Capítulo 46: Profecía de una antigua dualidad

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Los azulejos blancos y azules del baño centellaban bajo el brillo de las lámparas fluorescentes del techo. Elliot estaba solo dándole la espalda a los cubículos de los retretes mientras se veía en el gran espejo de la pared. Tenía la carta de Imperatrix en la mano, listo para poner en práctica su talento. Se sentía invencible de alguna manera: apenas horas atrás había estado en el mundo maravilloso del Prado y capturado nuevamente otra carta del tarot mágico.

Con algo de prepotencia, Elliot revisó la fotografía que su primo Julio le había enviado, donde presumía una horrenda sombra de bigote. Casi se sintió tonto por envidiarla, pero entonces recordó que a su corta edad ya era capaz de grandes cosas, y que un bigote o una barba no hacían la diferencia. Después de todo, esas son cosas que llegan por sí solas con el tiempo, pero la aventura es algo que uno debe buscar por sí mismo.

Aun así, no pudo evitar revisarse la cara con cuidado, instintivamente, para ver si conseguía algún rastro de barba.

—Podría ser peor —dijo Imperatrix—. Podrías parecerte a Paerbeatus.

Estaba a su lado con la nariz arrugada, viendo a todos lados con desagrado. Era evidente que no le hacía gracia estar en el baño de los chicos.

—Ehm, niño... ¿Se puede saber qué hago aquí? —preguntó.

Elliot suspiró pesadamente y se giró para verla directo a los ojos.

—Amantium me dijo que tenías el talento de cambiar la apariencia de la gente. ¿Eso es cierto?

—Primero que nada, no es un talento, es un poder. Dejemos eso claro desde ya —le corrigió ella masajeándose las sienes con pesadez—. Ahora, respondiendo tu pregunta, sí, sí puedo cambiar tu apariencia, pero sería más apropiado decir que lo que cambio es la forma en la que el resto de personas te perciben, y que mientras más conozca de la persona, mejor será la proyección.

—¿Eso que significa?

—Significa que para convertirte en alguien primero tengo que ver a esa persona, pero entonces eso sólo me ayudaría a cambiar tu apariencia. Si además tengo una referencia de su voz, por ejemplo, entonces también puedo hacer que suenes como esa persona.

—¡Vaya! —exclamó Elliot en una exhalación mientras pestañeaba atónito.

Imperatrix sonrió con petulancia y autosuficiencia disfrutando de la admiración del chico.

—Y para ti será aún más fácil, Elliot —intervino Iudicium de pronto mientras le daba una mirada coqueta a Imperatrix—. Gracias a mi poder, ella puede convertirte en cualquier persona que tengas bien guardada en tu cabeza. Eso sí, si tu recuerdo no es exacto... No será una buena referencia que digamos.

Imperatrix lo volteó a ver con vanidad.

—Bueno, incluso de la nada puede surgir la grandeza —espetó entornando los ojos.

Elliot meditó al escuchar aquello.

—Entonces puedo ser quien yo quiera —murmuró Elliot mientras se colocaba frente al espejo una vez más.

—Mientras recuerdes bien, sí —confirmó Imperatrix—. ¿Quieres probar?

Iudicium veía todo recostado de la pared con mirada confiada.

Elliot fijó sus ojos en Imperatrix a través del espejo. La artista tenía sus ojos encendidos, y la magia se sentía flotando en el aire.

—Intentémoslo —dijo el chico.

Ella le sonrió confiada, notando con fastidio la misma sonrisa en el rostro de Iudicium...

—Entonces piensa en alguien —dijo con prisa.

Y la primera persona que se vino a la mente de Elliot fue su papá. De pronto los ojos de ambos espíritus presentes brillaron. Imperatrix observó con claridad la imagen de un hombre alto, cincuentón, de barba poblada canosa con ojos profundos y severos. Tras un aplauso, una sutil aura morada envolvió al chico, pero al levantar la mirada para verse al espejo, no notó ningún cambio...

—¿Qué sucede? —preguntó extrañado.

—¿De qué hablas? —preguntó Imperatrix de vuelta—. ¿Acaso no querías verte como tu padre?

Elliot instintivamente buscó su teléfono y activó la cámara frontal, pero el susto fue tal que por poco terminó lanzando accidentalmente el teléfono al piso. En la cámara, efectivamente, se veía a Massimo Arcana haciendo gestos muy raros de sorpresa y temor, a la vez que su cuerpo se movía torpemente para ser el de un adulto de más de cincuenta años.

—Pero... Por qué...

Sus ojos exploraban su cuerpo por fuera de la cámara y todo se veía exactamente igual: su ropa, su altura, sus manos. Elliot no había cambiado ni un milímetro; ni siquiera en su reflejo podía ver algo.

—¿Por qué no lo notas? —preguntó Imperatrix.

—Ajá...

—Porq...

—Porque todo es una ilusión —dijo Iudicium interrumpiéndola; sus ojos la estaban viendo fijamente, con atención—. Por eso sigues siendo el mismo. Ahora, lo que otros ven, escuchan, tu reflejo en ese espejo... Todo cambia en la percepción de los demás.

Imperatrix estaba furiosa.

—No necesito que andes explicando las cosas por mí —dijo—. Ahora, si no te importa, ¿por qué no nos dejas en paz a mí y al niño, ah?

—Porque Elliot quiere que tengas acceso a su mente, y yo quiero cerciorarme personalmente de que no haya ninguna falla en su deseo... ¿Hay algún problema con eso?

La artista se mordió la lengua con rabia y volteó a ver a Elliot con mirada asesina.

—Elliot, si él vuelve a interrumpirme, no me importará aguantar centellas de dolor con tal de desobedecerte hasta que lo libres de mí, ¿está claro?

Elliot tragó saliva.

—I-Iudicium... ¿p-podría...?

—Por supuesto que sí, Elliot —contestó el jazzista con arrogancia—. Gracias por pedirlo con cortesía...

El espíritu se cruzó de brazos y se acomodó en su puesto, prometiendo con los ojos guardar silencio por lo que quedara de práctica.

En fin —Imperatrix continuó—. El espejo no está mostrando tu reflejo en realidad, sino la forma del hombre que me pediste. Tú puedes verlo porque eres el dueño de dicha ilusión, pero los demás, incluso los que hayan tocado alguna de nuestras cartas, no pueden notar la diferencia. Para ellos el espejo muestra lo que yo quiera que vean, y por lo tanto, lo que tú quieras que vean...

Sus palabras habían sonado rimbombantes intencionalmente. Sus manos se movían en gestos teatrales y muy expresivos.

—Pero la cámara...

—Las cámaras no son espejos, Elliot; son otros ojos con los que percibir la realidad. Por eso es tan agotador estar frente a ellas —explicó la artista con pose elegante—. Y es por eso que la cámara sí percibe la ilusión como otro par de ojos lo harían. Casi podrías decir que son entes con vida...

—Increíble —dijo el chico.

Eufórico, su mente viajó entre un sinfín de recuerdos mientras su cuerpo se transformaba con una velocidad de vértigo. Frente a la cámara de su teléfono aparecieron su primo Julio, la tía Gemma, la Nonna, Colombus, Leona Cala, Madame Gertrude (con la cuál se divirtió haciendo muecas como un desquiciado), y cuando se enteró de que podía tomar la forma de los espíritus, vio su cuerpo saltar entre las formas de Paerbeatus, Temperantia, Astra, Adfigi Cruci, y para molestarlo un poco, también se transformó en Raeda y lo llamó para que lo viera...

—No me da risa —dijo el marinerito con el ceño fruncido mientras Elliot lo imitaba para hacerlo rabiar un poco—. Y si no dejas de remedarme, después no te quejes cuando aparezcas por accidente en medio de un tanque de tiburones...

