Capítulo VIII: Caminos separados (II/III)

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II

Soriana

La entrada a Ausvenia era un gran arco hecho de piedra, a cada lado se extendía una muralla de altura considerable. En lo alto del adarve patrullaban varios soldados. Desde donde estábamos solo era posible ver las puntas de sus lanzas moviéndose a lo largo de la muralla en la que a cada tramo se alzaba una torre de vigilancia.

Keysa me apretó la mano, estaba nerviosa.

Me acerqué a los guardias de la entrada y de inmediato ellos tomaron sus lanzas, una actitud algo exagerada, tratándose de solo dos personas, pero luego reflexioné en que probablemente era muy extraño que Ausvenia recibiera visitantes.

Me descubrí la cabeza dejando al descubierto el cabello blanco, la piel del color del bronce y los ojos de un gris casi cristalino, características que también ellos poseían. A mi lado, Keysa dejó salir una expresión de asombro, seguro al ver el enorme parecido que tenía con los alferis.

Los guardias al verme también parecieron desconcertados.

—¿Quién sois? —preguntó uno de ellos con la lanza en ristre.

—Soy Ariana. Cuando era niña salí de aquí con mi madre. Ella ha muerto y la vida afuera es muy dura para una alferi. —Los dos guardias se miraron entre sí, mantenían las lanzas en alto, pero yo podía ver la vacilación en sus rostros—. Quiero regresar a casa, con los míos.

—¿Y ella? ¿Ella no es un alferi?

—Es mi amiga, un hada de Sokógarfors. —Forcé las lágrimas y puse la cara más triste que pude—. Solo deseo regresar, estar segura entre los míos. He sido perseguida por sorceres, vendida por traficantes y ahora que al fin escapé solo quiero sentirme segura.

El soldado que tenía más cerca arrugó las cejas y me miró con compasión. El otro respondió a mi mentira:

—¡Malditos sorceres! Muy pronto van a caer. Pasad, hermana.

Extendí la mano hacia Keysa y la jalé para que ambas cruzáramos el arco de piedra de la entrada. El mismo soldado que nos hizo pasar hizo señas para que nos detuviéramos.

—¿Tenéis a alguien que os reciba en Ausvenia?

—A nadie, señor.

—Eso imaginé. —El alferi gritó hacia el interior—: ¡Ilfric, venid hasta acá!

De soslayo veía el rostro asustado de Keysa. Al cabo de lo que tarda en consumirse una brizna de paja en el fuego, otro soldado se aproximó a nosotras. Era mucho más bajo que los que custodiaban la puerta, pero al igual que ellos, tenía piel oscura, cabello blanco y ojos muy claros.

—Ordenad, capitán.

—Llevad a estas señoritas adentro, dadles de comer y abrigo. Mañana decidiremos qué hacer con ellas.

—¿Cómo que decidiréis que hacer con nosotras? —Keysa devolvió la pregunta, angustiada.

El alferi la miró con curiosidad un instante, luego respondió.

—No tenéis a nadie que os reciba en Ausvenia. ¿Acaso queréis dormir a la intemperie? Es casi invierno y a medida que avance la noche el frío será más intenso.

—Gracias, señor —me apuré a responder con una inclinación de la cabeza—. Os ruego nos perdonéis si nuestras maneras os parecen extrañas. He pasado casi toda mi vida viviendo fuera de Ausvenia y ella es un hada, es la primera vez que pisa esta tierra.

—Entiendo —contestó el alferi de la puerta—. Ahora Id con ilfric, él os asignará un lugar para dormir, os dará de comer y abrigo. Al terminar mi ronda de supervisión os buscaré.

Volví a inclinarme y entonces, tomada de la mano de Keysa, seguí al alferi al interior del fortín.

El tal Ilfric nos llevó a través de construcciones de madera y piedra gris, iluminadas por antorchas altas, hasta lo que supuse eran las barracas de los guardias. Se detuvo en la puerta y tocó dos veces, al rato esta se abrió y una mujer impresionante salió a recibirnos.

