Capítulo 7: Ojos rojos en la oscuridad

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Su cuerpo desnudo era esbelto y fino, delgado; parecía torneado directamente del mármol más blanco, más liso, más puro; su cabello negro era como una bruma negra que flotaba silenciosamente en el aire, acariciándola y cubriendo ampliamente su espalda y piernas alcanzándola hasta los talones; su rostro era juvenil y perfilado; parecía ser el envoltorio elegante de una mentira perfecta, de esas que se las arregla siempre para que no provoque nunca desenmascararla, pero lo más atrayente y al mismo tiempo aterrador de su presencia eran sus brillantes ojos rojos que parecían centellear como faros incandescentes. Unos ojos que no perdían detalle alguno del joven que hablaba frente a ella.

El cuerpo le dolía. Estaba haciendo un gran esfuerzo para controlar sus instintos, sus ganas de saltar sobre el chico. Hacía tiempo que lo estaba observando. Una pequeña sonrisa se escapó de sus labios seguida de una pequeña mordedura de placer. Tenía la boca hecha agua. Quería probar sus labios carnosos, sentir sus manos en sus caderas, disfrutar del momento en el que sus cuerpos se volvieran uno. Sabía muy bien que su alma debía saber deliciosa, tanto como que aprovecharse de él no sería para nada difícil. Así se fue acercando hasta él con cuidado, poco a poco, caminando despacio para no hacer ruido ni alertar de su presencia al espíritu. Tan sólo quería ver otra vez sus ojos azules. A su parecer, eran hermosos como ningunos que hubiera visto antes, y eso era mucho decir si tomaba en cuenta la cantidad de tiempo que llevaba habitando en la superficie de la Tierra. Había visto los ojos de cientos de miles de hombres aguantar hasta ese último momento en que la luz se escapa, al final, en un segundo intenso y tan mortal como placentero. Pero estos ojos, los de este chico, tenían algo especial.

«La luz de la inocencia...», pensó con la boca hecha agua. «El afrodisíaco más raro y más exótico de todos. Al fin...».

Ella sólo pudo recordar a un niño en toda su existencia, tan sólo uno, que casi había tenido aquel mismo brillo en la mirada. Recordarlo también le hizo recordar lo terriblemente delicioso que había sido alimentarse de él. Poco a poco sintió cómo la lengua se le ponía gruesa y viscosa dentro de su boca. El resto de su cuerpo no tardó mucho en transformarse, como si su piel no hubiera sido más que un disfraz prensado y ajustado a la perfección. Su cabello se agitaba como serpientes negras, seseantes, sedientas de sangre, y sus manos se fueron convirtiendo en garras de uñas ennegrecidas. Ella era ella, asediada por su forma más pura, más natural; tenía a su presa justo al frente, y en lo único que podía pensar era en el placer que significaría devorarlo hasta la muerte.

«Yo me divertí como nunca, la verdad. Así que no lamento nada de lo que pasó. Pero si tú lo lamentas, ahora es algo raro. ¿Debería lamentarlo yo también?», escuchó que le decía el espíritu al chico, pero no prestó atención al significado de ninguna palabra. Sus oídos estaban concentrados únicamente en el crepitar estruendoso que resonaba en su cabeza, aquel susurro macabro e impúdico de su voz interior incitándola al deseo, al desenfreno, a la locura. Era difícil resistir. Tenía muchas ganas de atragantarse con la luz de aquellos ojos azules e inocentes.

Justo cuando estaba a punto de perder el control, escuchó que el hombre volvía a hablar, ésta vez con un tono de alerta en su voz.

«Un momento, espera...»

La chica fijó sus ojos en el espíritu con prisa y rabia. Sus pupilas ya no eran rojas, sino completamente negras. Con la luz de la luna, el iris morado de Paerbeatus parecía un abanico de emociones melancólicas y confusas. Cuando vio su imagen reflejada en aquellas pupilas, se dio cuenta de que nuevamente estaba sucumbiendo ante el deseo.

«¿Qué pasa? ¿Estás sintiendo algo? ¿Es otra carta?», escuchó que preguntaba Elliot y se giró para volver a fijar su atención en él. Poco a poco trató de calmarse hasta que lo consiguió. Tras unos segundos, su mente calló; el chillido cesó, y el interior de su cabeza dejó de ser un grito estridente y desgarradoramente interminable. Así también, la piel blanca y suave volvió a su cuerpo con prontitud, tersándose con una gracia tan mórbida como vertiginosa. La metamorfosis había sido brusca y violenta, nada más que un minuto si acaso. Una vez más estaba en su forma estable, la primera y hermosa; así se acercó hasta estar justo frente al rostro del chico; él no podía verla.

