Capítulo 45: Vida en el Prado

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

(o 'La estafadora de espejos II')

De pronto Elliot se tropezó con una mesa en medio de una pradera donde había unos hombres bebiendo y charlando. En la mesa, cubierta de un mantel marrón oscuro, había un globo terráqueo muy antiguo, la cabeza de una escultura, una tabla de pintura, libros en blanco, y tinta para escribir. Todo era normal y corriente, pero lo que sí no lo era tanto es que la noche acaeciera perpetuamente sobre todo lo que había sobre la mesa y nada más que sobre ella. Apenas Elliot ponía un pie alrededor, se hacía de noche, y en cuanto lo quitaba, el día regresaba. Era alucinante caminar alrededor de la mesa bajo la luz del sol y ver cómo ésta estaba rodeada por la magia de la noche.

Continuando el goce de disfrutar las maravillas del camino, mientras pasaba por el puente sobre el río, Elliot también pudo apreciar a una mujer parada en la orilla con un gran cuenco con el que no dejaba de recoger agua para luego echársela encima. La mujer llevaba un hermoso vestido de un tono azul marino, los senos grandes y prominentes al aire, y una pequeña corona de oro sobre el cabello rubio recogido en un moño. En una de las manos la mujer también parecía llevar una lanza de oro con la que no dejaba de apartar a un gran pez que trataba de treparse sobre las piedras de la orilla.

Ya cada vez más cerca de la ciudad, llegó a lo que parecía ser un mercado agrícola en el que hombres y mujeres trabajaban afanosamente degollando corderos y becerros, que luego colgaban de grandes postes para exhibirlos y venderlos. Con mucha sorpresa, Elliot vio cómo un gran toro con el pelaje rubio y el brillo propio del sol sobrevolaba el mercado en una nube de manera solemne, mientras las personas bajo su cuidado seguían degollando al ganado y cortándolo en trozos.

—¡Elliot, mira! —gritó Paerbeatus—. ¡Mira la vaca, mira la vaca en el cielo!

Y acto seguido, se lanzó de rodillas al suelo en una reverencia.

—¡Oh, Gran Diosa Vaca! ¡Dame tu bendición para que a Recordatorio nunca le falte su lechita fresca recién ordeñada! —exclamó fervoroso.

Tras terminar con su oración, se acercó a Elliot y le susurró al oído: «es un gato muy quisquilloso».

Elliot siguió caminando queriendo huir del olor y la vista de aquel lugar tan desagradable y alcanzó lo que parecía ser el inicio de la ciudad. Efectivamente, la arquitectura se parecía mucho a la de Madrid en el medioevo tardío. Elliot estaba seguro por su investigación sobre la arquitectura de la España medieval con la que se había sacado un diez en el examen final de su primer año en el Instituto Saint-Claire. Era de ahí mismo que se había enterado con tanta exactitud los detalles sobre la Alcazaba de Almería, entre otras muestras de la influencia morisca en la historia de la península ibérica.

—Dios te cuide, hijo mío —dijo una monja que pasó junto a él cuando entraba por fin a la ciudad.

Ya en Madrid la vieja, Elliot daba pasos maravillado ante la ciudad. Las mujeres caminaban ataviadas en vestidos estrambóticos con los que casi no podían caminar, hechos con telas de colores chillones, mientras los hombres llevaban la cara exageradamente maquillada y las cabezas cubiertas no por sombreros sino por pelucas ridículamente inmensas con peinados que rayaban en lo absurdo. Curiosamente, parecía que coexistían al mismo tiempo los habitantes nobles y burgueses de varios siglos del renacimiento y los ciudadanos pobres y miserables de los siglos más oscuros del medioevo.

—Estas personas sí que saben lo que es el buen gusto, cachorro —dijo Paerbeatus mientras un enorme carruaje de terciopelo azul pasaba frente a ellos, conducido por un hombre de gran bigote y sombrero de la época del Ejército Francés de Napoleón—. Deberías aprender de ellos... Una de esas pelucas tan bonitas no te quedaría mal. Resaltaría tus ojos, créeme.

Elliot siguió caminando por la calle hasta entrar a un boulevard techado en el que había pinturas, retratos, y estatuas colocadas a lo largo y ancho del paseo; también había rosales, jarrones, platos de porcelana, fuentes y grandes estanques artificiales con suelo de azulejos de intrincado diseño abundaban en aquel lugar. El área era un revoltijo de pasillos y habitaciones abiertas, que de alguna forma daban todos al aire libre y a las callejuelas de la ciudad. Entre las muchas ventanas y puertas que formaban el camino del boulevard apareció una niña de clase alta. Era pequeña y llevaba un hermoso vestido blanco con el cuello y los puños de las mangas adornadas por enormes rosas rojas y cintas de organza negra; tras unos segundos de verlo con atención, se le acercó tímidamente a Elliot mientras caminaba.

—Lleváis unas ropas muy raras —comentó la pequeña de cabello rubio y cara redonda con una sonrisa curiosa.

Una mujer que no era más grande que la niña pero que ciertamente era muchísimo mayor que ésta, se acercó corriendo con sus piernas cortas.

—¡Margarita, ¿cómo podéis ser tan grosera?! ¡Qué niña tan desobediente! —la reprendió mientras la tomaba por una de las manos y se la llevaba con ella

—¡Pero Maribárbola, es un chico muy apuesto! ¡Si tan sólo usara algo más adecuado quizás...!

—Princesa, es suficiente —dijo Maribárbola.

Acto seguido se dirigió a Elliot.

—Os ruego que sepa disculpar la impertinencia de la Menina —le dijo preocupada—. Es sólo una niña, y aún no sabe comportarse como es debido. Nos retiramos.

Elliot ignoró todo lo ocurrido. Justo antes de marcharse notó con curiosidad un cartel en lo alto de la pared que decía Boulevard de Velásquez. Tras dar un vistazo, siguió caminando junto a Paerbeatus y Krystos hasta que llegaron a lo que parecía ser una tienda de antigüedades.

—Venus, tienes que poner de tu parte... ¡Escoger un regalo para la Bruja Magna no es cosa sencilla! ¿Estás segura que no te gusta este cuadro? —le preguntaba un pequeño querubín a una bella mujer semidesnuda sentada detrás de un mostrador cubierto por entero de objetos.

—No, Eros, es un cuadro insípido y sin gracia —contestó lacónica.

—¿Y qué hay de las joyas? Las joyas son bonitas —insistió el pequeño angelito revoloteando de un lado al otro.

—Tampoco me interesan —sentenció ella con aburrimiento.

El lugar estaba tan abarrotado de cosas que a duras penas y se podía caminar sin tropezarse con algo. En el mostrador tras el que Venus y Eros discutían había un escaparate de madera oscura repleto de joyas con pinturas de diversos tamaños, cadenas de oro, collares, frascos y jarrones de cerámica china, floreros, compases, bustos de personajes históricos como Galileo y Aristóteles, un telescopio, un cofre de marfil y oro, un atril de madera, varias pinturas, una vajilla de porcelana azul, frascos de perfume y una gran pila de libros. Las paredes también estaban enteramente cubiertas por vitrinas con colecciones de esculturas o pinturas de diferentes tallas y tamaños, óleos en tela y en madera, algunos tan pequeños como un espejo de manos y otros tan grandes como una alfombra. De estas últimas también había montones enrolladas en una esquina o debajo de la mesa del mostrador, todas con estampados extravagantes y llamativos de inigualable belleza. El suelo también estaba cubierto por una exótica alfombra de un intenso color borgoña con bordados florales y otros adornos en ella. En aquel lugar no sólo se exponía el arte en su mayor grado puesto que la ciencia también tenía su lugar. Había globos de la tierra, compases, brújulas, herramientas de medición como reglas, transportadores o pinzas de longitud y circunferencia, lápices, plumas y pergaminos. Todo custodiado por un perico, un mono y un perro pequeño que andaban libres por allí.

