Capítulo 52: Medio mundo de distancia

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Elliot se aferraba al asa de su maleta con mucha fuerza. Era de noche y la calle estaba completamente desierta mientras se acercaban a la entrada, o por lo menos eso era lo que parecía. Una niebla espesa y blanca lo cubría todo y la luz moribunda de la farola de la esquina apenas podía atravesar el manto brumoso. Cuando el chico fijó sus ojos en ella, esta parpadeó trémula, con ganas de dejar de funcionar y sucumbir.

—¿Listo para entrar? —preguntó Madeleine con una sonrisa en sus labios mientras Elliot la veía como aturdido.

Tuvo que parpadear varias veces antes poder contestarle.

—Y-yo...

—Dejen de perder el tiempo y entremos de una vez —protestó Pierre arrastrando su maleta hacia la puerta de entrada—. Si seguimos así nos van a quitar las mejores habitaciones...

Elliot levantó la mirada para leer escrito en brillantes luces de neón anaranjadas la palabra «HOTEL»; era el cartel lateral en la entrada del edificio.

—Ya, ya, ya, es increíble cómo llevando apenas dos minutos aquí ya te estás quejando —dijo Colombus apoyando sus manos contra la espalda del chico rubio para empujarlo—. ¿Quieres una galleta?

—Por enésima vez, gordo, ya te dije que no quiero la galleta... ¡Cielo santo!

Madeleine volvió a capturar la atención de Elliot con una sonrisa:

—¿Vamos? —preguntó de nuevo.

—Sí —contestó él, tratando de sonar seguro de sí mismo.

Sin embargo, su respuesta fue más un suspiro; sus pies caminaban guiados por la mano de Madeleine, quien iba justo adelante.

—¡Ya vas a ver cómo nos vamos a divertir en este viaje! —le comentó ella risueña mientras sus ojos verdes brillaban con auténtica emoción.

Sus pies subían por la escalinata de piedra de la entrada. Rápidamente los cuatro amigos se deslizaron en el mar de tinta sólida que era el suelo de aquel hotel tan extraño.

—Esto, definitivamente... ¡es lo que me merezco! —comentó Colombus satisfecho apenas entraron; acto seguido volteó a ver a su mejor amigo y preguntó—: ¿Qué piensas tú, viejo?

Por instinto, Elliot sospechó, y al hacerlo, le pareció que todo en el lugar se sacudió por un instante.

—¿Por qué arrugas la frente así? —inquirió Colombus, extrañado por la reacción de Elliot—. No me digas que no te gusta el sitio.

—Pff, no lo culpo —intervino Pierre—. Es una pocilga...

Y tras decir aquello, caminó hasta la fuente central y se asomó para ver la claraboya del techo por la que se colaba la luz de la luna.

—Muy deprimente para mi gusto.

Elliot quiso responder, pero antes de que él o alguien más pudiera hacerlo, el sonido de un tintineo se coló en el aire desde una pequeña campanilla cercana. Cuando el chico se giró, sus ojos azules se tropezaron con un par de ojos de color ámbar profundo que le sonreían con complacencia.

—Bienvenido otra vez, señor Arcana. Su habitación está lista...

La memoria le fallaba un poco, pero estaba seguro de haberla visto antes. Iba vestida con un traje de botones por lo menos dos tallas mayores de lo que debería, y su voz era amable, tranquila y servicial. En una de sus manos enguantadas de blanco pendía la campaña responsable de haber capturado su atención.

—¿Mi habitación? —preguntó Elliot confundido—. ¿Me... estaban... me estaban esperando?

De inmediato sintió cómo la piel se le calentaba y la lucidez volvía a sus pensamientos ahora que estaba lejos de la bruma.

«Yo... yo... conozco este lugar...».

—Como siempre —asintió la chica acomodándose la gorra del uniforme sobre su cabello oscuro para luego sonreírle con soltura—. Hemos estado esperando siempre por usted...

Elliot asintió nervioso, pero cuando se volvió para hablar con sus amigos, no los encontró por ninguna parte. No quedaba nadie más que él y la chica botones en medio aquel suelo negro y pulido. Una vez más, se escuchó el tintineo, y acto seguido, una risita muy sutil. Elliot se giró otra vez con brusquedad para verla menear con soltura la campanilla entre sus manos sin dejar de sonreír.

—Su habitación, como siempre, es la numero ∞, ubicada en el último piso...

—¿Númer...?

Pero aunque el extraño sonido de aquella palabra impronunciable lo había sacudido, fue otro estruendo el que lo removió de su sitio y lo despertó de su sueño, sobresaltado, en medio de un brinco. No pasó mucho hasta que las imágenes de todo lo que acababa de ver comenzaron a borrarse lentamente de su cabeza para reemplazarse con nuevas dudas: unas que por suerte se responderían mucho más rápido y sencillo.

—Lo siento —se disculpó Colombus.

Elliot volteó a verlo atrapado aún en el sopor del sueño. Ambos estaban en su habitación compartida del Evergarden Babylon, el hotel que hospedaba la excursión navideña de los Apollinaires y Leclères del Instituto Saint-Claire desde ese mismo día, 15 de diciembre de 2019.

—El viento me arrancó la puerta de las manos —añadió; venía justo del baño.

—Espera, Colombus, yo...

Colombus se detuvo. Elliot, al ver la molestia en el rostro de su amigo, se apuró en decir lo que le preocupaba. Todo el asunto de la desconfianza y los problemas de la búsqueda de las cartas seguían tal cual como horas atrás, antes de montarse en el avión desde el aeropuerto internacional de Rennes.

—¿Acaso... no me piensas disculpar?

Su mejor amigo suspiró.

—No hay nada que hablar, Elliot —dijo con pesadez y sequedad—. Mejor termina de despertarte para que bajes, ¿sí? Mady y Pierre nos están esperando en el restaurante del hotel. Qué malo por el jetlag, ¿verdad?

Y sin más demora abrió la puerta y salió de la habitación, dejando a Elliot solo con sus pensamientos en el cuarto.

A su alrededor estaban las maletas, aun empacadas, tanto suyas como de Colombus. Aunque quería pensar en el sueño que acababa de tener, Elliot prefirió desempacar por ambos y ordenar cada cosa en su sitio, acomodándolo todo en los closets y compartimientos que había repartidos en la habitación.

─ ∞ ─

El hotel era lujoso y bonito, con un aire antiguo que le daba una vida ciertamente rejuvenecida, y, aun así, Elliot sentía que había algo raro en el aire.

—¡Bus, espera! —dijo a la vez que salía corriendo del cuarto y se colocaba una chaqueta de cuero marrón.

Aunque habían pasado ya varios minutos, diez, para ser precisos, a Elliot no le costó mucho encontrar a Colombus por los pasillos del hotel. Justo en el piso donde les había tocado habitación a los dos había una máquina dispensadora de chucherías con la que su amigo parecía haber estado divirtiéndose.

