Capítulo 44: La estafadora de espejos

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La puerta lo llevó justo adelante de la Puerta de Goya. Como en la mayoría de los museos, las cámaras de seguridad eran decorativas, por lo que no tenía nada de qué preocuparse, más allá de que el guardia de seguridad de turno lo encontrara.

La ubicación de Imperatrix había sido la más fácil de hallar hasta ahora. Eso, por supuesto, debido a dos factores muy importantes: por un lado, cuando Elliot revisó las grabaciones donde Paerbeatus registraba las visiones de las cartas que faltaban, la de Imperatrix (aunque no sabía que se trataba de ella) apuntaba claramente a España; más específicamente a Madrid. El segundo factor consistía en la ubicación específica de la carta, es decir, que el lugar donde permanecía era uno tan concurrido como el Museo del Prado, y de hecho, era así debido a la especial característica de Imperatrix según la cual parecía amar el hecho de ser admirada a montones...

Y como todos y todas los que quieren ser amadas y admirados a montones, no quería esconderse ni pasar desapercibida en lo más mínimo. Por lo mismo, a Elliot le bastó una tarde, la misma en la que había regresado de la Isla de Man, para encontrar el cuadro de la Magnánima Belleza. El mismo había estado colgado desde 1994 en el Museo del Prado sin que pasara un solo día en que se hubiera retirado de su exposición. Era allí a donde apuntaban las indicaciones de Paerbeatus.

Hacía frío. Elliot iba vestido con un suéter grueso de un marrón rojizo.

—Me estoy colando en el mismísimo Museo del Prado —se dijo con incredulidad a sí mismo, casi a modo de reproche.

Iba caminando por el amplio pasillo desierto. Era la una en punto de la madrugada.

Amantium caminaba junto a Elliot, Paerbeatus y Astra sin dejar de admirar los cuadros a su alrededor

—Deberías dejar el miedo y admirar el arte a tu alrededor, bambino... ¡Es manífico!

Sus pasos resonaban entre los muros blancos cubiertos de pinturas famosas y techos elevados con claraboyas que mostraban el cielo nocturno de Madrid. Elliot la estaba pasando increíble, puesto que sus lugares favoritos en el mundo eran los museos.

Sin embargo, cuando tienes el miedo de ir a la cárcel por allanamiento de propiedad privada, es bastante difícil apreciar el arte con ojos delicados, por lo que mejor ignoró el comentario de Amantium y siguió caminando a la vez que trataba de aguzar el oído por si escuchaba los pasos de algún vigilante haciendo su ronda nocturna.

A sus lados habitaba la colección más grande de pinturas europeas; había exposiciones de artistas como Velázquez, el Greco, Goya, Durero, Murillo, el Bosco y Tiziano... Justo en ese momento estaba pasando frente a uno de sus cuadros preferidos: La enunciación de Fra.

—Ya estamos cerca, cachorro, la puedo oler con claridad...

Pero esta vez, Elliot se iba guiando en el teléfono con las direcciones del mapa oficial que tenía el museo colgado en su página web. Tan solo unos cuadros más a la derecha y a la izquierda, Elliot se tropezó con una voz soberbia y altiva...

—Pero mira a quién tenemos aquí —decía—. ¿Desde hace cuánto no te das un buen baño? Apestas como siempre a gato mojado...

Cuando se giraron todos pudieron ver como una elegante mujer caminaba hasta donde estaban ellos con andar refinado, con el mentón levantado y la nariz respingada, como si estuviera en plena pasarela de moda.

—Cachorro, la loca... —dijo Paerbeatus con pesar para presentarlos—. Loca, éste es el cachorro... Ahora, si me disculpan, buenas noches. Su carta está cruzando la esquina...

Y después de decir eso, el espíritu desapareció.

—No te vayas muy lejos, Paerbeatus —dijo la mujer guiñándole un ojo justo antes de verlo desvanecerse por completo—. Tendremos muchas cosas con las que ponernos al día.

Después de decir aquello con voz maliciosa, el espíritu volteó hacia Elliot y fijó sus ojos en él con curiosidad. En ella, el morado en los ojos era tan claro y delicado que Elliot por un momento no pudo dejar de impresionarse de su belleza, la cual era mucho más fácil de notar por lo alta que era. Así, sus ojos eran casi como grises, azules... De una belleza pétrea.

—Me imagino que si andas con el chiflado y con este otro par, debes estar reuniendo las cartas —dijo mirando al chico fijamente—. Dime, niño. ¿Cómo entraste al museo si está cerrado?

—Rider me traj...

—¡Amantium! —exclamó de repente interrumpiendo a Elliot mientras abría sus brazos para abrazar al cupido adolescente.

—¡Impera, Bella! ¡Bellísima! —decía el espíritu mientras la abrazaba con toda su desnudez.

Los dos se veían como un par bastante extraño pero aun así entrañable. Tras intercambiar palabras por cerca de tres minutos como si los demás no estuvieran presentes, Imperatrix carraspeó y volvió a dirigirse a Elliot...

—Perdón, estabas hablando, es cierto... ¿Decías?

—Ehm, nada, sólo decía que Rider fue quien me trajo hasta acá.

—¿Rider? —preguntó ella extrañada.

—Raeda —intervino Astra con serenidad.

Amantium le hizo un gesto afirmativo y a la vez de cómplice con la cabeza.

—¿Ese grosero? —exclamó ella decepcionada—. Ah, qué desacierto y despropósito tan grande fue la creación de esa... criatura. Uno de los pocos errores de nuestro Creador, debo admitir...

En su cara se veía claramente el desagrado que le producía el espíritu del marinerito.

—¡Ya, no hablemos más de cosas horrendas, mejor vengan! Tú, niño... Sígueme.

Imperatrix comenzó a caminar con rapidez hacia uno de los cruces. Sus pasos repiqueteaban con fuerza sobre el piso de granito pulido a causa de los tacones altos que llevaba puestos.