Paerbeatus estaba tan encantado con el lugar que estuvo a punto de decir algo para llamar la atención del pequeño querubín y la mujer, pero Elliot le puso la mano en la boca a tiempo para que no dijera nada. Con las manos le hizo señas a Paerbeatus para que viera algo que había llamado su atención en una de las esquinas del mostrador. Se trataba de un espejo mediano con marco negro que descansaba detrás de una pintura en la que aparecían dos ancianos, un hombre y una mujer, vestidos de negro y con sendas caras de fastidio. El espejo era justo lo que Elliot necesitaba, y como quería evitar enfrascarse en una discusión con aquellos dos por él, se había decidido a tomarlo sin que estos se dieran cuenta. Con tanto desastre, Elliot dudaba que lo echaran en falta realmente. Con mucho disimulo y tratando de no llamar la atención, Elliot hizo que Paerbeatus se colocara justo frente al espejo, cubriendo la visión del ángel y de la mujer de aquella parte del mostrador. Cuando hubo comprobado que no podían verlo, tomó el espejo y salió corriendo del lugar. Al final sólo el perro y el perico se dieron cuenta de lo sucedido, aunque eso si omitimos a Estío, quién observaba todo lo que Elliot hacía desde un rincón alejado de la puerta.

─ ∞ ─

En su huida Elliot y Paerbeatus entraron en un jardín repleto de árboles cargados de frutas de aspecto delicioso y aterrador al mismo tiempo. Algo en aquellas frutas le dio muy mala espina a Elliot; especialmente porque lo único que necesitó fue verlas para que un hambre atroz se desatara dentro de él. Y el hecho de que Paerbeatus hubiera salido huyendo cuando un melocotón inmenso cayó rodando hasta sus pies como si de una serpiente se hubiera tratado incrementó su recelo por las frutas de aquel jardín.

—Mantengan los ojos abiertos por si ven alguna soga —les dijo tanto a Paerbeatus como a Krystos, quienes asintieron diligentemente.

—Señora, usted también avísenos si ve cualquier cosa, por favor —le dijo Paerbeatus a la mujer del ramo de trigo que venía siguiéndolos en silencio.

Elliot se quedó mirándolo fijamente.

—Si va a venir con nosotros por lo menos que sirva de ayuda —comentó.

Elliot negó con la cabeza mientras contenía la risa ante la ocurrencia del espíritu.

Había llegado al exterior de una casa grande, muy grande; justamente venían saliendo dos personas, un hombre y una mujer (otro Adán y otra Eva), pensó; por eso la puerta estaba abierta. Elliot entró sin mucho reconcomio y caminó hacia el interior, hacia un patio interno bastante amplio. Parecía una hacienda colonial, aunque tras un mejor vistazo, notó que en realidad se trataba de una casa de retiro. Un par de pasos más allá, un ángel (otro más) y una mujer estaban hablando. A Elliot no le tomó mucho adivinar el nombre del cuadro en el que estaba: era La Anunciación, uno de sus favoritos de la colección del Prado, y por mera curiosidad, Elliot quiso escuchar la conversación del ángel y la virgen.

—Escuchar las conversaciones de los demás sin su permiso es un pecado —dijo una voz cantarina a sus espaldas.

Elliot volteó de un lado a otro tratando de encontrar a la dueña de aquella voz, pero lo único que vieron sus ojos fueron árboles frutales y a Estío viéndolo fijamente, parada justo en medio del patio; en algún momento había vuelto a alcanzarlos y se había quedado ahí de pie como de costumbre.

—Señora Estío, ujum —decía Elliot con la mayor prudencia posible—. ¿Fue usted quién habló?

Pero la enorme mujer no contestó nada, ni movió su mirada ni hizo prácticamente nada más que levantar delicadamente uno de sus dedos para señalar algo. Cuando Elliot siguió la trayectoria de la mano con sus ojos, vio a una hermosa paloma blanca posada en una rama cercana. El animal movió la cabeza de lado (como suelen hacer los de su especie) y cuando Elliot estuvo a punto de girarse para seguir buscando entre los árboles con la vista, el ave abrió el pico y volvió a hablar:

—Sí, fui yo quien habló... La Paloma —Y ante todo pronóstico, sonrió con toda la elocuencia de la que podría ser capaz un ave.

Elliot se sorprendió, pero cuando lo pensó por un momento, aquello no era ni de lejos lo más raro que había visto ya, así que simplemente no le dio importancia.

—Ten cuidado Elliot, no confío en esta paloma —dijo Paerbeatus en un susurro—. Nunca se puede confiar en una criatura que pueda mover la cabeza de esa manera tan extraña.

—¿Cómo? —preguntó Krystos y acto seguido rotó su cabeza como lo haría un búho—. ¿Así?

Paerbeatus soltó un gritito ahogado para después cubrirse con el espejo que llevaba entre sus manos.

—Lo siento mucho, no era mi intención espiar a nadie —le contestó Elliot a La Paloma—. Es solo que me pareció que estaban hablando de algo importante y no quería interrumpir...

—Ciertamente la salvación del mundo es algo importante, sí —dijo La Paloma satisfecha—. Eres un niño inteligente, sí... Quizás te salves durante el juicio final, aunque no puedo decir lo mismo de tus dos amigos. Es más que obvio que son criaturas creadas por el Maligno

Tras decir aquello La Paloma levantó vuelo.

—¡Ay, por favor! —protestó Krystos indignado, pero Elliot no le prestó atención y en cambio se concentró en la paloma.

—¡Espera, por favor, no te vayas! —exclamó el chico.

La Paloma se detuvo y se posó en otra rama, una más cercana desde donde Elliot y ella podían conversar mejor.

—¿Qué asuntos podrían retenerme aquí? —preguntó—. ¿Qué podría ser más importante que cumplir con mi misión y enunciar la llegada del fin?

Elliot escogió con cuidado sus palabras antes de hablar.

—Me preguntaba si no habría visto usted, ya que puede volar y todo lo ve, alguna soga o una cuerda larga.

La Paloma ladeó la cabeza consternada sin despegar sus ojos de Elliot hasta que por fin habló.

—Al otro lado de la ciudad, cerca del Carro de Heno, quizás podrías encontrar eso que estás buscando, pero yo no te aconsejaría que te acercaras a ese lugar —advirtió antes de levantar el vuelo otra vez.

—¿Por qué? —preguntó Elliot apresurado.

—Porque es allí donde comienza el Final que ocasionará la Bruja Magna —dijo para después posarse cerca en una de las barandillas del techo que reposaba sobre el ángel y la mujer.

—He escuchado ese nombre varias veces ya... ¿Quién se supone que es la Bruja Magna? —preguntó Elliot intrigado.

La Paloma sacudió la cabeza con un gesto de desagrado.

—Ella es la hechicera que traerá el Final a este mundo, niño... Una hija del Maligno, al igual que esas criaturas que llevas contigo.

Acto seguido, La Paloma se puso a ulular, ignorando deliberadamente a los presentes. Elliot no entendió sus palabras, pero aun así decidió ir en busca del Carro de Heno. Una vez que encontrara la soga podría completar la imagen mental que tenía en su cabeza.

Elliot caminó sobre sus pasos, pero en vez de volver a la tienda de donde había tomado el espejo, caminó en diagonal al Boulevard de Velázquez y llegó otra vez a la plaza central de la ciudad. A lo lejos vio a las Meninas caminando una detrás de la otra; entre la fila india Elliot reconoció a la niña con la que se había topado, la que se llamaba Margarita. De algún lado le parecía familiar, pero como a Elliot le pintura siempre le había parecido de las clases más aburridas del Instituto Saint-Claire, no se preocupó mucho por encontrar la respuesta.

