4º. CUENTO. Nosotras también podemos ser culpables.

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«Cuando trataron de callarme, grité».

Teresa Wilms Montt

(1893-1921).

La tristeza de la niña me conmovió y siguiendo un impulso caminé hasta ella dando grandes zancadas. Parecía un robot, como si me hubiesen activado a pesar de mi voluntad. Me daba pena, pues apoyaba las rodillas sobre la arena gruesa del patio del colegio sin importarle que la lastimara. Mientras, intentaba construir una casita con las piezas del Lego, pero esta se desmoronaba una y otra vez. ¿Por qué observaría fijo las ruinas, como si pudiesen darle las respuestas a todas las preguntas?

—¡Hola! Me llamo Olaia y estoy en sexto contigo. —Al oírme me miró como si se preguntara a qué especie pertenecía.

—Soy Aimara. —Volvió a enfocar la vista en la vivienda derruida, olvidándose de mí.

     Estuve a punto de girar y de irme, me daba la impresión de que ni siquiera el arribo de un elefante en el recreo la emocionaría. Por el gesto de rechazo y por la posición tensa del cuerpo resultaba evidente que yo no era bienvenida. ¿Se sentiría avergonzada porque vestía un jersey gastado y un pantalón con parches de color gris sucio? Ambos eran enormes y estaban torcidos, tal como si se los hubiesen echado encima al salir por la puerta. Y en lugar del perfume con un dejo a mandarina, a manzana y a chocolate que solíamos utilizar, emanaba de la ropa olor a ajos rancios.

     Sin embargo, recordé las enseñanzas de mi mamá y me senté al lado.

—¿Quieres que la construyamos juntas, Aimara? —me tiré de un rizo, dudando, y luego añadí—: ¿Y si hacemos un castillo o un palacio donde vivan la princesa y el príncipe encantado?

—Solo quiero una casa bonita —y sin más contemplaciones, agregó—: ¿Por qué hablas conmigo si nadie lo hace? Puedo jugar sola.

—¿Por qué no debería hablar ni jugar contigo, Aimara?

     Permaneció callada. No era un comienzo muy prometedor y volví a visualizar a mi madre animándome a ser mejor persona. «¿Acaso te darás por vencida a la primera, cariño?», sabía que me diría, «Todos necesitamos tener amigos, también Aimara». Si quería silencio tendría silencio, pero yo seguiría ahí.

     A la salida caminé junto a ella. Hablé hasta por los codos llenando los huecos que mi compañera dejaba, pues era como una gacela herida y si la presionaba acabaría huyendo.

—Vivo allí. —Señaló una construcción cochambrosa y a punto de caerse: se parecía a las viviendas habitadas por fantasmas que explorábamos durante la Noche de Samhain.

     Me estremecí. Desde donde nos hallábamos nos llegaba el olor a humedad, a pis de gato y a moho. Solo sobrevivían los dientes de león en el pequeño jardín, rodeados de un cerco de maderas podridas y tan mustios como Aimara.

—Mañana paso por ti quince minutos antes de entrar a clase —le informé, y, sin esperar su negativa, me encaminé hasta mi hogar.

     De este modo iniciamos día tras día nuestra rutina silenciosa. Mis otros amigos me echaban de menos, pero me encontraba con ellos por las tardes. Sabía que no podía integrar a Aimara en el grupo, todavía no estaba preparada. Pronto lo haría, necesitaba ver una sonrisa brillándole en la mirada.

     Pasado un mes, la cogí del brazo para indicarle algo y chilló de dolor. Le levanté la manga del chándal, curiosa, y debajo descubrí un cardenal azul: le rodeaba la muñeca como si fuese un reloj de hombre.

—¿Qué te hicieron, Aimara?

—Nada, Olaia, solo me caí. —Temblaba sin control y los ojos del tono de las avellanas me suplicaban que no continuase indagando.

—Si alguien te hace daño debes decírmelo, mi madre te ayudará —insistí, pues las sospechas se convertían en certezas.

