Capítulo 41: La forma verdadera

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(ó 'Turismo en la Edad de Piedra II')

El día ya estaba comenzando a inundar la isla cuando Elliot comenzó a escuchar el sonido de la madera chocando contra la madera, de manera rítmica y particularmente atronadora, en medio del silencio que reinaba en el bosque tropical. Junto al sonido de los tambores se escuchaba una alharaca que se intensificaba con cada paso que Elliot daba en dirección al sonido. Gritos, silbidos, aullidos... Las voces eran agudas y salvajes.

Caminando despacio y utilizando el denso follaje de la selva como escudo Elliot logró localizar la fuente del ruido y la algarabía, mientras escondía su cuerpo tras el grueso tronco de un árbol y atestiguaba en silencio el extraño espectáculo que tenía ante sus ojos.

Frente a él, en lo que parecía ser un amplio claro desde el que se podía observar el cielo y en el que había una serie de pequeñas chozas rodeando una mucho más grande y ornamentada, habían más de aquellas mujeres salvajes que lo habían perseguido desde la playa. Parecían estar bajo la influencia de algún éxtasis sobrenatural que las hacía gritar, brincar y bailar de manera errática alrededor de alguien que Elliot no alcanzaba a ver con claridad debido a la mala ubicación de su escondite.

—¡Este ritmo sí que te hace mover el esqueleto! —comentó Paerbeatus mientras comenzaba a menearse como las mujeres salvajes.

—¡Shh! ¡Paerbeatus, vas a hacer que nos descubran! —exclamó Elliot por lo bajo.

Paerbeatus protestó sacándole la lengua con enfado.

—Has cambiado mucho, cachorro, ya no te gusta divertirte como antes.

Justo detrás de ellos, quizás a unos cuantos metros, se podían escuchar los pasos de más cazadoras acercándose.

—¡Por aquí, Elliot, Parby! —dijo Astra señalando un tronco hueco.

Elliot corrió enseguida al sitio y se metió en la abertura no sin algo de dificultad. Cuando estuvo acomodado adentro, Astra y Temperantia cubrieron la abertura con hojas de palmera muerta, justo a tiempo para que la turba de mujeres salvajes pasara de largo.

Seguían buscándolo.

De pronto, Elliot no escuchó más pasos, y los cánticos y los sonidos de la madera chocando contra madera se detuvieron. El silencio le pareció más escabroso y terrorífico que el ruido de la celebración. Un poco nervioso —ya habían pasado varios minutos—, Elliot decidió salir. Pero no había dado ni una docena de pasos dentro de la espesura de la jungla cuando se tropezó de frente con la turba de mujeres aguardándolo. Estaban repartidas entre los árboles, rodeándolo perfectamente, incluso asomadas desde las copas de los árboles.

Nadie hacía nada. Todos se quedaron inmóviles mirándose a la cara sin parpadear.

Cuando Temperantia estaba a punto de atacar, un hombre, el único que Elliot había visto en toda la isla, atravesó el circulo de las guerreras para colocarse en frente gritando cosas en una lengua que Elliot no pudo entender, pero por la mueca de desagrado de Astra, supo que los espíritus sí lo hacían.

Iba vestido con ropajes exóticos y mucho más elaborados que los taparrabos miserables de las mujeres de la tribu. Parecía ser el líder del lugar. Elliot lo vio detalladamente y notó que sus ojos, a diferencia de las mujeres, eran anaranjados. Por un instante la sorpresa surcó su rostro. Su mirada pasó rápidamente de Elliot a Astra, luego a Temperantia, y por último a Paerbeatus.

A pesar de la calma, Elliot notó que aquel hombre de piel canela pintada acababa de fijarse en los espíritus, y esto solo podía significar una cosa...

Pero antes de poder pensarlo todo con claridad, el cacique se lanzó de rodillas frente a Elliot hasta casi pegar la frente del suelo arenoso y no dejaba de hacerle reverencias ante la mirada aturdida de sus súbditas. El hombre les gritó algo a las mujeres en su lengua extraña —algo que podría haber sido una orden, un regaño, o ambas cosas al mismo tiempo—, y éstas soltaron enseguida sus armas y se lanzaron apresuradamente al suelo para reverenciar a Elliot y a los espíritus con vehemencia y devoción.

Tras la fervorosa reverencia, el cacique se levantó y habló con premura, agitando nerviosamente su mirada entre el chico y los espíritus. Elliot no entendió nada, pero Paerbeatus no tardó en intervenir al escuchar las palabras del hombre.

—Si es una fiesta para nosotros, ¡claro que vamos a ir! —dijo animado—. Vamos a ir... ¿Verdad, cachorro?

—Yo no creo que sea buena idea —intervino enseguida Astra.

—¡Oh, vamos, será divertido! No siempre tenemos que estar tan serios... ¡Y el señor nos está invitando! Sería de muy mala educación rechazarlo tan groseramente.

—¿Qué está pasando? —le preguntó Elliot a Temperantia con disimulo.

—Este hombre nos está invitando a un banquete. Dice que sería un honor para él recibirnos adecuadamente.

—¿Qué? ¿Y por qué habría de hacernos un banquete para recibirnos adecuadamente? —dijo mirando primero a Temperantia y después a Astra.

Esta última, al escuchar las dudas de Elliot, se adelantó para hablar con el hombre antes de que Paerbeatus dijera nada. Al hablar, lo hizo en la lengua extraña de aquellos que habitaban la isla, como si fuese algo completamente normal, o como si ella hubiera conocido de siempre aquel dialecto abandonado por la civilización. A Elliot le parecía fascinante aquella capacidad de los espíritus, pero aunque el cacique le prestaba atención a Astra, no perdía de vista a Elliot en ningún momento, y eso lo tenía un tanto nervioso. Cuando el espíritu terminó de hablar, el cacique respondió con rapidez e hizo otra reverencia.

—Quiere saber si nosotros te pertenecemos, si eres nuestro maestro —dijo Astra.

—Ustedes son mis amigos, no mi posesión —contestó Elliot con firmeza.

Astra le sonrió de manera maternal antes de girarse a hablar con el hombre quien nuevamente respondió con prisa.