El chico caminó por las calles en busca de algún indicio que lo ayudara a encontrar el Carro de Heno que había mencionado la paloma de la enunciación, pero por más que lo intentó no consiguió nada. A todo extraño al que le preguntaba le causaba un pavor inmenso hablar de semejante lugar. Elliot estaba frustrado. Finalmente, la divagación de sus pasos lo llevó a probar camino a través de un callejón. Era de día y el sol brillaba con fuerza... pero a medida que Elliot caminaba el callejón se volvía cada vez más oscuro y lúgubre. Justo a la entrada había una señalización que decía Vía de Goya...

Cuando Elliot, Paerbeatus y Krystos salieron del otro lado, toda la ciudad había quedado a oscuras. Elliot caminó despacio mientras la gente que pasaba a su lado le dedicaba miradas hoscas y de recelo. Eran miradas furtivas que parecían amenazantes y peligrosas.

—Será mejor que nos vayamos de aquí, Elliot —dijo Krystos preocupado mientras esquivaban a un hombre que casi se les venía encima con los ojos inyectados en sangre y los dientes amarillos y chuecos.

Elliot no discutió con Krystos y simplemente tomó el camino que tenía a la mano con paso firme y apurado. Cuando llegó al final de la calle, franqueada por paredes sucias de ladrillos, lo que vio le congeló la sangre en las venas.

Frente a sus ojos había una multitud de personas sentadas en el piso frente a un cabrero enorme vestido de negro. Parecía tratarse de una ceremonia o una misa. Por doquier había barro y suciedad, pero, aun así, todos iban descalzos y murmuraban cosas al ritmo de la melodía de un acordeón. Cuando la multitud notó la presencia de Elliot, todos guardaron silencio y clavaron sus ojos en él, dedicándole de frente sus rostros desfigurados.

Elliot dio dos pasos hacia atrás del miedo, pero éste fue muchísimo mayor cuando el cabrero que oficiaba la misa se volteó para encararlo. Sus amplias orejas se ensanchaban bajo un par de cuernos rugosos que se erguían profanos hacia el Cielo; tal parece que se había topado con una de las advertencias que le había hecho Imperatrix: era el Cabrón de Goya. Bastó que la bestia intentara levantarse para que Elliot saliera corriendo despavorido del lugar.

Afortunadamente, ni la bestia ni los presentes del Aquelarre siguieron a Elliot por mucho tiempo. Después de una larga carrera, sus pasos torpes y sin calcular lo llevaron hasta una plaza bañada por el sol en la que cientos de personas estaban congregadas. Era un lugar oscuro y apestoso. Hedía a podredumbre y carne descompuesta. La gente iba vestida con harapos llenos de mugres. Entre los muchos gritos, resaltaba el de un profeta desterrado que exclamaba con desesperación:

«¡Abandonad la vida de los placeres y las tentaciones! ¡Cuando el Santo de la Capa se vaya para no atestiguar más vuestras indecencias, no quedará nadie que nos proteja de la Bruja Magna...!», pero por más que hablaba y pronosticaba un apocalipsis inminente, nadie se dedicaba a prestarle atención. Elliot lo ignoró y siguió con su andar en la plaza hasta que ubicó el nombre del sitio en otra señalización. Plaza del Bosco, leyó.

—Elliot, la soga, andando —dijo Krystos.

Pero Elliot se detuvo, impresionado. A donde quiera que posara sus ojos una escena tomaba lugar: Por un lado había una gran procesión de jinetes indolentes que pisoteaban mendigos; por otro, trovadores tocaban una música alebrestada para una pareja que se besaba y manoseaba sin pudor alguno; Elliot también vio la escena atroz de un hombre cortándole la garganta a otro para quitarle su dinero. Si no fuera porque Elliot se sabía rodeado de pintura y textura, las imágenes le habrían impactado con una fuerza desmedida. Por suerte, nada era real...

Tras llegar al centro de la plaza, Elliot encontró lo que había estado buscando: una enorme pila de heno, con ruedas de madera recostadas sobre ella. En la cima había un ángel y un demonio que tocaba una trompeta, junto a un intérprete del laúd, y en el cielo se podía ver la figura celestial a los que los locales se referían como El Santo de la Capa. Las mamás cuidaban de sus hijos, los perros correteaban y ladraban, los Reyes y los Obispos andaban a sus anchas en sus caballos, en fin, el mundo continuaba como si nada...

De pronto, el Santo de la Capa comenzó a desvanecerse entre las nubes. Todos los presentes comenzaron a murmurar asustados.

—¡Esto me da mala espina, Elliot! —comentó Krystos precavido.

—¡A mí también, cachorro! —dijo Paerbeatus uniéndose a la preocupación de la Quimera—. Mejor espero aquí adentro, ¿sí?

Y sin esperar más, se escondió en su carta dejando a Elliot solo en la plaza junto a Krystos. Elliot suspiró a la vez aliviado y consternado.

De repente apareció corriendo en medio del caos un gran hombre con cabeza de cerdo que llevaba a cuestas un pescado podrido; a él lo siguieron otro sin fin de demonios y criaturas abominables, que iban desde monos con hachas, venados mitad humanos mitad bestias que tomaban a las mujeres y las desnudaban para secuestrarlas, peces con piernas que buscaban devorar a cualquier persona que se les pusiera al alcance y cientos de hombres mitad bestia.

Inmediatamente, Elliot comenzó a correr, intentando alejarse de la locura y el pánico sumido en el mundo mientras reanudaba su tarea de encontrar una soga.

—¡Qué raro tú dejándolo todo para última hora! —preguntó Krystos con frustración mientras huían.

Elliot corría y trataba de alejarse de aquella locura y de las criaturas que parecían más peligrosas. De pronto una horda de hombres bestias se le vino encima y Elliot no supo que hacer. El miedo lo había paralizado. Krystos comenzó a lanzar ventiscas para alejarlos, pero su poder era bastante fuerte en comparación con las usuales criaturas a las que se había enfrentado antes.

—¡Elliot, ¿qué estás esperando?! ¡LLAMA A TEMPERANTIA! —le dijo la Quimera.

El chico contestó preocupado:

—¡No, todavía debe estar cansada de luchar contra el ángel cuando llegamos!

—¡No tenemos más opción!

Efectivamente, las bestias estaban a punto de lanzarse sobre Elliot y Krystos para devorarlos. Elliot obedeció e invocó a su espíritu de La Templanza, quién apareció enseguida empujando a todos los demonios con una ventisca salvaje y sin compasión.

—¡Aire, por fin! —exclamó Krystos aliviado—. ¡Elliot, mira, allá...! ¡Una soga!

Los demonios rápidamente comenzaron a arremolinarse para iniciar su ataque nuevamente. El fuego había consumido al Carro de Heno mientras todos huían. La mágica ciudad acababa de comenzar a ser saqueada y arrasada.

—¡Temperantia! —gritó Elliot para llamar su atención.

El caos causaba escándalo mientras el aire se llenaba con humo y cenizas

—Necesito llegar hasta allá...

Rápidamente señaló a la cima de un edificio a unos pocos metros, donde se veía una soga gruesa colgando de una viga de madera. Temperantia asintió. Con un movimiento ágil de sus manos disparó una ráfaga de viento para alejar a los demonios que se atravesaban en el camino hasta que alcanzaron la entrada del edificio. Elliot entró y corrió escaleras arriba. Ya con la soga en sus manos inició el camino de ida, pero cuando comenzó a bajar el fuego ya se había extendido por la planta baja y Elliot quedó atrapado adentro.

─ ∞ ─

—¿E-estás segura de que... n-no puedes hacer nada? —le preguntó Elliot a Temperantia en la cima de la torre.

Estaba en medio de una tos incontrolable a causa de la espesa humareda del incendio. Ella negó con la cabeza antes de contestar.