—Nadie me hace daño. —Enfocaba la vista en los mocasines agujereados, como si le avergonzara mentirme, y de momento fingí creer sus palabras.

     Una semana después, Aimara no me esperaba como era habitual. Así que respiré hondo, cerré el paraguas empuñándolo como si fuese una pistola y decidí golpear a la puerta. Mientras me aproximaba constaté que el caminito se hallaba agrietado, igual que si lo hubiesen machacado con una espada de acero. Además, debía ir zigzagueando entre los pozos que nadie rellenaba, unos enormes hoyos en los que podían nadar merluzas. La vivienda tenía las paredes grises y lucían desconchadas, como si alguien hubiese cercenado los trozos con una motosierra. No me hubiera sorprendido para nada que los dientes de león empezaran a aconsejarme «¡Huye, huye, huye!», pues el olor a ajo, a cebolla y a col era tan fuerte que me producía arcadas.

     Desde el interior, escuché una voz femenina muy enfadada:

—¿Les has hecho las camas a tus hermanos? Sabes que cuando tu padre llegue te castigará si no has cumplido con las tareas que te dejó asignadas.

     Presa de la angustia y con una sensación asfixiante, pulsé el timbre.

—¿Sí? —me interrogó la mujer de rasgos duros, mirándome con desconfianza.

—Soy Olaia, la amiga de Aimara, y vengo a buscarla para ir al colegio.

—Aimara nunca tiene amigos. —Frunció el entrecejo como si yo le hablase en chino.

—¡Claro que somos amigas! Sé que tiene trabajo, pero mi madre siempre dice que la primera tarea de los niños es estudiar. Hoy hay examen de matemáticas y no debemos faltar, el director querría saber por qué no asistimos.

—Aguarda un minuto. —Y me dejó sola sin darme ninguna explicación.

     Poco después, apareció mi compañera.

—Vamos, Olaia. —Tenía las mejillas encarnadas y miraba hacia el suelo.

     A la mañana siguiente cuando fui a buscarla me esperaba... Pero con un moretón granate en el ojo derecho.

—No me mientas, Aimara, sé que alguien te pega. ¿Te golpea tu padre o tu madre?

—No tengo madre, Olaia, murió. Julia es mi madrastra. —Las lágrimas se le deslizaban por las mejillas como si intentase inundar con ellas los pozos.

—¿Julia te pega? —Según mi mamá para curar algo de dentro el primer paso era abrirse.

—Sí, pero más me golpea mi padre. —En tanto me suplicaba que guardase el secreto, supe por ella cómo se mudaban cada poco tiempo cuando los desalojaban, con cuánta frecuencia la maltrataban, cómo debía servir a los medios hermanos.

     Más tarde, horrorizada, me desahogué con mi madre.

—Sabes, cariño, que si nosotras también nos callamos seremos tan culpables como su familia. —Mamá me abrazó para consolarme.

—¡Pero le prometí a Aimara que no se lo diría a nadie! —protesté, aunque «la ley del silencio» me roía por dentro como si tuviese una rata en el estómago y me daban ganas de gritar a los cuatro vientos pidiendo ayuda para mi amiga.

—¿Entonces, Olaia, no hacemos nada? —Me observó con la mirada que se reservaba para las ocasiones especiales, esa que me escudriñaba hasta el alma.

—Tienes razón, ma, debemos protegerla. —A medida que tomaba la decisión de intervenir me percataba de que no había otra salida.

—¡Perfecto, cielo! Vamos ahora mismo a hacer la denuncia. —Y se notaba que estaba orgullosa de mí—. Les propondré a las autoridades que se quede con nosotras.

     Me sentí igual que como debió de sentirse Neil Armstrong cuando pocos días antes puso un pie  en la superficie de la Luna y pronunció: «Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad».



Tengo que agradecer a MacaFernandezCriado el hermoso dibujo de Aimara que me ha hecho.


https://youtu.be/GlsYzfAdmAg

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