo verás...

—Eso no es verdad —exclamó Elliot, sentándose para ver a Raeda a los ojos—. Incluso sin tu ayuda para viajar, estoy decidido a conseguir a los otros espíritus, y una vez que estén todos juntos, buscaré la manera de liberarlos. Lo juro.

—¿Y tú como sabes cuál es mi poder? —preguntó Raeda extrañado.

Elliot le sonrió algo apenado.

—Lo siento, se lo pregunté a Temperantia y ella me lo dijo.

—Jum... vieja chismosa.

—Me contó eso y que una vez tú y ella compartieron un dueño, hace siglos ya, pero siendo sinceros, ella sólo me confirmó lo que yo ya sospechaba. Luego de nuestro encuentro en Poole y de ver cómo desaparecías, tenía mis sospechas. No sabía, y aún sigo sin saber cómo lo haces, pero después de pensarlo bien, estaba convencido de que ese era tu poder.

Al recordar el encuentro en Poole, Raeda se echó a reír.

—¡Tenías que haber visto la cara de idiota que se te quedó cuando me fui! Duré una semana riéndome, EN SERIO —dijo con dificultad a través de sus carcajadas—. Aquello fue divertido, la verdad. Tú y el mequetrefe de Paerbeatus me agarraron con los pantalones en las rodillas, lo que me recuerda que por su culpa perdí mucho dinero. Eso sí no fue divertido. Te aconsejo nunca hacer negocios con demonios, niño, son unas criaturas bastante temperamentales.

De inmediato la imagen de Lila apareció como un fogonazo en la mente de Elliot.

—Lo tendré en cuenta —respondió—. Entonces, ¿me dirás como haces para desaparecer?

—Sencillo —respondió Raeda con voz arrogante—. Sólo tengo que usar energía dimensional y abrir una puerta que me lleve a donde sea que yo quiera, eso es todo.

Cuando terminó de decir aquello estaba encogiéndose de hombros, como si no fuera la gran cosa.

—¿Y puedes ir a donde sea? —preguntó Elliot con curiosidad.

—Bueno, sí, casi a cualquier lugar, pero depende y... siempre y cuando no sea muy lejos, porque mientras más lejos el lugar, más energía necesito y más me cuesta y —pero al darse cuenta que estaba hablando de más, Raeda se calló de golpe—. ¡Maldito mocoso, maldito! ¡Me estás engañando para sacarme información! Eres una rata tramposa.

—¡Hey, no soy ninguna rata tramposa! Sólo quiero que trabajemos juntos. Eso es todo —exclamó colocándose de pie—. Si los dos queremos lo mismo, sería muy tonto estarnos peleando cuando bien podríamos trabajar juntos y conseguir más rápido lo que queremos.

—Bah, ¡mentira! —gritó Raeda a la cara—. Tú lo único que quieres es usarme como tu burro personal de traslado, pero déjame decirte algo, Elliot, primero prefiero comerme a mí mismo antes que hacerte caso.

—Por lo menos ya me llamaste por mi nombre. Vamos avanzando...

Elliot rio con soltura haciendo que Raeda hirviera de cólera.

—Oh, ya cállate —exclamó el espíritu indignado.

—Por qué mejor en vez de perder el tiempo peleando no me muestras lo que puedes hacer, ¿ah? —dijo Elliot emocionado—. ¡¿Conoces París?! ¡¿Qué te parece si vamos de visita a París y regresamos?!

—¡A mí me parece una idea fenomenal, cachorro, de las mejores que te he escuchado hasta los momentos! —dijo Paerbeatus mientras aplaudía entusiasmado.

—¿Qué si conoz...? ¡Ay, por favor, debes creer de verdad que soy un idiota si crees que no sé qué es lo que estás haciendo! —se burló Raeda—. Por supuesto que conozco París, pero no tengo intenciones de llevarte a ninguna parte.

—¡Vaya, te queda tan lejos! —dijo Elliot con auténtico pesar en la voz—. Bueno, no pasa nada. No voy a forzarte a hacer algo que no puedes.

—Que no, que no. Mira niño, si me diera la gana te podría llevar desde aquí hasta el otro extremo del país, ida y vuelta, y todavía me quedaría energía suficiente para patearte el culo —contestó Raeda mientras saltaba de la almena y caminaba hasta donde estaban Elliot y Paerbeatus—. Si tanto quieres visitar París, está bien, iremos a París. ¡Pero iremos a donde yo quiera! A ver si tienes las pelotas suficientes... ¡Ya lo verás, dos podemos jugar a este juego!

Tras decir aquello, el espíritu chasqueó los dedos a la vez con fastidio y soberbia, a lo que una puerta de no más de un metro de alto apareció tras de él.

—Y viajaremos a mi manera —dijo sonriendo con malicia.