—Espera, por favor —dijo Elliot a medida que llegaba a su lado.

Colombus estaba sentado en el pequeño recibimiento frente al ascensor, cerca de las máquinas y un revistero desde el que podían encontrarse revistas norteamericanas de todo tipo. Colombus ya había encontrado una de sus favoritas, especialmente porque tenía a su crush eterno, Sweet Mia the Illusionist, en la portada...

—Je, ya te estaba esperando, Elliot... No sé qué más quieres que espere —contestó algo seco.

—Viejodijo Elliot, y su voz sonó tan suplicante que Colombus terminó por soltar un largo suspiro antes de darle una mirada fastidiada.

—¿Qué?

Sin más demora, se levantó del sofá, tomó los chocolates, las gomitas y un par de caramelos, todo junto a la revista, y apretó el botón para llamar al ascensor y bajar junto a Elliot hasta el lobby.

—¿Todavía sigues molesto conmigo? —dijo Elliot—. Ya me he intentado disculpar contigo de todas las formas posibles. No sé qué más hacer o qué quieres que te diga...

Sus ojos azules estaban puestos sobre los de su amigo, que estaban más negros que nunca. Estaba aguantando la respuesta con tanto esfuerzo que apenas pestañeaba. Tan sólo lo veía.

—¿Bus?

—No, no estoy molesto contigo. Ya entendí que sólo quieres tu espacio, y eso es lo que estoy haciendo: dándote tú espacio.

—Me estás evitando...

Whatever, da lo mismo, ¿no? Al final estás solo como tanto te gusta.

—Pero —exclamó Elliot ansioso—, eso no es justo...

Sin embargo, aunque Elliot quería explicarse una vez más (con alguna mentira, claro), Colombus lo interrumpió con la rapidez de un ninja en un gesto de silencio para tomar la palabra.

—No soy tonto, Elliot —dijo—. Sé que te escapas por las noches, además de que siempre te desapareces, tu humor cambia de manera muy extraña, y andas por ahí ocultando todo el tiempo moretones. Eso sin contar que por más que intentes negarlo, se te ve de lejos que apenas duermes. No estoy ciego. Puedo ver claramente a mi alrededor, especialmente cuando vivo contigo...

—Pero... no es lo que tú crees, es...

—No pasa nada, no me debes explicaciones.

—Pero, al menos intenta entender, ¿sí?

—¿Qué cosa?

—Que... te lo explicaré todo apenas pueda, lo juro.

Colombus mantuvo la misma mirada de recelo en los ojos hasta que el ascensor llegó.

Apenas las puertas de aluminio se abrieron, ambos entraron. Estaban solos, rodeados por sus reflejos en los espejos a los costados. Aunque hubo un corto silencio al inicio, Elliot lo rompió rápidamente retomando el tema de conversación.

—Sólo necesito que confíes en mí, Bus. Es una promesa, ¿sí? Te juro que lo explicaré todo apenas halle la manera... ¡Y no es que no confíe en ti! Es sólo que... Todavía no puedo decirte nada —dijo mientras le daba la espalda—. Es muy complicado, y además sería peligroso para ti.

No hubo respuesta alguna. Elliot sabía lo asustadizo que era su mejor amigo, por lo que no quería alarmarlo mucho con alguna referencia a la aventura de las cartas. Pero quería decirle algo, así fuera algo insignificante, con tal de hacerle entender al menos un poco la situación. Colombus, en vez de reaccionar, incluso con miedo, tan sólo contestó escuetamente:

—Vale.

Elliot volteó a verlo para tratar de obtener algo más de información en su mirada, pero no encontró nada. Su mejor amigo estaba verdaderamente desinteresado con el tema. Por ello suspiró, y fue casi como si se le fuera en el alma entre los labios. Tras varios segundos de silencio, volvió a hablar:

—Lo siento, Colombus. De verdad lo siento mucho... Y sólo quiero que sepas que mantendré mi promesa aunque no me creas. Lo juro. Pronto te ayudaré a entender todo esto... y hasta entonces, nunca olvides que eres mi mejor amigo, ¿sí? Sólo... confía en mí.

Ahora sí, Colombus volteó a verlo. En sus ojos estaban plasmadas las ganas de recuperar los viejos tiempos, como si nunca hubiera cambiado nada... Si bien, era así, aunque no hubiera forma de explicar lo disímil entre los caminos de ambos, o aunque el tiempo no pudiera detenerse o rebobinarse como una película de los noventa.

—No pasa nada, Elliot —contestó Colombus.

Las puertas del ascensor se volvieron a abrir y fuera de ellas apareció el vestíbulo de madera, ladrillos rojos y suelo alfombrado del hotel.

—Con que me prometas que te vas a cuidar y que no te vas a morir, yo me quedo tranquilo.

—Pues... te lo prometo —contestó Elliot enseguida.

Colombus le sonrió con autentico afecto. Elliot, casi por instinto, le dio un abrazo. Aquello sorprendió alchico regoredete, puesto que Elliot Arcana nunca había sido de abrazar a la gente, pero tal y como estaban las cosas, sí que había lugar para un abrazo, al menos, que ayudara a calmar la tensión entre ambos.

—¿Ya son pareja oficialmente? —dijo Jean Pierre alcanzándolos cerca del ascensor—. Siempre sospeché que terminarían así, no me sorprende.

—No te pongas celoso, Pierre, todavía tengo espacio para ti en mi harem —contraatacó Colombus—. Hay Colombus para todos.

Pierre no respondió nada que le echara más leña al fuego, pero sí le mantuvo una mirada de inconformidad a la vez que su frente se arrugaba con desagrado.

—Como sea, Mady nos está esperando en los muebles de la recepción. Andando...

—¡Sí, cariñito, como tú digas! —contestó Colombus zalamero—. ¡Todo con tal de que dejes de hacer esas muecas con la cara, no quiero que te vayas a arrugar tan pronto...!

Y justo entonces venía pasando un grupo de señores y señoras junto a ellos, y todos se les quedaron viendo a los tres chicos con cara de asombro absoluto y reprobación. Jean Pierre estaba tan apenado que de inmediato comenzó a disculparse ante ellos. Cuando terminó, volteó a ver a Colombus con llamas en los ojos:

—Te voy a matar, gordo. Júralo que un día de estos amaneces muerto.

─ ∞ ─

Lámparas de araña colgaban del techo. El vestíbulo tenía un estilo muy señorial, algo parecido a los años veinte, que Elliot no pudo evitar comparar con el de las películas de cine noir. Había cuadros en las paredes, suelo alfombrado, sillones de terciopelo mostaza y vasijas con plantas exóticas. La gente iba y venía conversando alegremente mientras de fondo se escuchaba la delicada melodía de un piano y un saxofón. Madeleine aguardaba en el sofá hablando por teléfono. Cuando vio que los chicos venían en su dirección, se apresuró en terminar la llamada para recibirlos.