—Dice que en ese caso sería un honor para él y su tribu atender a alguien que es amigo de los dioses.

—¿De los dioses? —Elliot volteó sorprendido—. No estoy entendiendo nada, y honestamente, creo que lo mejor sería que siguiéramos buscando la carta.

Pero cuando el hombre vio la negativa en el rostro de Elliot, aun sin haber entendido sus palabras, se apresuró hacia donde estaba él. Temperantia se interpuso en su camino antes de que pudiera tomar a Elliot por el brazo. El cacique, una vez más, se lanzó automáticamente al suelo mientras hacía reverencias que las mujeres imitaron y comenzó casi a gritar en aquel dialecto desconocido.

Elliot lo miró con extrañeza y confusión. Había algo en aquel hombre, en la forma en la que lo miraba, que lo hacía sentir incómodo.

—¡Cachorro, no seas así! Debe sentirse muy solo. ¡De seguro nunca recibe visitas!

Antes de que Elliot pudiera contestar, Paerbeatus le habló al hombre y éste lo miró con ojos desconcertados. Una vez más volvió a gritarle con fuerza a una de las mujeres del círculo.

—¡Dice que su casa no está muy lejos! —exclamó Paerbeatus mientras rápidamente se unía al paso del cacique y las mujeres en una dirección hacia el interior de la selva.

Elliot protestó al inicio, pero ya que todas sus perseguidoras parecían haberse acostumbrado a su presencia, se unió al grupo de camino a la comunidad de los nativos. No tardaron ni dos minutos caminando para llegar. Una vez allí el cacique gritó hasta que varias mujeres salieron disparadas a la choza principal —la misma que Elliot había visto minutos atrás mientras se escondía—, y comenzaron a sacar bandejas de piedra sobre las cuales Elliot podía ver comida en abundancia.

En ellas había frutas, pescado, vegetales, y hasta algo que parecía ser una especie de jabalí salvaje. Los ojos naranjas del cacique estaban encendidos como estrellas incandescentes. De sus labios salió una melodía gutural y pesada, y al instante, varias antorchas ubicadas a lo largo de toda la aldea y una gran fogata que Elliot no había notado hasta aquel momento cobraron vida envueltas en unas lenguas llameantes de fuego anaranjado.

Paerbeatus comenzó a aplaudir como un niño encantado por el truco de magia mientras el hombre le sonreía con regocijo ante lo que parecían ser elogios por parte del espíritu. Pero donde Paerbeatus encontraba diversión, Astra y Temperantia vieron peligro. Aquel hombre no solo podía verlos, sino que además era capaz de acceder a la magia que flotaba salvaje en el aire de aquella isla tan apartada del mundo, y era evidente que la armonía era fuerte en él.

—Ten cuidado, Elliot —le advirtió Temperantia mientras sus ojos achinados se mantenían alertas, brillando con mucha fuerza.

No era la primera vez que Elliot veía la magia, pero ciertamente era la primera vez que la veía a una escala tan grande viniendo de alguien que no fueran los espíritus del tarot, por lo que a pesar de la advertencia de Temperantia, no pudo evitar sentir un poco de admiración y algo de aprehensión dentro de él.

El hombre volvió a hablar. Había suplica en su mirada.

Había que esperar hasta que anocheciera para el banquete, pero al final, Elliot terminó por aceptar la invitación del cacique. El cacique sonrió con alivio cuando Astra le dio la noticia en medio de los brincos y gritos de alegría de Paerbeatus.

Elliot pensó que mantenerse lejos por el día le daría tiempo a Lila para que luchara contra Gulag y mantuviera a salvo a sus amigos. Además, todavía no había encontrado la localización de la carta, y si tenía que regresar sin ella, al menos quería confirmar su ubicación. Eso sin contar el hecho de que algo le decía que la mejor decisión era seguirle el juego al extraño líder de aquella tribu tan particular. Ya de regreso buscaría una excusa, y demás estaba decir que aún tendría que ponerse a estudiar y repasar los apuntes del cuaderno de Colombus...

«Si es que todo está bien en casa...», no pudo evitar pensar con cierta preocupación.

Cuando la noche hubo caído por completo y la luna brillaba en lo alto del cielo de Sentinel del Norte, Elliot aprovechó el manto de la noche para escabullirse de la choza que le habían asignado. Nuevamente se adentró en la selva junto a sus espíritus, siguiendo las indicaciones de Paerbeatus. Y aunque no tenía cómo saberlo, los ojos del líder de la tribu nunca se despegaron de su espalda mientras lo veía a él y a los espíritus perderse entre el follaje verde y oscuro de la selva.

─ ∞ ─

Gulag gruñó con profusa violencia mientras se aferraba la hoja brillante y ésta comenzaba a marchitarse y a perder brillo.

—Me atraviesas con un arma creada por tu Dios, creyendo que su filo me cortará con el poder de una jurisdicción que desconozco, cuando eres tú, plaga asquerosa, quién es y será eternamente incapaz de entender el alcance de jurisdicción. ¿Crees que tu arma me hace sangrar? Fue tu propio Dios quien me creó para hacer de todos ustedes, seres de mugre e impotencia, un río de sangre que nunca cese de brotar en dirección del Cielo y el Infierno...

Pero mientras Gulag pronunciaba cada una de sus palabras, Rousseau se apresuró a tomar uno de los pergaminos que había preparado de dentro de su chaqueta de protección, lo extendió con la palma de su mano, y lo estampó con fuerza en la frente del demonio ante su mirada impotente y rabiosa, vengativa, frenética y enloquecida.

«ƙánšuķu», declamó con fervor.

De manera instantánea el cuerpo de Gulag se puso rígido, sellado por los pocos segundos que durara el efecto del hechizo.

—¡Profesor! —jadeó Grimm al ver a su mentor.

Rousseau no la volteó a ver. De un solo tirón y sin contemplación alguna, el profesor extrajo la hoja de la espada del cuerpo del demonio y esta automáticamente se partió en varios pedazos desperdigados por el suelo.

«Adiós Durandarte», pensó con melancolía. «Gracias por tu ayuda...»