—Mi poder sólo me permite controlar el viento, Elliot, y lamentablemente eso es algo que alimentaría las llamas y haría la situación mucho peor —contestó a la vez calmada y preocupada cómo sólo ella podía hacerlo.

—¡¿Peor?! ¡Por si no lo has notado estamos atrapados en el techo de una torre que está a punto de arder hasta quedar hecha nada con nosotros aquí arriba! —apuntó Krystos con ironía mientras sus pequeños ojos dorados brillaban con intensidad—. ¡Dudo mucho que esto pueda volverse peor, si me permites discrepar...!

—¡Jamás imaginé que mi vida terminaría siendo un pollo a la brasa! —se lamentó Paerbeatus apareciendo a un lado de Elliot con dramatismo—, y ni siquiera tuve tiempo de ver a Recordatorio teniendo bebés. ¡Bueno, por lo menos moriré en tus brazos, cachorro! ¡Aléjate de la luz, Elliot, no vayas a la luz!

El espíritu se había lanzado encima de Elliot en un abrazo asfixiante.

—¡Ya, Paerbeatus, por supuesto que no iré hacia la luz! ¡Si lo hago me quemo con el fuego! —dijo Elliot luchando por quitárselo de encima para respirar—. ¡Este no es momento para discutir y nadie se va a morir, ¿entendido?! Debe haber una manera de que salgamos de acá, solo tenemos que trabajar juntos para encontrarla...

Segundos después, Elliot escuchó la voz de una mujer llamándolo. Rápidamente se puso a observar en todas las direcciones. Se había cubierto la boca con el cuello de su suéter.

—Mira, Elliot, allá —dijo Temperantia mientras señalaba a alguien.

Era una mujer en toga rosada con un par de alas que salían de su espalda; estaba agitando sus manos en uno de los tejados vecinos. Cuando finalmente vio que todos reparaban en ella, sonrió.

—¡No te preocupes, ya te vamos a ayudar a salir de allí! —exclamó—. ¡Aguanta!

La mujer se volteó y les habló a dos hombres que venían llegando justamente mientras cargaban una tabla entre sus brazos.

—Encontramos esta tabla, cariño, ¿crees que sea suficiente? —preguntó uno de ellos.

—Uhm... es perfecta, ¡perfecta, perfecta... perfecta! —contestó la mujer con mirada perdida.

—¿Segura, cariño? —preguntó el segundo hombre—. No me convence su material. A mí me gusta más el tejo. No sólo es el árbol más verde en invierno, sino que acostumbra a crepitar cuando arde...

—No, el abedul es el arbusto con las hojas más verdes —añadió inmediatamente el segundo.

—Te equivocas —le rebatió el primero—. El abedul es una ramita frondosa, y un pequeño árbol y un matorral fresco y joven.

—En realidad el tejo es un árbol de áspera corteza —añadió después el segundo (aunque no tuviera mucho sentido que digamos)—; duro e inalterable, se soporta por sus raíces, en fin, un guardián de las llamas, y la alegría de una finca.

—¡Géminis, no! —se enfureció el primero—. ¡El álamo no tiene fruta! Aunque sin semilla da cuatro chupones que se generan de sus hojas. ¡Espléndidas son sus ramas y adornan gloriosamente sus majestuosas copas alcanzando el Cielo...!

—¡No, el día es el mensajero del...!

Pero antes de que la discusión pudiera continuar, la mujer les interrumpió.

—Géminis —dijo al primero con mirada amorosa— y Géminis —luego al segundo con la misma mirada—. No es momento para eso... El niño se está acalorando.

—¡¿Acalorando?! Pff, escucha semejante cosa... —exclamó Krystos irritado del comportamiento errático de sus auxiliadores—. ¡¡NOS VAMOS A MORIR!! —les gritó.

El fuego estaba ya tan cerca que el suelo parecía una plancha al rojo vivo sobre la cual era imposible para Elliot mantenerse en píe sin tener que dar brinquitos.

—¡No teman, no teman! —dijo la mujer hacia la platabanda en la que se encontraba Elliot—. ¡Sólo tengo que encontrar el ángulo perfecto para que mis amados coloquen la tabla y así todo salga a la perfección!

—¿Te parece si la colocamos aquí, amor? —preguntó uno de los Géminis mientras entre los dos acababan de ubicar el punto adecuado para colocar la tabla.

—Creo que está muy a la derecha —dijo la mujer—. ¡No, no, ahora está muy a la izquierda! Muévanla sólo ocho grados... No, mejor seis, sí, sí... sólo seis grados, ¡sí! —exclamaba haciendo sonidos muy raros— ¡Ahora colóquenla un poco más atrás o no quedará pareja con el ángulo de aquella torre y...

—¡¡RÁPIDO!! —volvió a gritar Krystos al ver que Elliot ya estaba casi parado sobre el precipicio de las tejas y el techo comenzaba a arder en llamas.

—¡Allí, allí, allí! ¡Perfecto, ah, por Dios, sí... SÍ! ¡Allí está perfecto! —gritó la mujer extasiada de placer mientras los dos Géminis dejaban caer la tabla y conectaban los dos tejados.

Paerbeatus y Krystos voltearon a verse con cara de pánico...

Apenas la tabla cayó, Elliot se subió a ella como un loco. El fuego estaba a punto de alcanzarlo. La tabla incluso estaba ya en llamas, y si no se daba prisa, terminaría por debilitarse y tumbarlo al suelo. Así anduvo lo más rápido posible que le permitía el equilibrio. Entre el humo, las cenizas y el calor se hacía muy difícil concentrarse, pero por suerte, Krystos estaba allí para guiarlo. Tras casi un minuto entero de caminar al borde de una caída estrepitosa, Elliot finalmente saltó hacia el tejado de sus auxiliadores mientras la tabla terminaba por debilitarse y hacerse añicos al caer contra el suelo. La mujer lo recibió con un abrazo para ayudarlo a bajar.

—¡Muchas gracias! —jadeó Elliot mientras la mujer lo ayudaba a ponerse de pie.

—No fue nada, para nosotros fue todo un placer ayudarte —le dijo ella con cariño—. Yo soy Virgo y ellos son mis maridos, Géminis y Géminis...

Los dos hombres saludaron al mismo tiempo en perfecta sincronización.

—Y... dime, tal parece que se desató el Apocalipsis, ¿no es así? —dijo Virgo.

Justo después, soltó una sonora carcajada como si acabara de decir el mejor de los chistes... mientras tanto, Paerbeatus la veía con curiosidad a ella y a los dos Géminis.

—Y... ¿ustedes están juntos como marido, marido y mujer? —les preguntó.

Temperantia volteó a verlo con enojo.

—Paerbeatus, no creo que eso sea apropiado —le reprochó con su seriedad habitual.

—No, no, no pasa nada —dijo Virgo observándola—. Es una pregunta que nos hacen todo el tiempo y la respuesta que siempre doy es que sí, y así como estamos, somos perfectamente equidistantes...

—Simétricos, diría yo —dijo Géminis.

—Como almas gemelas —concordó su hermano gemelo—. En fin, muy felices...

—¡Un mundo destetado! —añadió Paerbeatus escandalizado, haciendo reír tanto a Virgo como a los dos Géminis.

Elliot les agradeció a los signos del zodíaco por haberle salvado la vida y continuó con su camino. Iba rastreando a Imperatrix con la ayuda de Paerbeatus. Tal como le aconsejaron los dos Géminis y Virgo, se fue saltando por los tejados de las casas que estaban más pegadas entre sí para evitar los desastres que azotaban las calles del mundo. Estaba en plena travesía por una Madrid medieval muy bizarra en compañía de Krystos y sus espíritus.

—¡Elliot, mira, mira! ¡Es Estío, la mujer del trigo! —dijo en un momento Krystos apuntando hacia el suelo.

Estío venía siguiéndolo por las calles sosteniendo el mismo ramo de trigo ahora chamuscado. Elliot la saludó y le aconsejó que buscara refugio, pero ella no hizo nada que no fuera perseguirlo y observarlo (tal como ya se lo esperaba).