—¡Chicos, por fin despertaron de la siesta! —exclamó—. Mi papá les manda saludos a todos.

Llevaba el cabello suelto sobre los hombros y la bufanda al cuello.

—¿Están listos para comenzar? ¡Tenemos muchas cosas que hacer antes de navidad!

—Ay no, Mady, ¿no puedes esperar a que al menos terminemos de llegar? —refunfuñó Pierre mientras se acomodaba su propia bufanda y revisaba su reloj de bolsillo—. Apenas son las cuatro y media de la tarde y es solo el primer día...

Colombus bufó.

—¿Qué? ¿No has terminado de ajustar tu reloj al horario local? —comentó burlón—. Loser...

Jean Pierre le sonrió falsamente mostrándole el dedo grosero.

—Chicosdijo Madeleine con voz de regaño—. Estamos en New Orleans, una de las ciudades más mágicas del mundo en un sentido muy literal. ¡No me pueden decir que soy la única que está emocionada! Tenemos que aprovechar el poco tiempo que vamos a estar aquí para disfrutar al máximo. Aparte, las compras navideñas no se van a hacer solas...

—¡Sí, Elliot! ¡Yo quiero un reno para jugar ajedrez con él! —exclamó Paerbeatus apareciendo justo al lado—. Son fenomenales compañeros de ajedrez, ¿lo sabías?

Pero aunque Elliot quería reírse con el comentario, no quería que Colombus lo volviera a ver raro, por lo que se decidió a ignorar en la mayor medida posible todo lo relacionado con el tarot, al menos por los momentos, en presencia de sus amigos.

—Más tarde hablamos —le contestó Elliot telepáticamente.

Paerbeatus continuó diciendo un montón de cosas sobre gallinas que jugaban damas chinas y la comparación entre estas y los renos que jugaban ajedrez, pero cuando iba a proseguir con su disertación sobre quién tenía más posibilidades de derrotar al otro en un show-off, se detuvo.

Elliot lo observó distraído; seguía hablando con sus amigos, algo contrariado, pero aunque por un lado estaba aliviado de que su amigo espiritual se hubiera callado, por el otro se sorprendió. Paerbeatus apenas lo notó, habló una vez más:

—Sólo quería dejar plasmado mi deseo —dijo cariñosamente y por lo bajo—. Como ya le diste una pájara al loco de Senex y a mí me negaste el delfín bebé la última vez... pues... ¡es sólo para que no lo olvides!

Elliot volvió a centrar su mirada en sus amigos a la vez que respondía mentalmente:

Parby...

Ya, ya... me iré a explorar los alrededores a ver si veo algo lindo para Recordatorio...

Y aquello bastó para que el espíritu se marchara, dejando a Elliot solo con sus amigos en el lobby del hotel

—No quiero sonar perdido, chicos, pero no estoy entendiendo nada —dijo de inmediato en voz alta.

Mady volteó a verlo apenada.

—¡Por Dios, es cierto Elliot! ¡Esta es la primera vez que vas a pasar navidades con nosotros!

Y sin más, se le lanzó encima para darle un abrazo apretado que no alcanzó ni los cinco segundos, porque Pierre, sin mucho disimulo, lo interrumpió apartando a su mejor amiga de Elliot.

—Sí, sí, bueno, ya, tampoco es para tanto... verdad, ¿gordo?

Todos fijaron sus ojos en Colombus, quien se les quedó viendo sin saber qué decir y con cara de atolondrado.

—¿Por qué me lo preguntas a mí? Mi cuerpo está acá pero mi mente sigue durmiendo plácidamente en el castillo en Francia —atinó a decir antes de sacar una galleta de su bolsillo para comerla.

Elliot seguía con cara de perdido. Madeleine, al notarlo, se explicó:

—Lo que pasa es que Jean Pierre y yo intercambiamos regalos todos los años durante la Nochebuena. Es una tradición en mi familia, pero como mi hermano es mucho mayor que yo, cuando apenas conocí a Pierre lo abduje, por así decirlo —río—. Desde entonces lo hemos hecho todos los años sin falta...

—Y el año pasado fue mi turno de ser abducido por la nave nodriza —añadió Colombus al instante—. Como lo pasamos en Portugal...

Jean Pierre bufó al recordar aquello.

—Pff... Algarve, New Orleans... No sé cuál es el empeño del instituto de traernos a ciudades costeras en pleno invierno. Es una estupidez —protestó en medio de un suspiro de frustración.

Pero, de pronto, una voz grave aunque afable, y absolutamente inesperada, lo hizo arrepentirse gravemente de haber dicho aquello:

—Lamento que piense eso de nuestra selección turística, señor Blandor, pero le prometo que lo anotaré y lo tendré en cuenta para las festividades del próximo año...

Era el profesor Rousseau, quien se había acercado a ellos tan sigilosamente que ninguno se había dado cuenta de su presencia hasta que habló. Sus ojos ambarinos eran de un bonito tono dorado algo opaco en el momento.

—¡No, profesor yo no...! —intentaba disculparse Jean Pierre, pero el profesor negó lentamente con la cabeza al tiempo que levantaba la mano para hacer un gesto de suficiencia; en sus labios se dibujó una sonrisa amable.

—No tiene por qué disculparse, señor Blandor. La verdad es que yo también pienso que verano sería una mejor estación para disfrutar de ciudades como esta —comentó risueño—. Ciertamente, aquí donde me ven, soy alguien que prefiere más el desierto que la nieve.

—¡Desierto, nieve! —sopesó Colombus moviendo ambas manos como si quisiera hacer equilibrio—. Mejor playa... que sería como desierto, pero con nieve derretida...

Louis Rousseau no pudo evitar soltar una carcajada.

—¡Ah, señor Cretu, cómo envidio su creatividad y la facilidad que tiene para pensar fuera del molde! —dijo haciendo que Colombus inflara el pecho con orgullo.

—Pues... Qué le puedo decir, profesor. Aquí donde me ve, esto cuerpo no es sólo belleza....

Mady soltó una risita alegre y encantadora ante la ocurrencia de su amigo. Elliot, por poco, se sonrojó al ver cómo sus ojos verdes se entrecerraban con dulzura. Pierre, irritado por las «impertinencias de Colombus» ante el profesor, abrió la boca una vez más para dar rienda suelta a su sarcasmo.

—Por supuesto que no, también es grasa... evidentemente.

Si bien el profesor estuvo a punto de intervenir, al notar la indiferencia y soltura de Colombus por los comentarios hirientes de su amigo, se limitó a llevar sus manos al mentón y sonreír con atención.

—¿Ve cómo lo carcome la envidia, profesor? —comentó Colombus—. Qué pena.

Todos a excepción de Jean Pierre, quien estaba rojo de la vergüenza, reían con la situación.