«Vaya que de verdad eres hermoso», pensó. «Tu voz, cuando hablas... me causa hambre». No pudo evitar relamerse los labios. Su boca profirió una risita infantil y juguetona a la vez que se frotaba las piernas con fuerza. Adentro, el rugido de sus pensamientos era ronco y gutural. Su mente era como una criatura salvaje camuflada en el cuerpo y la inocencia de una joven muy bella. «Si tan sólo aguantar las ganas fuera más sencillo...», se dijo a sí misma. De esa manera fingía mantener el control con el tránsito de sus pensamientos. En el transcurso intenso de su monólogo íntimo su verdadera voz interna se colaba inevitablemente a través de la oscuridad que la poseía con violencia y le dejaba en su paso un sabor de boca a la vez dulce y ácido, como si pensar para ella se tratara de un elixir agridulce sin ninguna otra recompensa más que el descontrol.

—Quiero tenerte, quiero sentirte, y quiero que sepas cuánto nos vamos a divertir juntos —dijo, dejando que las palabras se escaparan casi compulsivamente por sus labios.

Poco a poco se iba sintiendo en confianza. Al menos hasta el punto de desenmascararse un poco a sí misma en la presencia del chico. Era así en la confianza que ella misma tenía controlada, medida y calculada instintivamente como uno más de sus hechizos. Así ni Paerbeatus ni Elliot podrían escucharla. Ella se mantenía absolutamente oculta, como una sombra más del Fort Ministèrielle que yacía atravesado ante la luna.

«¡Ops! Falsa alarma. Pero podría jurar que la sensación se parecía bastante a... ¡aunque no, ésta era más un cuak que un guau!», escuchó que decía Paerbeatus. Ella se giró para verlo con desdén. Su cuerpo ya había recuperado totalmente su preciosa forma humana.

«Lo odio, pero tal parece que tú lo quieres... y tal parece que tienes razones importantes para hacerlo...», infirió a sus adentros, mientras el aura que emanaba de su fétido aroma tenía envuelto a Elliot por completo, abrazándolo e invadiéndolo con un descaro casi impúdico y morboso. «Me encantaría estar a solas contigo, pero supongo que hay deseos en esta vida que no pueden cumplirse. Supongo que por ahora tendrás que conformarte con ser mi amor platónico».

Lentamente sacó la lengua y lamió una de las mejillas de su presa, sonriendo.

—Mmmm, simplemente delicioso —gimió mordiéndose los labios.

Con una floritura de la mano hizo aparecer entre sus dedos el trozo de tela que le había robado del bolsillo a Elliot en Almería. Con el suvenir robado se hizo un lazo para el cabello a la altura de su cuello.

«Almería... Málaga... París...», fue recordando el recorrido que la había llevado hasta allí. «...con tanto estruendo revoloteando a tu alrededor no fue sencillo olerte en la distancia, pero no importa. La buena comida siempre vale la pena, y aquí la comida es exquisita». Una sonrisa macabra se dibujó en su rostro. «Ah, volver a verte me trajo tanta felicidad. Especialmente volver a verte en una escuela llena de jóvenes hermosos y radiantes, tal como tú; un durazno dulce y delicioso, ansioso por vivir la vida. Me dará lástima tener que matarte, créeme...».

El deseo volvió a brotar de sus poros. Los dedos de sus pies lucharon por no torcerse mientras su vientre rugía y su corazón se encendía de locura. Iba a perder el control nuevamente justo cuando sus ojos se cruzaron una vez con aquella mirada sincera, lúcida, de ojos azules e inocentes. El control luchó por volver, y su mente no hizo más que perderse en esos dos lagos fríos y calmados que ululaban como un manantial pacífico y místico en los ojos del niño. Sin poder evitarlo, ella llevó sus dedos para acariciar con suavidad la columna de Elliot. Éste automáticamente se puso alerta.

«¡Vaya, ratoncito! Así que puedes sentirme...» gimió. «Eso me encanta. Me gusta que me la pongas difícil...», el pensamiento casi surgió con ternura, como si la reacción de Elliot hubiese sido el movimiento en alguna partida que ambos jugaban como niños pequeños despiertos por la noche a pesar de la amenaza de los adultos. «Tal parece que Lila tendrá que ser una linda gatita para no asustar a su nuevo amiguito...».

Lentamente y sin dejar de verlo se fue se ocultando entre la bruma de la noche. Su cuerpo se fue esfumando en el aire como la neblina. Lo último que sus ojos vieron de la escena fue cómo Paerbeatus se le encaramaba encima a Elliot.

—Pronto sabrás quién soy, Elliot. Es una promesa —dijo en voz baja hablándose a sí misma.