—Es bastante persistente —comentó Paerbeatus a un oído del chico.

—¡Pero qué garabatos está pasando aquí! —se quejó de pronto un hombre abriendo la ventana de una casa de par en par—. ¡¿Quién está corriendo por el tejado como gato desaforado cuando uno está tratando de pensar?!

Era un hombre vestido elegante, con larga cabellera rubia cubierta por un sobrero parecido al de un pijama de franjas blancas y negras y un penacho con tiras de los mismos colores. Elliot lo reconoció enseguida de su autorretrato...

—¡Señor Durero, ¿es usted?! —le preguntó incrédulo deteniéndose por un instante a causa de la emoción.

—¡Quién más si no! —respondió el hombre con orgullo al sentirse reconocido—. Tal parece que no eres un gato salvaje sino uno con educación, muchacho, ¡qué alegría que me das!

—¡Soy un gran fan de sus pinturas, señor Durero! ¡Es un gusto conocerlo! ¿Será que me permite sacarme una selfie con usted?

El pintor colocó una mirada de confusión absoluta.

—¿Selfie? ¿Fan? ¡¿Pero de qué tierras tan raras vienes tú, muchacho? ¿Qué es eso de una selfie?

Elliot se guindó de unos barandales para colocarse justo sobre la cornisa del edificio contiguo a la vivienda de Alberto Durero. Rápidamente sacó su smartphone, activó la cámara, y se sacó un selfie junto al reconocido pintor. Luego le mostró la pantalla para que él pudiera observarlo...

—¡Cielos santos, muchacho! ¡¿Esto es a lo que llamas una selfie?! —preguntó atemorizado—. ¡¡Pero si esto es brujería!! ¡No, no... Increíble! —dijo fascinado y aterrado a la vez—. ¡Maravilloso, espectacular, pero muy peligroso...! Oh, debo anotarlo... ¡Debo anotarlo!

El pintor se apresuró en mojar una pluma que tenía a la mano y garabateó algo en un papel amarillento sobre su escritorio.

—Señor Durero, ¿le molestaría si le hago una pregunta? —dijo Elliot apurándose para continuar.

—¿Una aparte de la que ya me estás haciendo querrás decir? —apuntó el hombre con petulancia—. Adelante, muchacho, hoy estoy de buen humor, así que pregunta lo que gustes... ¡Yo lo sé todo y nada se escapa a mi gran intelecto prodigioso, no hay pregunta que no pueda contestar! Si tienes alguna duda, estoy seguro que yo la podré resolver por ti. Pregunta...

Elliot se sintió aliviado de escuchar aquella respuesta. Estaba seguro de que su ayuda sería muy importante para resolver el acertijo de Senex.

—¿Usted sabe cómo suena el primer canto de un hijo del Templo del Sol? —preguntó con confianza.

El hombre se le quedó viendo de manera fija, sin pestañear y con la boca arrugada en un gesto que lo hacía parecer en un profundo trance de concentración. Así se mantuvo como por cinco segundos hasta que, por fin, reanimado del mundo del pensamiento, le dijo...

—No, mejor no me preguntes eso —dijo—. Mejor pregúntame por qué al envejecer las galletas se ponen blandas mientras que el pan se pone duro... ¡O por qué los pájaros no se caen de las ramas cuando duermen!

Paerbeatus aplaudió emocionado.

—¡Yo siempre he querido saber la de los pájaros, cachorro, esa, esa!

Elliot no pudo evitar sonreír algo decepcionado, aunque sintiéndose un poco tonto por haber tenido esperanza.

—¡Muchas gracias, señor Durero, que esté bien! —se despidió rápidamente y siguió con su camino hasta la ubicación de Imperatrix.

─ ∞ ─

Paerbeatus apuntaba con su dedo hacia la fortaleza. Era un palacio imponente de múltiples secciones, más residencial que militar, con torres, techos de tejas rojas, y paredes tan blancas como las nubes. El área daba vista al lago por el que Elliot había llegado a la Madrid ficticia del Prado. Al otro lado estaba el canal que daba hacia los campos de cacería.

—¡Está ahí dentro, cachorro! ¡Ahí está la loca!

—¡Ya, Paerbeatus, no le digas así! —contestó Elliot—. Incluso aunque lo esté no es de buena educación...

—Por mí, que se quede con el epíteto —añadió Krystos amargado—. ¡Nos ha hecho pasar demasiadas cosas ya!

—En fin, tenemos que entrar —dijo el chico dando por terminada la discusión.

A causa del Final, la seguridad se había reforzado al tope. Los guardias andaban de aquí para allá en sus uniformes militares renacentistas, y al contrario de lo que la lógica implicaba, no eran de heráldica española sino sajona. Eso Elliot lo reconoció por los juegos de estrategia medieval que se la pasaba jugando en la computadora.

Chismoseando en los lares, logró escabullirse hasta encontrar una señalización chapada que decía: «Castillo de Hartenfels». A diferencia de la Plaza Central de la ciudad, que era evidentemente madrileña, el castillo y sus alrededores se veían clásicamente alemanas, como si la ciudad ficticia de la que Elliot ahora tenía que escapar fuera un híbrido entre muchas ciudades del renacimiento europeo.

—¡Vigilen esa zona, rápido! —dijo uno de los capitanes de la guardia mientras pasaba con una patrulla.

Elliot se escondió tras varios arbustos temeroso de que lo encontraran. Los hombres del rey se veían peligrosos y enfadados, y sus lanzas y ballestas letales aun tratándose de pinturas. Paerbeatus regresó a la carta mientras pasaba el peligro; Krystos, por su parte, se mantuvo escondido dentro de la ropa de Elliot.

Ya una vez que los guardias continuaron su camino, Elliot invocó a los espíritus para pensar una manera en la que entrar. Junto a él estaban todos, a excepción de Mors y Senex, quienes todavía no le habían jurado su lealtad.

—Anciano, no es por apurarte —dijo Iudicium—, pero no tenemos mucho tiempo. Los guardias volverán en cualquier momento.

—Sí, lo sé... ¿Se les ocurre alguna idea?

—Simple —dijo Amantium—. Dame un abrazo...

Elliot se quedó mirándolo perplejo. El espíritu de los Enamorados le devolvió una sonrisa pícara.

—Yo puedo llevarte hasta el estudio de Imperatrix, caro. Siempre que no me sueltes en ningún momento.

—¿A qué te refieres?

—A que así funciona mi talento, por supuesto. Tengo el talento de hacer que todos te amen a ti tanto como ya me aman a mí.

Aunque Elliot no entendió del todo, los demás espíritus aprobaron el consejo de Amantium y Elliot se puso en marcha. Efectivamente, el espíritu adolescente andaba abrazado al cuello de Elliot como si de una pareja de jóvenes amantes se tratara. Aquello tenía a Elliot apenadísimo. Para más corte, Amantium incluso andaba tarareando baladas pop que Elliot se sabía de muchos años; muchas eran de esas canciones que la radio trillaba una y otra vez hasta el cansancio, por lo que, aunque a Elliot nunca le hubiera gustado ese tipo de música, igual terminaba irremediablemente sabiéndosela de memoria. (Especialmente cuando la tía Gemma sí se las devoraba todas y las hacía sonar una y otra vez...).

Elliot igual anduvo escabulléndose por aquí y por allá hasta ir alcanzando las puertas y los pasillos que le iba indicando Paerbeatus. Pocas veces se toparon con guardias debido a que fueron muy precavidos, y las pocas veces que lo hicieron, los efectos del encanto de Amantium hicieron de las suyas y ayudaron a Elliot a salirse con la suya en cada uno de sus argumentos. Al final terminaron alcanzando la ubicación de Imperatrix en uno de los cuartos de la torre que daba hacia el canal. Sin embargo, cuando Elliot abrió la puerta, no vio más que a una bella mujer de la aristocracia vestida suntuosamente con colores blancos lima, con ojos azules, y un cabello inmaculadamente negro. Su mirada era preciosa...