—Pues me causa mucho placer ver a la juventud disfrutar del regalo de la inocencia —comentó el profesor despreocupadamente, ya dejando de reír, mientras sus ojos se fijaban de manera fugaz en Elliot antes de volver a hablarle a todos—. No quisiera interrumpirlos, pero me preguntaba si sería posible que me prestaran a su amigo Elliot por un par de minutos. Prometo que se los devolveré lo antes posible para que sigan con su conversación de regalos navideños.

Madeleine, Colombus y Jean Pierre asintieron algo confundidos, sin muchas razones para oponerse a la petición del profesor. Al instante, el viejo Lou tomó a Elliot confiadamente de los hombros y lo encaminó a un rincón lejano del vestíbulo para hablar a solas.

—¡Estaremos en el restaurant! —dijo Mady mientras veía a Elliot alejarse con Rousseau.

Elliot miró hacia atrás y la observó caminar mientras Colombus le devolvía una mirada de confusión.

—Necesito que me escuches con mucha atención, Elliot, porque lo que estoy a punto de decirte es algo muy grave. Espero que tú más que nadie sepas entender la situación... tratándose de alguien que sé que conocías bien.

Aquellas palabras tan sombrías y repentinas salidas de los labios del profesor trajeron de golpe a Elliot a la realidad y alejaron su mente de sus amigos. Cuando Elliot levantó la mirada para ver a Rousseau a los ojos, vio que caminaba sin verlo realmente y con la vista al frente, aun a pesar de tener su brazo alrededor de los hombros del chico de forma paternal.

—No hay forma en que lo que te voy a decir sea más fácil de digerir, así que supongo que solo te lo diré y ya...

Elliot, confundido, esperó la respuesta, pero cuando la escuchó jamás pensó que habría sido algo tan extraño y, de alguna manera, difícil de escuchar cómo le estaba resultando:

—Gil Tate ha muerto...

Pero aunque las palabras habían sido muy claras y directas, había algo raro en ellas, algo que lo hacía sentirse mal de alguna manera. Elliot no sabía qué hacer, o decir, o pensar; estaba aturdido. Si bien nunca conoció bien a la persona cuya muerte acababan de informarle, sí había llegado a confiar en ella, y al menos, llegó a sentir el impulso y las ganas de conocerla, y era quizás por esa precisa sensación de... ¿vacío? que no sabía cómo reaccionar.

Rousseau se detuvo junto a uno de los jarrones donde un arreglo frondoso parecía esconderlos de las miradas indiscretas, y por fin lo miró a la cara. Sus ojos ahora se veían más opacos que antes, y el dorado era casi una sombra en su mirada. Elliot, buscando algo que ver para distraerse, notó las flores en el jarrón, y por alguna razón, pensó que el haber conocido a Tate fue precisamente como esa imagen, pero todo lo contrario.

—Para ser más precisos, se suicidó en su apartamento de Fougères —añadió Rousseau con premura.

Elliot nunca había visto al profesor en una situación tan incómoda y comprometedora. Mucho menos había tenido que compartirla con él. Aunque seguía sin decir nada, cosa que ya Rousseau había notado, las comparaciones entre lo sucedido y cualquier cosa o escena alrededor no dejaban de invadirlo: esta vez pensó en su maestro, en Rousseau, y en lo mucho que llegó a confiar en él, o bueno, a querer confiar en él, cuando estaba recién llegado al Instituto Saint-Claire.

—Encontraron el cuerpo esta madrugada. Cuando no se presentó para la salida del viaje, lo fueron a buscar y fue cuando lo encontraron... Elliot, ¿estás...? ¿Estás bien? No has dicho nada aún.

Elliot guardó silencio por otro par de segundos. Finalmente, tras acomodar sus pensamientos y cesar la lucha contra la necesidad de conseguir así fuera por lo menos un atisbo de entendimiento ante la situación, subió su mirada para guindársela al profesor, y preguntó:

—¿C-cómo... pasó?

—Aún no sé los detalles —respondió el hombre de inmediato.

Pero, quizás por la naturalidad confusa de la situación, o por el hecho de estar aturdido aún ante lo sucedido, una palabra se escapó de los labios de Elliot sin freno ni remedio alguno... Y Rousseau la escuchó con claridad, y no pudo evitar guardar un silencio incómodo.

—Mentira...

Fue baja y sonó casi inocente, frágil. Se había resbalado sin mucha diferencia de un pequeñajo resbalándose por un columpio y raspándose las rodillas. Quizás lo que diferenciaba una situación de la otra era la falta del llanto; uno que convenientemente se había largado, al parecer, y que no tenía intenciones de asomarse de vuelta todavía.

Rousseau se le quedó viendo fijamente.

—Sólo quería darte la noticia porque sé que tú y Tate se llevaban bien, Elliot —dijo—. Gil era mi estudiante en una de mis clases de la Sección Inmaculada. Por eso sé que él habría querido que te lo dijera, y que te tenía en alta estima...

Eso lo soltó al sentir la tensión en el cuerpo del chico. Elliot seguía callado. Apenas había dicho aquellas palabras cuando ya estaba de nuevo encerrado en su cabeza, buscando un por qué a un qué exactamente.

—Por favor, Elliot... te pido que no tomes la situación de una manera imprudente. No sería buena idea arruinar tus vacaciones, ni tampoco las de tus amigos, con noticias tan deprimentes. Esto es lo único que puedo decirte... además de desearte un buen viaje, claro. Si llegaras a necesitar algo, por favor, Elliot... lo que sea que pueda tener alguna referencia a Gil Tate, busca a Mirna Castillo.

Ese nombre le sonaba. Era el de la maestra nueva, la que ocuparía el puesto del profesor Viele; ella era también la supervisora de la sección Leclère, y casualmente, se hallaba de viaje junto a ellos debido al viaje conjunto de las secciones Leclère y Apollinaire. Cuando todo hizo clic en su cabeza, su atención se vio atraída indudablemente por los ojos dorados de Rousseau.

—Mirna estaba ayudando a Gil con un proyecto personal... algo relacionado a su pasatiempo favorito: el teatro. Te lo comento porque días atrás Gil me dijo que te había comentado algo sobre ello, pero —automáticamente se llevó las manos a la cabeza en un gesto de pena—, no recuerdo bien, discúlpame. Ya entonces lo noté bastante mal, y quizás debí haber hecho más como profesor auxiliar de su sección, pero entonces, culparnos por los errores de los demás es como castigarnos por hacer lo correcto, Elliot; cada cosa lleva siempre en su propia dirección, y no hay nada que podamos hacer para torcer a conveniencia las consecuencias de lo que es nuestra propia responsabilidad.

Elliot entornó la mirada perdido ante las palabras del profesor.

—No pasa nada... Espero que sepas perdonarme, ¿está bien? —insistió Rousseau, ahora sí, sonriéndole y dándole una mirada plácida y complaciente al chico—. Sólo recuerda que Gil te estimaba, ¿sí? Eso es lo que importa de verdad.