Yo era alta y ella me sacaba al menos una cabeza. Vestía un atuendo de cuero a través del cual podía adivinarse un cuerpo atlético. Llevaba el largo cabello plateado sujeto en una trenza alta en la mitad de la cabeza. Y su rostro era perfecto: La nariz recta, los ojos almendrados del color del agua. Levantó una ceja blanca con fastidio cuando vio a Ilfric, que frente a ella lucía pequeño y deforme. Después sus ojos se fijaron en nosotras y de nuevo volvieron a ilfric.

—¿Qué es esto? —preguntó intimidante, arrastrando las palabras?

—El, el capitán, el capitán Caleb me mandó a traerlas. Que les proporcionen comida, abrigo y dónde dormir.

La mujer resopló y volvió a mirarnos.

—¿De dónde han salido? ¿Quiénes sois vosotras?

Ilfric subió los hombros, se apartó muy rápido como si deseara escapar del escrutino de la mujer y nos dejó solas frente a ella.

—¿Y bien? ¿Acaso no tenéis lengua? ¿Quiénes sois?

Carraspeé, hacía mucho tiempo que no me sentía intimidada por alguien.

—Soy Ariana y ella es Keysa. Cuando era una niña mi madre y yo dejamos Ausvenia. Ella ha muerto y yo decidí regresar. —Volví a contar la historia que me había inventado.

—Al parecer la vida no ha sido buena contigo, Ariana. —Sonrió de lado y señaló la cicatriz que cruzaba desde mi pómulo izquierdo y hasta mi ceja—. ¿Y esta encantadora hadita?

—Es mi amiga.

—Ya veo —le dirigió una mirada de arriba abajo a Keysa y luego volvió a mirarme con cinismo. Imaginé las conclusiones a las que había llegado y me sentí asqueada.

—Pasad —Se apartó de la puerta—. Ya luego le pediré una explicación a Caleb.

Entré después de Keysa a un gran recinto donde había varios camastros en fila pegados a las paredes. En cada uno de ellos reposaba una mujer. Algunas vestían el mismo uniforme de la alferi que nos había recibido; otras, partes del mismo y unas pocas estaban desnudas, cambiándose de ropa. Parecía la barraca femenina del fortín. En total, había unas veinte mujeres allí dentro.

— Soy Atelshwitta —se presentó a sí misma la alta mujer a un lado de nosotras—. Como comprenderéis, esto no es una posada. No solemos recibir refugiados, lo cual supongo es lo que quiso hacer Caleb, así que dormiréis sobre mantas, no tenemos camas disponibles. Y con respecto a la comida, lo mucho que puedo ofreceros son los restos fríos de la sopa de la cena.

—Eso será suficiente, señora —le respondí bajando la cabeza ante ella.

Abrí los ojos, sorprendida, cuando ella se carcajeó de manera estrafalaria.

—¿Señora? —preguntó todavía entre risas—. ¡En mi vida nadie me había llamado señora y mucho menos me habían hecho una reverencia! Id por allá. —Señaló un rincón y después gritó—: Ethelsa, dadle mantas a estas y luego traedles un cuenco con sopa a cada una.

La tal Ethelsa se paró de inmediato para acatar la orden de Atelshwitta.

Mientras las veinte mujeres nos miraban con curiosidad, Keysa y yo nos dirigimos al rincón señalado y nos sentamos con las espaldas pegadas de la pared.

—Soriana, esto no me gusta —susurró Keysa.

—Tranquila, no pasará nada.

De pronto un par de botas altas de cuero se acercaron a nosotras, al levantar la mirada me di cuenta de que era Atelshwitta.

—Levantaos y quitaos las capas.

Nos pusimos de pie e hicimos lo que ella nos pedía. La mujer dirigió la vista a la espada en mi cinto.

—¿Es la única arma que traéis?

—Así es —dije.

—Deberéis dármela y quitaos las botas.

Ambas hicimos lo que ella pidió. Nos palpó el torso con brusquedad por encima de la ropa y nos hizo subir nuestras faldas y enseñarle las piernas. Cuando estuvo complacida de que no traíamos armas ocultas, nos permitió sentarnos de nuevo. En ese momento llegó Ethelsa y otra soldado con las mantas y dos cuencos con sopa.

—Muy bien, Ariana y Keysa, descansen, hablaremos mañana.

Atelshwitta se dio la vuelta y se marchó llevándose con ella a Assa aldregui. Tendí las mantas y nos sentamos a beber la sopa fría y grasosa que nos habían traído.

