Nº16. CUENTO. ¿Quién pactó con el Diablo?

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«El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra».

Juan 8,7.

El mismísimo Diablo aterrizó en el claro que se encontraba justo frente a Jakob Sprenger. Y, lo más inquietante, lo efectuó en medio de una nube de azufre que le causó tos y cuyo carraspeo pretendiendo contenerla casi lo pone en evidencia. El Enemigo de Dios retrajo las ásperas alas de murciélago y las ocultó en el hueco que lucía en la espalda. Se sacudió el pelo liso y negro igual que un perro mojado y movía la cola de serpiente que le salía por el agujero trasero del taparrabos de cuero azabache.

     Lo intimidaron los enormes cuernos de cabra y las largas y afiladas uñas —podrían descuartizarlo en un santiamén— y los rojizos ojos de la bestia le infundían pavor. Se quedó inmóvil detrás del roble, apenas respiraba, amparado por las pesadas ramas que rozaban el suelo.

     Hacía mucho tiempo que Jakob no recorría el bosque cercano a Basilea, su ciudad natal. Durante la tarde se distrajo al llenar los pulmones con el dulce aroma de la savia de los arces y al acariciar los troncos retorcidos de las hayas. Así, la noche cayó de súbito, como si el manto de estrellas buscara oprimirlo y lanzarlo hacia el abismo infernal... Y luego Él brotó de las tinieblas.

     Escuchó unos pasos leves que se aproximaban por el sector opuesto e intentó enrollarse y hacerse más pequeño dentro del escondite. Pretendía convertirse en un bulto difuso en medio de la oscuridad. Bajó los párpados y rezó un Padrenuestro y un Avemaría antes de volver a abrirlos: el Ángel Negro alteraba la apariencia y ahora era un guapo aristócrata, cuya vestimenta estaba elaborada con hilos de oro y de plata y decorada con rubíes, zafiros y esmeraldas. Vestía, además, un manto de armiño.

—Os buscaba, milord. —Una chica llegó hasta «el padre de la mentira» y se le arrodilló a los pies—. Acudo a vos tal como os juré.

     Jakob hizo el amago de salir para prevenirla, pero el horror lo mantuvo inmovilizado. Si le pudiera ver el rostro quizá se atreviese a hacerle señas, pero continuaba de espaldas a él.

—Celebro que hayáis venido —le replicó el Diablo y se quitó la capa para colocársela—. Sabéis que soy capaz de cumpliros cualquier sueño y de concretar todas vuestras ambiciones. Solo hace falta que me digáis que sí y el Universo será vuestro. ¿Acataréis cada una de mis órdenes?

—Nada me complacería más, milord. —El Ángel Caído estiró el brazo y la ayudó a ponerse de pie.

—¿Veis estas joyas? —Y se las quitó de una en una con lentitud—. Son el primer pago por vuestra obediencia. —Se las entregó mientras ella colocaba las palmas formando un cuenco.

—¡Ay, mil gracias! —Se hincó ante el demonio con servilismo.

     El Diablo desapareció y volvió a materializarse detrás de la joven. Le acarició el cuello con las garras como si fuese su dueño.

—Os diré qué veo en vuestro futuro. —Efectuó un gesto como si se concentrara—. Puedo apreciar que pronto seréis muy poderosa. Contraeréis matrimonio con un aristócrata de Salzburgo y tendréis cuatro hijos. —Le bajó las manos por los brazos y le acunó los pechos—. Ahora solo hace falta que deis un paso muy pequeño.

—Me complacerá darlo. ¿Qué queréis de mí?

—Algo muy simple. Solo decid: «Yo abjuro de Dios y de la Iglesia Católica, me entrego a ti en cuerpo y en alma. Prometo asistir a todos los sabbats  y cumplir con mis obligaciones como miembro de vuestra secta satánica».

     Jakob no supo de dónde sacó las fuerzas y la valentía para salir del escondrijo y gritar:

—¡No lo hagáis, damisela, por favor! ¡Estáis frente al Diablo! ¡Ese ser vil y traicionero os engaña!