Tras esas palabras, sus ojos terminaron de desaparecer en el aire como dos antorchas consumidas por la oscuridad.

─ ∞ ─

Era poco más del mediodía; el sol brillaba con intensidad sobre los terrenos del Fort Ministèrielle. Elliot, Colombus y Madeleine estaban sentados en una de las gradas de la cancha de fútbol del Instituto. Con el calor que hacía, la chica sudaba sin parar dentro de su uniforme de porrista. Acababa de terminar su práctica con el club, y ahora les tocaba a los chicos del equipo comenzar con el entrenamiento. «Incluso así se ve hermosa...», pensó Elliot.

Lila estaba justo al lado de él, rebuscando entre sus pensamientos. «No me jodas. ¿En serio? ¿Esta cosa tan... insípida... te parece hermosa?», no pudo evitar pensar mientras veía a Madeleine con desprecio. «Ugh. Pensé que un chico tan guapo como tú tendría mejores gustos».

—¿Y has sabido algo de Pierre? —preguntó Elliot a Madeleine mientras la veía tomar agua de su botella; algunas de las gotas se corrían lentamente por su rostro y su cuello. Por alguna razón Elliot no pudo dejar de fijarse en ello.

—Noup, nada —contestó ella mientras se secaba la frente con el dorso de la mano—. Desde la pelea del domingo en la biblioteca no ha querido hablar conmigo. Tampoco me responde los mensajes. Me deja siempre en leído.

Al instante sacó su teléfono y les mostró a sus amigos el chat con el contacto de Pierre.

—Ah... no te preocupes, Mady, ya se le pasará —dijo Colombus encogiéndose de hombros y restándole importancia a la situación.

«Ahora... ¿dónde estarán las otras chicas?» pensaba mientras buscaba al resto de las chicas del club de porristas con la mirada.

Lila, al darse de cuenta de ello, volteó a verlo con curiosidad. «Parece que alguien amaneció con las hormonas a flor de piel», se dijo internamente, extendiendo una parte de su aroma hasta el chico. Sin poder contenerse, se relamió los labios.

—Colombus tiene razón, Mady, así que no te preocupes. Tú y Pierre son amigos desde hace mucho tiempo, así que estoy seguro que no podrá estar enojado contigo por mucho tiempo. Pronto se disculpará —le decía Elliot a Madeleine.

Colombus volteó a verlo con desacuerdo antes de regresar sus ojos a las otras porristas.

—¿Jean Pierre? ¡¿Disculparse?! ¡Ja, ese milagro sí lo quiero ver!

Elliot fulminó con la mirada a su amigo, dándole un discreto golpe con el codo en las costillas.

—Auch, ¿por qué me pegas? —preguntó Colombus sin obtener respuesta alguna—. Tanto tú como yo sabemos que Jean Pierre no es de los que se disculpan. Tan sólo estoy señalando lo obvio, así que lo siento. Y lo siento si te entristece, Mady, pero tú sabes bien que es así.

Movida por la aversión, Lila se acercó hasta Madeleine y comenzó a hablarle efusivamente en el rostro.

—Aaawww, pobrecita. La niñita está triste porque el amor de su vida es un patán. Me pregunto por qué las humanas se empeñan tanto en enamorarse de los hombres que menos valen la pena. Por dios, ABRE LOS OJOS, NIÑA TONTA —le gritó en la cara sujetándole la cabeza.

Madeleine sintió súbitamente una estática extraña en sus mejillas, aunque era muy sutil como para percibirla bien o darle importancia.

—Vamos, Colombus, no seas tan cruel con Mady —le dijo Elliot a su amigo, pero ella intervino antes de que Colombus pudiera responder.

—No, Elliot. Colombus tiene razón. Pierre y yo hemos sido amigos desde que éramos niños, así que yo más que nadie sabía que esto iba a pasar. Pero no me arrepiento. Yo... yo hice lo correcto.

Lila aplaudía con molestia, como si le pesaran las manos y la piel del rostro le cayera con amargura. «Qué niña tan patética», pensó. «Me das ganas de vomitar...»

—Por supuesto que hiciste lo correcto, Mady. Si no hubiera sido por lo que hiciste Felipe se hubiera sentido muy mal y Pierre habría vuelto a pensar que puede tratar a los demás como le dé la gana —le dijo Elliot.

—Sí, lo sé. Es sólo que nunca me ha gustado pelearme con Pierre. Yo lo conozco. Es mi mejor amigo y un buen chico. Sólo piensa así por culpa de su papá. Desde que nos conocimos él siempre me ha defendido. Ya saben que de pequeña yo era muy atolondrada, pero él siempre estaba pendiente de cuidarme y de que nunca me pasara nada.