—Será mejor que busques donde resguardarte Elizabeth... Buen trabajo —dijo el hombre mientras sus ojos dorados parecían brillar con determinación de una manera en la que su alumna pocas veces lo había visto.

Era por fin Louis Rousseau en acción... El agente del que tanto se hablaba en el Conglomerado, apodado por muchos como "el favorito de Dios", y el principal activo humano supraconsciente de O.R.U.S. Inmaculado.

Grimm obedeció de inmediato y se alejó tan rápido como pudo del campo de batalla. Al pasar junto a los cadáveres de los Vanguardistas del PSU, no pudo evitar sentir miedo por la seguridad de su maestro.

—¿Crees que estará bien? —preguntó Tate en medio de un jadeo entrecortado.

—Por supuesto que lo estará —contestó ella y Müller secundó.

No pasaron muchos segundos más cuando el sello se quebró. Rousseau retrocedió con velocidad. Sorprendentemente, Gulag no estiró su mano en dirección del profesor, sino en dirección de la herida recién abierta por la espada de Rousseau. En el dolor Gulag reconoció un corte nada común para su clase: se había tratado no de una espada cualquiera, sino de una espada de filo celestial, una reliquia sagrada... nada más y nada menos que la verdadera Durandarte de Roldán, sobrino y comandante favorito de Carlomagno, que por tantos siglos había permanecida desaparecida.

Gulag se presionó con una ira desmedida la herida causada. De sus poros comenzó a brotar una enorme cantidad de humo negro y viscoso. Cuando separó su mano de la cortada y vio que esta seguía sin cerrarse, sus ojos brillaron como nunca en un infierno incandescente de luz roja acompañado por una furia absurda y grotesca. De pronto, Rousseau ya no podía verlo. El demonio estaba evidentemente muy herido, pero lo que estaba a punto de hacer era algo impresionante si lo comparaba con cualquier otro demonio al que ya se hubiera enfrentado.

«El poder de un jinete...», pensó sin poder evitar intimidarse.

La transformación había ocurrido. Dónde antes había estado la forma humana de Gulag ahora había solo dos estructuras extrañas perfectamente inmóviles. Eso sin contar el sutil movimiento que la brisa nocturna provocaba en la segunda de ellas...

La primera era una guadaña enorme que permanecía recta en una forma siniestra y estática en el aire, sin nadie que la sostuviera. Su mango era grueso y completamente blanco, y estaba hecho de hueso pulido y pasado por ácido para adoptar el color de la cal, mientras que la hoja era alargada, con una curva vertiginosa que no podía presagiar otra cosa que no fuera muerte y sufrimiento, y un color tan negro y perpetuo como el olvido y las piedras de obsidiana.

La otra estructura, ubicada justo detrás de la primera, era un marco estrecho del que pendía lacónicamente una cortina desgastada y roja hecha de gasa mortecina, como la que se usa para cubrir los cadáveres en los campos de las guerras de los pobres, dónde ni siquiera hay dinero para bolsas de cadáveres decentes... Cadáveres de los que nadie nunca se acuerda o a los que nadie le importa.

Rousseau detalló todo y mantuvo la distancia prudente. No le costó notar que en aquella forma el AKM carecía de la habilidad para moverse, y que, evidentemente, su nueva forma trataba de aplicar una táctica defensiva. Por eso, cuando los soldados restantes del escuadrón del PSU comenzaron a acercarse, Rousseau les gritó para que se mantuvieran alejados, pero fue muy tarde.

Uno de ellos se acercó velozmente con la intención de asegurar el terreno. Con una velocidad vertiginosa la guadaña cobró vida y regresó a su posición estática inicial, mientras que la cabeza rebanada del soldado comenzaba a deslizarse hacia el suelo. El suceso fue más rápido que un parpadear de ojos, e incluso, aun con las cámaras de seguridad captando la acción en el segundo exacto, los especialistas no habrían notado nada, pues el movimiento fue prácticamente inexistente.

—No bajen la guardia y mantengan distancia —dijo Rousseau—. Esa es la forma real del demonio... Todavía está aquí.

Sobre sus cabezas, los drones de vigilancia seguían zumbando mientras grababan todo lo que pasaba en aquel momento. La acción estaba tensamente detenida. Monroe, desde su oficina, se frotaba las manos cual pequeño en Navidad. Los soldados del PSU caminaban de un lado a otro recogiendo los cadáveres, y reactivando la iluminación natural dentro del perímetro del Fort Ministèrielle. Rousseau estaba absolutamente atento a Gulag en cada segundo que transcurría.

Desde que el demonio se había fortificado en su posición habían pasado ya dos horas. Los alumnos seguían sin tener la menor idea de lo que sucedía. Nadie en toda Francia sabía lo que sucedía en el castillo salvo contadas personas, y ni hablar del resto del mundo más allá del perímetro establecido, tanto en el espacio físico, como en el espacio de las telecomunicaciones. Nadie tenía la manera de saber lo que estaba sucediendo en la realidad, porque la realidad, en ese momento, estaba bajo el filtro determinado por el poderoso director del Instituto Vanguardista de la Artes "Antoinne Saint-Claire".

La comunicación entre los oficiales era constante y precisa. Gauthier controlando todo el perímetro, Leroy Johnson monitoreando los recursos desde su oficina en Bruselas, Monroe manejando los equipos tecnológicos del Fort Ministèrielle, y Rousseau liderando la batalla en el terreno, casi como si estuviera de vuelta en los días de su pasado como miembro de la DGSE francesa durante la década de los 1980s.

Después de reflexionar la estrategia más adecuada, Johnson aconsejó que no pasara un instante en el que balas no llovieran sobre Gulag, y dada la orden, así transcurrió. Aquello fue minutos después de que el primer agente cayera. Balas y balas impactaban las dos estructuras corpóreas del demonio, apenas haciéndole daño, pero igual conteniéndolo en la misma posición y ralentizando cualquier proceso de regeneración que pudiera estar poniendo en práctica.