—Ehm, cachorro —dijo Paerbeatus preocupado—. Tengo algo que dec...

Pero Elliot lo interrumpió nervioso con la esperanza de no enfadar a la dama frente a él. Estaba todo cubierto de sucio, sudor y cenizas, y dándose cuenta de que no encajaba en lo más mínima ante la presencia de una aristócrata, se apresuró a disculparse por el estado deplorable de su presentación.

—Disculpe, milady, lamento aparecer así de improvisto, pero... ¿De por casualidad no sabrá usted dónde está la... Imperatrix? —preguntó dando por seguro que la mujer respondería negativamente.

—¡Uhm, tst, cachorro! —susurraba Paerbeatus con prisa.

Ella carraspeó con decepción y evidente desagrado.

—Jum, no sé quién eres, muchacho, pero es evidente que careces de total conocimiento sobre modales. Primero debes presentarte ante mí si esperas a que responda alguna de tus preguntas...

—¡Ya no la siento, cachorro! —exclamó Paerbeatus confundido antes de que Elliot pudiera decir algo más—. Es como si mi brújula ya no estuviera funcionando...

Elliot volteó a verlo en el acto. Paerbeatus estaba revisando el reloj de bolsillo que colgaba sobre su pecho, como si este le pareciera averiado (siempre había lucido así, aunque el espíritu no supiera notar la diferencia).

—¿Cómo que ya no la sientes? —preguntó Elliot nervioso.

—Desde que abrimos la puerta, perdí su rastro... ¡Lo siento!

—Elliot, repite después de mí —susurró Krystos colocándose sobre su hombro, todavía con su vista fija en la mujer.

Disimuladamente le fue diciendo las cosas que tenía que decir:

—Discúlpeme —contestó Elliot a la dama siguiendo el plan de Krystos—: Yo soy Elliot Augustus Arcana Power —hizo una reverencia caballeresca, de esas de inclinarse hacia adelante con un brazo flexionado atrás y otro adelante—, hijo de Massimo Arcana y Diana Power, de Piamonte y Londres respectivamente, y estudiante de segundo de año del Inmaculado Instituto de las Artes Antoinne Saint-Claire. Es un honor conocerla; ciertamente, es usted una dama de abundante elegancia. Si no le resulta mucha molestia, por favor, podría decirme... ¿Acaso no le asusta el Final que tiene a todos tan conmocionados? Si no es problema, ¿podría decirme donde encontrar a...?

La mujer aplaudió satisfecha con el esfuerzo de Elliot, interrumpiéndolo en mitad de su pregunta. De inmediato tomó la palabra con soberbia.

—Bien, muchacho, te felicito —dijo—. Yo soy doña Josefa del Águila y Ceballos Alvarado y Álvarez de Faria, esposa de José María Narváez, II vizconde de Aliatar, y modelo efigiada del retratista español Federico de Madrazo...

Esta vez fue Paerbeatus quien aplaudió velozmente y sorprendido, con los ojos muy abiertos. La dama lo observó con desgrado antes de continuar hablando:

—En cuanto a tu primera pregunta... No, no me aterra el Final al que todos temen —dijo con voz pesada y dramática.

Elliot se extrañó ante aquella respuesta.

—¿Por qué no? —preguntó confundido.

Krystos sintió un cambio brusco en la atmósfera y se crispó. Rápidamente le susurró a Elliot: «Cuidado, ¡algo me da mala espina...!».

—Ah, chico —dijo la dama—. No puedo sentir miedo ante algo que yo misma he causado. ¿Cómo aterrarme de la obra de la Bruja Magna, si es a mí a quien llaman la Bruja Magna de todos modos...?

Y entonces, la dama de transformó. Su belleza fue rápidamente sustituida por la senectud de una anciana encorvada de cabellos grises y secos, vestida con harapos blancos ya roídos. Elliot cayó sentado de la impresión. Paerbeatus corrió a esconderse tras uno de los muebles del salón, pero el miedo le asaltó con más fuerza aun cuando todo en la habitación comenzaba a darle paso a una vegetación incontrolable de florecillas y setas. Krystos se lanzó en posición defensiva apuntando hacia la bruja. Estaba listo para defender a Elliot...

Al ver aquello, la Bruja Magna soltó una carcajada amplia y estruendosa. Los vidrios del lugar estallaron; el Palacio entero pareció sacudirse ante su poder. Elliot estaba muy asustado...

—Ahora, muchacho —decía con voz de vieja maligna—, para qué tipo de sacrificio te usaré —preguntó en voz alta como si el pensamiento se le hubiera escapado—. ¡Ah, cómo se complacerá el Maligno de poder probar tus huesos y tu carne, jajajajaja!

La bruja reía escandalosamente. Krystos rugió en su dirección y arrojó una ventisca, pero aunque logró empujar a la bruja y hacerla dar pasos hacia atrás, su poder no era suficiente como para detener siquiera su risa. Paerbeatus había comenzado a llorar de miedo...

—¡Cachorro, discúlpame! ¡Todo fue mi culpa! —sollozaba en voz alta—. ¡Yo te traje hasta acá con mi brújula averiada, lo siento! ¡Antes de morir, quiero que sepas que ser tu amigo fue lo mejor que me pasó en la vida!

—¡No, no dejaré que le hagas daño! —dijo Krystos furioso.

La Bruja Magna no paraba de reír.

—Ya basta, cara, vamos...

De pronto otra risita se unió al escándalo de la bruja, quien poco a poco fue guardando silencio. La Bruja Magna colocó una mirada de fastidio, a la vez que su cuerpo adquiría los ademanes de una mujer excesivamente orgullosa.

—¿Por qué tienes que ser así, Amantium? —preguntó con fastidio.

—El pobrecito está más asustado que lagartija en gallinero...

Cuando Elliot volteó a ver a Amantium, notó que él en ningún momento se había asustado. Era como si supiera lo que había ocurrido todo el tiempo.

—Bien, así se le fortalecerá el carácter —contestó ella.

—Me refería a Paerbeatus —dijo el espíritu.

Elliot volteaba de un rostro al otro tratando de entender.

—¡Ay, por Dios, Elliot! —exclamó Krystos furioso—. ¡¿Aun no te has dado cuenta?! ¡Nos jugaron una broma, agh!

Y acto seguido, la Quimera bebé corrió al pecho de Elliot para esconderse dentro de su ropa, no sin antes asomarse una vez más por la abertura de la prenda y alzar un puño en alto de rabia ante todos los presentes.

—Ja, bien que lo tiene merecido —dijo la bruja contestándole a Amantium—. A ver si así empieza a bañarse más seguido...

Elliot abrió los ojos como platos.

—¡Eres Imperatrix, ¿verdad?! —exclamó sorprendido, indignado, y maravillado en partes iguales.

La Bruja Magna asintió con una sonrisa soberbia. Tras aplaudir, su cuerpo regresó a su estado natural: el de una hermosa mujer de cabellos rubios y mirada altanera y prejuiciosa. Esta vez iba vestida diferente; pantalón de talle alto y bota ancha negro al igual que la blusa, mientras unos delicadas botas que le cubrían los tobillos, hechas de cuero negro y con el tacón tan fino como una aguja, iban a juego con el blanco inmaculado de su sombrero de alas anchas y estranbóticas.

—Increíble —dijo el chico.

Paerbeatus rezongó muy molesto. Elliot rápidamente se puso al lado y le dio un abrazo para subirle el ánimo.

—No te preocupes, Parby, ¡todo era una broma! Ya todo acabará.

—No será así, cachorro... Ella siempre será mala conmigo —contestó él entristecido.