─ ∞ ─

«Tate está muerto, se suicidó».

Aquellas habían sido las palabras del hombre que ahora se alejaba mientras él no podía despegar los ojos de su espalda. Estaba en shock y el mundo parecía haberse ralentizado a su alrededor.

«Tate está muerto... se suic...»

—¿Estás bien, garoto?

—¿Ehm?

—¿Estás bien? Tienes mala cara.

—Sí, sí, estoy bien

Pero Elliot aún estaba medio en trance, volteando su rostro para ver al viejo Lou desaparecer tras las puertas dobles de la entrada.

—No me pasa nada —insistió.

Delmy, también insistente, había seguido ya la mirada de Elliot; justo estaba saliendo el director de la sección Apollinaire.

—¿De qué estabas hablando con el profesor Rousseau? —preguntó más intrigada que curiosa.

En esos ojos azules ella podía ver la preocupación y las lágrimas contenidas muy profundamente, casi estériles, como si quisiera ser enterradas en lo profundo de su mente; ni siquiera de su corazón, y eso que ni siquiera tenía que usar sus dones para leer la oscuridad y todo aquello en el semblante de Elliot.

—¿Cómo dices? —preguntó él tratando de llevar la conversación en otra dirección, pero en su voz se notó la intención con suma facilidad.

—No me veas cara de tonta. Sé que Rousseau te dijo algo importante...

Tenía su rostro fijo con firmeza en Elliot, portando una expresión que no dejaba dudas ni espacio para las evasiones

—Algo te tuvo que haber dicho porque estás más blanco que el papel.

—El cachorro siempre ha sido blanco como los cocos por dentro —dijo Paerbeatus a la defensiva mientras aparecía y cubría a Elliot con su cuerpo—. Deberías lavarte los ojos con jabón si tienes problemas para ver, niña fresca.

Non è certo, Parbino, el caro siempre ha sido de un espectacular color mediterráneo, exótico y provocativo —terció Amantium manifestándose también y alborotándole un poco el cabello a Elliot—. Ciao, niña rival, tiempo sin saber de ti...

Amantium saludó a Delmy con un guiño de ojo y un beso soplado, pero ella, en vez de contentarse con su presencia, entornó los ojos.

—Chicos, no es momento para esto. Hay mucha gente alrededor —comentó Elliot en un susurro para no hablar mentalmente con sus amigos, ya que Delmy también estaba allí—. Ya te lo había dicho Parby.

—A mí no me veas, cachorro —se defendió de inmediato el espíritu—. Yo no quería salir, pero el viejo demente me obligó a salir para decirte que Luisa tiene hambre...

—¿Luisa? —preguntó Elliot confundido.

—La polla, por supuesto —contestó enseguida Amantium.

—¿Polla? —exclamó Delmy—. ¿Cuál polla?

Ahora era ella la que preguntaba, haciendo que Paerbeatus se exasperara.

—Pues... obviamente que la polla del cachorro —contestó el espíritu con fastidio—. ¡Presta atención, niña! Porque no te voy a estar explicando todo con peras y pimentones.

—Ay, por Dios —bufó Delmy mientras el rubor se apoderaba de sus mejillas.

Elliot automáticamente captó lo mismo que Delmy y se apresuró en corregir a Paerbeatus.

—Parby, no digas eso... eso es una palabra vulgar en España.

—¿Qué cosa? —preguntó Paerbeatus confundido—. ¿Pimentones? Ajá, ¿y entonces cómo hacen para cocinar la paella? A mí no me vas a hacer quedar como un tonto, cachorro, en fin —y volteó a ver a Delmy una vez más—, que la polla del cachorro es bastante irritable, si supieras... siempre está encendida y roja, escupiendo fuego...

—Lo certifico —añadió Amantium con cara de decepción—. Es bastante temperamental. El otro día la estaba acariciando, e intentó morderme la mano con que cambio las canciones en el iPod.

—¡Ya no le digan polla, y mucho menos hablen de mi polla! —exclamó Elliot casi alzando la voz—. Esa es la que es una palabra vulgar en España...

Paerbeatus y Amantium voltearon a verse extrañados.

—¡Pero cómo va a ser vulgar si la tuya es una ave muy elegante y sofisticada, cachorro!

—Sí, Parby, lo sé, pero es un fénix, repite conmigo: la fénix, ustedes están hablando de la fénix.

Delmy, apenas escuchó la palabra fénix provenir de la boca de Elliot, llevó sus manos hasta ella y cubrió sus labios con sus dedos morenos.

—¡Shh, No digas esas cosas tan alto, garoto! —tras varios segundos de sorpresa, volvió a hablar—: ¿Es cierto lo del fénix?

—La fénix —corrigió Elliot—. Es una hembra, y sí, tengo una...

La respuesta fue un suspiro furtivo mientras Delmy examinaba con atención a su alrededor, como si quisiera comprobar que nadie estaba escuchando de lo que estaban hablando.

—Pero aún no sé qué debería darle de comer —asintió él pensativo—. O sea, pensé que era como los espíritus de las cartas... en el sentido de que ellos no necesitan comer.

—Pues... tienes razón, y al mismo tiempo, estás equivocado, caro —intervino Amantium antes de que Delmy pudiera decir algo—. Lo cierto es que nosotros somos algo sumamente especial y único, eso ya no debería ser novedad para nadie —y al decir aquello, fijó con disimulo sus ojos morados en Delmy; ella apenas se limitó a mirarlo sin interés—. Pero aunque no necesitamos de comida material para existir, sí necesitamos alimentarnos —continuó—, por así decirlo, de la armonía... pero supongo que eso ya lo habías deducido. No importa de donde sea la armonía. Podría venir de ti por ser nuestro amo, pero sólo si fueras mago, claro, o de nuestras cartas por ser nuestro nexo con el Arca, o de alguna fuente externa, como...

—El oasis de Rider —completó Elliot adelantándose a lo que iba a decir el espíritu—: una veta arcana.

—Estupendo —lo felicitó Amantium.

—Bueno, bueno, todo muy bonito, pero tenemos una pollita que alimentar aquí, por favor. ¿Qué le voy a decir al viejo? —exclamó Paerbeatus ofuscado—. Por eso te dije que lo de la polla no era buena idea, cachorro. Las aves son traicioneras...

—Ya, Parby, no te preocupes. Ya se me ocurrirá algo —lo calmó Elliot con disimulo —. ¿Tú sabes qué comen los fénix?

Delmy le hizo un gesto de ignorancia con los labios. Él solo asintió sin despegar sus ojos de ella.

—Ya veo, no importa.

—Supongo —se apresuró a decir Delmy al ver que Elliot se quedó pensando por un momento con la mirada perdida en el techo—. Supongo que podría preguntarle a mi hermano, pero si le preguntó de nuevo por asuntos mágicos no habrá forma de esconderle lo que estoy haciendo.

—¿Lo que estás haciendo? —dijo Elliot extrañado.