«¿Eras? Pff. Mentirse a uno mismo es un mal hábito, niñita...»

—Y por eso me duele mucho su frialdad. No me... no me gusta cuando peleamos —terminó de decir Madeleine como si estuviera conteniendo las ganas de llorar.

—Entonces no me hagas quedar en ridículo delante de los demás.

La voz de Pierre sonó repentinamente a espaldas de la chica.

—Porque así es muy difícil no pelear, ¿sabes? Pero tranquila, acepto tus disculpas si prometes que no volverá a pasar.

—Hablando del Diablo y él que se aparece —dijo Colombus pero Pierre sólo se limitó a mostrarle uno de sus dedos sin mucha convicción.

—Para empezar el Diablo no existe, niño —le decía Lila esta vez a Colombus como si quisiera formar parte de la conversación—, y si lo hiciera... bueno, me imagino que si lo hiciera ya estarías muerto, así que da lo mismo.

—¡Qué descarado eres, Pierre! —respondió Madeleine.

—Pero así me amas ¿o no? —le contestó él mientras se sentaba a su lado, dándole dos besos en las mejillas.

Elliot, al ver aquello, se sonrojó y volteó la mirada hacia otro lado.

«Sólo la está saludando, eso es todo. Sólo es un saludo», pensó. Inmediatamente los instintos de Lila se activaron. Una palabra resonó con fuerza en su interior como un fulgor de alerta muy rápido: «Mmm... celos. No me esperaba esos celos...». Sus venas apagadas palpitaron bruscamente. El eco de su interior le habló grave, sugiriendo fantasías propias, íntimas, exclusivas para ella misma y con Elliot como protagonista. «Así que hay algo que tenemos en común, ¿ah?»

—Mmm, será mejor que te detengas, ratoncito —dijo—. Hazlo antes de que me hagas obsesionarme contigo.

Las palabras se escaparon de sus labios mientas se sentaba en las piernas de Elliot y le mordisqueaba la oreja sin que él fuera consciente de nada. «ME PONES HAMBRIENTA».

Pierre hablaba y parecía exultante de felicidad. Normalmente se sentía así al estar en la cancha de fútbol, como si quisiera el único amo del terreno.

—¿Entonces? ¿Vinieron a verme jugar?

—En tus sueños, Jean Pierre. Vinimos a ver a las porristas, no a ti —dijo Colombus.

—¡Pensé que habían venido a verme a mí, Colombus! —le reclamó Madeleine con picardía.

—¿Y tú eres porrista, no? Por contexto si vengo a ver a las porristas también te veo a ti, Mady. ¿Ves? 50/50, we all win.

—Me gusta cómo piensas, Colombus. Tú también hueles delicioso —le dijo Lila a Colombus casi al tacto de sus labios, justo antes de darle una mordida en el labio inferior. A lo que él no pudo evitar sentir una sutil descarga eléctrica.

—¡Auch! —se quejó mientras se llevaba una mano a la boca.

—¿Qué te pasó, gordo? ¿Te mordiste la lengua pensando que era comida?

—Cállate, Jean Pierre —dijo el chico entre confundido y molesto—. De pronto sentí cómo si me dieran un corrientazo en los labios.

—A lo mejor te implantaron un chip mientras dormías para que sintieras una descarga cada vez que pienses en comida, pero como tienes tanta grasa en el cuerpo el efecto te llega con retraso.

—Vaya, Jean Pierre, de verdad que tu creatividad es tan plana qué no sé si sentir lástima por ti o por nosotros al tener otra más que escucharte...

Lila se levantó de los asientos y dio un par de pasos hacia la cancha, observando a los futbolistas y a las otras porristas. «Voy a tener que controlarme mejor...», pensó. Sus ojos rojos brillaban con fulgor. «Pero con tantos mocosos excitados a mi alrededor es difícil CONTENERME. Si no fuera por este aroma a espíritu de adolescente sería más fácil, pero... siendo así las cosas, supongo no puedo perder el tiempo. Más me vale aprovechar cada momento y... divertirme un poco. Mientras Elliot no sospeche nada, todo estará bien...».

Volteó a ver a los chicos una vez más y fijó en sus ojos en Colombus, que en ese momento se despedía de Madeleine y le hacía un gesto vulgar a Pierre con su mano.

—Deberías sentirte feliz, Colombus. Ya estás en mi lista. Pronto la pasaremos muy bien juntos. ¿Quién sabe? Quizás hasta te toque el premio mayor. Estoy segura de que tú lo AMARÍAS...

─ ∞ ─

Al día siguiente las cosas entre los chicos estaban bastante más tranquilas. Estaban en la clase de Historia Universal. El profesor Rousseau los felicitó a todos por sus ensayos sobre Almería y la historia de la ciudad. Eran los mismos que habían sido entregados el día anterior por manos de Madame Gertrude.