Imperatrix, desde su lado, estaba riendo maliciosamente. Elliot le obsequió a Paerbeatus una mirada atenta y cariñosa mientras trataba de ponerle las manos en los hombros aun a pesar de su altura.

—Como te dije antes, te prometo que siempre te cuidaré —le dijo cariñosamente—. No tienes que preocuparte por nada. Ahora —dijo volteando a ver a Imperatrix—, me interesa pasar la prueba para acabar con todo esto...

—Vaya que eres seguro de ti mismo —contestó ella.

—Supongo... En fin, qué sigue —le respondió él con determinación.

Imperatrix comenzó a arrastrar sus palmas, una contra la otra, como si aplaudiera con aburrimiento y lentitud; poco a poco aumentó la fuerza de sus aplausos, hasta que, una vez más, el mundo estalló en blanco y todo desapareció.

─ ∞ ─

Estaban en un inmenso cubo blanco sin puertas ni ventanas.

—¿Y bien? —preguntó Imperatrix—. ¿Encontraste las tres piezas de tu rompecabezas?

Elliot asintió. Ella respondió: «¡Entonces muéstrame una obra de arte digna de admirar!». Cuando el primer minuto pasó y Elliot no se movió ni hizo nada, lo interrogó.

—Niño, ¿a qué estás esperando? Muéstrame el arte...

—Pero... no... no veo el lienzo —contestó Elliot confundido.

Imperatrix se llevó las manos a la cara en un gesto de fastidio.

—Niño, ve a tu alrededor, ¿quieres?

Elliot hizo como ella dijo.

—Ahora dime, qué ves —preguntó Imperatrix.

—Un cuarto en blanco...

Ella le enarcó una ceja con petulancia y Elliot captó todo de inmediato.

—El cuarto es el lienzo —jadeó.

—¡Hasta que por fin se da cuenta! —exclamó con dramatismo como si aquel error se hubiera tratado de un pecado terrible—. ¡Bah, de seguro todo es culpa tuya, Paerbeatus! Siempre dije que eras una mala influencia para nuestro Creador y mírate ahora, atascado con un púber que tiene la creatividad de un caracol...

Elliot ignoró los comentarios de la espíritu y con un gesto se acercó a su alocado amigo.

—Dame las cosas que guardamos en tu bolso, por favor —le dijo a Paerbeatus—. Y no la escuches, Parby, tú eres uno de mis mejores amigos.

Paerbeatus sonrió con simpleza.

—Aquí tienes, cachorro. Todo está tal como me lo diste.

Imperatrix veía todo en silencio, sin separar la vista de Elliot.

El cubo en el que se hallaba no era muy grande; algo así como un 2x2. Elliot caminó hasta la pared que tenía al frente y colocó el espejo que había obtenido del estudio de Eros y Venus en el suelo, reposándolo contra la pared. Luego dio unos pasos hacia atrás y se agarró el mentón, como si inspeccionara algo...

—Puedes sostener cosas, ¿verdad? —le preguntó Elliot a Imperatrix.

Ella asintió:

—Sí, claro —respondió orgullosa.

Esa era la respuesta que Elliot necesitaba.

—¡Genial! Entonces, si no es mucha molestia... ¿podrías por favor sostener algo por mí? —le preguntó el chico aliviado.

Al comienzo parecía reticente, pero luego de pensarlos unos segundos, Imperatrix le otorgó una respuesta afirmativa.

—No veo porque no —dijo—. Es lo mínimo que puedo hacer después de pedirte que me hagas una obra de arte moderno...

Elliot hizo otro gesto de victoria y le pidió a Imperatrix que le sujetara la soga que había obtenido en el edificio en llamas para armar dos puntos de anclaje: uno en el suelo un poco cerca de la pared a su izquierda, y otro en el techo, un poco más a la derecha, como si de una lámpara que colgara se tratara. La manera en que la cuerda se sujetaba fijamente a la pared era bastante peculiar, pues aunque se tensaba para crear la caída del resto de la soga hacia abajo, no había ninguna abrazadera que la sujetara; era simplemente como un tirón de la fuerza de gravedad lo que la tenía en ese estado.

Después, Elliot sujetó el espejo contra la pared, mientras la cuerda colgaba sobre las cabezas de los presentes en el centro de la habitación, y se plantó ante él. Al principio lo observó con ojos escrutiñadores, como si quisiera observar algo más que su reflejo: lo curioso es que el gesto era un reflejo en sí mismo; uno que provenía no de la imagen en el cristal, sino de los recovecos más escondidos de su mente y su corazón. Elliot sabía lo que quería hacer, pero al mismo tiempo, no lo sabía; la suya era una obra anticipada mas no planificada, una que nacía del dolor desconocido... de ese mismo que ese anhela por la pura santidad de la melancolía.

Acto seguido, y usando una argucia de vil manipulación a su favor, pidió a Imperatrix que congelara un destello brumoso de su propia silueta en el reflejo roto del espejo.

—Todavía te falta un elemento niño —apuntó Imperatrix—. Te dije que debían ser tres cosas las que consiguieras.

—Y así es —respondió él—. Tú eres el tercer elemento. Después de que incorpores tu silueta, lo único que tengo que hacer es regar toda la suciedad que llevo encima para darle tono a la pintura. Y si no hay problema, me gustaría decidir el encuadre que tendrá el lienzo desde afuera...

Imperatrix observó a Elliot con ojos suspicaces y satisfechos al mismo tiempo. Quizás sería que el chico parecía tener interés sincero en hacer un buen trabajo, o simplemente que el sugerir incorporarla la había puesto de muy buen humor repentinamente.

—Sí, me parece bien —contestó—. Después de todo, no es como que el sucio pueda considerarse un elemento... En fin, es tu arte, tu obra, tu expresión. Tú sabrás bien lo que haces. Y por supuesto que vas a definir el enmarcado... Qué me crees, ¿tu asistente?

—Perfecto —asintió Elliot contento.

De inmediato volteó a ver a Temperantia.

—Temperantia, por favor, ¿podrías hacer algo por mí? Necesito que tomes toda la mugre que llevo encima y la esparzas por todas las paredes... ¿Crees que puedas hacerlo? —preguntó Elliot ansioso.

—Puedo hacerlo sin problema, Elliot —contestó ella.

—¡Perfecto! Entonces cuento contigo —exclamó Elliot mientras le sonreía con afecto—. ¡Lánzalo todo hacia allá!

Al instante Elliot sintió cómo la magia de Temperantia le recorrió el cuerpo y cómo la mugre, el sucio y las cenizas, se le despegaban de la piel y de la ropa para caer por encima de todas las superficies que daban hacia al espejo y la soga, el techo, la pared que tenían justo adelante.

No pasó mucho hasta que todo el lugar estuvo cubierto por la mugre y las paredes ya no eran de ese blanco uniforme que habían tenido hasta hacía un instante. Ahora estaban sucias y manchadas... De alguna manera, parecidas a las de la casa embrujada de Bergen. Tal como había sido su sueño, su visión; como eran muchas las veces ya en las que sus pensamientos se perdían entre recuerdos y una nostalgia ajena y poderosa.

Sin darle más prisa, Elliot envolvió su mano con una toalla que cargaba en la mochila y estrelló un puño reforzado con la manga del suéter contra su superficie. Un alarido, seguido de otro y de otro y de otro, se regó por la habitación. Su mano no se lastimó; las previsiones tomadas previamente sirvieron para evitar mayor daño. El cristal comenzó a agrietarse en la medida que Elliot lo sacudía. Después de tirar la toalla a un lado, con sus manos aún envueltas en el suéter, comenzó a despedazar poco a poco los trozos del espejo que permanecían en el marco.