Tenía la frente arrugada y no entendía a qué se refiría la chica con aquello, pero antes de poder terminar de hablar, Delmy ya lo estaba interrumpiendo.

—Ya te dije que no pensaba perderte de vista, garoto —le dijo tajante—. No estoy segura de qué es lo que te traes entre manos, pero algo me dice que vas a necesitar de mi ayuda, y si no te la doy...

—¡Chicos, vamos a salir a conocer una tienda de chocolates artesanales que está aquí a la vuelta! ¿Quieren venir con nosotros?

La voz recién llegada pertenecía a Madeleine. Como siempre sonaba alta, alegre, entusiasta. Rápidamente los alcanzó en el rincón del vestíbulo en el que Delmy y Elliot se habían recluido para no llamar la atención

—¿De qué estaban hablando?

—De pollas —dijo Amantium burlón ahora que sabía que era una vulgaridad.

—De comida —comentó Paerbeatus pensando en la panza vacía de la pequeña fénix.

—Del clima —optó por decir Delmy, cuya voz era por supuesto la única que Madeleine podía escuchar—: Le estaba comentando a Elliot lo bonito que me parecía el hotel.

—¡¿Verdad que sí?! ¡Gracias, Delmy! Ahora puedo tener a alguien de mi lado cuando Jean Pierre se queje de nuevo —contestó risueña mientras le daba un abrazo con afecto—. Voy a buscar mi cartera, que la había dejado en la habitación. Bus y Pierre están peleando en el restaurante como siempre, así que si quieren me esperan acá. Después podemos ir todos a probar esos chocolates. ¡No me tardo!

Elliot y Delmy vieron a Mady desaparecer por las escaleras en un abrir y cerrar de ojos, y en un santiamén, volvieron a quedar solos.

—Será mejor que no hablemos de estas cosas acá, garoto, no es seguro —dijo ella mientras se acomodaba el abundante cabello platinado en un moño sobre la cabeza—. Casi ningún lugar lo es...

—Estoy de acuerdo.

—Hoy en la noche nos vemos en la terraza del hotel, ¿de acuerdo?

Elliot aceptó sin dudar.

Justo en ese momento pasaron un par de botones arrastrando un gran número de maletas del hotel. Iban vestidos con sus típicos trajes rojos. Una de las botones era una chica muy linda, de melena castaña y ojos café, que por un instante se posaron en Elliot serviciales, y así como si nada, dispararon en su mente un recuerdo borroso.... Uno de una chica vestida con ropas similares, pero de aspecto menos prolijo, y que, por alguna razón, llevaba una campana entre sus manos. De pronto, esa imagen, combinada con el encuentro con Delmy en la terraza trajo otro recuerdo a la superficie...

«Su habitación está en el último piso, señor Arcana».

─ ∞ ─

Colombus y Jean Pierre discutían por algo que acababan de ver en el televisor de la barra. Y cuando Elliot, Delmy y Mady los alcanzaron, la situación había casi alcanzado un nivel crítico. Los dos se veían con miradas firmes y aguerridas, ambos con una mano en la tabla y otra en pose amenazadora, casi como si estuvieran a punto de iniciar un duelo de pulso o algo parecido. Y era así porque, aparentemente, esta vez era Colombus quien sabía más que Pierre en el tema, y eso era algo que el chico rubio no podía creerse. Uno argumentaba que el golpe de revés zurdo debía intercambiarse con el derecho y el otro insistía que por ley debía mantenerse la misma dirección.

—¿De cuándo acá tú sabes tanto de tenis, gordo? —preguntó Jean Pierre inamovible en su posición.

—Ser culto de caballeros es, mi joven Padawan —contestó Colombus con suficiencia—. Además, en estos días tuve un sueño en el que era una pelota de tenis, y había una gente persiguiéndome por toda una cancha para darme raquetazos en las nalgas. Eran dos mujeres saltamontes con sombreros de papel aluminio (para protegerse de mis poderes mentales, claro), y era raro, porque una parte de las raquetas tenía algo así como unas fustas de sadomasoquismo, y el punto es que si me llegaban a agarrar me iba a tocar ser el amante de la reina saltamontes, y ya saben lo que eso significa... ¿no?

Y al terminar de decir aquello, en pro de visualizar la horripilante situación, se pasó uno de sus dedos por el cuello imitando el movimiento de una hojilla en un corte letal.

—Pero... ¿Las que hacen eso no son las mantis religiosas? —dijo Madeleine mientras trataba de recordar.

—Sí, creo que sí —añadió Delmy al instante.

Colombus sólo se encogió de hombros.

—Papas, patatas... Es mejor no correr el riesgo.

—A mí lo que me preocuparía sería tener sueños tan raros, gordo —bufó Jean Pierre escéptico—. Debes tener un tumor en la cabeza o algo así.

—Agh, fue solo un sueño, supéralo...

Minutos más tarde, los chicos iban caminando por la calle adoquinada en dirección al puesto de chocolates. El local se trataba en realidad de un café gourmet de estilo colonial. Cuando Jean Pierre abrió la puerta ampliamente para que todos pudieran entrar, el aroma a café y a chocolate caliente les cubrió por completo.

Así se fue la primera tarde en New Orleans. Los chicos probaban cafés hechos con granos provenientes de distintos países y en preparaciones muy variadas, y cuando la noche estaba por caer y el cielo ya se estaba pintando de tonalidades rosadas, todos se decidieron a dar un paseo por la bahía, cada uno con una taza de chocolate caliente en las manos para combatir el frío de la noche. Mientras caminaban para llegar a los muelles se tropezaron con Leona, quien iba cargada con varias bolsas de papel; en ellas había ropa recién comprada.

—Desde que vi esta tienda cuando veníamos en el autobús no me la pude sacar de la cabeza —comentó eufórica mostrando un suéter de color esmeralda tejido a mano que resaltaba sus facciones y hacia lucir aún más su piel oscura—. Le dije a Levy que tenía que tenerlo o no iba a poder disfrutar del viaje...

Jean Pierre, de inmediato, no pudo evitar preguntar por él.

—¿Dónde está, por cierto? —le preguntó a Madeleine, tomándola por sorpresa.

Tenía la esperanza de poder pasar bastante tiempo a solas con Mady para, finalmente, declararle su amor, pero iba a resultarle difícil la cuestión si Levy andaba por ahí cerca, y si bien New Orleans no era su ciudad favorita, sí que era un lugar perfecto para confesarse con su mejor amiga. Lo cierto es que hacían ya semanas que Mady y Levy no se la pasaban tan juntos. Especialmente después del viaje a Alemania para Halloween.

—No lo sé, la verdad —contestó ella con soltura—. Pero debe andar cerca, ¿por qué?

La respuesta sonó tan fresca que todos notaron que había algo distinto entre ambos. Mady, al notarlo, se explicó en voz alta y con una tierna sonrisa, como si de alguna manera, le contentara lo que estaba a punto de decir:

—Es que ya no somos novios.