En comparación con las demás cartas su estilo era bastante particular, pues era bastante moderno. Sus tacones eran de un color salmón, igual que la blusa que llevaba puesta. Toda la pieza era una prenda extravagante hecha de gasa en la parte superior que formaba capas sobre su pecho desde el cuello. Allí se ajustaban tres botones de perlas hasta la cadera y se unía con la parte inferior, que era un pantalón de cuero negro y talle alto.

Aunque a primera vista le parecía superficial, Elliot no podía negar que se trataba de la representación de una mujer excepcionalmente bella, tanto en estilo como en rasgos naturales. Cuando llegaron al final del pasillo, Imperatrix cruzó a la derecha y luego se detuvo frente a uno de los cuadros de la exhibición...

—Ehm, niño, dime qué...

—Me llamo Elliot —dijo él atentamente.

—Sí, qué bien, te felicito —contestó ella sin despegar sus ojos del cuadro—. Dime, ¿qué opinas...? ¿Acaso no es la cosa más hermosa que hayan visto alguna vez tus ojos? —preguntó con emoción en la mirada.

Frente a Elliot, Imperatrix, Astra y Amantium estaba lo que parecía ser un autorretrato de ella misma. Elliot reconoció la técnica gracias a un taller de pintura que todos los alumnos del Instituto habían tomado el año pasado en el Louvre. Así mismo, Elliot también notó que había muchos elementos que no encajaban con el estilo del autorretrato, pero prefirió no decir nada. Lo cierto es que le daban a la obra un aire cautivador y original, como si, intencionalmente, la misma intentara salirse de los estándares preestablecidos. De pronto, mientras observaba fijamente el cuadro y afinaba sus ojos de artista indómito, Elliot notó que ésta se difuminaba ligeramente...

—¿Qué sucede? —Le preguntó Astra al ver como el abría y cerraba los ojos una y otra vez.

—Espera un momento —contestó él dubitativo—Es sólo que... no sé... hay... hay algo raro en esta pintura.

Y al instante siguiente de decir aquello y de haber pestañeado con fuerza, la pintura frente a él desapareció.

Alora! —exclamó Amantium.

La pintura ya no estaba. En su lugar había un lienzo en blanco en cuyo centro exacto estaba sostenida una de las cartas del Tarot. En ella había un trono vacío; en el estilobato, decía: «IMPERATRIX...».

—Tal parece que no eres tonto —comentó Imperatrix mientras veía a Elliot acercarse cada vez más al lienzo para examinar la carta.

—Imperatrix —leyó Elliot.

Los ojos morados claros de Imperatrix se iluminaron con fuerza.

—Dime, ¿no es un nombre hermoso?

Su aura se había vuelto abrumadora. Elliot se sentía muy a gusto en su presencia, y una vez más, quiso volver a fijarse en ella y en su belleza...

Tenía un cabello rubio perfectamente peinado a través de una división al centro, recta y simétrica como ninguna otra que el chico hubiera visto jamás. Mientras tanto dos gruesas trenzas atrapadas en la parte superior de su cabeza hacían que sus rasgos afilados e imponentes se vieran aún más altivos y petulantes, feroces de alguna manera...

—En fin, supongo que ya estás listo para tu prueba, ¿no? —preguntó como si aquello le produjera algún grado de fastidio.

—Sí, estoy listo —respondió Elliot sin intimidarse.

Ella le enmarcó aún más la mirada de expectativa.

—Pues espero que seas muy creativo. Créeme, gusto como el mío, difícilmente encontrarás en alguien más...

El espíritu aplaudió tres veces. El ruido de sus palmas se apoderó del museo en un estruendo ensordecedor, a la vez que el Museo del Prado desaparecía y Elliot quedaba en medio de un lienzo en blanco espacial e infinito por unos segundos insignificantes...

De pronto, el color estalló, y el mundo a su alrededor se transformó por completo.

─ ∞ ─

La sensación de vértigo fue demoledora, pero esta vez Elliot estaba preparado para ella.

Cuando el mundo a su alrededor dejó de ser un lienzo en blanco y los colores lo inundaron todo, Elliot supo enseguida que ya no estaba en el Museo del Prado.

Movido quizá por el instinto o por la experiencia ya adquirida, ignoró al cielo abierto sobre su cabeza del cual descendían en tropel un millar de criaturas con aspecto de insectos, renacuajos y lagartijas aladas en una especia de imitación de hadas, y por el contrario, su mente se mantuvo concentrada en lo importante: la prueba de Imperatrix.

Estaba solo, pero eso se podía arreglar.

—Krystos, Paerbeatus —invocó y tanto el espíritu como su Quimera aparecieron.

El que Krystos hubiera aparecido sólo podía significar una cosa: que estaban en el Arca.

—¡Aaawww, cachorro, mira! ¡un cachorro bebé! —exclamó Paerbeatus—. ¡¿Lo puedo tocar?!

Pero cuando Paerbeatus extendió uno de sus dedos en dirección a la barriga de Krystos, este intentó morderlo con rapidez. Por fortuna el espíritu fue más rápido a la hora de alejar el dedo.

—Jum... Lo vuelves a intentar y te quedas sin dedos —lo amenazó la Quimera.

Paerbeatus lo veía con recelo mientras se acariciaba el dedo recién salvado.

—Espero que le hayas puesto las vacunas, cachorro. Se ve que es una bestia peligrosienta.

Elliot se echó a reír ante la ocurrencia.

—Te presento a Krystos, Parby —dijo Elliot con aire conciliador al tiempo que hacia los introducía—. Krystos, él es Paerbeatus...

Pero la atención de Paerbeatus ya no estaba en Elliot y su Quimera sino en los animales que comenzaron a caer del cielo.

—¡Cachorro, mira! ¡Están lloviendo ranas! —exclamó emocionado.

