Capítulo 39: El secreto de la estela

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—La magia es muy peligrosa —dijo el espíritu cuando todo terminó.

Pensándolo con calma horas luego, Elliot no recordaba nada más allá de haber estado de pie frente a una caseta abandonada en el parque, como si acabara de abrir sus ojos tras un largo letargo, mientras Iudicium seguía tocando la trompeta, despreocupado. Después de ello su vida había vuelto a la normalidad como si nada; incluso estaba de vuelta en el Fort Ministèrielle. Eran cerca de las seis de la mañana cuando finalmente regresó a su habitación.

«¿A qué se habrá referido Iudicium con eso de que la magia...?», pensaba con recelo. De pronto una voz exterior lo invadió, asomándose entre sus pensamientos.

Ah, anciano... creo que ya no debería quedarte ninguna duda de a qué me refería.

Elliot abrió los ojos tanto como pudo, sorprendido.

«¡¿Pero qué...?!»

¿Tan perdido estabas al pasar mi prueba que ya ni te acuerdas de lo que hablamos después, aún en el parque? —preguntó Iudicium.

Elliot estaba solo, acostado en su cama. El espíritu se materializó a su lado tras decir aquellas palabras que parecían haber sido pronunciadas por el aire y sacó un frasquito pequeño y de tapa negra acolchada de un bolsillo de su pantalón, lleno de un líquido aceitoso y anaranjado, como jugo de mandarinas fermentado, con pequeñas gotas de tinta roja flotando en su interior.

Quizás es mejor que no lo recuerdes, pero, como sea, si aun así dudas de mis palabras, no olvides esto —dijo sin mover los labios, mostrándole el frasco a Elliot con más detalle mientras lo sujetaba con el pulgar y el índice—. Me temo que no puedo devolvértelo, pero debería ser recordatorio suficiente de que hay cosas que es mejor no saber ni recordar...

—Pero... ¡¿cómo haces eso?! —preguntó Elliot en voz alta sorprendido, como un susurro gritado, aun tratando de hablar lo más bajo posible.

—¿Qué cosa? —contestó Iudicium con un gesto falso de confusión.

—¡Hablar en mi cabeza! —respondió el chico fascinado y asustado en partes iguales.

—Ah, eso —contestó Iudicium hablando ahora en voz alta—. Pues simple, anciano: por si aún no te habías dado cuenta, nuestro Creador nos impide existir por nosotros mismos más allá del hechizo esencial que nos atrapa en estas cartas. Eso nos hace extensiones de nuestros dueños una vez que alguien nos reclama, y mi talento es resguardar y descifrar la mente. Ahora tú posees ese poder para ti mismo y todas tus extensiones... es decir, yo y los otros arcanos.

Elliot dejó escapar una risa atónita.

—¡¡Espera!! Entonces... ¡¿ahora soy un telépata?! ¡Qué genial!

—Sí... y no —dijo Iudicium como si le aburriera la reacción de Elliot—. No puedo descifrar ni resguardar otra mente que no sea la tuya, viejo. Eso sólo tú te lo has ganado... y eso que en serio me esforcé en que no pudieras lograrlo. En fin...

Elliot ignoró buena parte del mal humor de Iudicium y se centró en la implicación de sus palabras completamente maravillado. Tenía que probarlo, pero de ser así, entonces ahora iba poder hablar telepáticamente con sus espíritus para poder pasar aún más desapercibido. Inicialmente pensó que sería sencillo, pero luego se dio cuenta de que era algo bastante más difícil de lo que parecía. Especialmente con Paerbeatus.

Las voces de los espíritus hablando sin permiso, colándose entre sus pensamientos, eran bastante caóticas y atronadoras. Por unos días fue prácticamente inevitable el escuchar las divagaciones, locuras, y chistes absurdos y, en ocasiones, de mal gusto de Paerbeatus, junto a las canciones de amor y despecho de Amantium, muchas populares de al menos una o dos décadas pasadas, así como las quejas de Raeda y sus constantes pleitos con los otros espíritus del tarot, o las improvisaciones de trompeta de Iudicium, que si bien a veces eran calmadas y melodiosas, en otras ocasiones eran frenéticas, intensas, y muy apasionadas.

En total, a Elliot le tomó tres días acostumbrarse a los dolores de cabeza iniciales, y más importante, establecer un límite seguro para la interacción telepática con sus espíritus. Después de algunas horas de práctica acumuladas, ya había comenzado a habituarse. En general, las voces de Astra, Temperantia y Adfigi Cruci eran más pacíficas; luego venían Domus Dei y Iudicium en la lista, por lo que controlar sus conversaciones con ellos no resultó tan difícil como sí lo fue al intentarlo con Amantium, Raeda y Paerbeatus, espíritus que Elliot se supuso tenían conductas más joviales e impulsivas.

Con Mors no podía establecer conexión alguna, lo que le hizo pensar que era así debido a que aún no había pasado la prueba de la carta, y al recordar aquello, notó que el espíritu cadavérico no le había puesto ninguna todavía. La única vez que lo había visto fuera de la carta fue en esa ocasión en la casa abandonada de Bergen donde había visto por primera vez el fantasma de la mujer ciega. Desde entonces, recordar sus ojos blancos había sido prácticamente una nueva rutina. Ocasionalmente el recuerdo se avecinaba entre sus pensamientos y entre sus conversaciones, entre sus acciones durante el día.

«¿Por qué?», se preguntaba Elliot sin querer darle mucha importancia. Igual, algo tenía aquella extraña fantasma, tan lejana como enigmática, que el chico no podía sacársela de la cabeza. El dolor en su pecho al poner un pie sobre el ático, la nostalgia que le había producido el viaje a Alemania en general, la melancolía que era inevitable sentir al recordar los recovecos destartalados de la casa abandonada. Todo era misterioso y fascinante de alguna manera; así se sentía el corazón de Elliot; con mucha sutileza, pero igual marcada constancia, como una fuerza física que lo hacía moverse pero que apenas estaba empezando a ejercer influencia sobre él.

De esa manera, la semana comenzó. Era la semana del anuncio de las elecciones del viaje de fin de año, lo que tenía a todos muy emocionados. Elliot, por su parte, además de contento por las noticias de una nueva excursión, había incorporado un espíritu más de su lista de quests nocturnas. El chico se apresuró a continuar la investigación de la siguiente carta que tenía en mente: una que desde hacía días sospechaba por las sugerencias de Paerbeatus que habría de llevarlo hasta las antiquísimas tierras del continente africano.

─ ∞ ─

A las afueras de Fougères dos criaturas caminaban con elegancia y parsimonia en sus cuerpos desnudos al aire; tenían sus ojos rojos puestos en el Fort Ministèrielle.

—¿Puedes olerlo, Becca? —dijo ella, con el cabello negro como una cascada revoloteando a su alrededor—. Ya estamos cerca...

Desde adentro, los espíritus se habían estado haciendo progresivamente más fuertes desde que Elliot había acumulado más de ellos. No le costó mucho a Temperantia sentir la presencia de los demonios acercándose, si bien ella era el espíritu que se cansaba con más facilidad.

Era el día martes; Elliot estaba en sus actividades del club de jardinería. La voz de Temperantia portaba un mensaje de alerta.

Elliot, deberías estar atento a cualquier señal de peligro —cruzó apaciblemente por su cabeza entre la alharaca de los demás espíritus—. Dos demonios se acercan al Fort Ministèrielle, y el viento me dice que sus intenciones son ambiguas. Podrían querer hacerte daño.

Elliot le contestó en voz alta. En ese momento todavía le costaba mantener en orden las intromisiones de los espíritus en su cabeza.

—Está bien, tendré cuidado —dijo susurrante—. ¿Puedes decirme algo más?