Tanto Elliot como Jean Pierre abrieron los ojos ampliamente, aunque automáticamente trataron de disimularlo. Los demás, en cambio, se veían tranquilos y satisfechos con la respuesta.

—Vale —dijeron todos a la vez; en Elliot y Pierre la palabra sonó quizás demasiado relajada.

—¡Pero somos casi mejores amigos! —añadió Madeleine de inmediato para acentuar la razón de su expresividad—. Y si soy honesta, estoy muy feliz por él.

Pero entonces, mientras iban dando pasos por la bahía, alguien más aparte de Leona se tropezó con ellos, y de alguna manera la incomodidad reinó en el ambiente. Elliot se encontró de frente con los ojos de Berenice quien, de haber podido matar con la mirada, lo habría dejado tieso al instante.

Ella no dijo nada y sólo negó con la cabeza antes de alejarse del grupo, por más que Elliot la llamara para hablar con ella. Al poco tiempo ya había desaparecido calle abajo. Leona no pudo evitar curiosear al respecto...

—¿Es tu... ex?

Elliot volteó a verla con ojos abiertos como platos.

—No, para n...

Pero antes de poder terminar de decir lo que quería, ya Delmy y Mady habían abierto la boca para decir algo, cada una a su manera; apenas se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, ambas callaron al mismo tiempo para hacer silencio y dejar a Elliot hablar.

—Bueno, ella no es su n...

—No es lo que estás pensan...

—¡Para nada! ¡Para nada!

El escándalo, aunque corto, fue contundente. Pierre y Colombus voltearon a verse confundidos.

—Madre de todo lo sagrado y lo divino, esto se va a descontrolar —soltó Colombus por lo bajo antes de salir en socorro de todo el mundo.

Por suerte, para cuando llegaron a la bahía, el cielo ya estaba casi completamente negro y las primeras estrellas ya brillaban en lo alto del cielo de New Orleans. Era una vista tan bonita que sirvió para aligerar el ambiente y ayudar a que todos se distrajeran de lo sucedido.

─ ∞ ─

Desde la cima del Evergarden Babylon, New Orlenas se postraba a la vez aterradora y encantandora. Había algo en su luz, en su fachada colonial, en su historia quizás, que la hacía sentirse como una especie de reliquia oscura cubierta en una cobija de fieltro; como si estuviera preservada para conservar su antigüedad a contracorriente, y por esa razón, por sus calles, en su aroma, en la aspereza de su viento tibio y húmedo a la vez, Elliot dedujo que la magia abundaba alrededor.

El chico volteó a un lado y se encontró con un panorama hermoso. Ciertamente, era una ciudad que no parecía estar próxima al descanso nocturno. A su alrededor había un mar infinito de ventanas iluminadas y personas que caminaban abajo en las calles en medio de risas y jolgorio, mientras en el horizonte lejano los rascacielos se veían imponentes con sus preciosas fachadas de cristal oscuro y luces de neón en las azoteas.

El chico respiró profundo y ese aroma tan peculiar a ciudad le invadió los pulmones y le despejó la mente. No tenía tiempo que perder, sólo tenía unos escasos catorce días para recolectar las cartas que estaban en América antes de que le tocara regresar a Londres, hogar dulce hogar, para la celebración de año nuevo con su tía y su familia. Su vida estaba a medio mundo de distancia y por eso no podía darse el lujo de fallar... y no iba a hacerlo.

En realidad, en sus manos no estaba sola la polluela de fénix hambrienta, sino, además, con ella, de alguna forma, reposaba el peso de la promesa que le había hecho a Paerbeatus, y más importante aún, la casi desesperante necesidad de traer de vuelta a Astra y a Temperantia de las manos de Noah Silver. A un lado estaba su teléfono celular con aquel mensaje, claro y a la vez críptico por la naturaleza incógnita de su remitente, en el que Elliot pudo enterarse del destino final de sus cartas:


«De: [email protected]

Para: [email protected]

Asunto: Paradero

Sr. Arcana...

Las cartas que le fueron arrebatas por Judas Roy están ahora en manos de Noah Silver.

Si necesita algún tipo de asistencia, no dude en contactarse con la señorita Kiar. Ella tiene instrucciones precisas de ayudarlo.

+290 66911 (Grübeltcomm SH)

Atte. Mr. Mage».


Y junto a ese escueto mensaje, iba adjunto un número telefónico con el nombre de Aster Kiar en la pestaña de información.

Aquello era información suficiente para sentir prisa. ¿Qué pasaba si Astra, Temperantia y los demás espíritus sufrían a manos de Noah? ¿Si él lograba hacerles daño de alguna manera? Elliot no quería darse el lujo de pensar semejantes cosas, y mucho menos cuando todavía se sentía avasallado por la noticia de la muerte de Tate, pero tampoco quería darse el lujo de ser egoísta.

«Si antes fui apresurado e imprudente, ahora debo ser cauto y veloz», pensó. «No puedo perder tiempo...».

Al lado del teléfono, yacía su cuaderno de notas, y a un lado, por supuesto, estaba Parby, jugando a hacer figuritas con los dedos que paseaban de un lado a otro por el muro tejado como si fuera este una pasarela de modas. Habían pasado los últimos veinte minutos ubicando las cartas de América, basándose en las notas que ya el espíritu había sentido en Etiopía, y afortunadamente había trazado varios lugares idóneos para encontrar algunas.

Fue entonces cuando la voz de Delmy atrajo a Elliot por un instante.

—¿Garoto? ¿Qué haces allá arriba? —preguntó ella impresionada desde varios metros más abajo, en el área permitida de acceso a la terraza.

—Tomando aire —contestó Elliot mientras se sacudía la belleza del panorama que yacía ante él—, pero ya bajo...

Rápidamente se levantó y llamó a Raeda para pedirle el favor. Apenas apareció el espíritu, la molestia se hizo palpable a kilómetros en su mirada.

—Podrías lanzarte, ¿sabes? Sólo son un par de metros de caída. No vas a morir por eso —le contestó tras aparecer una vez más de su carta.

—Por favor —insistió Elliot.

Después de varios segundos, el marinerito terminó aceptando.

—Ni las niñas son tan delicaditas como tú, ¿sabes? —se burló hiriente; aun así, al instante hizo que la puerta pareciera.

Elliot la abrió, y del otro lado pudo ver a Delmy, quien veía con incredulidad cómo el chico atravesaba el umbral y aparecía frente a ella. Cuando estuvo finalmente a su lado, Delmy no pudo evitar hablarle con preocupación en la voz:

—Esa es armonía de muy, muy alto nivel... y tú... simplemente puedes usarla como te plazca...

—Corrección, morena —espetó Raeda con rapidez—, YO puedo usarla como me plazca. YO soy todopoderoso. El mocoso de acá es sólo la perra que me tiene la correa al cuello.