Tras abrir la puerta un gran vendaval de aire frío y cortante se coló por ella. Raeda la atravesó con paso firme y llamó a Elliot desde el otro lado a gritos:

—¡¿Vas a venir, o qué?!

La piedra estaba fría por la corriente de aire que salía de la abertura. Elliot se arrodilló para poder atravesar la pequeña puerta. A tientas, dejó que una de sus manos atravesara el umbral; del otro lado el suelo de piedra había desaparecido y en su lugar había un enorme espacio de aire y una tirilla de metal vertical alargada que se iba expandiendo hacia abajo. Con mucho trabajo logró hacer pasar su cuerpo a través de la pequeña puerta, seguido muy de cerca por Paerbeatus, a quien no le costó tanto cruzar el diminuto umbral, pues había contorsionado elegantemente su cuerpo como lo haría un gato.

Inmediatamente Elliot se sintió desfallecer: el vértigo le golpeó con una fuerza increíble. Estaba a centímetros de una caída mortal. Hacia abajo se veían los diminutos coches, personas caminando, los Campos Elíseos, la Plaza de la Concordia y la amplitud de los perímetros del octavo arrondissement. Las luces de la ciudad eran sublimes; la sensación era impresionante. «¡POR DIOS, POR DIOS!», pensó eufórico. «¡ESTO ES JODIDAMENTE INCREÍBLE!»

En ningún momento dejó de agarrarse de la varilla alargada, la antena que estaba en la cima de la torre. Sorprendido, se aferró lo más que pudo del metal chirriante, con las manos siempre extendidas hacia ella, como si esos delgados centímetros metálicos fueran toda la pared a la cual podía aferrarse para evitar morir estrellado contra el suelo. La brisa soplaba con violencia y el frío del aire se deslizaba por la piel de su rostro como una caricia invernal. Elliot no podía creer lo que estaban viendo sus ojos.

Raeda había cumplido su palabra: bajo sus pies, a 300 metros por debajo, se extendía París, iluminada con todas sus luces. Era la misma París de siempre, despierta y vibrante, llena de vida, de personas que se deslizaban como hormigas invisibles a lo largo de todas sus cuestas y pendientes en forma de caracol. La vista era hermosa, mágica y embriagadora. Pero, aunque ya la hubiera visto en muchas postales, o la hubiera visitado incontables veces antes, tanto en libros, como en poemas, como películas o incluso en persona, Elliot nunca había visto París desde la mismísima punta de la Torre Eiffel.

—¿Te gusta la vista, mocoso? —preguntó Raeda con malicia.

—¡SÍÍÍ, ME ENCANTA! —respondió Elliot sin vacilar a la vez que una risa casi histérica se le escapaba de los labios—. ¡Me encanta, ME ENCANTA! —volvió a decir.

Raeda puso los ojos en blanco y lo ignoró. Era evidente que le molestaba que Elliot no se hubiera asustado como había sido su plan. Poco a poco Elliot se fue agachando, sentándose sobre la cúpula bajo la antena a su espalda. Cuando el viento se calmó un poco y se sintió en confianza, soltó cuidadosamente la antena y estiró sus brazos hacia adelante, con cuidado, nervioso, pero aún ansioso por hacerlo; como si fuera algo que nunca, jamás en la vida, podía dejar de hacer en una oportunidad como aquella.

Gracias a las luces de la ciudad pudo reconocer varias siluetas recortadas sobre las sombras: Sacre Coeur, Nôtre Dame, y la escandalosa pirámide del Louvre. Elliot sonrió con auténtico placer mientras cerraba los ojos y aspiraba con fuerzas el aire frío de aquella noche parisina. Cuando abrió los ojos, las estrellas le sonreían en el cielo despejado. Sus parpadeos blanquecinos se reflejaban en los profundos ojos azules de Elliot, a lo que él sonreía de vuelta.

Paris será toujours Paris —dijo con melancolía mientras Paerbeatus se sentaba a su lado, en la cúpula, bailando con sus pies en el vacío; su rostro se fijó también hacia el cielo con un aire igual de soñador que el de Elliot—. ¡Gracias por esto, Rider! Eres el mejor.

—¿En serio? —preguntó Raeda aun de pie sobre la cúpula, tratando de disimular el rubor en sus mejillas infantiles—. Pff... como sea...

Las campanas de Nôtre Dame repicaron para anunciar la llegada de la medianoche. La Torre Eiffel se iluminó por completo en un destello de luces danzantes de muchos colores que iluminó aún más el rostro de París. Elliot rio y aulló como un loco, con ganas, como nunca lo había hecho. Estaba feliz; se sentía increíblemente bien. Estar en la cima de París, de Eiffel, era como estar en la cima del mundo, y Elliot se sintió valiente. No lo gritó, pero su risa, así como sus pensamientos, fueron casi como un grito eufórico y silencioso unido a su respiración:

—Mañana... Taranto.

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