—Tengo la sensación de que uno de ellos tiene una energía familiar que ya has tenido alrededor.... y debo decirte que tiene intenciones hostiles con respecto a ti. El otro parece que siente curiosidad.

Elliot, pensativo, levantó la mirada hacia donde normalmente se hallaría ella.

—Gracias, Temperantia —susurró una vez más con una sonrisa discreta a modo de agradecimiento.

La voz mental de Temperantia, sin embargo, no respondió nada más. Tan sólo desapareció en medio de un comentario aleatorio de Paerbeatus sobre la desproporcionada cantidad de conejos bebés en una familia, cosa que lo tenía muy confundido. De pronto, sus ojos azules se encontraron casi de inmediato con los dos carbones oscuros que eran los ojos de Delmy. La chica se veía como siempre, salvaje y cautelosa; en su mirada había un dejo de preocupación que no le pasó por alto. Cuando sus miradas se cruzaron, ella asintió rápidamente. Ahí mismo se acercó.

—¿Estás bien? —preguntó enseguida.

Elliot no pudo evitar arrugar la frente con extrañeza.

—Sí, todo bien por acá y t...

—¿No has sentido nada raro? —lo interrumpió inquieta.

Por un instante, en un acto casi involuntario, Elliot vio cómo los ojos de Delmy escrutaban discretamente el lugar. Estaba alerta. Algo la tenía alterada.

—He estado sintiendo cosas extrañas desde que comenzó la semana —dijo de inmediato— y tengo —tragó saliva mientras buscaba de nuevo los ojos de Elliot antes de negar con la cabeza—. Ah, no importa. Es complicado, garoto. Sólo... sólo... ten cuidado —suspiró—. Y no bajes la guardia. Tengo un mal presentimiento. Ahora ven, vamos a seguir replantando las rosas de invierno...

Cuando le dio la espalda para ir en busca de las herramientas de trabajo, Elliot la tomó por una de sus manos para detenerla. Ella se giró enseguida y sus ojos se volvieron a encontrar. Esta vez fue ella la confundida.

—Prométeme que si algo te pasa, si te enteras de algo, lo que sea, me vas a avisar —dijo Elliot con mucha seriedad en el semblante—. Ya no estás sola en todo esto, y si yo puedo ayudarte con algo, lo que sea, quiero que sepas que puedes contar conmigo.

La chica lo escuchó en silencio y por un momento no dijo nada, sólo lo miró sin saber qué decir. Los ojos azules de Elliot siempre brillaban de forma enigmática, o por lo menos eso era lo que a ella siempre le parecía. Pero aunque sonara tan seguro de sí mismo, ella sabía que Elliot no entendía lo que estaba diciendo; por esa razón, con cuidado para no ser grosera, se soltó de su agarre y le sonrió silenciosamente.

—Yo puedo cuidarme sola, Elliot... pero gracias —respondió—. Ahora vamos, todavía hay trabajo por hacer.

─ ∞ ─

De las dos cartas que Paerbeatus había sentido en Turquía, Elliot había logrado dar con la carta de Iudicium y pasar su prueba, aunque el recuerdo de esta era borroso e impreciso. Por un par de días durante esa semana, Elliot pensó en ese hecho con mucho interés, pero rápidamente se dio cuenta que preocuparse por aquello no serviría de nada. Al notarlo, no pudo dejar de darse cuenta lo mucho que había cambiado con la aparición de aquella anciana en Almería y la posterior manifestación de Paerbeatus.

Estaba seguro que el Elliot pre-magia (como le gustaba llamarse a sí mismo a pesar de los sermones de Astra sobre ser siempre la misma persona) no habría dejado tan fácil que su mente se saliera con la suya y simplemente olvidara la prueba. A su nuevo yo, por algún motivo que desconocía todavía, le era más fácil aceptar aquellas cosas sin explicaciones que envolvía a sus amigos los espíritus. Y eso era algo que, aunque no sabía cómo había pasado, sí podía entender... sobre todo ahora que cada tanto era testigo de alguna que otra cosa muy extraña.

«Tal parece que he perdido el sentido de lo racional», se reclamó a sí mismo a modo de broma mientras repasaba sus apuntes relacionados con la magia.

Esa tarde él y Paerbeatus la pasaron explorando por internet para ver si el espíritu reconocía un obelisco entre los muchos que arrojaba el smartphone y el que había visto en su visión. Como Paerbeatus decía que no a todos, Elliot buscó en la enciclopedia de uno de sus videojuegos favoritos para confirmar sus sospechas iniciales sobre las estelas en Etiopía, una forma de obeliscos de la antigua civilización que el juego tenía en su catálogo. Cuando la biblioteca efectivamente le recordó que los antiguos etíopes habían construido dichas estelas, Elliot prosiguió con la búsqueda en el internet.

—Ven acá Parby, sujeta esto —le pidió al espíritu.

Ak... Aksum —tecleó el chico en el buscador de Internet junto con la palabra "estela".

El aparato le escupió una respuesta a la cara casi de inmediato y Elliot quedó impresionado de lo que estaba viendo frente a él.

—¿Por casualidad esto fue lo que viste en tu visión? —dijo mientras le mostraba la pantalla a Paerbeatus.

—¡Sí, sí! ¡Eso fue exactamente lo que vi, cachorro! El bobelisco —exclamó con satisfacción en el rostro.

Elliot asintió sonriente mientras su mente maquinaba un plan, y sin importarle que estuvieran a mitad de semana, cuando la noche del miércoles llegó, Elliot ya no estaba en Francia, sino caminando por las calles de la ciudad arqueológica de Aksum.

—Ah... ¡El bobelisco! —exclamó Paerbeatus muy feliz de verlo con sus propios ojos.

—Lo que viste en tu visión no era un obelisco, Paerbeatus —decía Elliot riendo— ¡Y ya no le digas bobelisco!

Acababa de arribar junto a Paerbeatus y Temperantia a las afueras de una plaza amplia, con calles adoquinadas y una decena de monumentos alargados desperdigados por el terreno. Había uno particularmente grande en todo el centro del lugar.

—¡Lo que viste fueron las estelas del antiguo Reino de Aksum...!

Era allí exactamente donde estaban ahora. Aunque el sitio era un lugar público, Elliot se sorprendió un poco de que hubiera tanta seguridad a los alrededores.

—Te están observando, Elliot —le dijo Temperantia de pronto mientras sus ojos se iluminaban alerta.

Y era cierto. Mientras Elliot caminaba por las calles, se había dado cuenta de que muchas personas se detenían a mirarlo o simplemente lo volteaban a ver con descaro. Todo aquello sin razón aparente porque Elliot no era el único turista que andaba por la zona, lo que le causó mala espina. Sin embargo, la risa repentina de Paerbeatus sacó a Elliot de sus pensamientos de golpe.

—Parby, ¿todo bien? ¿Por qué te estás riendo? —le preguntó extrañado.

—No lo sé... es sólo qué... —decía el espíritu entre risas—. ¡Alguien me está haciendo cosquillas, cachorro! ¡Y no puedo evitarlo! Este lugar es muy raro...

—Paerbeatus tiene razón, Elliot, yo también estoy sintiendo algo extraño en la corriente del viento...

—¡Ahh...! —le decía Paerbeatus a Temperantia—. ¡¿A que también quieres bailar, ah?! ¡Vamos suéltate un poco!

Y mientras decía aquello, el espíritu alocado parecía estar invitándola a unirse a una danza frenética que combinaba las cosquillas con los pasos de baile del robot. Temperantia lo miraba estupefacta.

—Gracias, Paerbeatus, estoy bien así —dijo.

—Mmm, qué estirada —contestó Paerbeatus.