Elliot entornó los ojos con fastidio.

—Te presento a Rider, Delmy —dijo—. Y esta de aquí es...

—Carmelina —intervino entusiasta Paerbeatus.

Le estaba mostrando la polluela de fénix entre sus dedos.

—Parby, ya habíamos hablado de esto —dijo Elliot con paciencia—. Y habíamos acordado que aún no tenía nombre, ¿no?

—Sí, pero mientras no tenga nombre yo puedo ir dando ideas —respondió Paerbeatus con indiferencia—. Soy muy bueno con los nombres.

—Buena, ella —desistió Elliot centrándose una vez más en Delmy—, es la polluela de fénix.

La chica tenía sus ojos oscuros repletos de sorpresa y fascinación.

—No puedo creer lo que estoy viendo —comentó ensimismada ante la pequeña criatura, pero apenas acercó sus dedos a la polluela, esta intentó picarla.

—Lo siento, está un poco irritable, pero es porque tiene hambre.

—En ese caso —dijo Delmy entusiasma—, yo tengo acá la solución.

De su bolsillo sacó un pequeño envase plástico, cuyo contenido era ambarino y viscoso.

—Ya mi hermano respondió. Resulta que lo que comen los fénix no es tan complicado de conseguir.

Y, efectivamente, al fijarse bien, Elliot lo reconoció enseguida.

—¿Eso es aceite?

—Bingo.

Ambos caminaron hasta una plataforma de metal cercana y dejaron allí a la polluela mientras la chica abría el contenedor y lo ponía a su alcance. De inmediato la criatura se abalanzó con desespero hacia el aceite y comenzó a bebérselo.

—Pero no puede ser cualquier aceite —añadió—. Tiene que ser aceite de oliva o algún fruto sagrado, y mientras más puro sea, mejor.

Elliot, sorprendido por el gesto de su amiga, le habló con voz más sincera de la cuenta, quizás algo preocupado.

—¿Y no te metiste en problemas con tu hermano?

—Creo que no —contesto ella indiferente—. Creo que está tan contento de que por fin me esté interesando por cosas mágicas que le da igual.

Al escuchar aquello y notar todo lo que le ameritaba el esfuerzo a Delmy, Elliot le dedicó una sonrisa de agradecimiento.

—Gracias, Delmy... por todo. No tienes ni idea de lo que significa para mí —dijo mientras le daba un abrazo, tomándola por sorpresa.

—B-bien, de... de nada...

—Ahora dame un minuto que debo anotar esto...

Y tan rápido como la había abrazado, la soltó para sacarse la mochila de la espalda.

—Por cierto, ¿dónde conseguiste el aceite? —preguntó por curiosidad.

—De la barra de ensaladas en el restaurante. No estoy segura de que sea tan refinado, pero creo que le está gustando.

Elliot posó sus ojos en la polluela otra vez y le acarició la pequeña cabeza, haciéndola soltar piados de satisfacción.

—Bien, ahora sí estoy listo para mi segunda clase.

Delmy lo observó con confusión.

—¿De qué estás hablando, garoto? —preguntó revisando las cosas que Elliot había dejado sobre la mesa de metal.

—De mis clases de magia, por supuesto.

Y ya casi cuando Elliot se había olvidado de la presencia de los espíritus, Raeda habló una vez más para interrumpir:

—Muy lindo todo, pero ¿ya me puedo ir? ¿O su majestad necesita algo más?

—No, muchas gracias, chicos —contestó Elliot—. Ya pueden irse a descansar...

Y ambos espíritus se desvanecieron. Una vez más, Elliot continuó centrando su atención en Delmy.

—La primera vez que hablamos de la armonía fue cuando desayunamos juntos en la Gallete du Befroi. Esa fue la primera clase. Y ahora, esta es la segunda. Eres mi maestra de magia...

Y mientras decía aquello escribió "cómo alimentar a un fénix" en la cabecera de una hoja en blanco del cuaderno y anotó lo del aceite de oliva. Elliot pensó que si todos los fénix nacían en Egipto, era lógico que se alimentaran de aceites de frutos exóticos, siendo que los egipcios fueron muy conocidos por sus aceites refinados y altamente inflamables.

—Deberías anotar entonces que también es bueno darles de vez en cuando trozos de carbón para que tengan unas garras y unos picos fuertes.

—Picos fuertes con carbón, anotado.

Pero tras pasar la emoción del instante, hubo un silencio repentino que le hizo a Delmy preguntar algo a la vez con intriga y recelo:

—¿Por qué querías venir a América, Elliot?

Había dicho aquello sin rodeos de ningún tipo.

—Por las cartas —contestó Elliot con soltura—. Mira...

Ahora le estaba mostrando el atlas, abriéndolo frente a los ojos de la chica justo en la página donde estaba la foto del continente americano con tres puntos marcados en él.

—Según una de las visiones de Paerbeatus, en estos tres lugares hay una carta, o, por lo menos, es posible que la haya...

—¿Apenas es una posibilidad?

—Sí, es complicado de explicar porque ni yo mismo sé muy bien cómo funciona el poder de Parby, pero si en alguno de estos puntos no hay una carta, es más que seguro que habrá una gran concentración de energía del Arca, y eso también nos sirve, porque así Raeda podría recargar energía suficiente para poder viajar por el continente.

—¿Raeda? —preguntó Delmy confundida.

—Rider, perdón —se corrigió Elliot—. El espíritu del marinerito. El problema es que el punto más próximo de los tres es Miami, y Rider no tiene suficiente energía para llevarme hasta allá. Pero eso no importa, yo tengo algún dinero guardado, y si tú me ayudas, podría ir y venir en... cuatro días... no, tres días. Estoy seguro que en tres días puedo ir y venir sin problemas. Lo que necesito es que alguien me cubra con los profesores para que parezca que sigo en mi cuarto y que todo está bien conmigo, qué solo no hemos coincidido.

Pero ella no se veía tan segura.

—Eso es lo más disparatado que he escuchado jamás, garoto —respondió de inmediato—. Es una locura y no va a funcionar.

—Pues...

El rostro de Elliot ya se estaba desfigurando otra vez por la preocupación, tal como en una de las muchas premoniciones que ella siempre tenía sobre él...

Siempre eran momentos como este, donde la mente del chico iba tan a prisa que casi podía oírse sus pasos apresurados sobre la grava o la nieve, o la jungla, o el mismísimo cielo. Para ella era imposible el poder huir de las aventuras de Elliot; ni siquiera podía hacerlo al dormir por las noches. Por eso, aunque sabía que se estaba metiendo en más problemas de la cuenta, dijo lo que dijo, quizás para luchar en contra de la misma sensación recurrente, una y otra vez:

—N-no te preocupes... Elliot. Si quieres podemos seguir hablando hasta que... hallemos una manera.

Elliot sonrió, y se preparó para contarle todo. Entre ambos podían armar un plan para los próximos días.

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