Pero lo que los humanos desconocían es que Gulag no estaba presente en aquellas dos estructuras hechas de hueso, tela y obsidiana. Ya el demonio ni siquiera estaba presente en aquella área del castillo. La herida lo había debilitado lo suficiente como para frenar su avance, pero lo que la debilidad es para los humanos apenas es un concepto remoto y ligeramente parecido a lo que significa para los demonios, y muy especialmente, a los casi indestructibles e invulnerables AKM.

En este caso, la debilidad de Gulag era determinación para los humanos, pero era la ignorancia de éstos el principal poder del demonio. Mientras todo el fuego y las tecnologías de defensa seguían concentradas en la guadaña y la cortina, la esencia espiritual de Gulag se había desdoblado de sus ataduras materiales y andaba silenciosamente por los pasillos del Fort Ministèrielle, rastreando a aquel a quién había venido a buscar. Nadie se percató de su ausencia porque nadie sabía ni siquiera cómo reconocerla.

Caminaba desnudo por el castillo, pero más que nunca sería inapropiado calificar su desnudez como la de un hombre. En realidad Gulag nunca fue un hombre, incluso aunque su anatomía así lo representara. Su cuerpo no era más que los trozos desmembrados de la muerte, estilizados por el mismo trazo creador que los había traído alguna vez a la vida. Todo en él era una corporeización perfecta del odio, de la ira, del resentimiento, de la misantropía, de la misoginia, en fin, de todo lo que lo definía como una masa oscura de depravación y crueldad; como una de las más oscuras y violentas formas de vida en el Universo. Era algo que se podía sentir en el aire que lo rodeaba. Su cuerpo no era movido por la voluntad, a diferencia de la gran mayoría de seres que habitan este mundo, sino por el odio y la venganza. Y en aquel momento, había mucho odio en su cuerpo, en su aura. Por un lado odiaba a los agentes de seguridad de ORUS por haberlo detenido, pero más odiaba el hecho de que la tecnología de los humanos lo había superado; algo que, por supuesto, el poco poder racional que había en su cabeza todavía no había podido asimilar. Aquello lo hacía odiarse a sí mismo, pero el odio propio en él era motivo de fuerza, no de debilidad; era en cambio lo que lo empujaba a odiar aún más al motivo por el que originalmente había caído presa de su propio odio, y eso era el número 2... Elliot Arcana. Aquel muchacho que por haber estado en la hora incorrecta en el momento equivocado se había ganado la persecución de semejante criatura.

Pero lo que resultaba más molesto de todo el asunto para Gulag era que por más que lo buscaba entre los pasillos, por más que rastreaba al segundo puesto reservado en su libro de venganzas y desquites contra la voluntad de aquella otra extraña figura devota de su odio más prolífico, es decir, la silueta conocida como el señor Dovirenko, y que por más que atravesaba paredes, espiaba a chicos y chicas desmayadas por los gases somníferos del castillo en cada habitación, que por más que olfateaba la presencia de aquel aroma putrefacto que el muchacho emanaba al momento de encontrarlo, no podía conseguirlo. «¿DÓNDE ESTÁ? ¿DÓNDE ESTÁ EL MALDITO?», se preguntaba una y otra vez, pero no lo encontraba. Si hubiera podido, los hubiera asesinado a todos, a cada uno de ellos, a cada pequeño inocente que dejaba atrás para avanzar a la siguiente habitación, pero, por suerte, tanto la cortina de la muerte como su guadaña estaban en aquel amplio pasillo del Ala Sur, apenas a un par de metros de la entrada. Si el número dos no estaba en el castillo, y el fétido aroma de Lilim tampoco estaba cerca, eso quería decir que el chico nunca había estado en el castillo, y que ellas le habían mentido...

Las pupilas rojas que brillaban sobre aquella amalgama negra y brumosa de odio en el aire estallaron en furia. Su ira se desató una vez más, pero esta vez no hacia el chico per se, sino a las causantes de todo el asalto... es decir, ellas, las Lilim y la súcubo matrona de aquella camada: Zarah. Ahora su odio tenía un nuevo objetivo, el más reciente en aparecer en su sentido de la concentración y de la memoria bastante básico, y cómo las odiaba... Le habían hecho perder el tiempo, le habían hecho llegar al límite, le habían hecho perder ante ellos, le habían engañado. Y tal como Elliot, tal como el señor Dovirenko, aquello no quedaría impune. Quizás todavía no había podido vengarse, pero ya los números estaban anotados en su libro, en aquel cuaderno negro que llevaba en los bolsillos de su hoodie... Ni siquiera las mujeres humanas merecían un odio semejante en su cabeza, pues éstas no eran distintas a los hombres en el grado de insolencia, de soberbia, de debilidad, de insignificancia que las caracterizaba a ellas y a los hombres, y a todos los humanos por igual. Las demonios de la lujuria, en cambio, eran harina de otro costal, y eran, quizás, la cosa que Gulag más odiaba en el mundo.

De pronto, la guadaña desapareció. La cortina desapareció. Aquello pasó a las 4:17 am. Los disparos cesaron. Los sistemas de seguridad se apagaron. Una calma tenue e inestable se apoderó del recinto. Nadie sabía qué había sucedido, y aún cuando los radares no indicaban la presencia del demonio, había un rastro muy efímero de su energía que únicamente los equipos de tecnología más avanzada pudieron detectar... El rastro no iba en dirección del interior del castillo. Era casi moribundo, pero no por que Gulag estuviera herido de muerte, sino todo lo contrario. Iba en camino de otra pelea, una más a su nivel, y necesitaba guardar fuerzas. Por eso no hicieron falta ni cinco minutos para que la paz reinara de nuevo sobre el Fort Ministèrielle, dejando a los directivos del Instituto Saint-Claire con un desastre por arreglar.

Era la hora de preparar todo para la normalidad de los estudiantes al día siguiente.

─ ∞ ─

—¿Estás seguro que este es el camino correcto, Paerbeatus? —preguntó Elliot otra vez.

Llevaban caminando ya un rato largo a través de una cueva en la que no había más que rocas y murciélagos.

Era una caverna profunda llena de estalactitas y estalagmitas que parecía no tener fin. Era tan oscura que Elliot temía a la posibilidad de encontrarse con una familia de osos salvajes o con una manada de lobos hambrientos, pero al recordar que contaba con la presencia de Temperantia, se calmaba un poco. Las estrellas de Astra iluminaban el camino. Algo en el aura de la cueva era encantador de alguna manera, lo que le tranquilizaba. En el techo y las paredes había pequeñas aberturas a los lados desde las cuales la luz de la luna se colaba muy suavemente y alumbraba pequeñas piedras cristalinas muy claras, que parecían hechas de cuarzo.

—¡Absolutamente seguro, cachorro, puedo olerla claramente!

—Por alguna razón, cada vez me huele más a pescado —comentó Elliot, quien unos pocos minutos atrás había comenzado a sentir aquel aroma penetrante inundándole la nariz.

De pronto en las paredes, iluminadas por las piedras que capturaban la luz de la luna, aparecieron grabados y pinturas... Eran maravillosas. Elliot estaba fascinado. En ellas podían apreciarse criaturas con bustos humanos, colas de pescado, y largos cuernos saliendo de sus cabezas. Había representaciones de lo que parecían ser rituales, e incluso pasajes de la historia de una civilización desconocida.

Sin querer dejar pasar la oportunidad, Elliot rápidamente sacó su teléfono y sacó algunas fotografías para estudiarlas luego con más calma.

—¡Elliot, mira! —exclamó Astra emocionada.

Cuando el chico apartó la mira de los dibujos en la cueva, se encontró de frente con un paisaje tan hermoso que enmudeció.

Al fondo, en lo que parecía ser el final de la cueva, se extendía una gran superficie oscura que reflectaba como un espejo de mercurio fundido el cielo nocturno que se colaba por una gran abertura en el techo de la cueva. Sobre el espejo líquido, la luz de la luna parecía ser más intensa y brillante.

Elliot quiso acercarse para ver más de cerca la estructura, pero en cuanto inició su camino, cuatro hombres bastante fornidos y vestidos únicamente con taparrabos, lo emboscaron por detrás.

—¡Cuidado! —advirtió Temperantia, quién ya estaba lista para atacar de ser necesario.

Los hombres estaban apuntando a Elliot con lanzas cuyas puntas parecían de carbón afilado.

—¡No son humanos! —añadió la guardiana y, en efecto, era así.

Cuando los hombres se acercaron a una velocidad casi agresiva, Elliot notó que sus ojos eran de un intenso color anaranjado.

—¡Ustedes no son bienvenidos aquí! —dijo el más alto y de mirada más severa, mientras los otros tres hombres se alineaban a sus espaldas.

«¡No es su cueva, fuera!», y «¡Lárguense!» decían los otros. El líder de los guardias volvió a hablar:

—Váyanse ahora o serán los culpables de su propia muerte...

Elliot no entendió nada de lo que había dicho el guardia; su lengua era muy parecida a la de los nativos de la isla.

—Yo no creo —comenzó a decir Paerbeatus, pero Astra lo interrumpió prudentemente.

La mirada del guardia había pasado de uno de los espíritus al otro, lo que significaba que podía verlos.

—No venimos en busca de problemas —dijo—. Sólo queremos encontrar a una amiga.

—Esta cueva es nuestro territorio y es un lugar sagrado. No hay ningún amigo de ustedes aquí porque a este lugar sólo pertenecemos la gente del agua. Váyanse...

De inmediato la presión del aire dentro de la caverna subió y la humedad se intensificó. La temperatura bajó de un solo golpe un par de grados...

—¿Qué te dijo? ¡Astra, dile algo! ¡Dile que nos deje buscarla! ¿Qué es lo que sucede? —preguntó Elliot nervioso.

—No creo que eso vaya a ser posible, cachorro... El hombre delfín está molesto porque no ha comido desde ayer —comentó Paerbeatus delante de los guardias sin disimulo alguno.

Estos voltearon a verlo enfadados, pero cuando Elliot buscó en el espíritu alguna respuesta, Paerbeatus le devolvió un encogimiento de hombros.

—A veces los peces están de mal humor, cachorro. Entiéndelos, debe ser muy difícil beber agua cuando ésta se te escapa por las orejas.

Astra, quién quería evitar enfadar a los guardianes, hizo un gesto a Paerbeatus para que señalara la dirección de la carta.

—A nuestro amo le gustaría poder acercarse al lago por un instante, en... —dijo Astra esperando a que Paerbeatus completara la frase.

—Debemos ir debajo del lago —comentó él—. La carta está allí abajo. Bajo toda esa agua mojada y fría... Fría y mojada. ¡Ah, terrible combinación!

—Esa dirección, sí —concluyó Astra sonriéndole dulcemente a los guardianes.

Por un par de segundos, nadie dijo nada. Los guardianes voltearon a verse un tanto incrédulos. Elliot seguía esperando una respuesta. De pronto, los guardias se alinearon en un círculo y, sin necesidad de hablar entre ellos, levantaron las manos al mismo tiempo y las bajaron con rapidez. Al instante Elliot sintió un empujón violento hacia afuera de la cueva... Si Temperantia no hubiera controlado su caída con una ventisca, la caída habría podido terminar siendo bastante peligrosa.

—¡Consideren esto una advertencia! —gritó el líder de los guardias—. La próxima vez no seremos tan indulgentes... ¡Ni siquiera porque seas un chico!

Elliot no había entendido sus palabras, pero en definitiva, había captado el mensaje: «Aquí no eres bienvenido».

—Creo que no le caíste bien, cachorro —comentó Paerbeatus mientras le tendía una mano para ayudarlo a levantarse.

Sin embargo, Elliot estaba concentrado en otra cosa...

Sus ojos notaron con total claridad cómo otro par de ojos naranja lo veían con curiosidad desde la orilla del lago... Allí, una cabeza se había asomado por fuera del agua y ya no era el naranja en sus ojos lo que más impresionaba a Elliot, sino los dos cuernos arrugados que nacían de la frente, exactamente igual a las criaturas pintadas en las paredes de la cueva. A Elliot no le tomó mucho entender.

—¡En esta cueva viven sirenas, chicos...! —exclamó emocionado—. ¡Sirenas! ¡Sirenas de verdad!

─ ∞ ─

Elizabeth se levantó del escritorio y se sentó mirándolo en uno de los sillones, de piernas cruzadas, dejándolo disfrutar de la vista. Él tiró el condón a la basura y encendió otro de sus cigarrillos favoritos...

—Apaga esa mierda —dijo Grimm sin demora.

Monroe le sonrió y le hizo un gesto de indiferencia.

—¿Uno de estos bebés? ¿Estás segura?

Ella ignoró su pregunta como si le cansara responder.

—Deberías probarlos algún día de estos —dijo el director mientras lo apagaba contra el lugar donde acababan de tener relaciones sexuales.

Se acercó hasta ella y se colocó detrás del sillón, donde se arrodilló para abrazarla por el cuello y seguir desabotonando su camisa reglamentaria de la Sección Inmaculada.

—¿Te imaginas que tuvieras que usar el uniforme de las demás chicas? —dijo con una voz que no se decidía entre sentir morbo o cuidado por tales palabras—. Sería una lástima, ¿no?

—Cómo si eso fuera a detenerte —resopló Grimm entre un jadeo y un tono de sarcasmo.

—Ummm, no lo sé, ser el director tiene sus ventajas... Podría pedir prestado uno de la lavandería, quién sabe... Quizás incluso todavía huela a...

—¿A primavera? ¿A... sangre? —preguntó Grimm interrumpiéndolo mientras le mordía la mejilla por la parte más cercana a los labios.

Monroe le devolvió el beso con fuerza y control al mismo tiempo, paseando por sus labios y su cuello sin nada de pudor.

—¿Acaso no te gusta jugar, Lizzie? —dijo.

Ella lo alejó apenas escuchó aquella última palabra.

Monroe se levantó, sin dejar de verla, y se acomodó en el sofá al otro lado de la habitación. Grimm dirigió su mirada a la ventana que daba al patio central del castillo, desde donde podía empezar a verse la Nouvelle Tour.

—Costó, lo sabes. Vencerlo salió caro.

—¿De qué hablas?

—Y todo fue por su culpas... Por más que me digas que no, sabes bien que todo fue culpa de Elliot Arcana.

Casi por instinto, las piernas que estaban abiertas mostrando toda su intimidad, se cerraron de un solo golpe. Elizabeth fijó sus ojos en Monroe, esperando una respuesta concisa. Pero él no hizo más que poner cara de fastidiado.

—¿Vas a seguir?

Un bufido salió de sus labios.

—Eres un maldito.

—No, no lo soy. Sólo soy un hombre práctico.

Ella abotonó los botones que minutos atrás él acababa de soltar.

—Podría haber muerto —dijo con una ira contenida en su voz—. Esa cosa no era un juego...

—Eres una niña.

—Y tú un maldito, que no se te olvide —exclamó Elizabeth levantándose con rapidez en su dirección.

Monroe, quien desde el sofá no parecía nada intimidado, comenzó a tantear con lentitud en sus bolsillos para buscar su paquete de cigarrillos.

—¿Tienes pruebas? —dijo.

—Más que suficiente para sospechar, pero tú te niegas a hacer algo. Tienes los archivos en tu escritorio, justo a un lado de donde cogemos, y aun no te has tomado la molestia siquiera de leerlos. Pero hoy, por primera vez, corrí peligro por su culpa... por culpa de ese maldito mocoso, y tú esperas que me quede quieta.

—¿Qué vas a hacer, Elizabeth? —preguntó Monroe con voz retadora—. ¿Ya tienes algo en mente?

Ella lo observó con rabia.

—Si crees que me importas lo suficiente como para querer destruirte a ti o tu reputación, estás equivocado. Que no se te olvide que tú y yo no somos distintos, los dos venimos del mismo lugar... Y las reglas para nosotros nada tienen que ver con cosas tan absurdas como la edad o el estatus. Pero sé que me deseas...

Sus manos rápidamente empezaron a acariciar los muslos del director cada vez más en dirección de su entrepierna.

—Sé quién eres, lo que piensas, lo que anhelas... Conozco tu debilidad. La prensa no puede hacerte nada; tú la controlas. La policía no puede hacerte nada; las personas como tú y como yo vivimos en un mundo distinto, con reglas diferentes que para el resto de los mortales. Pero esto...

Elizabeth despegó sus manos de Monroe para colocarlas en su intimidad desnuda.

—Esto es todo por lo que vives —dijo mientras se tocaba sugerentemente—, y por eso, Scotty, tengo poder sobre ti. Solo hay una como yo en el mundo, y por eso me necesitas, me deseas... porque sin mí, y sin niñas en problemas a las que sientes que puedes controlar a conveniencia, no puedes vivir. ¿O es que acaso me piensas tan idiota como para no entender el porqué quieres verme vestida como todas las demás chiquillas que estudian aquí...? ¿Es que acaso crees que no conozco tus más íntimos secretos? Ah, pobre Scott. Crees que estás usándome, jugando conmigo, controlándome... Cuando fui yo la que te escogió a ti para poder jugar a mis propios juegos...

Aun ante el siniestro significado de aquellas palabras, el Director del Instituto Antoinne Saint-Claire sonreía y la veía con ojos audaces, a la expectativa.

—Entonces, con las reglas claras entre tú y yo, te lo vuelvo a decir: no me provoques, o la cagas... ¿entiendes? —le dijo Grimm.

Monroe la observó y sonrió como siempre lo hacía: como si supiera cosas que los demás no.

—Válido por mí —dijo—. Aun así, lamento decirte que no puedo hacerle nada a Elliot Arcana.

Elizabeth le devolvió una mirada silenciosa y furtiva, asesina. Bastó escuchar esa respuesta para alejarse de él y comenzar a caminar hasta el centro de la oficina. Monroe continuó hablando.

—Son órdenes que se escapan de mis manos, Lizzie —dijo como si le doliera; ella había comenzado a colocarse su ropa interior—. Vienen de arriba. El chico es un caso especial; intocable...

De pronto, aquellas palabras la hicieron detenerse. Elizabeth volteó a ver a Monroe en un movimiento tan rápido que su corto y oscuro cabello giró y descubrió sus hermosas facciones, haciéndola ver una vez más como una pintura de arte gótico cobrando vida.

—¿A qué te refieres? —exclamó ofuscada—. ¡Soy una futura agente de O.R.U.S.! ¡Dime! ¡Merezco saberlo!

Monroe sonrió con malicia.

—¿Quieres saberlo? —dijo.

Ella no hizo más que sostenerle la mirada con determinación.

—Tendrás que venir el jueves a la misma hora de siempre. Te tendré el uniforme listo...

Elizabeth bufó con ironía.

—Eso es lo que tú crees —le contestó mientras terminaba de vestirse—. Estos encuentros se terminaron...

De pronto el sonido del encendedor capturó una vez más su atención. Cuando volteó, Monroe estaba dando la primera calada del cigarrillo recién encendido, sonriéndole con descaro.

—¿Estás segura? —preguntó.

Ella ignoró la burla de Monroe y caminó directo a la puerta, demostrando que no importaban en lo más mínimo sus palabras.

—Jódete, Scott —le contestó—. Vete a la mierda...

Y cerró la puerta. Aquello fue lo último que dijo antes de marcharse de su oficina.

─ ∞ ─

Elliot tenía un rostro terrible.

Había estado desaparecido durante toda la mañana, habiendo faltado incluso a clases, y a las dos de la tarde era más que evidente que no había podido dormir nada en toda la noche. ¿Por qué razones habría alguien de permanecer despierto toda una madrugada y faltar a clases?, se preguntó. ¿Por qué razón no habría podido dormir? Lo veía desde su asiento en medio del salón, y no podía dejar de preocuparse por él...

El chico había llegado justo a tiempo para la última clase del día, a las dos de la tarde. Después de las tres comenzaba el horario de las actividades extracurriculares.

«¿Estará bien? ¡¿Acaso algún fantasma lo mantuvo despierto?!», se preguntaba Madeleine...

Para ella, eso habría sido muy emocionante. Con sana envidia quizás, añoraba el día que le tocara. Las clases por lo general eran entretenidas, pero las aventuras paranormales lo eran mucho más. Y su amigo Elliot era alguien que podía ver cosas, ¡nada más y nada menos! ¡Qué divertido!, pensó.

«¡Quizás estuvo aventurándose por ahí con sus amigos fantasmas...!»

La mañana se fue, y cómo siempre, el instituto estaba dividido en dos clases de personas: aquel día correspondía a una gran mayoría que decía haber dormido espectacularmente bien (más que de costumbre), y otra, la minoría, que por alguna razón el castillo se sentía raro, y que en realidad la noche de sueño no había sido reparadora. Mady le preguntó a Elliot cómo había dormido, pero él había dicho que bien, que nada fuera de lo normal.

Al comienzo le creyó, pero entusiasmada por sus propias investigaciones, ató cabos y se fue dando cuenta de que la mayoría de los que decían haber dormido mal eran afiliados al Club de Asuntos Paranormales, o personas fichadas por el CLAP como posibles videntes, y por supuesto, Elliot, que por más que dijera que no, se le veía en la cara que no había dormido ni un minuto la noche anterior. De hecho, era él el que tenía peor rostro de todos en el castillo. Por eso durante un minuto a solas al finalizar la clase de Química, lo convenció de dormir una siesta.

—Elliot, ¡descansa! Prometo ayudarte con las actividades de la campaña si me dices la verdad...

Elliot la observó con cariño y sueño a la vez.

—Mady... —dijo con pereza—. Me encantaría poder decirte... Pero...

—¡Juro que no diré nada! —exclamó ella lo más bajo que pudo.

Estaban en medio del pasillo y no había casi nadie que los conociera cerca. Después de aguantar la respuesta por unos segundos, Elliot asintió.

—Está bien, Mady, tú ganas —dijo—. ¡Pero no ahorita! Encuéntrate conmigo en la Tour du Ciel a las nueve y hablamos un rato...

—Nos veremos igual a las cinco, ¿no? —le preguntó ella.

—Sí, no te preocupes, a las cinco nos vemos...

Madeleine saltó sobre él para abrazarlo con efusividad.

—¡Gracias, Elliot, gracias! —le dijo—. ¡Ahora ve y descansa al menos una hora! Yo me encargaré de repartir los folletos.

—¡G-gracias, Mady! —contestó Elliot sutilmente sonrojado—. Eres una amiga excelente...

Ella le sonrío de vuelta y se despidieron por lo que quedaba hasta las cinco de la tarde. Elliot se fue a dormir y descansó los ojos por al menos una hora y cuarto. Ya mañana se pondría al día con todo lo pendiente de las clases y los clubes. En ese momento, lo que más necesitaba era descansar.

Madeleine no perdió tiempo. Le tomó una hora repartir folletos con los demás chicos de la campaña (reglas del comité electoral que determinaban que todas las campañas debían cumplir la misma cantidad de horas), y a las cuatro, estaba encaminada a los salones de práctica de los clubes de artes escénicas. Quería verse con sus amigos tanto de Ballet como de Teatro.

De camino se topó con María Fernández, presidenta del CLAP, quién le invitó a una reunión urgente a las ocho, justo después de la cena. Al parecer, había asuntos muy serios que tratar sobre el estado de la vida paranormal del Fort Ministèrielle; cosas que a todo investigador de los mundos oscuros competían.

Mady asintió contenta y emocionada, pero, por más que varios le insistieran, ella todavía no poder notar qué era eso de lo que tanto se hablaba...

—¡¿Cómo que no, Mady?! ¡Mira acá! —la chica estaba señalando la fotografía de unas flores del jardín en su teléfono—. Mira, ayer, los girasoles estaban en esta posición, apuntando 17º grados hacia el este. ¡Hoy están apuntando 18º! ¡Algo pasó aquí y hay que averiguarlo! Ahora mira esta otra foto —una de unas rayaduras en una pared del Ala sur—. ¿Ves? ¡Esta mancha en la pared es la prueba inequívoca de que algo pasó anoche y no quieren decirnos qué! Preséntate en el club, ya sabes, ¡no lo olvides!

Efectivamente, las pruebas hablaban por sí solas. Mady estaba emocionadísima por todo el misterio de las flores y de la mancha en la pared, incluso, el porqué Elliot no había dormido nada el porqué de muchos que habían tenido sueños desagradables, pero, aun así, aunque todo parecía indicar que, efectivamente, las pruebas hablaban por sí solas, Mady no podía dejar de sentirse feliz, al igual que todos los días. Para ella, todo el día había sido maravilloso. La mañana había sido colorida y fresca, y el castillo se veía encantador, como si por alguna razón estuviera renovado. Ella no había dormido ni particularmente bien ni particularmente mal, pero el hecho de que todos estuvieran de tan buen humor le hacía sentir bien.

Primero saludó a Colombus en el Club de Ballet; lo abrazó y le deseó éxito en sus prácticas. Estuvo con él cerca de quince minutos, viéndolo bambolearse con gracia junto a los demás chicos y chicas del club. Después de hacerle compañía, pasó a visitar a Levy, Felipe y Leona en el Club de Teatro, a unos pocos salones de distancia. Todos estaban en el mismo pasillo, y el hecho de poder tener a todos sus amigos en un mismo lugar hacía a Madeleine muy dichosa.

Los chicos no estaban ensayando para ninguna obra en particular. En Saint-Claire las presentaciones más importantes no solían ser las de navidad, sino las de Halloween. Para estas se preparaban por al menos dos meses antes, mientras las de Navidad siempre eran improvisadas durante diciembre. Por lo tanto, los chicos estaban más relajados, ensayando sus dotes de actuación con Fuenteovejuna, una de las obras clásicas de Lope de Vega.

—¡Ay, es que se ven muy bellos juntos! —le dijo a Levy en un momento que estuvieron a solas, refiriéndose a la posibilidad que tuviera algo con Felipe.

Levy negó con la cabeza haciéndose el duro, alegando que no estaba interesado en salir de su zona de confort por los momentos. Pero él y Mady ya habían hablado, y ya era muy evidente, aunque no se dijera con palabras, que los caminos habrían de llevar en direcciones diferentes a las de ser una pareja. A cambio, Mady tenía ahora un amigo invaluable con quien podía sentirse en una confianza distinta a la que sentía junto a sus amigos Elliot, Pierre y Colombus. No era mejor; simplemente era diferente...

Después de saludarlo a él, Mady saludó a Felipe y le dio un abrazo fuerte. Él le dijo que estaba preocupado por Delmy, pero que todo parecía estar bien.

—¿Qué le pasó a Delmy?

—Dijo que tuvo un sueño muy raro, uno feo —contestó Felipe—. Ahora ven, dame un beso, que los chicos debemos seguir con el ensayo.

Mady y Felipe se dieron un beso tierno, muy al estilo de los que se daba con Levy, y Felipe se sonrojó. Por un lado, le hizo muy feliz tener una amiga tan tierna como ella, y por otro lado, pensó, quizás, que a lo mejor así podía sentir el calor de los labios de Levy en ella. Todavía nadie en el Fort Ministèrielle sabía que Mady y Levy eran ya más mejores amigos que cualquier otra cosa...

Ya otra vez sola, mientras caminaba por los jardines que Elliot tuvo que arreglar por aquel raro castigo del que nunca le habló mucho, le llegó un mensaje de él...

—Ya descansé un poco más. Muchas gracias...

Ella sonrió aliviada. De pronto, Pierre la saludó.

—¡Mady! —dijo un poco rojo; venía de practicar fútbol...

De inmediato Madeleine se acordó de aquello que había dicho Colombus, eso de que Pierre estaba enamorado de ella, y por un instante, se sintió apenada. Era algo que daba por sentado cada vez que estaban todos reunidos, pero habían sido muy pocas las veces en las que ambos estaban solos, y esta era una de esas ocasiones. El rubor se apoderó de sus mejillas muy rápido, pero, dándose cuenta de los pensamientos que su mente había producido, se sacudió y trató de actuar lo más natural posible.

(Lo cierto es que, al verlo así de cansado por el fútbol, Pierre no era feo para nada).

—¡P-p... Pierre! —exclamó ella.

Él se sorprendió de escucharla arrastrando su nombre.

—¿Todo bien? —le preguntó.

Ella asintió con cierta timidez, pero no lo suficiente como para que alguien pudiera pensar que ella también estaba enamorada de él...

—Sí, claro —respondió.

—Bueno —dijo el chico—. ¿Has visto a Elliot? Lo he estado buscando como loco pero no lo consigo.

—Sí, está en su cuarto. Durmió una siesta durante la tarde.

Pierre puso una cara de decepción y la cambió rápidamente justo antes de contestar.

—Ah, vale. Está bien —dijo.

Madeleine, al notar su mirada, no pudo evitar sentir preocupación.

—¿Pasa algo?

—No, ¿por qué?

—Te preocupa algo de Elliot...

Pierre volvió a poner la misma mirada.

—Es sólo que es un chico muy brillante. No debería pasarse la tarde durmiendo —dijo.

Mady, por alguna razón, sonrió, incluso aunque no estaba de acuerdo con lo que Pierre decía.

—¡Pero Pierre, fui yo la que le dijo que lo hiciera!

Pierre era ahora quien se veía tímido.

—Pues... Nada, olvida lo que dije.

Y de inmediato se dio la vuelta para trotar su camino hasta las habitaciones.

Mady lo vio marcharse, y por primera vez, se preguntó si quizás Pierre sería un buen novio.
Toda la vida lo había visto como un amigo, pero lo cierto es que últimamente se había estado portando mejor que de costumbre, y, en realidad, el chico sí tenía material de novio. Era algo que le decían las otras chicas con las que hablaba a veces, pero como Mady siempre prefirió los amigos a las amigas, nunca tomó mucha importancia a esas palabras.

«Quizás si Pierre se atreviera a dar el primer paso...», pensó mientras iba de camino a su habitación para continuar con Doctor Sueño, el último libro de Stephen King que la tenía cautivada. Una vez más, al ver el panorama del Fort Ministèrielle a sus lados, se dijo: «La verdad es que jamás cambiaría nada de este castillo... ¡No hay un mejor lugar en el mundo para vivir y estudiar!», y apuró el paso hacia el Ala Oeste.

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