Con mucho cuidado y caminando a lo largo de la pared perimetral de piedra, Elliot pasó frente a la reja mientas su presencia era atentamente vigilada por dos hombres de piel oscura como el ébano que estaban apostados como figuras amenazantes a ambos lados de la entrada. Custodiando los monumentos que, además, formaban parte de una de las necrópolis más antiguas de la historia que databa de los tiempos antes de Cristo.

Mientras caminaba con lentitud, Elliot pudo leer un letrero que había muy cerca de la entrada en un pedestal de piedra:


UNESCO

Patrimonio de la Humanidad

Zona al cuidado del Instituto de Conservación Histórica LUXOR.


A Elliot no le sonaba de nada el nombre, pero, por lo visto, aquella gente se tomaba en serio su trabajo. Alrededor había dos centinelas que llevaban el mismo bordado en el pecho de sus uniformes. El chico siguió caminando como si nada hasta que pasó frente a los restos derruidos de una de esas estelas. Cuando estuvo lejos de la vista de los dos centinelas, Elliot llamó a Raeda.

Con su magia Elliot pudo colarse dentro del perímetro prohibido para los turistas. En esa parte de la plaza no había guardias, por lo que Elliot pudo moverse con soltura alrededor. Se acercó al imponente monumento y examinó su superficie, que era de granito y tenía tallados por sus lados laterales. Elliot estaba maravillado.

De pronto los guardias caminaron frente a la reja. Elliot se lanzó al suelo para esconderse detrás del monumento, y entonces lo vio. Aunque la parte trasera de la estela no tenía ninguno de los tallados de los otros lados, en una de sus esquinas inferiores, casi del tamaño de una moneda, había un pequeño uróboros doble tallado sobre la piedra... la marca de las cartas.

Elliot pasó el dedo sobre el relieve que se hundió ligeramente bajo su pulso, pero nada pasó. Con una de sus manos, tomó una de las estrellas que flotaba a su alrededor para acercar su luz más al tallado. En efecto, era la marca de las cartas del Tarot; era claro que se trataba de un botón que accionaba algún mecanismo, pero por más que lo apretaba, nada pasaba. Algo estaba haciendo mal.

—¡Cachorro, creo que encontré las cosquillas! —dijo Paerbeatus mientras sus ojos se prendían un poco—. ¡Tan sólo necesito...!

Sin decir más nada, el espíritu se encaramó en la punta de la estela. Elliot sintió el miedo absurdo de que el peso de Paerbeatus pudiera desequilibrarla y hacerla precipitarse al suelo.

—¡Es la presencia de otra carta!.

«Ahh, ¡una cosa a la vez...!», pensó Elliot.

Por varios minutos miró con cuidado la pequeña marca sobre la piedra lisa y se puso a pensar:

«Si está tan a la vista, no creo que yo haya sido el primero en encontrar este interruptor, entonces... ¿cómo es qué nadie más ha reclamado al espíritu? Quizás... quizás... tal vez...»

—Tal vez es porque el botón no es para un humano —musitó al final mientras una idea le explotaba en la cabeza—. ¡Tal vez... Astra! ¿Podrías presionar ese botón por mí, por favor...?

—¿Este de acá? —preguntó ella mientras posaba uno de sus blancos dedos sobre la marca del uróboros.

Elliot asintió mientras se ponía de píe de un brinco. Cuando Astra apretó el interruptor, la noche se iluminó ante sus ojos. La estela se encendió en un torrente de luz morada que salió disparada hasta el cielo. Apenas la energía lo golpeó, Paerbeatus, quien aguardaba en la punta de la estela, soltó un grito desgarrador que rompió el silencio de la noche junto con el retumbe de una sirena que parecía venir de todas partes.

—¡Paerbeatus! —gritó Elliot preocupado mientras lo veía gritar con los ojos puestos en el cielo y el cuerpo rígido.

—¡Elliot, los vigilantes! —gritó a su vez Temperantia llamando su atención.

La estela estaba brillando mientras grandes cantidades de energía trazaban líneas a través de los tallados. Rápidamente los dos vigilantes franquearon la entrada de la reja y se precipitaron hacia Elliot. Tenían los ojos anaranjados y completamente incandescentes.

¡Tinqa! —gritó uno de ellos; Temperantia también lo hizo—: ¡Elliot, ten cuidado!

Elliot casi queda hecho carbón cuando una bestia pasó volando cerca de él lanzándole una llamarada sofocante. Era la Quimera de uno de los guardias. Temperantia no conjuraba ninguna ráfaga contra las llamaradas; en cambio, muy aparatosamente, intentaba empujar lejos el cuerpo de la Quimera con sus ventiscas. Elliot se cubría entre las ruinas para no quemarse. De reojo levantó la vista y la vio: era mitad hiena, mitad buitre. Volaba pesadamente con el hocico entre abierto, acomodándose para volverlo a atacar, pero cuando estuvo a punto de lanzar otra bocanada de fuego, una fuerte luz estalló frente a sus ojos y la Quimera retrocedió lastimada por el repentino resplandor. Temperantia aprovechó y conjuró un vendaval que empujó finalmente a los guardias y a la Quimera unos cuantos metros atrás.

—¡Elliot, mira! —lo llamó Astra quien estaba parada frente a la estela.

La estela morada poco a poco se fue apagando, liberando a Perbeatus de su prisión incandescente.

—¡Elliot, deberíamos irnos de aquí ahora mismo! —exclamó Temperantia.

—Paerbeatus, baja de allí —gritó Elliot.

Su amigo espiritual bajó de un brinco de la punta de la estela, no sin dejar de pronunciar mil y un cosas a la vez, la mayoría sin un sentido lógico, con los ojos brillándole como nunca antes había sucedido. A lo lejos se escuchaba el sonido de las sirenas. Habían pedido refuerzos.

—¡Rider! —invocó Elliot.

—Bien que la has metido esta vez, mocoso —se burló él apareciendo.

—No hay tiempo para eso, Rider, por favor. ¡Sácanos de aquí! —le suplicó Elliot.

Seh, seh... contigo siempre hay una emergencia —protestó el espíritu; aun así chasqueó los dedos y la puerta apareció frente a Elliot.

—¡Rápido, vamos! —lo apremió Astra.

Elliot se puso de pie y abrió la puerta como alma llevada por el diablo. Al otro lado se podían ver las pirámides de Egipto.

─ ∞ ─

El teléfono le vibró sobre la mesa. Un mensaje acababa de llegarle al WhatsApp desde el mismo número desconocido que lo acosaba desde hacía tiempo ya.

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14/11/19 – Desconocido:

Etiopía, ¿eh? ¿Te divertiste? Escuché que armaste todo un escándalo. - 23:11 pm.

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Elliot ignoró el mensaje, aburrido ya de aquellas intromisiones poco intimidantes. Estaba anotando todas las cosas que Paerbeatus le había dicho ya una vez en Egipto apenas acababan de huir de la zona arqueológica de Etiopía. Si bien no había podido recuperar ninguna carta, el viaje había resultado un éxito mucho más grande de lo esperado.

Ya con la costumbre de no dejar pasar nada, Elliot había grabado con su teléfono una buena parte de la vorágine de palabras que Paerbeatus decía una y otra vez tratando de no olvidar; la otra parte el chico la podía recordar gracias a su buena memoria. Era de noche. Estaba en la Tour du Ciel con sus audífonos puestos, repasando una y otra vez junto a sus atlas y su cuaderno las pistas de Paerbeatus.

—¡Son todas, cachorro, ya no hay más! —dijo el espíritu con exasperación cuando todavía estaban en África—. He rastreado hasta la última que queda de ellas. Estoy muy agotado y rejuvenecido al mismo tiempo.