     La chica se levantó y se giró hacia él. Un escalofrío lo recorrió por completo: se trataba de Judith, la hija de un mercader amigo y colega de su padre, de la que se había enamorado en la pubertad. Hacía más de treinta años que no la veía y era imposible que conservara la lozanía de la adolescencia.

—¡Qué feliz me hace veros! —Judith se le aproximó y lo abrazó, estrujándolo con los prominentes senos—. Nada me gustaría más que seguir vuestras indicaciones.

     Y le dio un beso sobre los labios en tanto Jakob, hipnotizado, cerraba los ojos. Cuando los abrió, en lugar de Judith había una anciana esquelética frente a él.

—¡Sois como todos, también habéis caído! —se burló la vieja, riendo a carcajadas.

—¡No, bruja, soltadme! —suplicó, sabiendo que no tendría misericordia con él.

     Se zafó de un tirón y corrió hacia lo más profundo del bosque, alejándose de la maléfica. Trotaba a la máxima velocidad que le permitían las achacosas piernas, en tanto las ramas de los arces y de las hayas le herían la cara y los brazos. Proseguía hacia adelante y aguantaba el dolor porque sabía que detenerse significaba su perdición.

     Poco después se atrevió a girarse y nadie lo perseguía. Bajó el ritmo, respirando agitado... Hasta que oyó una risotada por encima de la cabeza. Enfocó la vista en el cielo: la bruja estaba allí, volaba en una escoba. La luna hacía brillar la madera, indicándole que la maléfica la había untado con ungüento de cuerpos de bebés. Clavaba los ojos en él, suspendida sobre el gigantesco roble.

—¡No escaparéis de nosotros! —chilló, mostrándole las encías enrojecidas.

     Descendió en picado y se posó sobre la hierba. Enseguida adoptó la apariencia de Judith cuando tenía quince primaveras.

—Solo hace falta que aceptéis al Ángel de las Tinieblas y me tendréis para siempre, querido Jakob.

     La voz lo seducía y pronto lo inundaron las sensaciones reprimidas durante lustros. Volvió a besarlo y los labios rellenos le supieron a miel, movilizándole la sangre como un río que se precipitaba hacia el mar. El perfume a flor de romero lo mareaba, aunque menos que las caricias que le prodigaba en el pecho, en la cintura y sobre el hábito blanco, justo encima de su hombría.

     De improviso, se despertó de la pesadilla. Se hallaba acostado en su cama y muy lejos de Basilea. Transpiraba a borbotones y lo humillaba el peso de una erección.

     Sin importarle el frío, se prosternó sobre el gélido suelo y comenzó a rezar una y otra vez, sin que en estas circunstancias le trajera la paz. Era un hombre anciano, que cargaba medio siglo de existencia, y, pese a la maestría que poseía luchando como dominico por las almas de los fieles, el Maligno lograba su depravado objetivo con él. El punzante miembro todavía se izaba a media asta y lo delataba ante Dios.

     Ya se había enfrentado antes a la Serpiente Antigua. Recordó al sacerdote procedente de Bohemia, peregrino en Roma, que en compañía del padre había intentado sacarse al demonio del cuerpo. Una vieja se lo había instalado mediante un sortilegio y para exorcizarlo Jakob lo había llevado a todas las iglesias y había utilizado las más famosas reliquias. Había salido vencedor del eterno combate, pero a un enorme coste.

     Antes jamás lo corrompieron de un modo tan íntimo. Ahora lo acechaban en la habitación en la que descansaba después de los juicios y usaban en su contra el rostro de Judith para pervertirlo. Si bien lo habitual era que la maléficas acusadas apelasen a la astucia —las brujas lloraban con lágrimas de cocodrilo— en el absurdo intento de despertar su piedad a la hora de aplicar las penas, Jakob se esforzaba por ser implacable con ellas. Cierto era que en ocasiones escuchaba voces, insultos y que sentía que lo perseguían tomando la forma de un perro, de una cabra o de un gato.

     Igual que en el ataque de Eva a Adán, el último embate que había recibido mientras dormía era frontal. En el pasado por culpa de un beso de Judith había estado a punto de suspender el ingreso en la Orden de los Dominicos de Basilea, pero rectificó a tiempo. Por fortuna, resistió la tentación y más tarde se convirtió en prior del convento de Colonia, en Inquisidor General de Alemania y en decano de la Facultad de Teología, también de Colonia. Porque cualquier clérigo sabía que las mujeres eran seres inferiores, originadas de una simple costilla, y las causantes de la expulsión del Paraíso. Utilizaban la sensualidad para conseguir sus metas y hacer estragos. Eran mentirosas, infieles, lascivas, vanas, precisaban de una tutela permanente.

     Apretó el crucifijo, aterrorizado, y, con manos temblorosas, se levantó y cogió la bula Summis desiderantis affectibus, que el papa Inocencio VIII había sellado el cinco de diciembre de mil cuatrocientos ochenta y cuatro, dos años antes. En ella le daba plenos poderes a Kramer y a él contra los mortales que se entregaban a los demonios íncubos y súcubos.

     Leyó en voz alta:

Por consiguiente, por el tenor de la presente Nos con autoridad apostólica establecemos que se remueva de en medio cualquier impedimento por el cual pueda retardarse en algún modo la ejecución del oficio de estos inquisidores, y para que la ruina de la depravación herética y la locura ajena no difunda sus venenos en perjuicio de otros inocentes, queriendo, ya que incumbe a nuestro oficio, proveer los remedios oportunos, empujándonos a esto sobre todo el celo de la fe, y además para que no ocurra que las citadas provincias, ciudades, diócesis, tierras y dominios en aquella región de Alemania superior carezcan del debido oficio de la inquisición, ordenamos que en ellas el oficio de inquisición puede ser desempeñado por estos inquisidores y que se les debe permitir la corrección, encarcelamiento y castigo de esas personas en los referidos delitos y crímenes.

     Se miró la entrepierna: por suerte el pene se encogía y volvía a la normalidad. La secta de maléficas, respaldadas por el Diablo, eran el origen de su inusual excitación y de los males que padecía el mundo. Traían la concupiscencia, la Peste Negra, las guerras que los asolaban, las hambrunas y producían granizos y tempestades. Transformaban a los hombres en animales, los enfermaban, los mataban, los dejaban impotentes.

     Por medio de la tortura y del tormento las haría confesar y no se librarían de la hoguera aunque se arrepintiesen o se retractaran de sus dichos. Para detenerlas seguiría estando atento a los rumores y a las denuncias, le daría igual que proviniesen de niños o de enemigos. Haría que en todas las ciudades, los pueblos y las aldeas se apilara madera hasta la altura del techo y ningún ángel de la oscuridad quedaría libre de castigo.

     Para alcanzar esta finalidad modificaría la primera línea del Malleus Maleficarum  y declararía herética la menor duda. Ningún juez tendría algún conato de humanidad, pues se condenaría a sí mismo. ¡Aplastaría a cada bruja con su libro como si este fuese un martillo!

     Jakob Sprenger, cegado por los prejuicios, era incapaz de percatarse de que acababa de hacer un pacto diabólico, que sumiría durante siglos a Europa en cacerías despiadadas y en la locura, condenando a miles de mujeres por delitos imaginarios.


Si deseas profundizar más sobre el tema de las cacerías de brujas te recomiendo leer:

—Caro Baroja, Julio (1993). Las brujas y su mundo. Un estudio antropológico de la sociedad en una época oscura. Madrid: Alianza Editorial, S.A. Las páginas referidas a Sprenger van de la 127 a la 132.

—Cohn, Norman (1997). Los demonios familiares de Europa. Madrid: Alianza Editorial, S.A. Las páginas relacionadas con el Malleus Maleficarum y la caza de brujas van de la 285 a 320.

—Durshmied, Erik (2006). Las putas del Diablo. España: Starbooks. Leed especialmente las páginas 70 a 74 relativas a Sprenger.

—Michelet (1987). La bruja. Un estudio de las supersticiones en la Edad Media. Madrid: Ediciones Akal, S. A. Las páginas relativas a Sprenger van de la 171 a la 183.

—Montesano, Marina (2018). El diablo medieval. Revista Historia National Geographic, número 170 (abril), 82-97.




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