Sin irse muy lejos, se separó de Elliot para poder observar mejor hacia el cielo. Al verlo alejarse, Elliot notó algo curioso: aunque se movía, parecía hacerlo muy ligeramente difuminado, como en un efecto de animación stop-motion del que le habían asignado una tarea en su primer año del Instituto, pero mucho más elaborado y fluido, orgánico, natural...

—Estos espíritus son cada uno peor que el anterior —bufó la pequeña Quimera; ella también se veía igual al moverse o hacer gestos con las manos.

Sus ojos dorados estaban observando aquel mundo tan extraño en el que se encontraban con mucha atención; sus ojos se veían graciosos detrás de sus pequeños anteojos de montura de pasta.

—¿Ahora en dónde se supone que estamos? —preguntó.

—Definitivamente ya no estamos en El Prado... o bueno, por lo menos no de la forma convencional —contestó Elliot mientras examinaba más de cerca el lugar.

Aunque todo se sentía impecablemente real, el mismo efecto surreal filtraba su visión. Los colores estaban extrañamente concentrados, y hasta la textura del mundo y el espacio por doquier parecía sutilmente diferente; más oleosa y surrealista que cualquier otra cosa; incluso, a Elliot le parecía poder ver pequeñas grietas en el cielo y el relieve de la pasta tintada encima de la realidad en la superficie de todas las cosas...

—¿Crees que esto sea un sueño, Krystos? ¿Uno como en la prueba de Astra?

—Sin dudas es un lugar real —contestó la Quimera—. Pero parece más una ilusión que cualquier cosa. Sinceramente, espero que no estemos soñando, porque un adolescente dormido en medio del Museo del Prado sería un asunto muy difícil de explicar, y esa vez pasaste desmayado varios días... ¿Qué tenemos que hacer esta vez?

—No lo sé. Imperatrix nos trajo hasta acá sin decir más nada. ¿Puedes sentirla, Paerbeatus? —preguntó Elliot alzando la voz para que el espíritu lo escuchara a unos pasos más allá.

—Es algo complicado, cachorro, pero creo que... está por allá —dijo Paerbeatus.

Sus ojos encendidos apuntaban en dirección a un pueblo o ciudad en la lejanía.

—Sabes lo que eso significa, ¿no? —preguntó Elliot sonriente—. ¡Significa que por fin podrás acompañarme en una de estas locas aventuras mágicas en mundos desconocidos, Parby...!

Pero cuando Paerbeatus se giró para mirar a Elliot sonriente, sus ojos se abrieron de forma extraña y su rostro se desfiguró por el pánico.

—¡Cuidado, cachorro...! —gritó de pronto y se arrojó sobre Elliot tumbándolo al suelo junto a Krystos.

Justo entonces una espada enorme cubierta en llamas pasó zumbando sobre sus cabezas. Su portador gritó iracundo:

—¡Fuera! ¡Fuera del jardín, indignos! ¡Hijos de la Bruja Magna! ¡Criaturas corruptas por el pecado!

Una vez más, la criatura alada, un hombre que parecía ángel, blandió la espada en dirección de Elliot. Él reaccionó tan rápido como pudo.

—¡TEMPERANTIA!

Ella apareció envuelta en su quimono de combate blanco y empujó al ángel con una fuerte corriente de aire. No pasaron diez segundos cuando el portador de la espada de fuego desplegó sus alas para frenar el empujón y lanzarse de vuelta en contraataque.

—¡Criaturas impías tocadas por el infierno, fuera! ¡Váyanse! ¡Salgan del jardín! ¡Salgan del Edén ahora mismo! —volvió a gritar mientras batía sus alas con violencia y su túnica rosada y azul hondeaba en el aire con frenesí.

—¡Elliot, deberías huir ahora mismo! ¡Lo detendré! —exclamó Temperantia.

Rápidamente levantó un tifón para detener al ángel vengador y darle chance a Elliot para que saliera corriendo lo más lejos posible.

—¡Temperantia, ten cuidado! —gritó Elliot antes de marcharse.

—No bajes la guardia —contestó ella—. Regresaré a mi carta en cuanto pueda. Mantén los ojos bien abiertos y la mente despejada...

Acto seguido, la pelea entre el ángel y la mujer continuó.

Elliot corrió sin mirar atrás. Confiaba en Temperantia y en sus habilidad; sabía que no había nada de qué preocuparse cuando se tratara de contar con ella y su capacidad para protegerlo, y además, tal como había dicho ella, una vez terminada la pelea siempre regresaría a su carta incluso a fuerza del hechizo, así que ella también iba a estar bien...

De pronto, mientras pensaba en eso y se alejaba con prisa del Jardín, el mundo entero cambió. Elliot se detuvo en el acto. El golpe visual le impactó con tanta curiosidad que el chico se devolvió unos cuantos pasos para notar que, una vez más, el mundo cambiaba para regresar a la tonalidad predominante de las áreas del Jardín. Pasos más allá, el mundo volvía a ser la nueva configuración de color que acababa de toparse...

Fascinado, Elliot trató de pararse justo en medio de ambas tonalidades del mundo y notó que, efectivamente, la realidad parecía dividida en dos como si de un crepúsculo perfecto se tratara, como si el mundo fuera un cielo que retratara la separación entre el anochecer y el amanecer, entra el día y la noche. En cambio, en vez de ser el ciclo horario lo que cambiaba, eran los contrastes y los matices, la gama de colores con la que el mundo se percibía...

En el Jardín, todo era más vivo, en cambio, unos pasos después de su límite tonal, el mundo se hacía opaco y seco, y donde antes había un cielo despejado repleto de pequeñas criaturas aladas, ahora había un atardecer nublado que cubría una extensa pradera en la que había una plantación de trigo y un molino... Era la misma dirección en la que Paerbeatus había señalado antes.

—¿Eres así de lento para todo? —preguntó una voz familiar—. ¿Es que acaso tus padres no te enseñaron que nunca debes hacer esperar a la realeza?