Y ciertamente lo estaba. Aquella extraña estela había disparado el poder de Paerbeatus a niveles bastante poco comunes, incluso para un mago bastante más avezado que Elliot. Y tal como había dicho el espíritu, había rastreado hasta la última de las cartas nómadas que quedaban en la Tierra; es decir, sin contar a las que ya tuvieran dueño, cosa que el talento de Paerbeatus, al parecer, no permitía.

Hasta ahora las posibles pistas que el espíritu había dicho apuntaban en varias direcciones: cinco, para ser más exactos. Una de ellas era particularmente clara y casi urgente. Paerbeatus hablaba en la grabación de una mujer, una que lo estaba llamando con mucha fuerza, en algún punto verde aislado y escondido en el medio de un mar distante.

—¡Dijo mi nombre, cachorro! —dijo sorprendido—. ¡La pude rastrear incluso hasta el medio del mar! Me pidió que la fueras a buscar. Ella sabe de ti...

Elliot todavía no podía creérselo. ¿Cómo era posible que una de las cartas supiera que él las estaba reuniendo? En su cabeza no tenía la más mínima idea, pero se suponía que algún sentido tendría, que, de alguna manera, la notoriedad de lo que estaba logrando iba alcanzado cada vez cotas más lejanas, y el pensamiento, por alguna razón, lo abrumó.

Iudicium, ¿puedo preguntarte algo? —dijo queriéndo distraerse mientras removía sus cuadernos; quería practicar sus conversaciones mentales—. ¿Por qué no querías que lograra ganarme tu lealtad? Digo, ya sé que no puedo recordar nada de la prueba, pero... ¿por qué? ¿Por qué tan difícil después de todo?

La respuesta llegó segundos más tarde.

Uhm... tenía razones bastante particulares contigo —contestó Iudicium—, pero, en general, dime... ¿acaso te gustaría carecer de voluntad? ¿carecer de la posibilidad de ser libre?

¡Pero si yo quiero liberarlos a ustedes!

Ah, niño... incluso eso es tu voluntad, no la mía. Verás, yo no necesito que alguien más me libere para ser libre. Tan sólo necesito que me dejen en paz. Al obligarme a ser libre en tus términos estás limitando mi propia concepción de la libertad...

Elliot no terminó de entender lo que quería decirle el espíritu y se metió de lleno en la lectura frente a él. Estaba absorto con absoluta concentración en medio de la Tour du Ciel, mientras el cielo nocturno y las estrellas de Astra y de Fougères eran sus únicas compañeras. A su lado también tenía su cuaderno de anotaciones y el atlas de los países en el que no dejaba de agregar notas de colores con datos extras.

«La carta del Juicio ocupa el puesto número XX dentro de la familia de los arcanos mayores del tarot. Es el ángel del juicio final que ocupa su lugar entre El Sol y El Mundo. Su simbología es contundente: representa la imagen del compasivo ángel Gabriel o al ángel Miguel, el encargado de medir el peso de las almas. El arcano mayor del Juicio es en sí mismo la carta de las segundas oportunidades, del renacer, de las miradas hacia atrás, de la ayuda de la providencia, la transformación personal que fluye del pasado hacia el futuro y con ello, la retribución del karma para bien o para mal. Todos estos cambios, aunque se produzcan por la propia liberación del consultante, son producto de una prueba que, de ser superada, trae consigo el nacimiento de un nuevo ser con mucha más fuerza que antes y completamente renovado emocional y espiritualmente. De forma invertida el Juicio predice problemas con amigos o familiares, separaciones, enfermedades y la posibilidad de un juicio erróneo sobre uno mismo o sobre alguien más, así como la tendencia a las decisiones precipitadas que llevan al desastre y la frustración».

En la libreta también había anotado varias cosas que no quería olvidar, como el detalle del botón secreto para espíritus en la estructura de la estela, o el énfasis de las pistas de Paerbeatus, las cuales parecían llevar a América para encontrar ya casi la mayoría de las cartas que faltaban.

—No tienes ni idea de lo atractivo que te ves en esa pose de pensador... ¿verdad?

Elliot subió la mirada y sus ojos se encontraron directamente con la desnudez de Lila frente a él. Su cuerpo esbelto se mostraba ante él con descaro y tentación. De inmediato Elliot sintió cómo la sangre abandonaba su cuerpo y se concentraba rápidamente en sus partes bajas.

—¡L-Lila! —tartamudeó incapaz de controlarse al darse cuenta de su indiscreción; estaba observándola tan fijamente que no pudo evitar sentirse avergonzado—. Q-que... ¡¿Qué h-haces acá?!

Ella se rio con el labio inferior atrapado entre sus dientes blancos de manera picara y divertida.

—¿Acaso no estás feliz de verme? —preguntó mientras hacia un puchero exagerado y se acercaba a él para abrazarlo.

Lentamente le dio un beso en la mejilla; luego le habló al oído en un susurro gutural y sugerente:

—Cuándo entenderás que yo siempre estaré alrededor de donde tú estés, feliz de estar cerca de ti...

Elliot quería responder pero no podía. En su mente sólo había espacio para sentir la caricia de los senos de Lila sobre la piel desnuda de su brazo. Un tacto suave, delicado, sugerente...

—Y-yo no —volvió a carraspear.

Tenerla desnuda por completo y tan cerca de él le ponía en aprietos.

—¿P-podrías... cubrirte un poco? N-no creo q-que sea correcto estar aquí solos mientras tú-tú... estás así...

Ella lo miró con extrañeza.

—¡No me veas así! —exclamó Elliot al ver su reacción—. S-sabes que para mí e-es incómodo hablar contigo cuando —con algo de pudor, pero aun así sin poderlo evitar, le echó un vistazo fugaz a su cuerpo desnudo—. ¡Cuando estás así!

—Pero Elliot, yo —dijo ella; comenzó a caminar en dirección de Elliot, pero él se alejó para que no lo volviera a abrazar.

—¡No te me acerques! —dijo al ver sus intenciones—. Por favor...

Estaba muy apenado. Por más que intentaba cubrir el bulto en su entrepierna estaba muy claro que este no pasaba desapercibido para ella. La demonio soltó un suspiro mientras sus ojos se volvían rojos como un par de rubíes al sol.

—Está bien, si eso es lo que quieres —dijo al final con aburrimiento; con un movimiento de sus manos hizo aparecer un vestido ligero que cubrió su desnudez—. ¿Mejor?

Elliot comenzó a sentirse un poco más tranquilo, aunque, si bien era cierto que ya no estaba desnuda, aquel vestido con pequeñas flores estampadas en la tela le cubría apenas lo necesario. Era una tortura.

—¿Q-qué estás haciendo de vuelta en el castillo? —preguntó tratando de distraer su mente con otra cosa.

—Te extrañaba, eso es todo —dijo ella mientras se sentaba en la pared de la almena y jugaba con sus pies desnudos en el aire poniendo a Elliot aún más nervioso.

—No me mientas, por favor —pidió él mientras tragaba grueso.

Ella lo vio a los ojos por un largo segundo hasta que al final suspiró mientras hacia la mirada a un lado.

—Ay, si te lo digo te vas a preocupar —le dijo con aburrimiento; volvió a centrar su atención en él—. No es algo agradable...

—Igual sabes que insistiré hasta que me lo digas.

Sus ojos estaban fijos en los de la chica; aun así, le costaba mucho trabajo. Lo que realmente moría por hacer era espiar bajo su falda que, intencionalmente, cada vez se subía un poco más dejando más de su piel al desnudo.

—Tienes unos ojos muy hermosos. ¿Ya te lo había dicho antes? —dijo ella mordiéndose el labio al final de la frase sin despegar sus ojos rojos de Elliot.

—Lila, yo —Elliot soltó un largo suspiro mezclado con frustración.

Como siempre, quería confiar en ella, pero de la misma manera algo en su interior le seguía repitiendo que lo mejor era alejarse de ella, que su influencia era demasiado peligrosa como para tenerla alrededor.

—¿Sabes qué? No importa —dijo—. Ahorita no puedo lidiar con tus juegos y tus misterios.

Rápidamente recogió sus cosas para irse.

—Sólo te advierto que si no tienes cuidado terminarás metida en muchos problemas —añadió—. El castillo ya no es el lugar que recuerdas. Muchas cosas han pasado, y si vuelves a matar a alguien, te atraparán, créeme.

—¡Aaawww, gracias, Elliot! —dijo ella mientras daba un pequeño brinco para bajar de la almena y luego depositar un pequeño beso en la mejilla del chico—. No tienes que preocuparte por mí, yo soy una niña grande y sé muy bien cómo defenderme.

—No lo hago por lo que estás pensando —respondió él mientras escapaba a las manos que intentaban acariciarlo—. Sólo lo hago como agradecimiento por ayudarme a encontrar otra de las cartas, eso es todo.

Sin más demora, Elliot comenzó a caminar en dirección a las escaleras de la torre. Pero antes de alcanzar la puerta escuchó algo que le hizo detenerse.

—Estás en grave peligro, Elliot...

Por fin su voz había sonado con seriedad. Elliot se giró para verla de frente.

—El demonio del que te hablé en Ámsterdam ya sabe quién eres y viene para acá. Intenté protegerte, pero... ¡casi termino muerta por tu culpa! —exclamó frustrada—. ¡Lo siento... en fin! Por eso estoy aquí... para avisarte.

Aunque el miedo poco a poco había comenzado a apoderarse de él, Elliot mantuvo la calma tanto como pudo para no perder la compostura.

—¿Estás segura? —preguntó con calma, tratando de parecer confiado.

Ella solo asintió. Parecía sorprendida porque Elliot no le hubiera recriminado nada.

—Mi hermana le dijo que estarías aquí, pero yo me adelanté para avisarte y darte tiempo de escapar. Si te enfrentas a esa cosa terminarás muerto.

¿Esa cosa?

—Así es, Elliot. Esa cosa es demasiado perversa incluso para mí, incluso para un demonio. ¡Todavía no sé qué quiere contigo! Pero sea lo que sea, ni se te ocurra subestimarlo. Si no huyes pronto de aquí, morirás.

—No, eso jamás pasará porque Elliot no está solo —exclamó Astra.

De inmediato apareció a su lado junto a Temperantia, Domus Dei, Adfigi Cruci, Paerbeatus, Amantium, Iudicium y Raeda. A Elliot le pareció volver a ver sorpresa plasmándose en los ojos de ella al ver aparecer a los espíritus.

—Este pequeño anciano es fuerte, y más con nosotros de su lado —dijo el espíritu del ángel jazzista—. Así que mejor deja de entrometerte, nosotros podemos hacernos cargo.

Sus ojos morados estaban intensamente encendidos sobre su piel morena.

—Yo... yo sólo quiero lo mejor para Elliot —dijo ella mientras comenzaba a juguetear con su larga cabellera—. Él es alguien importante para mí.

—Para nosotros también —dijeron Adfigi Cruci y Domus Dei al mismo tiempo—. Aun así, gracias por el aviso —prosiguió el espíritu del caballero templario—. Lo tomaremos en cuenta. Ahora, si nos disculpa, bella dama, debemos irnos.

Astra tomó a Elliot por los hombros con afecto y lo hizo girarse para que siguiera caminando. Cuando ya habían casi desaparecido por las escaleras, Elliot escuchó que le volvían a hablar.

—Elliot, se llama Gulag. Cuando llegue aquí... corre...

Él no contestó; aun así, el nombre le había helado la sangre.

Segundos más tarde quedó sola en la terraza de la torre, o al menos, eso parecía.

—¿Pudiste leer su mente? —le preguntó el otro demonio, que había estado escuchando toda la conversación, mientras se materializaba a su lado sobre la almena.

Ella negó con la cabeza antes de voltearse a mirarlo.

—Lo intenté varias veces, pero algo seguía empujándome fuera —dijo al final mientras sus ojos brillaban de nuevo y con un movimiento de sus brazos se deshacía de su ropa—. Creo que fue el de la trompeta...

—Me pasó lo mismo. Fue... incómodo —comentó el otro Lilim; sus ojos rojos se posaron en la escalera por la que Elliot había desaparecido—. ¿Crees que te hará caso?

—No lo sé, pero no me importa. Igual lo hará así sea a la fuerza, así tenga que sacarlo a rastras por la noche. Estamos aquí para asegurarnos de que no le pase nada.

—Creí que sólo lo vigilaríamos —contestó el demonio mientras se bajaba de la pared—. Ya al acercarte a él te estás tomando demasiadas libertades. ¿No te da miedo ensuciarlo?

Al igual que ella, él también iba completamente desnudo. Su piel bronceada estaba cubierta por una ligera capa de vello, sobre todo en las piernas, en el abdomen, y en sus genitales que se bamboleaban pesadamente y con descaro con cada paso que daba.

—Ay, ya viste lo terco que es, así que déjame divertirme al menos un poco mientras tanto —contestó ella con serenidad—. Tan sólo procura no alimentarte mientras estamos acá. No sé qué es, pero hay algo que me da mala espina...

—Entonces no soy el único que lo siente —dijo él—. Igual tus advertencias están de más, hermana. Ya sabes que no me van los púberes, que lo mío son los hombres con experiencia.

—Agh, como sea —dijo la demonio con fastidio—. Comida siempre será comida.

─ ∞ ─

Una de las direcciones que Paerbeatus había encontrado en la cima de la estela apuntaba a templos esculpidos en piedra roja, no muy lejos de Aksum. La investigación llevó a Elliot a una ciudad de la que no conocía mucho: Lalibela. Ayudado con su smartphone, su atlas y su péndulo, había llegado al destino final de la carta nueva.

—Cachorro, la carta está aquí —dijo Paerbeatus mientras sus ojos se iluminaban con alegría y orgullo.

Era la entrada de una gran gruta tallada en la piedra viva, basáltica y roja, de aquella tierra en medio de Etiopía. Cuando estuvieron a punto de adentrarse en aquel espacio tan extraño, Elliot escuchó que Iudicium le habló:

—No estás solo anciano, cuidado.

—¿Es usted el Míster Elliot Arcana? —preguntó una mujer apareciendo de entre las sombras.

Tenía un pesado acento, pero aun así, su voz era afable y melódica.

Elliot retrocedió instintivamente. Temperantia se estaba preparando para defenderlo.

—¿Míster Arcana? —volvió a preguntar la mujer.

Al ver que Elliot se alejaba levantó sus manos en el aire, con la intención de que el chico viera que iba desarmada. Sus rasgos la delataban como una lugareña acomodada.

—¿Quién es usted y por qué estaba esperándome? ¿Cómo sabe quién soy yo? —preguntó Elliot inquieto.

Ella lo vio con extrañeza mientras parpadeaba confundida múltiples veces. Rápidamente sacó una foto de uno de sus bolsillos.

—Míster Arcana, mi nombre es Aster Kiar —dijo mientras volvía a sonreír con algo de nerviosismo—. Soy una de las asistentes del Míster Mage. Él me dijo que esperara por usted acá.

Elliot bufó en desconfianza.

—Yo no... yo no conozco a nadie con ese nombre —dijo.

—Míster Mage es consciente de eso. Me pidió que le dijera que él era el amigo de un amigo, en el caso de que eso pudiera serle de ayuda para sentirse más en confianza...