—Ella da miedo —dijo Keysa entre sorbo y sorbo.

Yo asentí, no podía menos que darle la razón.

—Mañana nos interrogarán. Preguntarán nuestra historia. No tienes que mentir con respecto a tu pasado, solo no diremos nada de nuestro paso por la corte de Doromir, ¿de acuerdo?

—¡Esta sopa sabe horrible! —Keysa apartó el tazón con asco—. De acuerdo. He pensado que sería buena idea decirle al príncipe Kalevi dónde estamos, ya sabes, las cosas podrían complicarse bastante.

—No quisiera molestar a Kalevi, él ya debe tener bastante con los asuntos de la corte.

Keysa resopló, no estaba de acuerdo; sin embargo, no insistió, acomodó las mantas y se acostó con la espalda pegada a la pared. Yo también me acosté, aunque no pensaba dormir. En mi mente empecé a idear un plan con el cual pudiera sacar provecho de nuestra actual situación.

***

Por la mañana Keysa y yo fuimos conducidas a un pequeño despacho. El lugar, al igual que casi todos los sitios del fortín que habíamos recorrido, estaba hecho de piedra gris y madera. El estilo era rústico, sin adornos ni ningún decorado.

Ethelsa nos hizo entrar, poco tiempo después llegaron Atelshwitta y Caleb conversando entre ellos. Al darse cuenta de que estábamos allí, se callaron, pero alcancé a escuchar que planificaban ataques. No era muy difícil deducir a quienes estarían dirigidos.

El hombre se puso frente a nosotras en el escritorio mientras Atelshwitta se quedaba detrás.

Caleb también era alto, mucho más que un humano común y tenía rasgos atractivos. Pero al contrario de la mujer, su rostro estaba marcado por algunas cicatrices finas, tampoco tenía la mirada tan fiera como la de ella.

—¿Somos prisioneras? —le pregunté a boca jarro.

El hombre enarcó las cejas, sorprendido, luego me miró y sonrió un poco.

—No sois prisioneras... Pero ¿cuánto recordáis de nuestras costumbres?

Al parecer había metido la pata. Bajé los ojos como si estuviera avergonzada de mi pregunta y negué con la cabeza.

—Lo siento, no mucho. He pasado mi vida entre comunes.

—Ya veo. Nosotros tenemos por costumbre protegernos entre todos. Vosotras estáis desamparadas, no tenéis a nadie en la ciudad. Es mi deber como comandante de este batallón y por haberlas recibido, intentar encaminaros.

Así que el hombre era el comandante y una especie de protector. Bien, sabía lo que tenía que hacer.

—Sé pelear —dije, otra vez sin rodeos.

Caleb me contempló largamente, evaluando si lo que decía era cierto. Detrás de nosotras, Atelshwitta habló:

—Aunque está flaca, es posible que así sea, tiene cicatrices en el rostro y en las manos, además, traía con ella una espada que no puede ser sino el arma de un guerrero.

—Si gustáis os lo demostraré —me levanté dispuesta a enfrentarme al comandante del fortín.

Caleb continuó mirándome en perfecta calma. Sin hacer caso al reto que había lanzado al aire, me preguntó:

—En caso de que sea cierto, ¿qué pretendéis?

—Me gustaría quedarme aquí, señor, y ser como vosotros. Quisiera tener la oportunidad de pelear contra los sorceres que tanto daño me han hecho.

El alferi cambió la mirada calmada por otra de diversión. Era evidente que no creía que tuviera madera de guerrera.

—Está bien Ariana, te pondré a prueba. En caso de que no tengas lo necesario para quedarte con nosotros, hay alguna otra cosa que puedas hacer.

«Puedo desatar tragedias» pensé con ironía.

—No sé hacer nada más, pero os demostraré que puedo seros útil.

—Bien. —El alferi rodeó el escritorio en clara señal de que la reunión había terminado—. Vamos al patio de armas, te asignaré un contendiente, si logras vencerla te dejaré en el fortín.

Hola, ¿cómo están? ¿Que les parecieron Caleb y Atelshwitta?

Siguiente capitulo sabremos cómo le está yendo a Aren en Augsvert.

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