—Todos hicieron un trabajo impecable. Algunos con varios hoyos históricos que, aunque bastante entretenidos, sería mejor omitir en futuras ocasiones.

—Usted sabe muy bien que la mano de obra alienígena puede estar detrás de la construcción de esas murallas, profesor. Es sólo que no quiere admitirlo —se quejó Colombus.

Tras su comentario casi toda la clase estalló en risas junto al profesor.

—¿Tiene alguna prueba de eso, señor Cretu? —preguntó el hombre con una sonrisa afable en los labios.

—No tengo pruebas, pero tampoco dudas —dijo el chico, y la clase volvió a reír.

—Entonces permítame apegarme al principio teológico de Santo Tomás, según el cual primero debo ver para creer, señor Cretu —y mientras decía aquello, le guiñó un ojo al chico.

—Vaya m...

—Cuidado con el vocabulario, señor Cretu.

—...moraleja —terminó por decir Colombus, sonriéndole con inocencia al profesor Rousseau.

—Mucho mejor —dijo él para luego continuar hablándole a toda la clase—: como les decía, disfruté mucho leyendo sus ensayos. Los felicito a todos por ello. Aunque seguramente la mano bondadosa de Madame Gertrude también tuvo mucho que ver en el resultado. Sobre todo, me gustaría felicitar a dos alumnos cuyo ensayo fue simplemente impecable y, por ende, los únicos con calificación perfecta. Las damas siempre van primero, así que en primer lugar quiero felicitar a la señorita Domenica DiCanto, nuestra prodigio en Apollinaire, por un trabajo verdaderamente maravilloso, además de una impecable caligrafía —dijo el profesor mientras dedicaba un aplauso en dirección a Domenica que la clase imitó.

—Era de esperarse que la rara del salón hubiera sacado la nota máxima. A los pobres y a los feos no les queda de otra más que ser inteligentes. Y en su caso ella es ambas cosas —se burló Saki con cuidado de que sólo sus amigas la oyeran. Sin embargo Madeleine también la había escuchado; ella fulminó a la chica con la mirada, mordiéndose la lengua para no decirle nada en aquel momento.

—Y en segundo lugar, pero no por esto menos importante —dijo el profesor levantando la voz para hacerse oír sobre los aplausos—. También con una nota perfecta, felicitaciones al señor Elliot Arcana. Un aplauso para ti también, Elliot.

—Pff. Cómo no iba a tener nota perfecta su preferido —protestó Pierre por lo bajo. Al igual que Madeleine anteriormente, Elliot también escuchó los reclamos de su amigo y compañero de clases.

Al finalizar las clases, los chicos caminaron con calma a través de los pasillos del castillo. Iban en dirección de la cafetería a comer la cena antes de dar por terminado el día.

—Bueno, al final me fue mejor de lo que esperaba —decía Colombus mientras revisaba su ensayo ya corregido—. Un siete es algo decente ¿no?

—A mí me parece algo patético, la verdad —dijo Pierre.

—¡Pero yo también obtuve un siete, Pierre! —exclamó Madeleine dolida por las palabras de su amigo.

—No... bueno... yo estaba hablando de Colombus, no de ti...

—Técnicamente estabas hablando del siete como calificación —dijo Elliot sin saber muy bien por qué, pero aunque no había querido hablar con ganas de iniciar un problema, al ver la molestia plasmada en el rostro de Pierre, no se arrepintió. Era al menos una buena manera de desquitarse por su comentario sobre su nota del ensayo.

—Se siente bien, ¿verdad? —le preguntó Lila al oído, acariciándolo por el cuello—. Sí, lo sé. Se siente muy bien...

—Eso no importa —refunfuñó Colombus con el ceño fruncido—. Yo lo que quiero saber es quién te nombró superintendente aprobador de calificaciones a ti Jean Pierre, cuando hasta los momentos, tú no nos has dicho cuánto obtuviste en el ensayo.

Y aprovechando la intervención de Colombus para evitar el conflicto con Madeleine, Pierre sacó su ensayo de la carpeta que llevaba en las manos y se lo puso frente a los ojos a Colombus mientras sonreía.

—Yo obtuve un nueve, gordo. Un NUEVE. DOS puntos por encima de ti.

—Y de Mady también. No lo olvides —intervino Elliot de nuevo sin poder controlar mucho las palabras.

Pierre se volteó a mirarlo extrañado. Ciertamente la conducta de Elliot era extraña, pero el que más estaba sorprendido de ella, era él mismo.