«¡Tate!», pensó Elliot de inmediato al recordar las palabras que el Restaurador le había dicho recientemente.

—Los pasajes dentro del templo pueden ser complicados. Es por eso que el Míster Mage me envió aquí —explicó mientras señalaba la entrada—. Por eso traje una linterna, aunque si viniera de día, creo que podría disfrutar mejor del recorrido —bromeó—. ¿Vamos?

«¿Quién es... el míster Mage?», pensó Elliot intrigado.

—Esta mujer parece inofensiva, Elliot —comentó Temperantia mentalmente—. No siento el flujo de la armonía en ella. Aun así, yo no bajaría la guardia si fuera tú.

Elliot lo pensó por unos minutos, pero finalmente se decidió por confiar.

—Después de usted por favor —contestó siguiéndole los pasos a través de la primera gruta.

Más adentro de la cueva el color rojo de la piedra se hacía más oscuro y el olor a humedad penetraba las fosas nasales.

Todo parecía estar fundido o nacer directamente de la roca. Las escaleras, los barandales, los puentes y los caminos dentro del vientre de la montaña parecían ser formaciones naturales nacidas de la mismísima roca basáltica.

—Las iglesias excavadas en la roca de Lalibela fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el año de 1978 —comentó la mujer mientras guiaba a Elliot por una recámara de piedra con un puente elevado bajo el cual discurría un tranquilo río.

«Ya es la segunda vez que me tropiezo con la UNESCO en este viaje...», pensó Elliot sin poder pasar por alto los recuerdos de la Quimera que había intentado cocinarlo vivo en el valle de las estelas de Aksum.

—Éste de acá es el canal de Yordanos, una representación del río Jordán. Todo el complejo de Lalibela fue diseñado para ser una representación simbólica de Tierra Santa —siguió la mujer con la explicación y con su recorrido—. En total son doce las iglesias que hay acá abajo, todas conectadas entre sí por esta red de túneles y pasillos. Solamente cuatro de las doce son completamente independientes en su construcción. Las otras ocho están conectadas entre sí a través de alguna de sus paredes o del techo.

Elliot caminaba y rozaba sutilmente las paredes, embelesado con la belleza del templo. Paerbeatus repentinamente apareció, susurrándole una dirección del camino a Elliot.

—Todas las edificaciones forman parte de los pocos restos que se conservan de la Dinastía Zagwe, durante la cual...

—Cachorro, mira... mira allá —susurró Paerbeatus de pronto.

Elliot no terminó de escuchar la explicación. Obedeciendo la ruta de Paerbeatus, se adentró por un pasillo estrecho hacia lo profundo de la montaña, por el cual salió a un claro expuesto a la luz de las estrellas en el que había una gran edificación de quince metros con forma de cruz griega. Elliot se quedó mudo ante aquella imponente edificación, completamente roja, con parches de musgo y moho a lo largo de toda su fachada simétrica. Estaba repleta de pequeñas ventanas por las cuales el edificio respiraba. La entrada estaba tallada de la misma piedra y se encontraba en lo alto de una pequeña escalinata de cinco escalones que nacía de la misma tierra. El carisma magnético del lugar era abrumador.

—Biet Ghiorgis —dijo Aster a sus espaldas, sobresaltándolo; luego de unos segundos de admiración, la mujer lo miró sonriente—: La Casa de San Jorge. Si quiere puede entrar. Este es uno de los templos más bonitos de Lalibela, por no decir que es uno de los más antiguos y mejor conservados. Biet Ghiorgis ha sido durante mucho tiempo uno de los lugares más mágicos de toda Etiopía.

—¿Usted no viene conmigo? —le preguntó Elliot extrañado.

La mujer negó con la cabeza.

—El Míster Mage me pidió que en el caso de que usted consiguiera este lugar por su propia cuenta, le diera privacidad.

Elliot la miró extrañado, pero aun así asintió. Apenas su cuerpo cruzó el umbral del templo, todo su cuerpo se sacudió y entendió a lo que se refería la mujer que lo esperaba afuera. Aun si Paerbeatus no hubiera aparecido a su lado para decirle que percibía la energía de la carta, no hubiera importado. Elliot también podía sentirla.

A los pies del altar central del templo, escondida entre uno de los vértices de la construcción había un tallado de serpientes gemelas que Elliot reconoció de inmediato, así como lo había hecho en el valle de las estelas. Era el mismo uróboros doble de las cartas. A diferencia de aquel, cuando Elliot presionó éste grabado la piedra cedió y automáticamente el espíritu de un hombre alto y con la barba tan blanca como la nieve se materializó frente a él.

—¡Cof, cof! Vaya que ha pasado tiempo... Por fin alguien llega para regresarme de entre los muertos, ¿ah? —dijo.

Sus ojos morados se encendieron como dos faros incandescentes en medio de una noche neblinosa.

─ ∞ ─

Cuando el profesor Louis Rousseau hizo oficial la apertura de las postulaciones, los cincuenta alumnos de la sección Apollinaire (diez por cada sección de primero a quinto), mostraron su entusiasmo con cuchicheos y sonrisas radiantes. Era el evento que todos habían estado esperando: el inicio de la planificación del viaje anual de fin de año. Para Elliot era muy importante, puesto que finalmente iba a saber si contaría con la posibilidad de viajar a América para buscar las cartas al otro lado del océano durante las vacaciones de fin de año.

—Hoy comienza la segunda semana de noviembre, y como ya es tradición, se inician oficialmente las elecciones para la última excursión del año —anunció el profesor con entusiasmo mientras observaba a todos sus alumnos con una sonrisa jovial.

—Modération, s'il vous plaît ! —intervino Madame Gertrude al ver la algarabía que se había desatado en el salón de conferencias—. No olviden que los motivos del viaje anual de fin de año son el estudio artístico y la integración cultural. Al estar fuera del castillo somos la imagen del Instituto, y por ende, nuestro comportamiento debe ser intachable. Y cuando digo "nuestro" me refiero a ustedes, évidemment.

De inmediato los alumnos guardaron silencio, pero ni toda la autoridad de Madame Gertrude podría borrarles la sonrisa del rostro. Aunque los destinos siempre eran predeterminados por la Junta Directiva, al final eran ellos, el alumnado en general, los que con su voto tenían la última decisión sobre el viaje.

—Como siempre, querida Trudy, muchas gracias por tan acertada intervención —concordó el profesor Rousseau mientras apretaba el hombro de su colega con delicadeza.

Colombus, al escuchar "querida Trudy", no pudo evitar contener una risa, a fuerza, entrecortada. La Madame lo fulminó con la mirada; todos sabían cuánto ella detestaba que la llamaran así en frente de sus estudiantes.

—Lo siento, Madame —se disculpó Colombus con prontitud al sentir cómo la mujer lo atravesaba con los ojos.

—Para este año —Rousseau continuó hablando—, la Dirección ha decidido hacer un ligero cambio, y con el fin de estrechar relaciones entre los estudiantes, las excursiones serán compartidas por dos secciones simultáneamente.

Con un botón de su control remoto el supervisor apagó las luces del salón de conferencias y dio marcha a la vez a una serie de imágenes por un proyector sobre la pantalla blanca frente a ellos

—Disculpe, profesor, pero si somos siete secciones en total... ¿Con quién compartirá la excursión la sección restante? —preguntó Marcel Champétiere, un alumno de quinto año, a la vez que levantaba la mano.

—Excelente pregunta, monsieur Champétiere —contestó Rousseau—. Madame Gertrude, si gusta de hacer los honores —añadió haciéndole un gesto a la Madame...

A Elliot le pareció ver una sonrisa malévola y divertida asomarse fugazmente en el rostro del profesor, pero debido a la sutileza del gesto no pudo estar seguro... hasta que Madame Gertrude respondió a su comentario.