—¡Lo siento, Rider! —dijo Elliot en medio de un ataque de risa que sonaba extraño con la voz de Raeda.

Ni Imperatrix ni Iudicium pudieron contener una carcajada.

—Pero no puedes negarme que es gracioso —añadió Elliot.

—Mi pie en tu trasero también sería muy divertido y sin embargo no me ves pateándote el culo, ¿o sí?

—Ya, ya, ya está bien —dijo Elliot mientras se calmada—. Ya puedes devolverme a mi forma Imperatrix, por favor —le pidió con amabilidad.

Sin embargo, cuando Elliot volteó a verla, sus ojos brillaban con fuerza mientras escuchaba algo junto a la puerta y, aparte de magia, Elliot también pudo ver malicia en sus ojos.

—¡Oh, pero hay una forma que aún no has probado! Y que ha pasado varias veces ya por tu mente...

Elliot la miró sin entender y la mujer captó su confusión.

—¡Me refiero a esta, por supuesto!

La mujer aplaudió y Elliot se volvió a transformar. Cuando el chico se encontró con sus ojos en la cámara frontal del teléfono, éstos eran de un bonito color negro al igual que su cabello, el cual ahora le llegaba hasta los tobillos mientras estaba completamente desnuda.

—¡L-Lila...! —balbuceó nervioso.

Todo pasó muy rápido. De pronto estaba sonrojadísimo. Raeda se desternilló de la risa en el suelo mientras la puerta del baño se abría y dejaba pasar a dos personas: Colombus y su morboso amigo Patrizio.

El rostro de los chicos era un poema. Sus ojos estaban inmensamente abiertos, mientras a uno se le formaba una sonrisa y al otro una mueca de sorpresa y perplejidad. Algo era seguro: ninguno de los dos perdía detalle del desnudo frente a ellos...

—¡Ah, la belleza del cuerpo femenino! —exclamó Patrizio dando un beso en sus dedos como si de un platillo exquisito de comida se tratara.

Colombus, por su parte, pensó para sus adentros:

«¡MI CHICA MISTERIOSA! ¡CREI QUE NUNCA TE VOLVERÍA A VER!».

Elliot sintió una vergüenza extraña. Si bien no era él quien estaba desnudo frente a los chicos, la sensación de fragilidad y temor invadió súbita y violentamente su cuerpo, y se apoderó de su mente con la suficiente fuerza como para no poder ignorarla. De pronto sus manos cubrían los senos de Lila y sus partes íntimas para resguardarlas de la vista de aquellos jóvenes excitados.

—¡Chicos, yo...! —trató de hablar, pero su voz no era la suya sino la de Lila...

El timbre seductor de la chica no hizo más que empeorar las cosas, pues Elliot pudo ver como Colombus trataba de cubrir su entrepierna con disimulo y un poco de pena también.

De pronto alguien más irrumpió en el baño, para suerte de Elliot.

—¡Dios santo! ¡¿Pero es que acaso te volviste loca, chama? —exclamaba Felipe sorprendido—. ¡Este es el baño de los varones! ¡¿Qué estás haciendo desnuda? ¡Y ustedes dos! ¡Dejen de verla, coño, qué parece que nunca han visto un par de tetas antes!

Colombus obedeció avergonzado sin decir nada, mientras Patrizio se zafaba con brusquedad del agarre de Felipe.

—A mí no me estés diciendo que hacer, finocchio...

—¡Hey Zio, no le digas así a Felipe sino quieres que te saque los dientes de un golpe! —dijo Colombus para defender a su amigo.

Elliot aprovechó ese momento para salir corriendo de allí aún desnudo como se veía.

—¡Rider, por favor, sácame de aquí! —ordenó mentalmente.

De inmediato la puerta del bañó se pintó morada. Elliot la cruzó y desapareció antes de que los chicos se asomaran. Cuando lo hicieron, estos sólo se encontraron con el pasillo vacío frente a ellos.

─ ∞ ─

Como era de esperarse, los rumores de la fantasma desnuda del baño de varones de segundo año no tardaron en esparcirse como pólvora en llamas por los pasillos del instituto. De pronto todos los chicos, incluidos los de primero, tercero, cuarto y quinto, querían hacer sus necesidades en el baño de los de segundo, lo que tenía muy molestos a Elliot y sus amigos, especialmente a Felipe. «¡Por Dios, pero cuánto queso! ¡Onvres!», exclamó una y otra vez durante la semana cada vez que salía el tema (en un rápido español que pocos alcanzaban a entender).

Al comienzo hasta Colombus quería volver a ver a su chica misteriosa, pero ya para el miércoles, la falta de privacidad y el hacinamiento en el baño eran un asunto serio. Incluso él también firmó la petición propuesta por Felipe, Jean Pierre y otros dos chicos para prohibirle a los estudiantes usar los baños que no pertenecieran a su año de grado por un tiempo tentativo de al menos seis semanas, es decir, prácticamente lo que quedaba de año...

Elliot, más que molestarse, se reía a carcajadas cada que recordaba lo sucedido. Había pasado la mañana volanteando junto a Berenice, lo que tendría que repetir una vez más en la tarde. Curiosamente, mientras más tiempo pasaba junto a ella, menos mal le caía. Por ocasiones era relajada y parecía divertirse en serio con lo que hacía; eso claro hasta que la pasión desmedida se apoderaba de ella nuevamente y se volvía una fiera incontrolable.

Los sondeos improvisados que Berenice había mandado a hacer a Colombus (a quién no le había hecho nada de gracia), indicaban que la campaña por Singapur, la de Saki, les llevaba ventaja por seis puntos, y esta era la última semana de campaña. Aquello tenía tanto a Berenice como a Elliot preocupados. A ella porque necesitaba ganarle a Saki, y a Elliot porque necesitaba que el viaje fuera en América para poder buscar las cartas que según las pistas de Paerbeatus estaban por aquel lado del charco.

Si bien los espíritus habían recargado energías desde que se toparon con la veta arcana, Raeda era uno de los más agotados desde entonces, puesto que había tenido que hacer uso extensivo de su poder una y otra vez para llevarlo a Sentinel del Norte. Elliot estaba muy enfocado en recuperar esa carta para que Raeda pudiera empezar a ahorrar energías nuevamente. Temperantia entrenaba con rigor todos los días en los jardines del Fort Ministèrielle, según ella, preparándose para el combate cuando hiciera falta.

Tal como le había dicho anteriormente, cuando habían tenido que huir de Gulag en Normandía, ella entrenaría hasta sus límites para fortalecerse como nunca antes, pues la falta de poder mágico de Elliot requería de medidas extraordinarias para poder protegerlo adecuadamente. Y si algo había notado Elliot desde las últimas semanas, es que Temperantia cada vez se abría más y se hacía más afable ante su presencia y la de los demás espíritus. Era como si estuviese empezando a descubrir la humanidad en su interior, y eso era algo que hacía muy feliz a Elliot.

Justo en ese momento Temperantia lo estaba acompañando mientras estudiaba en la zona alejada de la biblioteca. Imperatrix, quizás por su personalidad extravagante, era una de los pocos espíritus a los que lo no le gustaba en lo más mínimo estar encerrada en los confines de su carta. A ella le gustaba mucho todo el castillo en general (probablemente porque se trataba de un internado de arte), lo que la hacía diferenciarse de los demás espíritus, que preferían casi siempre quedarse en un área más específica.

Elliot estaba leyendo lo que decía el libro de adivinación mientras hacía la comparación de la carta de Imperatrix y su equivalencia en los tarots convencionales.

