15º CUENTO. Orient Express.

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«Te amo para amarte y no para ser amado, puesto que nada me place tanto como verte a ti feliz».

George Sand

(1804-1876).

Cuando entro en el vagón restaurante del Orient Express, el lujo de los paneles decorados con rosas sobre plata auténtica pasa a un segundo plano y solo me concentro en la loca pasión que me despierta Gustave. Él me espera sentado a la mesa, paladeando una copa de champán Moët & Chandon.

     Todavía no se ha percatado de que estoy aquí. Así que me doy el gusto de perderme en su fragancia a pinos, en la suavidad del cabello rubio, en la belleza masculina y en la espalda ancha, características que anuncian a gritos que desciende del vikingo Rollón, el primer duque de los normandos. Por eso no me resulta difícil imaginármelo con una armadura elaborada en pieles y en cuero, en tanto porta una espada y se encamina a la batalla. Aunque más excitante será tenerlo solo para mí estas noches y enredarnos en las sábanas de seda de la cama matrimonial, con el silbato del tren como música de fondo. Porque este hombre increíble es mío y está en la flor de la vida a sus veinticinco años. «Te amo, Gustave», pienso.

—Hélène, cariño —me saluda y los ojos azules le brillan mientras mueve la mano para que me acerque—. ¡Cuánto te has demorado! Aunque viendo el resultado no me importa, estás guapísima.

—Lo siento, mon amour. Mientras me cambiaba para la cena me he distraído examinando nuestra habitación. ¡Es enorme! ¿Puedes creer que los techos están repujados en oro? Y las lámparas son costosísimas, de la fábrica de Émile Gallé.

—Venden el trayecto Constantinopla-París como el más caro y el más suntuoso de mil ochocientos ochenta y ocho —me comenta él: se pone de pie y me aparta la silla con caballerosidad.

—Sí, es cierto. Pero no esperaba que la grifería fuese de bronce, los muebles de caoba y las cortinas de terciopelo. ¿Puedes creer que los paneles de cristal están decorados con ninfas que bailan en medio de las vides? ¡Pronto se les unirá Baco, parecen vivas!

—Baco soy yo, ma petite orchidée. He llenado el inmenso vacío que has dejado con champán —se burla Gustave y levanta la copa.

     Ante este gesto el camarero presupone que lo llamamos. Se nos acerca y nosotros contenemos las carcajadas. Intento sofocar la risa más que nada para premiar el esfuerzo, pues los manteles y las servilletas son de un blanco inmaculado y la cristalería lanza destellos de tan limpia que está.

—¿Ya saben qué van a pedir? —nos pregunta cortésmente.

     Abro el menú, pero los precios me parecen prohibitivos, por lo que le pido a Gustave:

—Por favor, mon ciel, elige por mí.

—Pues probaremos un poco de todo. Tráiganos ostras, rodaballo en salsa verde, solomillo de ternera, semifrío de venado y de beber un buen vino Burdeos... ¡Ah, lo olvidaba! De postre pudding  de chocolate. ¡A mi esposa le encanta! —Y me lanza un beso.

—Enseguida, caballero.

—¿Festejamos algo, mon amour? —le pregunto, sonriendo.

—Cada minuto contigo, mon cœur, es una celebración. ¿Qué tal festejar por nuestros tres años de pareja? —me responde y me sujeta como si jamás me fuese a soltar—. Pareces un hermoso cisne con este tocado de plumas blancas. —Lo acaricia como si me frotara la piel desnuda—. ¡Eres una beldad! Desearía grabarte en las retinas y solo verte a ti.

—Si fuese así te aburrirías de mí —bromeo, porque sé que me idolatra tanto como yo a él.

—¡Aunque pasen cien años nunca me aburriré de ti, ma vie!

     Pero no le puedo responder porque el inglés estirado que nos dio conversación en el paquebote desde Constantinopla a Varna nos interrumpe:

—Buenas noches, monsieur  y madame  Verne. ¿Verdad que en este ferrocarril no se echa de menos el lujo del palacio de Topkapi?

—Por supuesto que no, lord Charles. La Compagnie Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Européens  ha conseguido que este tren sea un palacio rodante —le replica Gustave con una sonrisa.

     No se le nota que está harto de la intromisión del británico y de que este me mire con ojos codiciosos.

—Cubertería de plata, aseos privados de mármol y ¡encima cambian las sábanas a diario! Lo siento por la servidumbre de mi castillo, pero adoptaré todas estas modas cuando regrese.

—No esperaría menos de usted, milord. ¿Y hará que monten la torre del homenaje sobre vías de hierro?

     Pero Charles es incapaz de captar el sarcasmo, pues enseguida agrega:

—Si no hubiese que cruzar en trasbordador desde Constantinopla y luego el Danubio en ferry sería el viaje ideal. Esos barcos primitivos despiertan mis suspicacias, prefiero los modernos que atraviesan el Canal de la Mancha —al apreciar que el camarero viene hasta nosotros cargando las viandas, se despide—: Hablamos después.

     Gustave se me acerca, me besa en la mejilla y me susurra en el oído:

—Al terminar de comer hay que vigilar a lord Charles, cuando esté distraído nos escapamos. No tengo intención de perder ni un segundo más en conversaciones superfluas.

—Ni yo, cariño. No puedo esperar a que estemos juntos en nuestra habitación.

     Ardemos mientras damos cuenta de las viandas, atravesando con la vista la barrera de la ropa para adelantarnos a la satisfacción de ser uno. Quizá por eso masticamos con lentitud, para disfrutar de la expectativa al contener nuestros deseos ante la gente anónima que nos rodea. O tal vez porque somos expertos en reprimirnos delante de los demás.

     Logramos eludir al aristócrata y caminamos por el pasillo vacío de nuestro vagón. Gustave abre la puerta y me levanta en brazos para cruzar la entrada, como si fuera una inexperta novia.

     Empiezo a desabrocharme el vestido, enfebrecida, pero él me detiene:

—Permíteme que lo haga yo, ma belle rose.

     Me lo desabotona con rapidez y me libera también del corsé y del polisón, antes de besarme en medio de una pasión arrolladora.

     Ochenta horas pasamos encerrados, con esporádicas visitas al restaurante. Nuestros cuerpos se reconocen, nuestras mentes se estimulan, el amor se hace más inevitable y más vigoroso. Los sentimientos forjan alas para estar cerca del otro en nuestras constantes idas y venidas.

     Sin embargo, todo lo bueno acaba. Cada uno baja por su lado en el andén de la Gare de l'Est  como si no nos conociéramos. Nos separamos: ya no somos monsieur  y madame  Verne, nuestra tapadera. Se me desgarra el corazón cuando veo cómo «la duquesa» se ciñe a Gustave y cómo dos niños de cabellera dorada, idénticos a él, lo atrapan del cuello.

     Por desgracia, después de estos tres maravillosos días haciendo el amor en tanto el tren se desplazaba a noventa kilómetros por hora, una velocidad inigualable, he retornado a la lentitud de mi gris, frugal y burguesa vida. Frente a mí, además, se halla este cuarentón al que yo no he elegido y que se cree que es mi marido y mi dueño.

     Mientras, solo me enfoco en el próximo encuentro con Gustave. En las mágicas horas semanales que le robaremos a la odiosa realidad... Hasta que podamos fugarnos de ella y ser de nuevo el matrimonio Verne en Budapest,  en Bucarest o en Viena, unidos siempre por el Orient Express.


https://youtu.be/baDS4PMgMLY

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