—Se le está olvidando que en el Instituto hay ocho secciones, monsieur Champétiere, no siete. La sección que "quede libre" compartirá el viaje de fin de año con los alumnos de la Sección Inmaculada.

Aquella noticia fue como un balde de agua fría para los estudiantes, quienes, ahora sí, dejaron de sonreír. De golpe, la perspectiva del viaje tan anhelado se ensombreció. A nadie le hizo gracia la perspectiva de tener que compartir tan íntimamente con los Restauradores del Instituto.

—¿Esta es una broma, cierto? —protestó una chica morena de tercer año a quien Elliot recordaba del club de teatro—. La Sección Inmaculada nunca ha formado parte de las actividades académicas del Instituto. Entonces, ¿por qué ahora sí?

—Cordelia, tiene razón —concordó otro alumno mientras se voltea a discutir con sus amigos—. ¡Tampoco es justo que ellos se unan a nuestras actividades cuando todo lo que ellos hacen es exclusivo y privado!

Alors, calmez-vous s'il vous plait —intervino Rousseau para tratar de calmar a los alumnos que estaban protestando—. Es precisamente por eso que Monsieur Monroe ha decidido hacer las cosas distintas a partir de este año.

Madame Gertrude bufó.

—¡Ah, no se preocupen! Si las decisiones de la Junta no les parecen justas siempre podemos suspender el viaje de este año, especialmente si tanto les desagrada compartir con otros estudiantes —dijo amenazante.

El ambiente se volvió un caos silencioso de miradas tristes y preocupadas.

—Bueno, sí —dijo Rousseau un tanto conciliador—. Madame Gertrude tiene razón en lo que dice, pero, todo lo contrario, Monsieur Monroe no quiere que las cosas sean así, y es por eso que la elección de la sección "hermanada" también será decidida por votación. Sin embargo —se apresuró a decir—, en honor a la justicia, la democracia y la libertad, que como ya saben son los pilares de nuestra ilustre Institución, el Director ha considerado que sólo cuatro de las ocho secciones tengan el peso de ser electoras, y las cuatro restantes, candidatas, por lo que las secciones de un mismo grupo no podrán ser hermanadas. Chicos y chicas, el sorteo ya se realizó el fin de semana pasado...

Todos los alumnos fijaron con mucha atención sus ojos en su supervisor. La noticia que estaba a punto de darles revelaría las posibilidades de que los Apollinaires tuvieran que compartir (o no) la excursión con los Restauradores. Nadie quería que esa fuera el caso. «Que no nos toque con los inmaculados, que no nos toque con los inmaculados...», rezaba Colombus silenciosamente.

Rousseau prosiguió:

—Sepan primero que la selección de los grupos fue completamente aleatoria. Me complace anunciarles que nosotros, la sección Apollinaire, ocuparemos el lugar de una de las cuatro secciones electoras junto a las secciones Barrière, Augier, e Inmaculada.

La oleada de suspiros de alivio no se hizo esperar.

—¡Gracias, Señor! ¡Por tu misericordia y por tu gloria! —exclamó Colombus al escuchar las palabras del profesor Rousseau mientras dejaba que su cuerpo se escurriera en su asiento.

Todos en la sección Apollinaire se echaron a reír con la impertinencia del chico, incluso el mismo Rousseau. Todos, menos Madame Gertrude...

—¡Castigado, señor Cretu! —sentenció esta—. Pasará las siguientes diez tardes conmigo haciendo trabajo de asistencia en la Coordinación de la Sección, ¿está claro? Repórtese mañana al salir de clases para su primera asignación.

Una baja oleada de abucheos se hizo oír. Colombus le hizo un gesto de afirmación a la maestra y volteó a ver a Elliot entre resignado y aliviado por las noticias.

—Al menos no nos tocó con los psicópatas —susurró en broma.

Elliot rio por lo bajo y le dio unas palmadas en el hombro a su mejor amigo. Al igual que él estaba aliviado por lo que acababa de decirles el profesor.

Rousseau continuó con las explicaciones del procedimiento:

—Ya que somos los primeros en tener esta reunión, también tendremos el honor de ser los primeros en elegir a nuestros compañeros para el viaje de fin de año. A diferencia de la selección del destino a visitar, la votación para elegir a nuestros acompañantes debe realizarse hoy mismo. De hecho, no podremos dar por concluida esta reunión hasta que tengamos una respuesta sobre ese tema.

Todos estaban otra vez concentrados en sus palabras.

—Podemos escoger entre las secciones Lumière, Cavelier, Leclère y Carrière. Al final del mes, como siempre, haremos las votaciones generales del destino en conjunto con los alumnos de la sección que hayamos elegido como hermana para la actividad. Este año la Junta Directiva propuso varios destinos interesantes.

«América... Que toque alguno en América», pensó Elliot emocionado. Rousseau seguía hablando a la vez que iba mostrando imágenes de los destinos en el proyector.

—Díganme —continuó Rousseau—. ¿Ya descubrieron el primero?

Fotografías preciosas de sabanas doradas y animales de safari llenaban la pantalla. Una ciudad moderna y a la vez indómita, costas con pingüinos peludos y bigotes amarillos, grafitis de Nelson Mandela por las calles y una bandera con muchos colores. Con todo eso, Elliot ya sabía cuál era el primer destino.

—Sudáfrica —dijo el profesor al mismo tiempo que lo decía Elliot en voz baja—. Vayamos con el siguiente.

Las imágenes se difuminaron con lentitud y dieron paso a ciudades ultramodernas, jardines gigantes flotando en el agua, hoteles indescriptiblemente lujosos y mucha agua alrededor y entre las avenidas de la ciudad. Esta vez fue Saki la que se anticipó a la revelación del profesor.

—¡Singapur, justo donde pasé mis últimas vacaciones! —exclamó riendo emocionada.

El profesor Rousseau asintió sonriente.

—Así es, señorita Shunzui. Singapur es la segunda opción para el viaje anual. Y por último...

«África, Asia... ¡Vamos, América! ¡Te necesito!», pensaba Elliot ansioso.

Ahora eran casas coloniales coloridas, calles calurosas con árboles y un tranvía por toda su longitud, ríos, escenas de un carnaval nocturno, muchos puestos de comida rápida, cocodrilos, pequeños jardines colgando de las ventanas, la bandera, quizás, más famosa del mundo entero y...

—¡ Les États-Unis ! —exclamó Berenice al reconocerla de inmediato; Elliot se sumó a su emoción—: ¡Los Estados Unidos, eso está en América!

Todos se rieron con la obviedad del comentario.

—¿Acaso quiere hacerle compañía a su amigo en coordinación, señor Arcana? —dijo la Madame Gertrude con ojos de halcón—. No me hace gracia...

—No, lo siento, Madame —se excusó Elliot un poco apenado.

—No podía ser de otra manera, ¿no, Elliot? —dijo Rousseau sumándose al entusiasmo de los chicos—. Pero como los Estados Unidos es un país muy grande, conoceremos más específicamente las tierras sureñas del estado de Luisiana.

«Asia, África y América... ¡Genial!» pensó Elliot de inmediato mientras los cuchicheos no se hacían esperar. El profesor parecía estar esperando una respuesta simpática por parte del chico, tal como había sucedido siempre que ambos interactuaban durante las clases desde el primer año, pero, por alguna razón que no desconocía, Rousseau sabía bien que ya no podía esperar otra cosa más que desconfianza por parte de Elliot. Con un suspiro muy discreto por lo bajo, le dio paso a la Madame para que continuara.

—El profesor Rousseau y yo hemos considerado que los Comités Electorales no deberán ser mayor a seis personas —añadió ella—. Cada grupo deberá estar integrados por tres alumnos de la sección Apollinaire y tres de nuestra sección hermanada para que todo se lleve a cabo de manera equitativa.

Y con aquellas palabras, ya todos sabían lo que seguía.

Aunque a todos los alumnos del Instituto les emocionaba siempre el viaje de fin de curso, la responsabilidad de formar parte del Comité Electoral era algo a lo que la mayoría le huía. Significaba tener que armar una campaña para convencer a sus compañeros de que escogieran la opción que ellos estaban apoyando, algo que se supone era una manera de...

—Crear compromiso social y responsabilidad electoral en los alumnos —terminó de decir Madame Gertrude.

Según los alumnos más viejos, la profesora siempre decía lo mismo todos los años, exactamente con las mismas palabras, cuando llegaba la hora de seleccionar a los miembros del comité (puesto que casi nunca nadie quería hacer de voluntario). Cuando la mujer preguntó quién quería formar parte del comité que representaría a Sudáfrica, Elisa Trevi y Jennifer McClellan, ambas de cuarto año, junto a Marcel Champétiere, de quinto, levantaron la mano.

Très bien, ¿y quienes se querrán postular para representar a Singapur? —preguntó la mujer luego de anotar los nombres de los tres alumnos en una pequeña libreta.

Esta vez Saki levantó la mano y, al ver que su amiga lo hacía, Lamia la imitó tan rápida como un relámpago. Sin embargo, Berenice, la otra del trío, se mantuvo sentada muy erguida, con mirada determinada hacia el frente.

—¡¿Qué crees que estás haciendo, Berenice?! —susurró Saki lo más bajo que podía—. ¡Levanta la mano!

Su voz era amenazante y sus ojos oscuros echaban chispas. Aun así, Berenice ni pestañeó. Al final Saki no dijo más nada y se quedó con la frustración atrapada en la garganta.

—Tal parece que le falta un miembro, señorita Shunzui —dijo el profesor Rousseau—. Llene la planilla más tarde pero no se olvide de incorporarlo en su momento. Continúa, Gertrude.

La Madame asintió sonriente como siempre, con astucia y alevosía.

—¿New Orleans...? —dijo—. ¿Alguien?

De inmediato dos jóvenes levantaron sus manos. Eran casi como un espejo, o como una competencia para ver quién tocaba el techo primero. Tanto Berenice como Elliot tenían los brazos estirados, luchando por ser selecciones como líder del comité. Apenas lo notaron, ambos se miraron a los ojos. Berenice, incrédula, y Elliot, algo contrariado.

«Ahmm... esto no será fácil...», pensó.

Mon Dieu —musitó Madame Gertrude mientras anotaba los nombres de Elliot y Berenice en su cuaderno al ver que nadie más levantaba la mano—. Creo que la campaña de New Orleans ya podemos ir dándola por perdida...

Y aunque no lo había planeado de aquella manera, su voz se escuchó con tanta claridad que todos los alumnos rieron ante el chiste accidental de la Madame. Esta vez ella no protestó y se dejó envolver por las risas.

—No me gustaría estar en tus zapatos en este momento, Elliot —le dijo Felipe desde atrás mientras le apretaba los hombros aun riendo.

—Te me adelantaste, Felipe, ¡eso no se vale! —le reclamó Colombus en broma y el chico sólo le sacó la lengua de vuelta.

«Yo tampoco quisiera estar en mis zapatos, Felipe, créeme...», pensó Elliot mientras veía de reojo el semblante serio de Berenice.

Ya ella había bajado su mano y seguía sin despegar su mirada de las imágenes en el proyector.

«...Pero cueste lo que cueste... tengo que llegar a América...».

─ ∞ ─

Ya era tarde. Apenas se durmió, su cuerpo y se mente fueron arrastrados a la oscuridad de un vacío profundo y abrumador. Alrededor no había otra cosa que no fuera él y un eco atronador que vibraba con fuerza. Estuvo así por un rato, flotando sin dirección, a la vez que formas aparecían de golpe llenando la nada con infinidad de colores. Le era imposible no sentir vértigo. De pronto, una conversación comenzó a escucharse...

—¿Crees que lo engañamos? —dijo ella con su voz ya tan familiar.

Era Lila, pero no estaba sola; estaba acompañada por otra Lila igual a ella salvo por una única diferencia: el largo de su cabello.

—Sí, no te preocupes, no tiene ni la menor idea —dijo la segunda; ésta tenía el cabello corto, apenas por debajo de las orejas.

A diferencia de esta, la Lila que Elliot reconocía de siempre, la de cabello tan largo que llegaba hasta sus talones, la misma que había visto apenas unos días atrás de nuevo en el Fort Ministèrielle, tenía una mirada preocupada, como asustada de alguna manera. La otra, en cambio, era fría, y su sonrisa era sádica y sensual.

—Bien, entonces... supongo que sí, que tienes razón... confiaré en ti —dijo la del cabello largo.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? —respondió sonriente la de cabello corto.

Poco a poco comenzó a rodear a la otra en una especie de danza tranquila y amenazante.

—Pff, ¿quién te crees que eres? —dijo la Lila de siempre—. Si acaso tendré el mismo miedo que sientes tú.

—No, te equivocas, no tengo miedo —dijo la nueva—. ¿No me crees? Vamos, mírame a los ojos.

La Lila de cabello largo la vio fijamente y pareció dudar, pero no de desconfianza sino de sorpresa por alguna razón. La de cabello corto se acercó hasta su copia y le plasmó una sonrisa de medio lado, segura y calmada.

—Todo va de acuerdo al plan —añadió—. Mientras hagas tu parte bien, no hay nada de qué preocuparse.

—Pero... ¿acaso no te dolió aguantar todo eso? ¿Realmente crees que podremos matarlo?

Lila sonrió una vez más. Con calma se llevó uno de sus dedos hasta su labio inferior y lo acarició, luego lo observó con atención, como si quisiera ver en él algún rastro de algo inapreciable. Si Elliot hubiera querido acertar, habría dicho que era sangre...

—Quién diría que, de todas, serías tú la primera en quebrarte —dijo girando su cabeza de tal forma que el cabello corto se sacudió alrededor de su rostro, envolviéndolo con una inocencia mórbida y juguetona.

—¡Ya te dije que no! —exclamó ella, la otra; su cabello largo se sacudió.

—Agh, sólo haz lo que te dije. No falta casi nada...

Alguien lo sacudió en la cama de pronto. Elliot se despertó abruptamente; el recuerdo del sueño se iba esfumando y él luchaba por mantenerlo fresco en su cabeza.

—¡Elliot... Elliot!

Lo último que alcanzó a ver su mente fue cómo las dos Lilas fijaban sus ojos en él: una con ira y otra con hambre en ellos. Finalmente despertó y vio a Colombus frente a él, preocupado.

—Viejo, ¿estás bien? —le preguntó su amigo—. Te estabas quejando mientras dormías.

Elliot lo escuchó hablar, pero por alguna razón, sentía que las palabras de Colombus le llegaban con retraso, que sus labios se movían primero y era luego que le alcanzaba su voz.

—Elliot —volvió a decir su amigo mientras lo zarandeaba un poco del hombro.

—Sí, sí —dijo Elliot al final como pudo—. Estoy bien, Colombus, no te preocupes sólo... sólo...

—¡ELLIOT! —gritó ella de pronto mientras entraba en la habitación...

«Lila...», Elliot reconoció su voz con sorpresa y desconfianza a la vez...

—¡Es Gulag! ¡Está aquí, ya llegó, vino por ti! ¡Tienes que huir ahora mismo...!

Los ojos de Elliot brillaron con miedo y suspicacia.

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