«De los veintidos arcanos mayores, La Emperatriz es el tercero de ellos. Representa a la figura de la madre y el poder femenino. Es representada como una mujer adulta de larga cabellera sentada en un trono. En su mano izquierda lleva un cetro que acentúa su autoridad; en su mano derecha lleva el escudo de Venus, símbolo de la más pura feminidad, mientras que sobre su cabeza descansa una corona con doce estrellas que representa al zodíaco y su vinculación directa con la percepción de las personas hacia el mundo. La Emperatriz es la creatividad, la fecundación femenina y el arte; la expresión y sensibilidad en todas sus formas. Como Arcano III, representa a su vez la Tríada, la Santísima Trinidad y los tres niveles de la existencia del ser humano encarnando lo terrestre, lo celestial y lo infernal. Al estar invertida augura conflictos internos e inseguridades, ansiedad, o una persona con mucho orgullo. En una situación concreta podría ser sinónimo de tiranía o poder mal empleado».

De pronto un sonido distrajo a Elliot. Un chico y una chica habían llegado entre risas y susurros a la misma sección alejada de la biblioteca en la que Elliot se encontraba. Cuando lo vieron, callaron por un momento, y con torpeza se fueron a buscar el libro que necesitaban en los pasilllos laterales. Elliot suspiró con fastidio mientras seguía con su investigación y pasaba ahora a leer sobre Senex.

«El Arcano IX es el Ermitaño, la luz introspectiva, la sabiduría que viene de dentro. La silueta de este anciano encorvado hace referencia a la calma de la meditacion y a la lentitud del conocimiento. Su representación es la de un anciano que se apoya en un bastón para caminar y que lleva una lámpara para iluminar sus pasos en solitario, en completa comunión consigo mismo y sabiéndose maestro de su destino. En su simbología más profunda hace alución al aislamiento voluntario para entender mejor lo que se ha aprendido, tal como lo hicieron en su momento Gautama Bhuda, Jesús, Zoroastro, Mahoma y Krishna. Es por lo tanto una carta que invita al retiro y a la meditación, a la serenidad del estudio, a la paciencia. El numero nueve en sí mismo es el numero de la espiritualidad, la sabiduria y la entrega. De forma invertida el Ermitaño nos habla de crisis, soledad extrema, y falta de dirección propia que lleva a la impaciencia y a la imprudencia por parte del consultante».

—¡Arcana! —gritó Berenice a la vez que Madama Barbará le ordenaba hacer silencio desde el piso de abajo—. Tst, ¡ven! Se va a hacer tarde...

Elliot se apresuró a guardar las cartas (evitando en la mayor medida posible verse sospechoso), y se encaminó de salida junto a su compañera de campaña. De pronto, los jóvenes detrás de los pasillos comenzaron a hacer sonidos un tanto fuera de lugar, lo que delató los motivos de su presencia ante los chicos. Berenice, al notar lo que ocurría, estalló en rabia; de inmediato corrió hasta el pasillo en el que se encontraban, cámara del telefono en mano, y al capturarlos haciendo sus travesuras comenzó a gritarles salvajemente:

¡Esto no es un hotel, es una biblioteca, indecentes!

El escándalo fue tal que todos en la biblioteca se enteraron mientras el chico y la chica huían despavoridos acomodandose la ropa.

—¡Nada más esperen a que la dirección se entere de esto! —volvió a gritar Berenice enfurecida.

Madame Barbará estaba escandalizada. Al inicio iba a regañar a Berenice, pero al ver que gracias a su intervención habían capturado in fraganti a los dos malhechores, la felicitó y le comentó que «necesitamos más gente como tú en este mundo». Ella sonrió complacida de poder ayudar al mundo a ser un mejor lugar por el momento, y emocionada, se acercó a Elliot para comentarle algo más...

—¡Andando, Arcana! La cultura afroamericana no será defendida por sí sola... ¡Tenemos que viajar a New Orleans!

Y todo lo sucedido le dio a Elliot una nueva idea, tomando en cuenta algo que hasta los momentos había pasado por alto.

«...A... ¡Amantium...!», pensó. «¡La carta de los Amantes!».

De inmediato lo invocó mentalmente. El espíritu adolescente surgió como siempre cantando una canción a toda voz.

—¿Qué sabían Lenin y Lincoln del amor? ¿Qué saben Fidel y Clinton del amor...? —de pronto, carraspeó—. Ehm, ¿qué sucede, caro? ¿Todo bien?

—Voy a necesitar que me abraces toda esta tarde y que no te despegues de mí ni un instante —dijo Elliot desde su cabeza mientras no le quitaba los ojos de encima.

—¡Arcana! —insistió Berenice—. ¡Andando, ya...! ¡Vamos! Tengo un plan que no fallará...

—Como quieras —contentó Amantium complacido.

—¡Perfecto! ¡Tenemos unas elecciones que ganar...! —respondió Elliot.

Y con una sonrisa en sus labios, se apresuró a seguirle el paso a su compañera de campaña.

Así, la semana le pasó volando. La campaña estaba siendo un verdadero éxito gracias a la intervención de Amantium. Las personas se arremolinaban alrededor de Elliot, quien ya antes y sin ayuda de la carta ofrecía argumentos muy convincentes sobre la relevancia cultural e histórica de la comunidad afroamericana del sur de los EE.UU., logrando que los demás estudiantes manifestaran abiertamente su apoyo a la causa y su fascinación con el tema.

Berenice estaba eufórica. De pronto se comportaba muy diferente a su usual amargura. Ahora sonreía todo el tiempo y hasta le daba la palabra a Elliot cada vez que podía. Si bien Elliot hacía un trabajo de dialéctica impecable, los discursos eran escritos por ella, lo que la hacía mirarse a sí misma y al chico con mucho orgullo. Se notaba en su mirada y en sus gestos que se sentía ganadora de la campaña. Saki, por su parte, estaba iracunda, y en más de una ocasión se había acercado al stand de los chicos de New Orleans para sabotear la campaña con eslóganes racistas y sabotajes.

Pero por más ímpetu que le puso, nada le funcionó. La gente, al contrario de lo que se había esperado en un inicio, la ignoraba por completo. Todos querían seguir escuchando a Elliot hablar de sus razones para ir a New Orleans, y tanto era el frenesí que incluso el número de voluntarios extraoficiales había aumentado considerablemente para tratarse de los últimos cuatro días de campaña.

Gracias a Amantium, Elliot estaba seguro que había logrado darle la vuelta a los pronósticos justo a tiempo. La principal preocupación que tenían los chicos de New Orleans es que la campaña de Sudáfrica también había empezado a utilizar la estrategia de Berenice de exacerbar la relevancia histórica de la comunidad afroamericana, lo que ellos argumentaban válido, pero que, dadas las cosas: «primero fue sábado que domingo...», y que por lo tanto...

—¡Si queremos resarcir la importancia histórica de los afroamericanos, debemos empezar por el origen de todas las comunidades africanas del mundo, África, y estudiar sus problemas, y las cosas que han salido mal a causa de los colonizadores y...!

Y así continuaba el discurso. A última hora, el asunto se había apoderado de la matriz de opinión de todos en el Instituto, y nadie hablaba de otra cosa que no fuera el racismo y sus soluciones y sus consecuencias, y todo a causa de Elliot y Berenice. Para Elliot eso no era nada malo, y por un momento llegó a pensar que estaba haciendo lo correcto, hasta que, por cosas de la vida, escuchó una conversación de Berenice en la que hablaba emocionada con una amiga norteamericana por la posibilidad de asistir finalmente al concierto de fin de año de Taylor Swift en New Orleans.

«Entonces... no eres tan distinta de Noah...», pensó Elliot con cierto pesar, pero siendo honesto consigo mismo, no quiso darle mucha importancia al asunto. Después de todo, él también necesitaba llegar a América por sus propios motivos, y terminó por lamentarse (aunque también le sirvió para darse cuenta) de que la política siempre usaría como carne de cañón a aquellos cuyos problemas no han sido resueltos únicamente para capitalizar algún interés personal por parte de un candidato o de un partido político. «Por suerte, alguien que realmente lo necesite podría salir beneficiado del egoísmo de los demás... quizás», pensaba...

—Sea New Orleans, Sudáfrica o Singapur —le comentó a Jean Pierre mientras iban a clases de Matemáticas.

—A mí me da igual la política —le contestó su amigo—. Yo sólo sé que cuando crezca nunca le votaré a la izquierda...

Elliot se encogió de brazos.

—Después de esta experiencia, creo que aprendí que no hay nadie en realidad que valga la pena, pero como sea...

—Por lo menos Singapur lleva una campaña honesta —dijo Jean Pierre—. Saki en ningún momento ha abogado por defender derechos... Ella sólo quiere bañarse en playas cristalinas y lo dice de frente.

Elliot asintió sin mucho que rebatir ante el comentario. Lo cierto es que ya sólo faltaba esperar a que entregaran los resultados de la campaña el próximo martes.

─ ∞ ─

Era viernes por la noche. La puerta se cerró a sus espaldas y Elliot respiró con alivio al ver que Raeda lo había llevado al sitio que era. «Sus amenazas de hacerme aparecer en un tanque de tiburones habían estado muy persistentes últimamente...», pensó entre suspiros.

Estaba de pie en medio de una sala algo abarrotada por un sofá y una cómoda en la que había una gran cantidad de libros y revistas, un televisor, y una Xbox Series X con los mandos colocados en el estante. A un lado había otro mueble, y justo al frente, una gran cama de perro en la que descansaba un gordo y rosado puerco enano.

—Sancho —murmuró Elliot con cautela.

Todas las luces estaban apagadas. Aunque era viernes por la noche, era muy poco probable que su tía hubiera salido a alguna parte. Por un lado Gemma nunca fue una mujer de acalarodas salidas nocturnas, y por otro, sus intentos de encontrar pareja siempre terminaban siendo desastrosos; de esos de corazones rotos y largos maratones de series y película (especialmente Friends), acompañada por Don Quijote, Sancho Panza, y un pote de helado ridículamente enorme. Por eso mismo, Elliot debía tener mucho cuidado...

Aun a pesar de haber sido muy silencioso, cuando el puerco abrió los ojos y vio a alguien de pie en medio de la sala, se sobresaltó y pegó un chillido escandaloso que resonó por todo el apartamento.

—¡Sancho, Sancho! Shh, soy yo, soy yo, ¡tranquilo! — Elliot intentó calmarlo pero aun así el cerdito salió despavorido—. No, no, no vayas a... Agh....

Segundos más tarde Elliot escuchaba el sonido de los pasos de su tía viniendo desde su habitación, por lo que corrió a esconderse detrás del mesón de la cocina.

—¿Por qué estas tan asustado, Sancho? —le preguntó Gemma a Sancho quien iba cómodamente entre sus brazos mientras lo acariciaba por detrás de las orejas y le besaba la cabeza—. ¿Acaso viste algo en la sala, uhm? Aquí no hay nadie ¿ves? Todo despejado.

Tras encender la luz, el cerdo pareció echar una mirada celosa y atemorizada a la sala. Gemma bostezó mientras sonreía y acariciaba a su mascota. Por su voz, Elliot reconoció que seguramente estaba dormida y se acababa de despertar con el escándalo.

—¿Ves? Estamos solo tú y yo, gordito —dijo ella con cariño; casi de inmediato se escuchó el alarido de la guacamaya protestando—. Sí, Don Quijote, tú también estás aquí...

Elliot escuchó a su tía reírse mientras la guacamaya arrastraba sus pasos en dirección de Elliot, quien permanecía escondido tras el sofá. Sus garras de ave sonaban maliciosas sobre el suelo de parqué del apartamento.

—¡Ay no! ¡Que no venga el pollo! Mejor que venga el cochino —se quejó Paerbeatus saltando sobre la mesa de la sala para salir del paso del ave.

El mantel se sacudió y la mesa tembló sutilmente. Sancho soltó un alarido y la tía Gemma, escéptica, bostezó y se restregó los ojos para ver mejor.

—Ya, ya, cerdito cobarde —dijo—. Ahm... Señor fantasma, ¿está ahí? —preguntó incrédula—. Golpee una vez para sí y dos para no...

Elliot estaba respirando lo más cautelosamente posible. Don Quijote seguía ahí, mirándolo acusativo sin gran alarde (después de todo lo conocía), mientras Paerbeatus le hacía gestos con las manos para espantarlo.

—¡Shu, pájaro! ¡Vete...! Cachorro, dile que se vaya. Tiene cara de demente y yo no me llevo bien con la gente loca.

—¿Qué cosa ves, Don Quijote? ¿Está ahí el señor fantasma? —preguntó la tía Gemma riendo—. ¡Vaya perro guardián que tenemos, Sancho! ¿Lo ves? No tienes que nada que temer, Don Quijote se hará cargo de todo...

Y de inmediato, la guacamaya graznó con fuerza. Elliot le hacía señas con los ojos para que no lo delatara. Poco a poco la guacamaya se fue acercando.

—Cachorro, no lo toques —dijo Paerbeatus—. De seguro tiene rabia o pulgas... o ambas dos cosas al mismo tiempo.

Pero Elliot le sonrió confiado a su amigo espíritu mientras acariciaba al ave y ésta recibía el gesto con cariño. Finalmente, Gemma la volvió a llamar.

—Don Quijote, ¿todo en orden?

La guacamaya graznó por respuesta y se devolvió por donde había llegado.

—Buen, chico. Ahora pórtense bien y déjenme dormir un poco, ¿sí? Ya mañana continuaremos viendo la vida de Rachel...

La tía Gemma besó al puerquito, acarició al ave con uno de sus pies descalzos, y caminó a su habitación.

—Buenas noches, señor fantasma, descanse en paz y por favor, ya deje de asustar a Sancho...

Cuando Elliot escuchó la puerta del cuarto cerrarse de nuevo y todo volvió a quedar a oscuras y en silencio, suspiró. Esta vez, cuando salió del escondite y Sancho lo vio, corrió hasta él meneando la colita y jugando entre sus pies mientras hacía ruiditos de felicidad.

—Yo también estoy contento de verte otra vez, Sancho, pero casi haces que la tía Gemma me descubriera —lo reprendió Elliot mientras lo cargaba para hacerle cariño y el animal se dejaba—. Tienes suerte de que seas tan lindo... porque si no, ya te hubiera hecho tocino.

—Ciertamente se ve más delicioso en persona que en el espejo mágico —dijo Paerbeatus justo a un lado con mirada desquiciada.

—Ni lo pienses, Parby.... Sancho es de la familia, así que es intocable —contestó Elliot; Paerbeatus se limitó a sacarle la lengua como un niño—. Ahora a lo que vinimos...

Elliot había estado pensando en el plan y ya lo tenía descifrado. Con Imperatrix en su equipo estaba seguro de que lo lograrían. Lo único que hacía falta era encontrar una manera para respirar bajo el agua, y ya que Temperantia no podía conjurar el mismo hechizo que Lliyiha había conjurado en la Isla de Man, la respuesta estaba en el apartamento de la tía Gemma.

Precisamente la estaba viendo... O bueno, más bien, la puerta que daba hacia ella. Elliot caminó hasta el cuarto de limpieza y buscó cuidadosamente en el armario donde su tía guardaba toda su indumentaria deportiva. Como Gemma toda la vida había sido una aficionada al mar y a los deportes acuáticos, su bombona de oxígeno y su equipo de buceo eran perfectos para la tarea.

Su tía incluso le había enseñado a usarla, por lo que cuando Elliot la chequeó, notó que, desafortunadamente, estaba casi vacía. Pero eso no era importante ahora; el oxígeno ya lo podría encontrar mañana en el castillo, si tan sólo, por una vez, se permitía confiar en una persona que vino inmediatamente a sus pensamientos.

Como no era fecha de vacaciones, Elliot sabía que su tía no se daría cuenta de la desaparición de su equipo de buceo. El plan era tomarlo prestado y devolverlo cuanto antes sin que ella lo notara. Ya una vez con todo en sus manos, el chico le pidió a Paerbeatus que resguardara el equipo en la bolsa mágica de su carta y se preparó para regresar al castillo.

«Gracias, Tía Gemma... deséame suerte», pensó mientras se despedía de los animales y Raeda lo llevaba de vuelta al Fort Ministèrielle.

─ ∞ ─

Encontrar el oxígeno no fue gran problema. Poco a poco ya Elliot se había hecho a la idea de que podía confiar en Tate, por lo que cuando se topó con el profesor Rousseau en uno de los pasillos del Ala Este, le preguntó (algo receloso) por la ubicación del restaurador. El viejo Lou sonrió sagaz como siempre y le dio las indicaciones, no sin despedirse con un comentario de lo más extraño: «mejor que no nos topemos con Elizabeth... ¿verdad?». Elliot ignoró aquellas palabras, que más que producirle tranquilidad le causaron incomodidad, y siguió su camino en dirección de Tate.

Ya una vez que se hubo topado con él, obtener el oxígeno no fue tan difícil. Efectivamente el chico mayor estaba dispuesto a ayudarlo por más irónica que fuera su actitud. Al final acordaron encontrarse en la noche en el jardín, en un punto ciego de las cámaras del pasillo que daba hacia el exterior desde el Ala Norte. Elliot estuvo a tiempo para entregar y recibir su bombona de vuelta, cargada al máximo. Con eso tendría al menos unas dos horas.

«No vayas a explotar en pedazos, ¿sí?», comentó Tate con sarcasmo al despedirse.

Minutos más tarde, Elliot estaba ya dando saltos por el mundo para llegar a Sentinel. El poder de Raeda seguía fuerte desde la recarga en la veta arcana, pero el chico quería ser prudente y ahorrar energías. Así les había pedido a todos los espíritus, a lo que éstos decidieron hacer caso prudencial. Incluso Temperantia, que entrenaba más fuerte que nunca, pensó que sería una buena idea.

Ya para las 11 pm de Francia, Elliot estaba en la cueva de las sirenas, mucho antes de llegar al lago interno. Allá en Sentinel eran las tres y media de la mañana, por lo que todavía era bastante oscuro. Raeda lo había hecho aparecer justo afuera de la gruta, con lo que el chico pudo ahorrarse cualquier encontronazo con los nativos de la isla. En la oscuridad de la cueva, las estrellas de Astra brillaban con delicadeza mientras él terminaba de colocarse el vestido de buceo.

—¡Pareces un pato con esos pies, cachorro! —se mofó Paerbeatus—. ¡O no, no! ¡Una rana! A lo mejor una mezcla entre ambos... una pana.

Elliot se echó a reír.

—Esa es la idea, Parby, con esto me ayudaré para nadar —contestó sonriendo y acomodándose el tanque de oxígeno en la espalda—. Ya saben lo que tenemos que hacer, ¿no?

Elliot metió las cartas en una bolsa hermética y las guardó en la cangurera que llevaba encima. Ya con el snorkel y los lentes puestos, estaba listo.

—Nosotros permaneceremos en las cartas hasta que nos llames, y eso no pasará hasta que hayas entrado al agua —dijo Astra confiada.

—Cosa que pasará gracias a que yo haré que te veas justo como el tritón de tu cabeza —puntualizó Imperatrix, quien iba vestida con un costoso atuendo deportivo que incluía zapatos de goma y bandas en las muñecas.

—¿Estás segura de que podrás darle un aspecto con piernas?

—Sin problemas.

—Perfecto —respondió Elliot—. Rider, también cuento contigo...

Seh, seh, seh... Si la cosa se pone fea yo te saco, mocoso, sólo grita como si de verdad te fueras a morir.

Elliot suspiró y se puso manos a la obra. Los espíritus desaparecieron uno por uno. Imperatrix fue la última en desvanecerse en medio de un aplauso. Sus ojos brillaron con fuerza al momento; cuando Elliot se observó el cuerpo a través de la cámara de su smartphone, este se veía como el del Rey Braddan de la isla de Man, y gracias al cielo, Imperatrix había tenido la prudencia de no dejarlo desnudo otra vez y cubrió la hombría del tritón con una tela ostentosa amarrada a la cintura.

—No te preocupes Elliot, todo va a salir bien —dijo Temperantia mentalmente mientras él caminaba en dirección al lago de la cueva.

No había llegado aún a la orilla cuando vio a los guardianes acercarse con sus ojos naranja brillando, listos para la batalla.

—Qué comience el show —canturreó Imperatrix.

Elliot sintió la magia fluir de su cuerpo hasta alcanzar a los hombres de las lanzas. Casi de inmediato estos bajaron las armas.

En tu mente también está la frecuencia del Rey, por lo que también puedo reproducirla, aunque en teoría siga siendo una ilusión —explicó la artista mentalmente—. Qué fácil es manipular a la plebe... ¿no te lo parece?

Y aunque sus palabras no fueran las más adecuadas, había tenido razón. Cuando los guardianes de la cueva vieron al Rey frente a ellos (y fueron envueltos por la armonía falsa), bajaron automáticamente la guardia. Astra sirvió de traductora para que Elliot siguiera el hilo de la conversación.

—¿Rey Braddan? ¡Bienvenido! ¿Qué está haciendo aquí? —dijo el guardián principal confundido mientras hacía una ligera reverencia—. Ha pasado mucho tiempo desde la última cumbre. ¿Cómo hizo para llegar? —preguntó algo suspicaz—. ¡Todas las sirenas nos encontramos en grave peligro en la isla! ¿Acaso ha venido usted solo?

Elliot puso en práctica todos los consejos y técnicas que había aprendido durante su participación en la obra de Jacinto y Apolo; se estaba esforzando por hacer una representación magistral de lo que había visto del Rey en la Isla de Man.

—¿Acaso dudas de que sea capaz de defenderme por mí mismo? —contestó despacio tratando de pronunciar todo correctamente.

Tal parecía que las prácticas con los chicos del club de teatro habían valido la pena, porque el hombre frente a él bajó la mirada apenado y algo preocupado.

—¡No es eso su alteza, jamás pondría en duda sus habilidades! Es sólo que con la situación de la isla... no me parece lo más prudente y...

—Es precisamente por eso que he venido —dijo Elliot.

Los guardias se mostraron sorprendidos.

—¿Cómo...? ¿Cómo lo supo?

—Eso no es importante. Necesito hablar con su líder ahora mismo —lo interrumpió Elliot ejerciendo algo de autoridad.

—¿Con la Reina Marala? —preguntó el guardián.

Elliot tan solo asintió por respuesta.

El guardián, quien era un hombre moreno de espalda ancha, cedió algo atemorizado.

—Como usted guste, Rey Braddan —contestó—. Adentro es seguro, por lo que lamento tener que informarle que no podremos escoltarlo. Actualmente tenemos escasez de soldados debido a la guerra con los humanos de la isla.

Elliot asintió con una mirada orgullosa en el rostro del Rey Braddan, aunque en realidad en su mente pensaba en lo penoso de la situación.

Los guardias se hicieron a un lado para que aquel quien creían que era el Rey Braddan pasara hacia el interior, a esa parte restringida al chico la primera vez que la vio, y lo observaron solemnemente mientras éste descendía por el pozo central de la gruta, iluminado por los rayos de la luna que se filtraban por la abertura en el punto más alto de la cueva.

Una vez dentro del agua Elliot, fue tragado por la oscuridad. Estaba en las profundidades abisales de la cueva, y aunque no podía ver absolutamente nada, tenía la impresión de que mientras más se adentraba, más grande se hacía el fondo del lugar. Un solo pensamiento bastó para que Astra lo envolviera con sus estrellas, iluminándole el camino. Probablemente las sirenas no necesitaban luz para ver bajo el agua, pero ese no era el caso de Elliot. Si no fuera por Astra, de seguro se perdería por aquellos pasillos laberínticos y submarinos.

Paerbeatus iba guiando a Elliot hasta la carta con sus indicaciones. Para ahorrar energía, le pidió a Imperatrix que cesara la ilusión del Rey, agradeciéndole por su gran trabajo. Estaba seguro de que no tendría que toparse con la Reina Marala en ningún momento para encontrar la carta, y en el peor de los casos, Raeda podía sacarlo de inmediato. Aunque eso no era algo en lo que Elliot quería pensar demasiado, ya que si eso sucedía, dudaba de tener otras oportunidades para recuperar la carta de manera pacífica, y la violencia para él estaba completamente descartada por razones obvias: primero los principios, y luego la incapacidad de poder salirse con la suya.

Abajo todo era una mezcla entre piedra bruta de la caverna submarina original y tramos enteros de pasillos lisas tallados sobre la piedra coralina del fondo. Todo el abismo era un preciosísimo palacio submarino que se mezclaba perfectamente con la naturaleza. A Elliot le parecía impresionante el enorme ecosistema de animales y plantes que lo rodeaba. A su alrededor aparecían cardúmenes de peces multicolores, cangrejos de muchos tamaños, estrellas marinas, paredes enteras de corales rojos, rosados, verdes... Todo eso se podía ver mientras seguía nadando y buscando la carta.

—Estamp-mos cerp-ca, cashorrop —dijo Paerbeatus en voz alta bajo el agua, lo que distorsionó la frase haciendo que a Elliot le costara entenderle.

Paerbeatus tenía una enorme sonrisa repleta de inocencia.

Como las ranas, Parby —dijo Elliot amigable desde su mente.

—¡Qué estamos muy cerca! —contestó el espíritu—. Cada vez puedo sentir con más fuerza el sonido de la carta.

Habían pasado ya quince minutos desde que había bajado al abismo. Elliot estaba emocionado. De repente, siguiendo las últimas indicaciones de su espíritu brújula, llegó a un amplio salón de piedra lisa y completamente redondo.

«Juré que se trataría de otro pasillo u otra esquina», pensó Elliot nervioso.

El espacio era enorme, pero lo más atemorizante fue la cantidad de sirenas que rápidamente comenzaron a rodearlo. Había decenas de ojos anaranjados, treinta por lo menos, posados sobre él. Antes de que Elliot pudiera reaccionar, una súbita fuerza le comenzó a estrangular el cuerpo con fuerza. Apenas alcanzó a ver cómo se encendían con salvajismo los ojos de sus receptoras.

Elliot invocó a Temperantia mentalmente. Justo cuando el espíritu apareció con sus ojos morados bailando en llamas moradas, las sirenas del lugar comenzaron a entonar una melodía musical y oscura, que se extendía por todo el abismo y entraba por los oídos de Elliot como una intrusa en su cabeza. De inmediato Temperantia se desvaneció junto a las estrellas de Astra, dejando al chico en la oscuridad.

Lo único que Elliot podía ver en la absoluta obscuridad eran los ojos naranja encendidos de la sirenas, quienes no dejaban de observarlo intimidantemente. La melodía seguía sonando. Elliot se sentía cada vez más comprimido. Tras un par de segundos, por fin unas pequeñas luces de coral bioluminiscentes comenzaron a brillar en las paredes, iluminando la caverna submarina.

—Es inútil que intentes utilizar tu armonía aquí, intruso —resonó con voz de mujer—. A menos que por tus venas corra la sangre de sirena, no surtirá ningún efecto.

De pronto el trono se iluminó al límite frontal del salón. Era un asiento de coral opaco y hermoso, y sobre él estaba sentada una mujer muy bella; la dueña de aquella voz. De su frente surgían dos cuernos de carnero, enroscados hacia arriba mientras enmarcaban su rostro afilado. Su cabello era muy negro, su corona estaba hecha de piedras preciosas, y su cola era distinta a las de las sirenas de la Isla de Man. Las de esta mujer no parecían de serpiente marina, sino de mantarraya; incluso terminaban en una pequeña aleta que se asemejaba a las de las rayas, pero más pequeñas y estilizadas.

—Dile que eres una pana, cachorro, quizá eso te ayude —sugirió Paerbeatus, pero Elliot dudaba mucho que aquella gente tuviera buen sentido del humor.

—Seguro es un espía de la tribu de la superficie, señora. Hay que matarlo cuanto antes —intervino una sirena morena y rubia con apremio, mientras Elliot era rodeado por las demás.

—¡No, por favor! No vengo con malas intenciones —intervino Elliot con un pensamiento fuerte.

Iudicium aplicó su poder y desnudó la mente de Elliot del hechizo para que su voz se liberara y sonara clara. Si bien ninguna de las sirenas entendió sus palabras, todas lo voltearon a ver con odio en su mirada.

—Por favor, sólo permítanme explicarme... ¡por favor! —insistía Elliot.

Iudicium se ofreció a traducirle mentalmente, y después de que Elliot repitiera sus palabras según las indicaciones del espíritu, todas las sirenas comenzaron a murmurar. Todas menos la Reina, aquella bella mujer sentada en su trono, quién lo veía con indiferencia absoluta.

Por alguna razón, el fijarse en ella le hizo darse cuenta de que todas las sirenas que había en el lugar eran mujeres; no había ningún tritón a la vista.

Tras un minuto de espera y deducción, la Reina Marala habló:

—Desháganse de él —ordenó con fastidio.

Inmediatamente un grupo de sirenas tomaron a Elliot por los brazos con tanta fuerza que Elliot pensó que se los fracturarían. Para ellas su grito de dolor apenas fue un puñado de burbujas escapando bajo el agua. De pronto, la voz de otra mujer resonó sutilmente por el salón entre tanto alboroto. Elliot la escuchó bien...

—Sería una muy mala idea dejar pasar una oportunidad como esta, Marala... Especialmente cuando vino nadando hasta tu propia casa.

Entre las sombras de la gruta, desde un pasillo ubicado a pocos pasos del trono, apareció la dueña de aquellas palabras. Su vestido era morado y estaba bordado con muchas piedras preciosas; sus labios iban pintados de rojo aún en el fondo del océano, y su cabello oscuro iba elegantemente amarrado en una trenza. Ella también llevaba una corona: una de perlas y cuentas, junto a un cetro de oro en el que se veía el símbolo de las serpientes gemelas de las cartas del tarot, además, por supuesto, de un par de ojos profundamente morados...

—¡Tst, Elliot! —dijo Paerbeatus—. Esa es la mujer que te estaba esperando...

—Marala, este es el niño del que te había hablado...

—¿El de la profecía? —preguntó la Reina sorprendida.

—Así es, Marala —dijo volteando hacia Elliot con aire místico—. Él es el explorador que tanto has estado esperando...

─ ∞ ─

«Presta mucha atención, explorador. Las sirenas no suelen ser muy pacientes con los humanos que digamos», dijo el espíritu de ojos morados:

En la isla que conoces como Sentinel del Norte, cohabitaban en paz hace no muchos años las sirenas y los humanos. Toda la isla era un ecosistema que se desdibujaba con tranquilidad entre los bordes del Otro Mundo y la realidad. Así fue hasta que un tritón llamado Daksh, atacado por un enorme influjo de rencor, decidió conspirar contra la legítima Reina Marala.

Daksh era el marido de la Reina. Por tanto, era también el rey consorte de la isla. Sin embargo esto no le hacía gracia alguna. A pesar de que tanto Marala como Daksh habían estado enamorados durante su juventud, cuando el padre de Marala murió y le heredó el trono, los roces entre ambos comenzaron a surgir. Daksh exigía ser tratado con igual legitimidad en el trono y no como consorte. Marala, por su parte, respetaba las tradiciones milenarias y reafirmó su posición como única reina legítima.

Pero, aunque ambos discutían sobre asuntos de poder, ella todavía amaba a su marido, y por lo mismo, en un intento de complacerlo, decidió nombrarlo Emisario de Sentinel ante la cumbre de los Reinos Índicos. Muchas dicen que fue esto lo que causó el posterior cambio de actitud en Daksh; mismas que dicen que fue entonces cuando el Rey comenzó a codearse con los otros reyes y tritones del océano que su resentimiento y envidia por el trono creció y creció hasta nunca parar. Así fue hasta que un día regresó a Sentinel junto apenas un puñado de tritones y un ejército de criaturas marinas para destronar a Marala.

La batalla fue cruenta y muchas murieron, pero por más cruel que fuera Daksh, su intentona no funcionó. Casi nadie, incluyendo a los tritones de Sentinel del Norte, le ofrecieron apoyo. Cuando la insurrección hubo terminado y el control de Daksh sobre las criaturas del mar había cesado fuera por muerte o por debilidad, fue rápidamente apresado por las guerreras de la Reina. Su armonía estaba muy agotada.

Daksh rápidamente pasó a ser un paria. La sociedad presionaba para desterrarlo de la isla. Marala estaba muy afligida: su propio marido la había traicionado, y todo únicamente por una silla que confería "poder" sobre otros y otras. Después de pensarlo durante varios días, a la reina no le quedó otra opción que encerrar a quien había sido el amor de su vida bajo máxima vigilancia por parte de la única otra persona en la que podía confiar: su hermana y princesa Mireia, confiando en que esta le sería leal, como nadie nunca antes hasta ahora, le había sido de vuelta.

Poco esperó Marala que Mireia y Daksh terminarían enamorándose, y que una vez más, una traición se ceñiría sobre ella. En una noche solitaria mientras la reina dormía en sus aposentos —una de esas en las que el océano está más tranquilo y silencioso que de costumbre—, Mireia robó las llaves del calabozo para permitir que Daksh escapara hasta la gruta central de la isla. Misma por la que entraste tú, explorador... Y una vez allí, consumaron un ritual prohibido para todas las sirenas y tritones del planeta entero conocido como el ritual de transfiguración.

Cuando el ritual estuvo completado, Mireia había muerto —se había sacrificado por su amante—, y Daksh había combinado sus cuerpos en uno nuevo, uno humano, uno que le permitiría tener cuerpo de hombre y armonía de tritón; es decir, uno con todo el poder necesario para dominar la superficie de la isla y vengarse de Marala, intentando una y otra vez derrocarla desde afuera del agua.

Fue así que todas las mujeres de la isla fueron rápidamente manipuladas y puestas en contra de sus pares masculinos. Tras una semana de matanza ya no había más hombres en Sentinel. Daksh era el único de ellos; con ayuda de Mireia había logrado satisfactoriamente poner a las mujeres contra todo aquel que supusiera una amenaza para sus planes. Su armonía le permitió controlar a voluntad los deseos de las humanas, y así, controlando a las nativas, se hizo rey a sí mismo, como si el profeta de un culto se tratara.

Ahora las nativas son su ejército, sus amantes, las madres de sus hijos. A los varones los mata y sólo deja crecer a las hembras para su propio provecho. Tiene tres décadas haciéndolo. La población de la isla va en aumento desmedido y si no se controla, eventualmente pondrá en peligro la ecología local. Además, Daksh también caza a las sirenas, hijas de la Luna y urgidas de su luz por las noches; cada vez que las sirenas salen a buscar luz en el lago afuera de la gruta para reabastecer su armonía, son capturadas por Daksh, quien las devora en banquetes profanos para mantener fuerte su energía.

Ahora, explorador, ¿puedes intuir cuál será mi petición? El equilibrio de la isla se ha roto. Daksh lastimó el balance con sus deseos insaciables por más, fuere más poder, más amor, o más deseo. Mi petición es más que una tarea espiritual; es algo que te pido como amiga de Marala y de las sirenas de esta isla en la que he vivido poco más de un siglo. Si quieres que vaya contigo, deberás poner en orden las cosas antes de marcharme...

Para jurarte mi lealtad deberás cumplir tu rol en mi profecía y restaurar la armonía y el equilibrio de Sentinel del Norte, y deberás hacerlo sin dañar a una sola ni uno solo de sus habitantes: Daksh es el único culpable de toda esta tragedia, y su futuro no puede quedar impune... ¿Está claro?

En donde hay sólo mujeres, deberás traer de vuelta a los hombres; y en donde los hombres usurpan con injusticia, deberás luchar porque las mujeres sean libres. En donde el deseo garantiza la aniquilación del suelo, deberás garantizar la paz necesaria para evitar que una isla se hunda por su propio peso como una mar infinitamente honda y compleja y a la vez lo suficientemente superficial como para poder caminar sobre él... Ya lo sabes: esta es el ancla que ata mi nombre al tuyo, explorador.

No temas a poner las cosas en su sitio.

─ ∞ ─

Un hombre de traje pateaba balones hacia la portería. Una mano estaba en el bolsillo de su pantalón, mientras que la otra sostenía el teléfono por el que hablaba despreocupadamente. Los asientos azules lo recibían con suntuosidad. A uno de los lados, se leía «FRANKFURT» en letras blancas, a la vez que todo el estadio era iluminado en una intensa luz. Su saco yacía sobre la grama, a unos pocos metros. Se había puesto cómodo para poder moverse con más facilidad. Atrás, otro hombre llegaba. Desde la distancia los dos se veían prácticamente iguales: dos manchas blanquinegras, dos hombres de piel blanca y cabello marrón, con camisas planchadas y pantalones de gabardina. El recién llegado trató de pasarle un balón con su pie al otro, pero su puntería no era buena, y el pateador tuvo que perseguir el balón para atraparlo. Aun en zapatos de cuero, era hábil con los pies.

—Ah, no me juzgues —comentó el recién llegado—. Ya sabes que los americanos nunca hemos sido buenos con el soccer...

Fútbol —corrigió el pateador—. Scott, ¿cómo estás?

Después de acomodar el balón con el pie, se acercó hasta el director del Instituto Saint-Claire para darle un abrazo.

¿Es ése Scott? —preguntó la persona al otro lado de la línea; era una voz ligera y un tanto alegre, un poco carrasposa, que denotaba algo de vejez.

—Sí, lo es.

—Bien, Wolf... ¿y qué hay de ti? —contestó Monroe—. ¿C al teléfono...?

—Ajá —gesticuló Grimm entre una conversación y la otra—. No mucho. Ha sido una semana de mucho trabajo y quería relajarme un poco... Espera, déjame que active el altavoz...

Tras teclear la función, la voz en el teléfono pasó a unirse al eco del estadio.

—Con esta vista yo también lo haría —dijo Scott—. Incluso aunque no admire el deporte...

Wolfgang Grimm ladeó una sonrisa.

—¿Quién dijo que el fútbol era un deporte? —contestó.

—Supongo que millones de soñadores en todo el mundo —dijo la voz al teléfono.

Tras un breve intercambio de anécdotas y comentarios entre los tres, una extravagante mujer de piel blanca, cabello azul pálido y liso, corto hasta las orejas, vestida con un elegante conjunto empresarial que no era más que un blazer azul marino, una camisa blanca y una falda, llegó empujando un carrito de comida y se acomodó a un lado de ellos.

En la superficie de la mesa había dos copas vacías junto a una botella de champaña helada. Junto a ella venían dos hombres, cargando cada uno una cómoda butaca de gamuza para que los hombres se sentaran... Después de que lo hicieran, la mujer les acercó las copas y les comenzó a verter el champán de manera ritualista, casi como si se tratara de una ceremonia de té. Todo aquello lo hacía servicialmente sin decir una sola palabra.

—Wolfgang y Scott... —decía el teléfono—. Ah, mis buenos amigos.

—Quién escuchara hablar al Señor Pantallas —comentó Scott socarrón mientras reía junto a Wolfgang.

—Ahh — la voz se unió con sarcasmo—. ¿Acaso no es verdad? Díganme, muchachos.... ¿Quién está del otro lado de la pantalla? ¿Ustedes... o yo? Scott, esta es para ti...

Scott Monroe aplaudió con emoción perezosa, como si estuviera desahogándose con un buen par de amigos tras un día largo de trabajo.

—Ah, C, vamos... No me pongas a forzar la cabeza tras un día muy intenso, ¿quieres?

Wolfgang entornó los ojos con risa y entendimiento al mismo tiempo mientras reía acomodado.

—Ni que lo digas —y lentamente le dio otro trago a su copa—. Mi día también fue insoportable...

—Bah, malditos vagos —contestó el teléfono—. Dime, Scott, ¿no es obvia la respuesta cuando estás tras los bastidores de mi show favorito? ¿Tú, Wolf? Cómo va todo, por cierto...

—Pff, ¿en serio necesitas que te lo diga? —contestó Monroe con sorna—. Aguántate un poco y bájale a la emoción. Todo va de maravilla.

—¿En serio? ¿Eso es todo?

—Viejo, en serio... El otro día estabas cagándote en los pantalones de la felicidad, déjame respirar...

La risa inundó con violencia los parlantes del teléfono. Tras un intercambio de chistes morbosos entre los hombres sobre la mujer que les servía los tragos a mitad del estadio, Wolfgang tomó la palabra:

—Amigos, lamento ser un aguafiestas, pero debo apurarme —dijo—. C, te tengo buenas noticias...

—A ver, te escucho.

—Todo está listo para la fecha que pediste —dijo—. Sabemos que uno de los contactos principales del Señor Mage es una agente de O.R.U.S. Excelso llamada Aster Kiar, por lo que el enlace está listo. Le haremos pasar la información sin que se entere. Pronto tendré a tu chico en ese avión. En fin, no sé cómo lo haces, pero si lo logras, será todo un espectáculo...

—Wolf, ya sabes que esa es mi área —intervino Scott Monroe con autoridad e ironía a la vez.

Al otro lado del teléfono, la voz reía y aplaudía.

—¡Bravo, bravo! Me alegra mucho —exclamó entusiasmada—. Pues nada, Wolfgang, ya sabes cómo es todo esto... Y si no me crees, apostamos un poco para hacerlo divertido. Sobre el proyecto, tú sólo encárgate de hacer los movimientos; yo pongo el tablero.

Monroe, tras un descanso de las risas, continuó con una súbita voz de concentración en alguna idea recién surgida:

—Por cierto, C, ya no necesitas al mercenario, ¿verdad?

—Ah, ni me lo menciones, Scott. Me tiene los huevos prensados...

—Pues mira qué casual... Del tipo de casualidades que no ocurren todos los días —respondió el director del instituto Saint-Claire—. El asunto es que tengo una idea... ¿Por qué no me lo prestas por un rato? Tomará un poco de tiempo lo que quiero hacer, pero con paciencia le puedo dar otra vuelta de tuerca y extenderle un poco la vida útil. Con todo lo que ha ocurrido últimamente tengo buen material...

Al principio la voz se escuchó más fastidiada que dubitativa, pero tras un minuto de pensarlo entre comentarios jocosos y algunos más de insistencia, terminó por ceder.

—Lo que sea...

—Genial, viejo... No te arrepentirás —contestó Monroe—. Wolf, nada más salgas de aquí necesito que hagas espacio en el avión para mi hombre.

—¿El armador?

—Sí, el mismo, Lacrosse...

La voz en el teléfono se escuchó emocionada.

—Ah, veo que te ha servido bien —comentó—. ¿Qué es lo que tienes en mente...?

—Nah... Tendrás que esperar para verlo. ¿Cuál es el punto de arruinarte la sorpresa de todos modos?

Una vez más, aplausos y risas. Wolfgang echó otro trago a la copa antes de revisar su reloj.

—En serio se me está haciendo tarde —dijo mientras se acomodaba para levantarse de la silla—. Elizabeth llega mañana temprano y quiero recibirla personalmente.

Monroe sorbió de su copa con pesadez, acompañando el trago de una fuerte calada de su cigarrillo.

—En fin, sobre el chico... Noah —continuó Grimm—, no tienes nada de qué preocuparte. Todo está bajo control. Ahora, caballeros, si me disculpan...

—Bravo, Wolfgang... ¡Bravo! —dijo la voz a modo de despedida—. Dale mis saludos a tu mujer y a tus hijas...

—Con gusto —contestó Grimm mientras recogía su saco del suelo y lo descansaba sobre su hombro.

Monroe y el hombre al otro lado de la línea quedaron a solas en el estadio. La conversación continuó en un ritmo casual e incluso errático, hasta que finalmente volvieron al tema del que originalmente estaban hablando:

—Noah hará un buen trabajo... No te preocupes. Después de todo, es uno más de nosotros.

Una risa escandalosa precedió la despedida.

—Tú eres el genio, Scott. Sabes cómo son estas cosas, en fin, tú también cuídate...

—Igualmente, C...

Scott Monroe dejó que el cigarrillo se acabara entre sus dedos. Cuando ya no era más que la colilla desgastada y hedionda a tabaco, la lanzó sobre el asiento del que acababa de levantarse y, al igual que Wolfgang Grimm, comenzó a marcharse lentamente del campo del estadio. La voz volvió a sonar una vez más, pero esta vez no era para dirigirse a ninguno de los hombres, sino a la mujer de pie a un lado escuchándolo todo.

—Señorita secretaria número siete, cuando quiera.... La estamos esperando para dar inicio a la fiesta.

Acto seguido, una puerta morada apareció en medio de la cancha. La mujer reaccionó casi instintivamente y sonrió regocijada. Hizo una señal para que los asistentes se encargaran de ordenar los sillones y la mesa con champán. Cuando ya se habían retirado los rastros de la reunión y el estadio quedó nuevamente vacío e inmaculado, se apresuró a cruzar la puerta con una enorme sonrisa, casi maniática, plasmada en su mirada. Justo después, la puerta desapareció.

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