Cuando Elliot se giró, en medio del entorno florido y lleno de arbustos y arbolitos, en un trono antiguo, Imperatrix estaba sentada con total y absoluta confianza y comodidad, estirando sus piernas y sus brazos para sentirse lo más libre posible en el asiento. Su cabeza, sin embargo, no dejaba de observarlo fijamente en una postura rígida y petulante.

—¿No piensas contestar?

Elliot carraspeó con sagacidad.

—Nunca antes había tratado con alguien de la realeza, Su Majestad. Espero sepa disculparme...

Elliot decidió seguirle el juego para perder menos tiempo, por lo que acompañó su respuesta con una pequeña reverencia. Ella bufó con obstinación.

—¡Sinceramente, Paerbeatus eres un inútil de proporciones épicas! —exclamó—. Mira que dejarte capturar por un niño que ni siquiera es capaz de defenderse por si mismo. ¡Incluso su Quimera es hilarante! ¿Qué se supone que es? ¿Una combinación extraña entre pollo y ratón... o algo así?

Elliot pensó que Krystos se ofuscaría al escuchar aquello, por lo que su sorpresa fue enorme al ver a Krystos reverenciar a Imperatrix y responderle con calma:

—Soy un suricato, Su Alteza, y, si se me permite aclararlo, más que un pollo, mi otra mitad es la de un búho...

Era evidente que el espíritu no se esperaba nada del comportamiento de Krystos, y, especialmente, que la Quimera pudiera hablar. De repente volteó a ver a Elliot con suma extrañeza e incredulidad satírica en el rostro.

—Vaya —dijo acercándose hasta Elliot y Krystos.

Paerbeatus dio cinco pasos hacia atrás hasta quedar escondido detrás de un manzano

—¿Tan joven y ya puedes hablar? —dijo Imperatrix inspeccionando a Krystos con atención—. Y tus ojos... Dorados... vaya...

La última palabra fue una exclamación de arrogancia que Elliot no supo cómo interpretar. Una vez más, Imperatrix volteó a verlo. Su mirada era escéptica y atónita de alguna manera.

—¿Cómo conseguiste a esta criatura?

—Fue un regalo. Una voz me la obsequió durante la prueba de Astra...

Imperatrix levantó una ceja como señal de admiración.

—Ya veo, ya veo —dijo mientras asentía vehementemente—. Pues... Supongo entonces que estás listo para mi prueba. Mira, mira allá —dijo señalando un lienzo vacío—. ¿Ves?

—Sí.

—Pues ese es mi cuadro del museo —dijo con evidente orgullo—. Si quieres que me vaya contigo, tendrás que superarlo, o por lo menos, hacer algo igual de sublime... ¿Entiendes?

Elliot sonrió con timidez. Ella se entusiasmó.

—¡Quiero ver lo que eres capaz de crear! ¡Oh, ohh! —exclamaba de placer mientras cerraba sus ojos y Elliot pensaba que estaba loca—. ¡Tiene que ser arte moderno! El Prado tiene una colección preciosísima, pero todo es muy clásico... ¿Por qué no le damos algo de vanguardismo, eh? Eso sí, nada de los 50s para acá; mejor mantengámonos en lo accesible. ¡Ah, sí! ¡Quiero ver algo nuevo! Algo que me muestre lo que hay dentro de ti... ¡Tu voz, niño, tus secretos, tu luz y tu oscuridad...! Tu armonía, tu arte.... tu alma. ¡Quiero que me desnudes tu alma!

Del éxtasis mental Imperatrix prácticamente se había encimado sobre Elliot, quién estaba contorsionado hacia atrás tratando de preservar en lo más posible su espacio personal.

—Entonces voy a necesitar pinturas, y...

Pero Elliot no pudo terminar de decir nada porque la carcajada de Imperatrix lo había interrumpido.

—Niño... ¿De qué estás hablando? —preguntó con condescendencia mientras aún reía—. ¡Mira a tu alrededor!

De un golpe abrió los brazos y las capas de su blusa salmón se alborotaron.

—¿Dónde crees que estás? Ya estás en medio de las pinturas, y no en medio de pinturas cualesquiera, no... ¡Estás en medio de El Prado! Todo él a tu disposición... Así que si vas a mostrarme de lo que eres capaz, creo que tienes más que suficiente para armar el rompecabezas de la musa en tu interior y luego traérmelos para componerlos. Eso sí, es una prueba, así que si fuera libre sería muy fácil. Por lo mismo, aceptaré sólo tres elementos, ¿está claro? Sólo tres. Explora el Prado y ármate de valor, que el arte es la lucha más cruenta y despiada a la que un humano puede dedicarse en vida... ¿Todo claro? Porque no voy a repetir ni una palabra...

Elliot asintió nervioso.

—C-creo que sí, Su Majestad.

Ella lo miró como una maestra a un discípulo descarriado.

—Bah... Supongo que si no lo logras no es que me vaya a perder de mucho que digamos. Aquí te espero. Tómate toda la vida si te da la gana... Y Paerbeatus, sirve de algo y ayuda al niño. Tiene más cara de asustado que la vez que te echamos agua encima para quitarte el mal olor... Llévalo hasta mi estudio cuando encuentre los objetos que quiera usar. Hasta ese momento... me retiro. Y niño, tú, escucha... Ten cuidado con Goya y con el Bosco, ¿sí? Trata al menos de mantenerte con vida hasta el final de la prueba.

Ni a Elliot ni a Paerbeatus les alcanzó el tiempo para decir algo más. Con un movimiento de sus manos, tanto Imperatrix como el lienzo en blanco desaparecieron. Lo único que quedó en el lugar era el trono donde estaba sentada, y no pasaron ni siquiera treinta segundos cuando éste ya había empezado a envejecer muy rápidamente por la ausencia de la mujer...

Krystos se acomodó en el hombre de Elliot para hablarle al oído.

—Vaya lunática nos hemos encontrado esta vez —exclamó sorprendido.