«Pero... ¿por qué estoy diciendo estas cosas?», pensó Elliot, en parte autoreclamándose y cuestionando su propio comportamiento.

—No te preocupes por eso, ratoncito... sólo déjalo salir. Deja salir todo eso que llevas guardado dentro de ti —dijo Lila mientras jugaba con el cabello oscuro del chico.

—Vaya, un nueve. Impresionante, la verdad —respondió Colombus fingiendo admiración—. Aunque, si lo pienso bien, un nueve no es tan impresionante como un DIEZ PERFECTO Y REDONDO, ¿no lo crees, Elliot?

—No lo sé, Colombus tendría que pensarlo un momento —Elliot le siguió la corriente a su mejor amigo colocando una mano en su mentón y observando hacia el techo por unos segundos—. Noup, no lo es. No lo es ni un poquito. El nueve es como el segundón del diez. Algo así como un premio de consolación.

Madeleine veía el comportamiento de sus amigos con ojos de desaprobación. Aunque nadie se había fijado en ella, era evidente que se sentía incómoda. Colombus, al contrario, se sentía muy bien poder contar con Elliot para combatir las mofas de Pierre, y esto no le hizo ni una pizca de gracia a su otro amigo, que estaba enrojeciendo de la rabia.

—Sí, bueno, por lo menos mi calificación no es la recompensa por ser el perro faldero del profesor —soltó Pierre con furia.

Lila caminó hasta él, atraído por su aroma. Nuevamente estaba transformándose. Su voz interior se hacía más gutural y sus delicadas uñas se iban volviendo garras enormes y grotescas. «DELICIOSO».

—Elliot no obtuvo esa calificación por... por eso que estás diciendo, Pierre —dijo Madeleine un poco titubeante—. Elliot realmente se merecía esa calificación.

Elliot, al escucharla, no pudo evitar sonrojarse un poco. «G-gracias, Mady...» pensó, pero las palabras nunca salieron de sus labios.

—¡Pero bueno chicos, ya, no peleemos más! —decía Madeleine—. La calificación realmente no es tan importante, lo que realmente importa es el tiempo que pasamos juntos en Almería y todos los recuerdos bonitos que pudimos hacer allá, ¿no lo creen?

Al escucharla, Lila se aplacó, su cuerpo regresó a su forma humana a la vez que sus instintos se calmaban. Rápidamente el asco se apoderó de su mirada, la cual estaba fija sobre Madeleine. Pierre miraba a Elliot con su orgullo herido, lleno de rabia. Parecía un animal al acecho, a punto de atacar despiadadamente.

—Tienes razón, Mady, ya lo creo que sí —dijo—. ¡Cómo nos podríamos olvidar del accidente de nuestro amigo el zorrillo! O, mejor aún, la insolación que sufrió luego de pasar unos días al sol.

Rápidamente la cólera le tensó la mandíbula a Elliot. Una imagen suya golpeando a Jean Pierre en la cara se dibujó con claridad en su mente.

—Vamos, no lo contengas —susurró Lila en sus oídos.

—¡Yo no estoy hablando de eso, Pierre! —exclamó Madeleine molesta—. No sé por qué siempre te empeñas en ser tan desagradable cuando sabes que disfrutaste del viaje tanto como nosotros. ¿O es que ya no te acuerdas de lo emocionado que estabas dentro de la Alcazaba? ¿Cuándo nos mostraron esos libros viejos que tanto te gustaron?

—Bueno... es que yo —dijo Pierre mientras se sonrojaba.

Elliot estaba furioso. Poco a poco la idea de golpear a Pierre se iba haciendo más tentadora.

Hazlo, ratoncito... HAZLO...

Pero aunque Elliot quería golpear a Pierre, seguía tratándose de uno de sus pocos amigos en el instituto. Incluso a pesar de sus impertinencias, de su antipatía, de su forma de ser avasallante e incluso abusadora en muchas ocasiones, Elliot sentía cierto aprecio por Jean Pierre. Después de todo, en muchas ocasiones habían reído juntos, formado equipo para hacer trabajos escolares, salido en grupo los fines de semana, y debatido apasionadamente sobre temas de mucho interés para ambos. Por eso, mientras la idea de pelearse con él venía con violencia, Elliot trataba de resistirse a ella y buscaba tanto como podía un punto de tranquilidad entre el aforado tránsito que habían tomado sus pensamientos. Finalmente, después de haber aguantado lo suficiente, los pensamientos de Elliot sobre golpear a Jean Pierre murieron con la llegada de un muchacho alto y atlético que se dirigió hacia Madeleine. El chico rápidamente atrajo la atención tanto de Pierre como de Elliot.

—Disculpa, Mady, ¿podría hablar un momento a solas contigo? —preguntó el recién llegado.

Lila lo observó de pies a cabeza. «Vaya... tal parece que la mojigata atrae buenos ejemplares», pensó.

El chico tenía el cabello castaño y rizado, labios gruesos, y unos ojos café oscuro que hacían juego con su voz profunda y calmada.

—¿Qué quieres, Hill? No ves que estamos hablando aquí —le soltó con violencia Pierre al chico nuevo.

—Quiero hablar un momento a solas con Mady, Blandor. ¿Acaso tienes algún problema con eso? —contestó él sin intimidarse ni echarse un centímetro atrás ante Pierre.

A Elliot no le gustaba la actitud con la que Jeremy Hill, uno de los estudiantes de la sección Leclère de cuarto año y capitán del equipo de rugby, se había acercado a Madeleine. Muchos rumores corrían sobre él acerca de su supuesta adicción a las drogas, pero a diferencia de Jean Pierre, él no dijo nada. Tan sólo se limitó a fulminarlo con la mirada.

—Pues fíjate que sí lo tengo —contestó Pierre—. No me gusta que un tipejo como tú esté queriendo hablar con Madeleine a solas. No es como que tu reputación te ubique en el mejor ranking de las personas confiables del Instituto, ¿o me equivoco?

Jeremy no dijo nada, pero su rostro, hasta ahora de facciones amables, se endureció al escuchar las palabras de Pierre. No se molestó en contestarle. Tan sólo lo ignoró.

—¿Qué dices, Mady? ¿Podemos hablar un momento a solas? —volvió a preguntar el chico.

—¡No te atrevas a ignorarme, Hill! —dijo Pierre con rabia.

Ofuscado por los celos y sin medir consecuencias, Jean Pierre se lanzó sobre Jeremy y lo haló por el cuello de su camisa. Al ver lo que estaba pasando, las chicas y los chicos que estaban alrededor soltaron pequeños gemidos de sobresalto; el resto de estudiantes del pasillo volteó para ver la escena con más claridad.

Lila estaba de pie justo al lado de Pierre. Sus ojos se habían ennegrecido. El cabello le serpenteaba a pesar de que no había ni una pizca de brisa en todo el pasillo. Su aura oscura se esparcía como una neblina viscosa alrededor de todos los que estaban cerca. Estaba excitada.

—¡PIERRE, PIERRE, NO! —gritó Madeleine mientras intentaba separar a los chicos con la ayuda de Elliot y Colombus.

—¡Viejo ya, cálmate! Cálmate un poco —le decía Colombus a Pierre mientras lo tomaba por un brazo y Elliot lo agarraba por el otro.

Apenas los separaron, Madeleine se paró en medio de los dos.

—¡Te estás comportando como un lunático, Pierre! —le dijo a su amigo antes de girarse para ver al otro chico—. Y yo... yo lo siento, Jeremy, pero... lo que sea que me vayas a decir, lo tendrás que hacer frente a mis amigos.

Jeremy se adecentó tan pronto como pudo para hablar con ella.

—Lo lamento, Mady. Yo sólo quería darte esto —le dijo mientras sacaba un paquete alargado de uno de sus bolsillos y lo colocaba en una de las manos de Madeleine—. También quería saber si te gustaría que nos tomáramos un café el sábado, afuera del castillo.

—¡JA! ¡Eso va a pasar sobre mi cadáver, Hill! ¿Lo entiendes? Sobre mi cadáver —dijo Pierre con tanta exasperación que casi le escupió la cara a Jeremy bañando de por medio a Madeleine.

—¡Pierre, creo que yo misma soy capaz de tomar mis propias decisiones! Así que guarda silencio, por favor —dijo ella volteándose para verlo.

Jeremy aprovechó la oportunidad para mostrarle una puñeta a Pierre.

—Pero, Mady, ¿no me vas a decir que en serio estás pensando en...

Madeleine lo interrumpió con severidad.

—¡Te dije que te callaras, Pierre... por favor!

Tras decir aquello quedó una vez más frente a Jeremy. La chica tenía una mirada a la vez nerviosa y condescendiente.

—Muchas gracias, Jeremy. De verdad me halagas, pero... no puedo aceptar tu regalo ni tu invitación. Lo siento.

Cuando intentó devolverle el regalo al chico, éste negó con la cabeza.

—¡Vaya...! No me lo esperaba. Quédatelos. A mí no me gusta el chocolate. Además, los compré para ti. Creo que son tus favoritos —dijo mientras le dedicaba una enorme sonrisa—. Bueno, al menos lo intenté ¿no?

El muchacho le guiñó un ojo a Madeleine justo antes de tomar su mano libre y darle un beso en el dorso delante de todo el mundo. Los susurros y murmullos no se hicieron esperar. Madeleine estaba muy sonrojada.

—Supongo que me contentaré con verte desde el campo cuando me vayas a animar —añadió.

Y diciendo aquello, empezó a alejarse sin darle aún la espalda.

—Aunque, la verdad... eso lo único que hace es distraerme.

—Yo... bueno... mmm —balbuceó Madeleine.

—Te ves aún más tierna cuando te sonrojas —respondió el muchacho, dedicándole una sonrisa desde la distancia—. Nos vemos después...

Su silueta poco a poco fue mezclándose con la multitud que transitaba el pasillo. Todos prosiguieron con su camino, y el grupo de Elliot y sus amigos, por una vez más, dejó de ser el centro de atención.

Después de la pelea Lila parecía decepcionada. Había permanecido silenciosa y muy atenta a todo el espectáculo, esperando que la sangre empezara a manchar el suelo. «Vaya mierda...», pensó fastidiada. «Extraño los viejos tiempos cuando los humanos eran más violentos». Sus ojos regresaron a ser de color rubí mientras caminaba hasta quedar de pie junto a la ventana del corredor.

—En aquellos tiempos los duelos a muerte sí que eran divertidos...

─ ∞ ─

Aquella noche la luna brillaba lacónica entre las nubes, como si quisiera ser tenue pero aún estar presente; soñar aún a pesar de estar despierta. Lila seguía explorando de aquí a allá, buscando algo con lo qué divertirse.

«Éste castillo es más grande de lo que se ve a simple vista», pensó mientras caminaba por los oscuros pasillos del instituto. «Y la Armonía es bastante más ruidosa de lo normal... como si algo buscara la manera de interferir».

A su vista, dos estudiantes aparecieron en el pasillo. La energía que emanaba de sus cuerpos le prensó la mandíbula. Eran dos muchachos, un poco mayores, que iban caminando uno al lado del otro. De vez en cuando se lanzaban miradas furtivas entre sí. Ella sin poder evitarlo aspiró profundamente el aire cuando pasaron a su lado.

«Mmm, delicioso; el miedo es la mejor sazón que hay», resonó en su cabeza; su boca casi parecía saborear las palabras. «Se desean, pero tienen miedo al rechazo mutuo. Qué pena. Si tan solo pudieran saber lo que hay en la mente del otro cómo lo sé yo. Vamos, vamos. Dile que te mueres de ganas por besarlo. ¿Qué te cuesta?»

Sin mucho esfuerzo, sus pensamientos empezaron a transformarse en un extraño sonido. Era como un eco reverberante que tomaba forma y le envolvía el cuerpo. Dio unos pasos lentos y calmados y se acercó al chico más alto y fornido de los dos. Posó sus labios en sus orejas, y retorciendo su lengua en el aire, le dijo al oído:

—BÉSALO.

El eco pareció resonar en todo el lugar. El chico sintió una fuerza penetrándolo por todo su cuerpo y observó al otro directo a los ojos. Nadie parpadeaba. Nadie decía nada. Finalmente, el más alto se lanzó sobre su acompañante, le tomó el rostro con ambas manos, y ambos se perdieron en el placer de un beso sediento, largo y salvaje. Cuando se separaron, de sus bocas no salieron palabras, sino una risa de enorme placer. El chico alto tomó al otro de las manos y se lo llevó pasillo abajo, hasta que se perdieron en la oscuridad.

«Otra buena acción completada», pensó Lila entre risas. «Si sigo así, me van a tener que levantar una estatua en la mismísima Basílica de San Pietro».

Justo entonces iba pasando frente a una puerta gruesa, de madera oscura, como cualquiera de las otras que había en el Fort Ministèrielle. Hubiera seguido de largo si, aparte de sentir un extraño escalofrío en el cuerpo, aquellas palabras no hubieran sonado dentro de su cabeza...

«AAAyyyUUUdddAAA...»

El sonido duró sólo un instante fugaz, pero Lila lo había escuchado tan claro como la luz de la luna en aquel momento. La excitación y la adrenalina le recorrieron por todo el cuerpo. La curiosidad se apoderó de ella mientras se paraba frente a la puerta del despacho. «Aún quedan un par de sorpresas escondidas en este castillo...», pensó.

Sus ojos brillaron tan rojos cómo dos gotas de sangre recién brotadas. Sin dejar de sonreír ni dudar por un segundo, caminó a través de la puerta que la separaba de aquel despacho. Quería llegar hasta el fondo del asunto. Aun cuando la puerta estuviera cerrada con seguro, eso no le impediría entrar. Y de todos modos, Louis Rousseau jamás descubriría quién acababa de entrar a su despacho sin su permiso. Jamás lo haría.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro