5º CUENTO. La cautiva de la Alhambra.

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«¡Di que es una fortaleza y a la vez una mansión para la alegría!»

Estrofa de un poema escrito en la pared de la Torre de la Cautiva, del complejo monumental de la Alhambra.

     El perfume dulzón de las bayas de los mirtos y de las higueras, que le encantaba, no conseguía distraerla de los moretones azulados que reflejaba el espejo y que dibujaban galaxias en espiral sobre la blanca piel. Las concubinas de Muley Hacén habían hecho un buen «trabajo» al intentar destruir su belleza y de paso matarla a golpes.

     Se aterrorizaba al reflexionar que si el amo no hubiera llegado a tiempo yacería bajo tierra, marchitándose como la flor de la cineraria elodes que agonizaba en el patio principal de la Alhambra. Y jamás hubiese vuelto a instalarse en la Torre de la Ladrona, del mismo modo que cuando fue capturada en septiembre de mil cuatrocientos setenta y uno, más de tres años atrás. Amaba esta qalahurra, la torre-palacio que disponía de una sala, de un dormitorio y de una amplia azotea y cuyo más destacable beneficio consistía en que se hallaba muy lejos de sus enemigas.

—Sois Isabel de Solís, la esclava cristiana que ha hechizado al emir para que os convierta en favorita. ¿Cómo queríais que se lo tomaran todas esas mujeres? Os llaman «Los amantes de Granada» y a ellas nadie las recuerda —susurró con voz sufrida, pretendiendo motivarse.

     Escondió un hematoma tan azul como los ojos con la rubia cabellera, diciéndose que lo que no se veía no dolía. ¿Qué opción le quedaba además de permanecer allí? Podría pedirle a su enamorado que la liberara y regresar con los suyos, pero a una dama de la nobleza que había perdido la virginidad solo la esperaba como destino el convento: su antiguo prometido jamás la aceptaría, pues el honor iba antes que el amor... Y lo cierto era que tampoco querría intimar con él después de haber conocido tan ardiente pasión con su dueño. Elegía a Muley, aunque tuviese que soportar a Aixa, la esposa.

No sé qué ve en vos mi marido —le decía a diario cuando residió en el harén, previo al apaleamiento—. Vuestra palidez es enfermiza y vuestros ojos antinaturales. ¿Cómo osáis mirarme? ¡Mostraos humilde ante mí! ¿O acaso creéis que vuestra reciente conversión en musulmana hará alguna diferencia, cristiana de Alá? —Y largaba una cruel carcajada—. Soy una princesa de sangre real y desciendo de la estirpe del Profeta, no hay comparación entre vos y yo. ¡Pronto os ignorará!

     Las manos masculinas que le acariciaron tiernas los hombros la sacaron de la abstracción. Bajó los párpados y aspiró hondo el inconfundible aroma a ámbar. No precisaba ver a su amante para saber que se encontraba allí. Lo reconocía por la vehemente intermitencia de la respiración, por los fuertes latidos del corazón cuando se le acercaba, por la felicidad que la embargaba de improviso y sin que viniera a cuento.

—Mi amada Zoraida —le musitó en el oído, llamándola por el nuevo nombre—. Mi Lucero del Alba, ¿qué pena os agobia?

—Nada, vida mía, si estáis conmigo —repuso la joven, esbozando una dulce sonrisa.

—«He aquí, ha vuelto a mí, mi bella gacela cuyos aretes brillan» —le recitó muy quedo, girándola y dándole un apasionado beso sobre los labios—. Os traigo una sorpresa que os hará olvidar de todo. —Y Muley palmeó con fuerza.

     Los esclavos desfilaron por la estancia. Cargaban vestidos de las más exquisitas sedas, vajillas de plata, joyas elaboradas con brillantes y con rubíes, pendientes de oro, colgantes de aljófar. Había tales cantidades que podía utilizar uno diferente cada día del año y todavía sobraría.

—No deberíais consentirme tanto —le pidió la cautiva con un brillo inusitado en la mirada—. Sabéis que mi mayor recompensa es que me visitéis durante el día y durante la noche.

—¿Cómo no consentir a mi futura esposa? —la abrazó como si nunca la fuese a soltar.

—Aún no asumo el honor que me concedéis.

     Acto seguido la premió con el roce del índice contra el cuello, haciéndola estremecer. Y solo quedaron ellos dos en la habitación, reclinados sobre los almohadones aterciopelados. Marginaron cualquier pensamiento inoportuno que recordara batallas, equívocos, deslealtades. Sabían que darle entrada a la realidad significaba apartarse un poco, como si se situaran en esquinas opuestas. Por breves instantes, que se convertían en hitos, el emir se olvidaba de las traiciones familiares, pero con el transcurso del tiempo estas acabaron con él.

     Casi un lustro después de la muerte de Muley, en el mes de enero de mil cuatrocientos noventa y dos, su hijo y rival, apodado Boabdil por los cristianos, abandonaba Granada de camino al exilio. Giró la cabeza, y, al contemplar su tierra por última vez, las lágrimas le regaron las mejillas. Eran tan copiosas como el caudal del río Genil después del deshielo de las altas cumbres.

—¡Llorad como una mujer lo que no supisteis defender como un hombre! —le recriminó con saña la madre.

     Aixa volvía a ser tan injusta como cuando había enviado a las concubinas del harén a que apalearan a Isabel hasta la muerte, al saber que Muley iba a desposarla. O como cuando había azuzado a sus hijos contra el padre siguiéndoles el juego a los reyes católicos. Era incapaz de reconocer que fueron sus celos patológicos los que acabaron con la vida del esposo y con el reinado nazarí en Al-Ándalus.

Torre de la cautiva, exterior.


Torre de la cautiva, interior.


https://youtu.be/Y0zJHhyXI5k

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