—¡¿Ves que no soy el único, cachorro?! ¡Yo digo que nos vayamos y la dejemos aquí sola, ¿sí?! —exclamó Paerbeatus.

Elliot le hizo un gesto de negación y movió la cabeza para avisar que iban a continuar con el camino.

—Aunque no quiera darte la razón, Krystos —decía el chico—. Parece que no podrías estar más en lo correcto...

Después de verse a los ojos, ambos rieron en complicidad.

─ ∞ ─

—¿Y ahora qué haremos, cachorro? —preguntó Paerbeatus mientras comenzaban a caminar por la pradera.

El terreno se sentía extraño bajo sus pies; distinto, mullido, elástico de alguna manera que Elliot no lograba definir. Por un momento pensó que caminar en aquel mundo se sentía igual a caminar por un trampolín. Sin embargo, esa sensación extraña no se limitaba únicamente al suelo. El aire se sentía igual, el cielo se veía combado y parecía estar más cerca de la tierra de lo que Elliot hubiera visto jamás, y, quizá por eso, no pudo evitar suspirar profundamente antes de contestarle a Paerbeatus...

—No lo sé, Parby —respondió con honestidad—. Imperatrix quiere que le arme un cuadro, pero yo nunca he hecho algo semejante. De hecho, muy pocos lo saben, pero en realidad siempre he necesitado copiarme de una guía para poder dibujar. Colombus es mejor que yo para eso de improvisar y dibujar en general...

—Date un poco de crédito, los rostros no te salen del todo mal —comentó Krystos mientras buscaba algo en uno de sus diminutos libros.

—Sí, bueno, pero no creo que "no tan mal" vaya a ayudarme a complacer a Imperatrix. Lo bueno es que se trata de arte moderno, y en eso podemos ser un poco más libres...

—¡El arte no es tan difícil, cachorro, sólo tienes que inspirarte! —comentó Paerbeatus restándole importancia a las preocupaciones de Elliot.

Cerca de ellos, en el campo de trigo, Elliot vio cómo unos hombres salían de entre la plantación para comenzar con la cosecha. Por alguna razón, parecían más borrones coloridos que otra cosa; al menos en comparación con una enorme mujer que los observaba de manera estoica a unos cuantos metros de distancia, sin siquiera pestañear o moverse, mientras sostenía un ramillete de espigas de trigo en alto.

—Si hubiera una forma de conseguir inspiración embotellada, yo no me molestaría —comentó Elliot mientras se acercaba más a donde estaban los hombres.

Pero, a medida que caminaba y alcanzaba los bordes de la plantación, los hombres se alejaban cada vez más en el firmamento cercano.

Por el rabillo del ojo, Elliot vio cómo alguien se movía a su lado. Al girarse se tropezó con la mujer del ramillete de trigo viéndolo fijamente, sin ningún tipo de expresión en su rostro de detalles perfectos. Debía medir como unos dos metros y medio, si no tres. Era blanca; su piel parecía crema delicada sobre un manto de cera. Su vestido era amarillo como el trigo; llevaba collar, zarcillos y unas pulseras de oro. No dejaba de ver a Elliot con aquella expresión tan ausente y atenta que era desconcertante.

—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó él amablemente, pero la mujer no respondió y siguió mirándolo.

—Si me disculpa, me... me tengo que ir —dijo el chico incomodado por la mirada tan invasiva de aquella rara mujer que no decía nada.

Elliot se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección a una cabaña que estaba cerca. Sin embargo, teniendo la sensación de que algo no estaba en su lugar, volteó de soslayo, y de inmediato reconoció a la misma mujer siguiéndole los pasos; en un gesto de lo más curioso, la mujer detuvo su andar repentinamente y reanudó su pose estoica apenas Elliot le puso los ojos encima.

Confundido, Elliot siguió caminando. Al rato de varios segundos, Elliot volvió a sentir que lo seguían y al voltear, la mujer repitió exactamente el mismo ritual: se detuvo, se acomodó, y se quedó detenida en esa pose tan particular en la que apenas se sujetaba la falda y sostenía el trigo.

—Creo que la señora nos está siguiendo —dijo Paerbeatus entusiasmado—. A lo mejor se siente sola, cachorro. ¿Será que le hablamos?

—¡Eh, Estío! —gritó alguien desde la ventana de una cabaña a un lado del camino—. ¡Vieja chiflada, deja al muchacho tranquilo! ¡¿Qué acaso no ves que a él tampoco le gusta que te le quedes viendo de esa manera?!

Era un hombre vestido de manera excéntrica mientras se acomodaba un par de extraños anteojos sobre su amplio tabique.

—¡Niño, no te preocupes! Yo que tú no le hago caso. Es un poco estrafalaria, pero es inofensiva...

—Gracias, lo tomaré en cuenta —dijo Elliot acercándose a la ventana.

La cabaña olía a pintura y disolvente.

—Luca Giordano a tus servicios, chico, pero sería mejor que lo mantuviéramos en secreto —dijo el hombre con un gesto perspicaz; se estaba limpiando las manos en un trapo manchado por pintura para luego estrechar las de Elliot—. Ahora, si me disculpas, debo volver a mi trabajo.

Atrapado por la curiosidad se quedó en medio de la ventana observando cómo el hombre se sentaba frente a un caballete y un espejo, y tomaba la paleta y el pincel. Sorprendentemente, el reflejo que se veía en el espejo no era el del mismo hombre. Aquello tenía a Elliot fascinado.

—Ujum —el pintor carraspeó—, si te apartas de la ventana me serías de gran ayuda —dijo con cierto fastidio—. Me estás tapando la luz, y la luz lo es todo para un artista... ¡La luz y la musa! —exclamó.

Sus cabello largo y grasoso se sacudió graciosamente despeinándose de las enormes entradas en su frente. Acto seguido sacó un pequeño frasco de su bolsillo y se colocó unas cuantas gotas de su sustancia en la lengua. El líquido era multicolor y brillante, casi como una amalgama de muchas pinturas mezcladas sin revolverse entre ellas...

—Disculpe, señor Giordano, pero... ¿qué es eso? —preguntó intrigado.

El pintor sonrió.

—¡Ah, esto... mi querido muchacho! —dijo el hombre mientras le mostraba el pequeño frasco—. ¡Esto es magia, chico, alquimia práctica destilada en nada más y nada menos que inspiración embotellada! ¡Mi genio de la lámpara! Un encuentro instantáneo con mi musa para cuando sea necesario. Es algo que me ayuda a concentrarme en mi interior, chico; algo que me permite cerrarme a mi propia mente y a mi propio ser...

—¡Vaya, ¿en serio?! —preguntó Elliot entusiasmado—. ¿Podría... regalarme un par de gotas?

—¿De mi elixir?

—Elliot, ¿estás seguro? —preguntó Krystos desconfiado.

—¡Sí, cachorro, yo también quiero! —exclamó Paerbeatus.

Elliot asintió con determinación.

—No creo que sea nada malo. Después de todo parece cóctel de fiesta de niños...

El señor Giordano se quedó viendo a Elliot por unos instantes, indeciso y un poco ansioso, hasta que al final se decidió.

—¡Para ti no hay! —dijo el pintor enfadado mientras observaba al espíritu—. En cuanto a ti —volteó a ver a Elliot—, pues, supongo que pareces un muchacho responsable... y bastante mayor ya. ¿Cuánto te falta para ser un adulto, eh? ¿Uno, dos años? ¡Sí, ¿por qué no?! Ven, toma, un par de gotas te ayudarán a despejar la mente de cualquier problema que tengas...

El hombre se puso de pie y caminó hasta la ventana.

—Primero lo primero, chico, que en esta vida nada es gratis, así que dime, ¿cuánto piensas pagar por la inspiración? —preguntó el hombre con mirada decisiva.

—Pff —bufó Krystos—. ¡Estafador!

El pintor gruñó con desazón.

Elliot se revisó los bolsillos y lo primero que encontró fue un billete de un euro. El pintor lo reclamó violentamente de sus manos, con mirada frenética.

—¡Pero qué grabado tan detallado y extraño! —dijo examinándolo—. ¡Será un placer falsif...! ujum, digo, practicar su técnica...

Elliot se encogió de hombros y le dio el billete.

—Perfecto —dijo el pintor—. Ahora sí, abre la boca y sube la lengua...

Elliot obedeció y el hombre dejó caer tres gotas.

—A mí me da que esa cosa es un placebo, Elliot... ¡Y que este sujeto es un estafador!

—¡Shh, silencio, rata! —exclamó el pintor enfadado—. Tres deberían ser más que suficiente.

El elixir era amargo, picante y ácido al mismo tiempo, aunque cuando bajaba por la garganta era dulce. Elliot no pudo evitar arrugar la cara después de tragarse las gotas. Luca Giordano se burló de él.

—Ya te acostumbrarás cuando crezcas, confía en mí —dijo—. Ahora largo, fuera, necesito trabajar.

—Muchas gracias, señor Giordano —dijo Elliot ligeramente embriagado por la sensación del elíxir.

Así anduvo por cinco minutos, sacudiéndose la sensación del sueño que había caído sobre él tan repentinamente; cada vez el mundo se hacía más y más extraño, colorido, y la cabeza le daba vueltas. Paerbeatus estaba molesto porque no le habían dado a probar del elíxir.

—No es la gran cosa, P... P-Parby, en serio... N-no te pierdes nad-d-a...

A duras penas Elliot alcanzó un área del prado donde el suelo se veía bastante cómodo. Al lado de un árbol había un pastor acostado sobre una piedra tomando el sol, y sobre él, en el haz de luz, Elliot vio muy superficialmente un par de angelitos subiendo desde su cabeza hasta perderse en una escalera hecha de nubes que iba hasta el Cielo...

—Elliot, ¿qué tienes? —le preguntó Krystos preocupado—. ¿Estás bien?

—Sí, es sólo que... necesito des-ar... un poco —dijo en medio de bostezos mientras los parpados se le cerraban por sí solos.

—¡Ponte cómodo chico, ten! —dijo uno de los angelitos mientras estiraba el abrigo del pastor para que Elliot pudiera hacer una almohada contra la piedra. Con un poco de esfuerzo (y ayudado por Paerbeatus y Krystos), Elliot se acomodó bajo el tronco de un árbol a medio caer y se quedó dormido sin poder aguantar por mucho más.

—¿Tan malo era el elixir? —preguntó Paerbeatus confundido.

—Para nada —le contestó Krystos—. Era agua con tinta, no noté nada peligroso en ella. Por un momento pensé que quizás el pintor quería compartir alguna droga con Elliot, pero realmente no sentí nada en el líquido, así que supongo que Elliot simplemente se dejó llevar por sus palabras —reflexionó la Quimera.

—Entonces... ¿Elliot no está viendo cosas divertidas? —preguntó Paerbeatus un poco decepcionado.

—No lo sé. La verdad es que dormir aquí se ve muy productivo...

Elliot estaba rendido. Era una de esas ocasiones en las que sabes que el sueño va a resultar increíblemente reparador sólo con cerrar tus ojos y dejarte llevar por la sensación. Cuando un rayo de luz le iluminó el rostro, Elliot vio lo que necesitaba ver.

─ ∞ ─

Elliot estaba en un cuarto hecho por entero de luz blanca y brillante. Era como si aquella luz lo atravesara todo y lo reclamara todo. No había espacio para las sombras. Era tan fuerte la luz que a pesar de su presencia se sintió ciego. Estaba solo, o por lo menos eso creyó hasta que se hizo consciente del peso de una mirada sobre él que venía de algún lugar impreciso en medio de aquel desierto luminoso.

—Hola...

Su voz fluyó como un eco que rebotó en todo el lugar devolviéndole el saludo.

—Hola...

Pero el resultado fue el mismo. La única respuesta que obtenía era el eco de su voz.

Elliot caminó en ninguna dirección en particular; sólo hacia delante, y siempre en pasos cortos, temeroso de que el terreno fuese a cambiar de forma súbita. Luego de unos pocos minutos se encontró con una pared y un espejo grande.

El chico estaba ante su reflejo entero. Por un segundo pensó que tal vez había sido su mirada la que había sentido antes, pero cuando sus ojos se movieron lejos de su rostro para ver sobre su hombro estos se encontraron de frente con dos brillantes puntos morados que lo veían con la cabeza ladeada y una sonrisa cadavérica en el rostro.

—Mors —musitó Elliot al reconocer al extraño espíritu alargado mientras se giraba para quedar frente a este—. ¿Qué... estás haciendo aquí?

El espíritu no dijo nada; solo se limitó a verlo a los ojos con el cuerpo encorvado por un largo instante. Después ladeó más la cabeza como si de un búho se tratara y levantó uno de sus largos brazos para apuntar con uno de sus huesudos dedos hacia un punto a espaldas de Elliot.

Cuando Elliot giró, el vértigo se apoderó de sus tripas. Su mirada se tropezó con el espejo, pero en el reflejo, ya no había un Elliot. No había nada... Estaba vacío, a excepción de una grieta que había aparecido justo a la altura de donde deberían hallarse sus ojos en el reflejo.

—¿Pero qué...?

Cuando Elliot trató de tocarse el rostro para sentir sus propios ojos, notó que sus manos no eran suyas, y que, en cambio, eran de una mujer. Entonces el espejo estalló con violencia en un centenar de fragmentos. De pronto todo el lugar se fracturó y Elliot comenzó a caer hacia el vacío. Rápidamente estiró las manos en el aire en busca de ayuda, pero lo único que encontró fue una gruesa soga colgando verticalmente hacia la negritud de abajo. Elliot se aferró con todas sus fuerzas... y entonces, despertó.

—Ya sé que es lo que tengo que hacer, chicos —dijo Elliot en cuanto abrió los ojos—. Ya sé qué cosas necesito para construir el cuadro que tengo en mi mente...

Tenía una sonrisa en sus labios.

A pesar de la oscuridad inherente a su epifanía artística, su corazón quería expresar un montón de sensaciones que lo hacía sentir en casa de alguna manera; que le recordaban el valor de la vida y de los seres queridos. Suponiendo que se trataba de la musa, Elliot se sentía vivo y emocionado, quería dibujar su cuadro, publicar su obra, expresar sus sentimientos y desnudar su alma. Ya no tanto para complacer a Imperatrix, sino para intentar descifrarse un poco más a sí mismo...

—Estupendo chico, te felicito, pero, si no te molesta, ¿podrías guardar silencio? —protestó el pastor acostado a un lado mientras abría sólo uno de sus ojos para mirarlos a todos con reproche—. Hay algunos acá que tratamos de dormir seriamente...

Pero justo cuando Elliot iba a disculparse, una escandalosa trompeta resonó por todo el prado. El hombre chistó con impaciencia.

—Tch, perfecto. Sólo eso me faltaba —dijo mientras se cubría el rostro con su abrigo.

Justo después de que las trompetas callaron, se empezó a escuchar el alboroto que hacían decenas de perros ladrando y personas gritando; cada vez estaba más cerca. Estío, la extraña mujer que seguía a Elliot a todas partes, se levantó la falda y comenzó a dar pasos cortos y apresurados para salir cuanto antes del lugar.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Elliot, pero no hizo falta ninguna respuesta.

Al instante, la estampida arrancó. Decenas y decenas de ciervos desbocados inundaron la llanura. Eran tantos que Elliot se tuvo que abrazar a Paerbeatus en un momento para que un par de ciervos no se lo llevaran por delante en medio del descontrol. Todos estaban en el suelo, lo más pegados al tronco posible para evitar atravesarse en el camino de los ciervos. Elliot, Paerbeatus y Krystos estaban sumamente asustados; el pastor, en cambio, seguía ahí echado como si nada.

Tras un minuto de silencio ya una vez que la estampida hubo terminado, un tropel de jinetes vestidos con trajes de terciopelo negro, verde y azul se unió. Apenas Elliot había escuchado el trote de los caballos se había vuelto a lanzar lo más escondido posible bajo el tronco. Los jinetes llevaban cascos de guerra o sombreros abultados con bordados en oro. Algunos hacían sonar trompetas mientras que otros llevaban estandartes con banderas coloridas. La mayoría de ellos iban armados con ballestas, disparando a diestra y siniestra por todos lados.

De pronto, Elliot vio que uno de los perros se le venía encima con una mirada desquiciada en el rostro peludo. Paerbeatus gritó asustado y se levantó con prisa para salir corriendo con sus brazos estirados los más alto posibles.

—¡Parby, espérame! —gritó Elliot, quién rápidamente buscó la oportunidad más temprana para unirse al escape.

«¡Eh, un intruso, un intruso!», gritó uno de los jinetes; los que estaban cerca se lanzaron tras Elliot y comenzaron a dispararle virotes. Krystos estaba de pie en su hombro, lanzando ráfagas de viento con las que desviaba los proyectiles que buscaban alcanzar a su amo. El cielo se iba despejando a medida que Elliot corría por el prado y atravesaba los árboles a un lado para alcanzar un gran canal de agua que separaba la pradera de una ciudad en la distancia.

—¡Al agua, Elliot, lánzate al agua! —le apremió Krystos, y Elliot obedeció.

—¡Niño, ¿qué demonios estás haciendo allí?! ¡¿Acaso quieres morir?! —exclamó un balsero que iba pasando justo por ahí.

El hombre le tendió el extremo del remo que llevaba en sus manos. Elliot lo tomó con desespero y con su ayuda se montó en la balsa.

—¡Gr-gracias! ¡Muchas... gracias...! —dijo Elliot en medio de los estertores de la tos.

El balsero rápidamente colocó el bote bajo un puente de madera que atravesaba el canal para que Elliot pudiera escalarlo y escapar.

—¡No me agradezcas y sal ahora mismo de aquí! —dijo—. Si el Rey Fernando descubre que te has colado en medio de su partida de caza te vas a meter en muchos problemas... Anda, ¡vete!

Elliot le agradeció al hombre una última vez antes de escalar el puente para irse lo más lejos posible de la pradera por la que había llegado. Ya una vez que estuvieron a salvo, se detuvo para conversar con Paerbeatus.

—¿Hacia dónde se encuentra Imperatrix, Paerbeatus? —preguntó.

—Creo que...

Paerbeatus lo pensó un momento antes de apuntar con el dedo hacia un lugar alejado en donde se veía un castillo

—Creo que está hacia allá cachorro —contestó.

—Bien, entonces iremos en esa dirección.

—¿Y ya sabes que vas a mostrarle? —le preguntó Krystos intrigado al no ver nada claro en la mente del chico.

—Sí, sólo necesitamos encontrar un espejo y una soga para lo que quiero hacer.

Krystos se quedó pensativo por un segundo. Su mirada era un poco seria al inicio, pero luego se suavizó.

—No veo lo que estás tramando, Elliot, pero confío en ti —dijo—. Ahora, en ella si no confío ni un poquito...

Cuando Elliot se giró para ver de quién hablaba la Quimera, se consiguió de nuevo con Estío, la mujer del ramo de trigo, siguiéndolos a una distancia prudente sin despegar sus ojos de ellos. Esta vez ni se molestó en esconderse cuando se vio descubierta, simplemente se detuvo en seco, acomodándose una vez más en su pose impávida. Elliot levantó la mano para saludarla, pero ella no hizo otra cosa que no fuera quedarse quieta.

—No creo que sea peligrosa —dijo restándole importancia mientras se volvía a fijar en el camino.

—¡A mí me parece simpática! —comentó Paerbeatus—. Un poco estirada... pero simpática.

─ ∞ ─

Caminando, Elliot descubrió que todas las pinturas del museo vivían en aquel reino mágico del Arca al que Imperatrix llamaba El Prado. «¿Sería acaso real?», se preguntó. Ya había perdido la cuenta de cuántos Adanes y cuántas Evas observó en marcha hacia la ciudad que se veía en la distancia. Hasta ahora había un bosque y un jardín junto a un prado en las inmediaciones, un canal de agua que aunque se veía enorme en la distancia, una vez cerca se hacía muy pequeño; además de un largo camino de tierra que llevaba a la ciudad y que era bordeado por cabañas ocasionales.

Todos los caminos llevaban a la ciudad, y Elliot, por una corazonada, juraba que se trataba de Madrid. Los habitantes de aquel mundo tan extraño hecho de color y trazos de pincel eran bizarros en el sentido anglosajón de la palabra. Ángeles, hombres y mujeres sin formas enteramente definidas, textura de cuarteado y salpicaduras en los relieves. Incluso Elliot se sentía como una pintura con vida...

Y claro, una vez más, estaba el tema del desnudo... Cuánta desnudez junta en un solo lugar.

Elliot reflexionó por un trecho del camino y notó que en toda su vida nunca había visto a tantas personas desnudas de manera tan seguida como lo hacía desde que había comenzado la aventura de las cartas. El hecho le pareció muy curioso, tratándose que en Europa la desnudez es cosa bastante natural y que de hecho, a Elliot se le había enseñado toda su vida que no había nada de malo con aceptar la naturalidad de su cuerpo o el de los demás. Elliot incluso había estado ya en playas nudistas a temprana edad, y en Europa en verano, especialmente en el norte, es normal que las mujeres se quiten las camisas y los sostenes para refrescar sus cuerpos del calor.

Sin embargo, antes de que la aventura de las cartas comenzara, cuando Elliot había sido rodeado por la desnudez, se había tratado de ocasiones muy naturales y espontáneas. Nada que ver con Lila, por ejemplo, cuya desnudez era excitante y provocativa. En ella no había mucho de natural... O al menos eso pensó Elliot a la primera. Entonces lo reflexionó un poco antes de seguir: si bien Lila hacía gala de su desnudez con intenciones de manipular al chico, lo cierto es que ella era una demonio de la lujuria, por lo que estaba en su naturaleza manifestarse y ser de esa manera. Quizás no lo hacía intencionalmente y, de hecho, para ella el erotismo era algo natural.

Elliot no pudo evitar recordar a la Tía Clarissa, una vieja amiga de la tía Gemma conocida por ser normalmente objeto de burlas inocentes (incluso por parte de Gemma) a causa de su fascinación un tanto anticuada con el erotismo y la seducción. El punto es que Clarissa siempre se defendía con la frente en alto expresando su admiración por el tema y la naturalidad que había en él: según ella el erotismo es inherente a los seres humanos, y «eso puede verse en el arte, el método más honesto de los humanos para revelar qué somos... ¿O, acaso el arte en su totalidad no es una forma de erotismo en sí misma que busca estimular los sentidos y el alma?». Por alguna razón, Elliot recordó a Lila con cierto cariño...

No pudo evitar pensar que, quizás, Lila sólo quería ser ella misma, y que por culpa de la vida de demonio que le había tocado tener es que se había tenido que volver mala. Pero él sentía que era así, que su corazón era puro de alguna manera.

«Alguna clase... extraña de pureza... pero pureza al fin y al cabo...», pensaba. «¿Y qué si Lila sólo fuera una chica incomprendida?».

Después de todo, aunque fuese un enigma, ella siempre regresaba para ayudarlo. Y aunque a Elliot no le gustaba que las cosas con ella fueran tan complicadas, ciertamente quería ser su amigo y, por qué no, ayudarla a ella también, así como lo hacía con los espíritus del tarot. Quizás habría alguna manera y algún día lo sabría... Quizás.

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