Los trozos de vidrio estaban en el suelo; la imagen de Imperatrix iba congelándose poco a poco en las roturas del cristal hecho trizas, revelándose vacío por partes y lleno de vida en otras. Una vez que la mórbida representación estuvo lista, Elliot tomó su espejo roto y caminó con él hasta el centro de la habitación donde todos esperaban. Ahí le pidió a Imperatrix que sujetara la parte trasera del marco superior del espejo a la soga que colgaba del techo, de tal forma que el espejo quedara suspendido en medio de la habitación, desbalanceado y bamboleante.

En el suelo, los cristales rotos se esparcían; en ellos, la imagen de Imperatrix era difuminada, casi indefinida. Las paredes estaban sucias, y la cuerda se movía, haciendo que el espejo roto e inclinado, apuntando hacia abajo sutilmente, danzara de un lado a otro en un gesto macabro.

—¿Ya? ¿Eso es todo? —preguntó Imperatrix cuando por fuerza de las reglas de su prueba no quedaba ya más espacio de añadiduras para el cuadro.

—Sí... Ya está listo. Es justo lo que tenía en mi mente —respondió Elliot suspirando.

—Bien, entonces descríbeme la luz, la técnica del trazo, el encuadre...

Elliot respondió a todas las preguntas sin titubear: la hora del día sería la hora azul; la iluminación debía asemejar a un cielo relativamente nublado (aunque no hubiera acceso natural a ella); la técnica de los trazos debía asemejarse a una mezcla entre la pintura impresionista de manos de Turner, y algo de realismo ruso de finales del siglo XIX al estilo de Repin. Por primera vez Elliot se sintió dichoso de ser un estudiante aplicado en un internado de arte.

En cuanto al encuadre, Elliot fue mucho más detallado y específico: por una vez, su vena perfeccionista cobró vida, lo que le hizo recordar a la Virgo del Prado que aun en situaciones de vida o muerte quería cuidar hasta el último detalle y no pudo evitar reír. Las indicaciones iban y venían; al comienzo Imperatrix escuchaba atenta, pero tras dos minutos, ya estaba comenzando a hartarse. Elliot quería que el enmarcado retratara a la perfección la sombra del espejo en el suelo opacando los trozos de cristal roto, la profundidad que había entre éste y la pared, y que apenas por pocos centímetros no pudiera notarse los puntos de anclaje de la soga.

La suciedad inundaba toda la habitación, y hacía especial énfasis en las cuatro esquinas que podían verse simétricamente con eje en el centro; las sombras marcaban estas como lontananzas discretas que perfilaban luz y oscuridad en tonos fríos y lúgubres. El espejo, justo por encima de la línea del punto de fuga geométrico y un poco más al costado de la derecha, daba aire para la soga que estirada unía en el techo con el suelo en un doblez escondido a la vista. Sobre el cristal se veía la silueta apenas visible de una mujer, y una silueta de trazos rojos inconclusos sobre ella y sobre los cortes del vidrio.

Estaba listo: ése era el lienzo. Imperatrix terminó de armar la imagen y volvió a aplaudir. De pronto el cuarto ya no estaba, y Elliot y los espíritus estaban de vuelta en el pasillo del Museo del Prado. Sin embargo, donde antes estuvo el retrato de Imperatrix, la "Magnánima Belleza", ahora estaba el suyo. Pero Imperatrix todavía estaba esperando algo más...

—¿Y? ¿Qué esperas? —preguntó impaciente.

Elliot no supo qué contestar.

—¡Ay, por favor! ¿En serio? —volvió a decir la artista—. ¿Eso es todo?

—¿A qué te...?

—¡Cuidado, cachorro! ¡No la hagas enfadar que se pone peor! —dijo Paerbeatus apresurado a modo de consejo.

Elliot volteó y la ladeó una sonrisa preocupada.

—¡Tienes que NOMBRAR LA PINTURA! —exclamó Imperatrix con un gesto soberbio y petulante muy remarcado en sus labios, extendido por varios segundos.

Elliot rápidamente se disculpo y se puso a pensar un nombre. De pronto sintió ganas de pedir consejo a Krystos, pero al percatarse de que ya no estaban en el Arca sino que estaban de regreso al verdadero Museo del Prado, sabía que no podría. Dejándose llevar por todo lo que le evocaba su propia obra, su pintura, había una realidad que no podía esconderse ni siquiera a sí mismo...

«Si pudiera pedirle a alguien que estuviera en el cuadro no sería Imperatrix, sino a... esa fantasma...», pensó. «Es un retrato de ella... Eso es lo que quería hacer», y Elliot no estaba mintiendo. Desde que la había visto en el Halloween ella siempre se colaba en sus pensamientos, por más que él intentara restarle importancia y decirse que se trataba de algo normal.

—Nombrar una obra es uno de los procesos más importantes de la creación artística, muchacho. El destino final de la obra depende de ello. Su bautizo es la puerta directa a los secretos que esconde en su interior, al alma escondida de cada autor y la melodía de su nombre es suficiente para hechizar la armonía de su espíritu...

—Ehm... ¿los nombres... son hechizos? —preguntó Elliot tratando de entender en un sentido literal.

—Pff —exclamó Imperatrix—. Pero por supuesto... ¡Y mientras más belleza y significado haya detrás de un nombre, más conexión, poder e influencia tiene sobre la Armonía! Y más clase y elegancia le caracteriza, por supuesto —remató con petulancia.

Elliot suspiró impactado ante la magnitud de semejantes palabras.

—Vaya —dijo—. Y yo apenas me llamo Elliot —comentó riendo mientras se sujetaba la cabeza.

—El momento final de tu prueba es este —dijo una vez más el espíritu artista—. Cuando me digas el nombre del lienzo te diré tu resultado...

Elliot ya tenía un nombre en mente, pero simplemente, no podía decirlo. Lo único que se le venía y que resonaba en su corazón, en su alma como decía Imperatrix, era una letra, sólo una... Pero no podía descifrarla. Por más que lo intentaba, el nombre de la obra no terminaba de nacer, y en cambio, imágenes de esos ojos ciegos lo asaltaban una y otra vez; ojos que quizás distinguían de todos los otros ojos y las otras miradas que alguna vez hubiera visto en su vida.

Pero como fuera, si le ponía de nombre una letra dudaba que Imperatrix pudiera entender. Entonces, sólo quedaba otra forma de llamar al retrato: uno en que las demás personas podrían entender toda la belleza, la nostalgia, y el poder que significaba esa letra para Elliot...

—Vie après la mort —dijo. Vida después de la muerte...

Sin darse cuenta, el nombre la había salido con solemnidad.

De pronto, todos guardaron silencio y contemplaron la pintura. Ahora sí, estaba lista; era ella, era lo que siempre debió ser, y cualquiera que posara sus ojos en ella vería en su lienzo, en su trazo, en cada segundo y cada gota de sudor que Elliot le hubo dedicado a la magia de su nombre...

Tras un minuto de silencio, Imperatrix habló.

—Es-es... Estoy sin palabras —dijo; se estaba sujetando el mentón con la mano izquierda—. ¡Cuánto dolor... cuánta belleza... cuánta luz y oscuridad! Es tan triste y dulce al mismo tiempo... ¡Oh, por el Creador! Estoy abrumada...

De pronto una lágrima se derramó por su mejilla. Sus ojos brillaban con fuerza.

—La composición de tu hechizo ha concluido, y debo decir que quedó indescriptiblemente precioso... Obra y nombre, todo es una parte íntegra de tu alma, un pedazo de tu Armonía para con el Universo. Te felicito, niño...

La artista le sonreía con admiración y petulancia. De pronto, su rostro regresó al mismo de siempre y se secó rápidamente las lágrimas del rostro.

—En fin, que no se te suba a la cabeza —advirtió—. Tal parece que sí tienes talento después de todo, así que quién sabe, quizás sea una grata experiencia salir contigo de este Museo. Como muestra de tu logro y por orden de mi hechizo, solo a vos obedezco y mi poder os brindo...

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro