CAPÍTULO DIECISIETE

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Somebody like you -Keith Urban 


Cuando Halit era pequeño, su lugar favorito en el mundo era el colegio.

Era un niño inteligente y aplicado que sacaba buenas notas, por eso a sus profesores les resultaba tan extraño que todos los viernes, Halit se portara mal y se quedara castigado después de clase hasta bien entrada la tarde.

Un día mientras borraba los pizarrones, se giró al profesor que lo estaba vigilando y le preguntó cómo podía saber él que las personas existían, que eran reales y no productos de su imaginación.

El profesor le dijo que todo se trataba de las huellas.

«Aunque no siempre podamos verlas, al pisar todos dejamos una huella, cuando conocemos a una persona también dejamos una huella en ellos. Sabemos que somos reales porque cuando nos marchamos, nuestro olor se queda en el aire, nuestra presencia no se va de inmediato. Somos reales porque dejamos huella, Halit» le había dicho él.

Halit sabía que su profesor tenía razón porque de él, le habían quedado esas palabras, de su madre la soledad y el frío por las noches y de su padre, una cicatriz en la espalda y su odio por los viernes.

Con octubre llegó la primera fotografía, un estudiante les había propuesto posar para él en la calle a cambio de lo que quisieran darle, les hizo una bella instantánea que colocaron en un marco azul con dibujos de barquitos en las esquinas.

Pocos días más tarde llegaría la segunda y después, la tercera. Los muebles amontonados comenzaron a tomar color, se llenaron de huellas en forma de fotos esparcidas aquí y allá, recuerdos de una vida entera vivida en unos pocos meses.

Mientras intentaban desayunar tranquilos, un grupo de padres y madres los abordaron muy temprano en la mañana, les hacían preguntas sobre porqué habían decidido mudarse a Luna Azul o porqué la niña no iba al colegio de la urbanización.

—Mi hija es pescetariana por decisión propia y en mi casa todos la apoyamos
—comentó una de las madres.

Llevaba ropa deportiva, el cabello recogido en una coleta alta y se estaba tomando su segundo café de la hora. Halit se inclinó cerca de Jessica.

—¿Qué es eso? —susurró.

—Que solo come pescado

—Pues qué asco —dijo.

Jessica se giró hacia la ventana para reírse. Los padres tenían su mesa rodeada y no paraban de hacerles preguntas.

—¿Habéis pensado en que la niña decida su alimentación? A la larga es mejor para ella.

Halit se rascó la nuca.

—La nuestra es que viene por las mañanas a preguntarnos de qué color se pone el lazo del pelo, no creo que le interesen esas cosas.

—Tú prueba a preguntarle y verás como te sorprende —Jessica se puso de pie y aprovechó el instante en el que los padres comenzaron a hablar entre sí para huir de ellos.

Cuando ya estaban en la calle, Halit se giró hacia la niña y una risa se le escapó.

—Oye Mavi una pregunta, ¿tú qué quieres comer?

—Chocolate —respondió sin más.

—Creo que con la nuestra no funciona, ¿serán sus hijos superdotados?

Halit miró a Jessica de reojo y se encogió de hombros.

—Dudo mucho que su hija de tres años haya decidido ser pisci-lo-que-sea pero si alguna vez nos volvemos así de repelentes, le doy permiso de que nos lleve a un asilo —bromeó.

Los días habían comenzado a pasar muy rápido, las horas volaban sobre sus cabezas y las mañanas se fundían con las noches en lo que a ellos les parecía cuestión de minutos.

Primero salían a desayunar, casi siempre a la misma hora y luego daban un paseo, a veces jugaban en algún sitio, preparaban el almuerzo para comer en el jardín y jugaban a juegos de mesa durante mucho rato, luego cenaban y a veces veían películas, después la luna volvía a anunciar el final de una jornada y todos se iban a descansar.

Era una rutina sencilla, no hacían demasiadas cosas pero las que hacían eran tan cotidianas como amenas. Sin embargo esa noche, los hechos no ocurrieron como de costumbre.

Mavi ya estaba arropada en su cama con el cabello cepillado y el pijama puesto, lista para volar en el mundo de los sueños. Pero le faltaba algo, su gran compañera de juegos no estaba en su cama.

—¿Dónde está mi muñeca? —preguntó.

Halit miró a su alrededor con la esperanza de que se le hubiera caído cerca.

—No lo sé, ¿no la llevas siempre pegada a ti?

—Pero no está Halit, ¿dónde está?

Jessica buscó bajo la cama y después en las escaleras.

—Qué raro, Mavi. ¿Estás segura de que no la has dejado olvidada en algún lugar? —le preguntó.

—Yo nunca la dejo olvidada pero no está. No puedo dormir sin mi muñeca.

Jessica se sentó junto a ella, le acarició el cabello y le besó el dorso de la mano.

—No te preocupes, la encontraremos. Duérmete ahora y mañana buscaremos por todas partes, ¿vale?

La niña negó.

—Quiero mi muñeca ahora.

—Dormiremos juntos esta noche, ¿quieres?

Halit intentó tranquilizarla pero lo único que consiguió fue que la niña se enfadara aún más. Se puso de pie en la cama y se cruzó de brazos.

—¡No quiero, Halit! Quiero mi muñeca o no me dormiré. No pienso dormirme. 

Jessica y Halit se miraron, él la agarró por el brazo para alejarse un poco de la cama.

—¿Cuál de los dos va a por la muñeca?
—preguntó él.

Ella miró a la niña, la vio dejarse caer en el colchón con los brazos todavía cruzados y un puchero que vaticinaba llanto.

—¿Jugamos a piedra, papel y tijera?
—sugirió.

—No tendrías ninguna oportunidad, tengo un truco infalible.

Jessica quiso preguntarle entonces cuál era ese truco infalible pero pensó en que no valía la pena discutir en ese momento, tenían una prioridad.

—Vamos juntos —dijo. Luego se giró a la niña—. Vamos a buscar la muñeca pero no puedes moverte de ahí, ¿lo has entendido? Si pones un pie fuera de la habitación, no te traeremos la muñeca. Quédate aquí.

La niña asintió fuerte sin mirarlos. Bajaron las escaleras, antes de volver sobre sus pasos irían al parque porque al salir de la cafetería por la mañana, todavía llevaba la muñeca.

Habían estado dando un largo paseo y no sería fácil buscar por tantos lugares pero primero empezarían por el que estaba más cerca de casa.

Se acercaron al parque, de noche el viento movía los columpios de un lugar a otro, los resuelles sonaban y algunas hojas volaban cerca de ellos.

Bajo la luna y en completa soledad, el parque tenía un aspecto de lo más tétrico, como sacado de una película de terror cuando alguien está a punto de morir.

El parque tenía como atracción principal el tobogán que estaba situado en el medio y al que se accedía mediante unas escaleras y un puentecito. A un costado había una red por la que los niños podían trepar y del otro lado, una pared de escalada.

Jessica miró primero bajo el banco en el que habían estado sentados mientras que Halit revisaba el suelo de todo el parque.

—Estamos perdiendo el tiempo, la niña nunca está en el suelo ni en el banco.

—Quizá se haya caído debajo de los balancines o del tobogán —dijo ella.

Jessica se agachó por debajo del tobogán, tuvo que ponerse de rodillas para buscar. Halit la acompañó, apenas cabían.

—Que esto no es tan grande idiota, busca por allí.

—¿Encima que te ayudo me insultas? Si quieres me voy y buscas sola.

—¡Pero si has sido tú con tu truco infalible! Menuda falta me hace llenarme los pantalones de hierba.

—¿Y si le compramos una nueva?

Jessica se sentó.

—Esa muñeca se la regaló su abuelo, Halit. Hay que encontrarla.

Él miró al armatoste por encima de sus cabezas, engranajes pintados de azul y rojo.

Jessica se agarró de la red para salir y le dio la mano a él para ayudarlo.
Miró al tobogán, tan imponente con su color amarillo y las marcas de uso en sus costados.

—¿Subimos?

—¿Tú me has visto, Jessica? Yo no quepo ahí arriba.

—Pues te agachas, venga.

Jessica se plantó frente a la escalerilla, los escalones de madera estaban un poco astillados y tenían pisadas del color del tobogán.

Cuando era una niña, le encantaba subir y aunque le parecía el lugar más grande del mundo, era su actividad favorita.

Ahora le parecía que esas escalerillas eran muy pequeñas pero demasiado altas, demasiado empinadas y demasiado peligrosas.

No habían cambiado los toboganes ni se habían vuelto más difíciles de escalar pero ella se había vuelto más miedosa y menos capaz con el tiempo.

Se agarró con todas sus fuerzas a la escalera y subió un peldaño como si estuviera escalando el Everest. Luego subió el segundo y le pareció que se rompería o ella se caería.

Sintió el calor detrás de su cuerpo, Halit estaba mirando hacia el suelo con las manos a cada costado de ella y pensó entonces en subir más rápido.

Si caía, sabía que él la sostendría. Subió casi de rodillas, arriba había un cubículo abierto al puente en el que apenas cabía una persona.

Así que cuando Halit subió también, se chocaron el uno con el otro. Estaban de rodillas, mirándose sin saber muy bien como avanzar.

—Para una niña de seis años debe ser muy divertido, para un adulto con problemas de espalda, una tortura.

Jessica rio.

—No seas tan quejica, no es para tanto. Voy primera.

Se armó de valentía y fuerza para llegar al otro lado del tobogán, tenía que pasar por un puente compuesto de escalones separados por un centímetro o dos de distancia.

No podía ser tan terrible, ¿no? Pero cuando puso un pie en el primer escalón y el tablón se separó demasiado del resto del armatoste, Jessica sintió que iba a morirse.

Se balanceaba de izquierda a derecha y atrás y adelante sin ningún control y los engranajes chirriaban bajo su peso. Un grito se le escapó de la garganta.

Halit la agarró con fuerza por la cintura y pegó la espalda de ella contra su pecho. La miró por encima del hombro, estaba pálida.

—No seas quejica, no es para tanto —se burló.

Jessica lo miró mal, él tenía la sonrisa más brillante que ella había visto en toda su vida y sus ojos parecían más vivos incluso que el día en que lo conoció.

Había algo dentro de su pecho, dentro de los dos.

—Si me sueltas y sobrevivo, te mataré.

Dio otro paso hacia adelante, él se metió en el puente y fueron avanzando pegados el uno al otro, sin dejar de tocarse hasta llegar a tierra firme.

En el cubículo del tobogán, escondida en un rinconcito, estaba la muñeca. Halit la cogió y se tiró por la rampa sin pensárselo mucho pero cuando le llegó el turno a Jessica, las piernas le temblaron.

El suelo parecía estar demasiado lejos de repente.

—Venga anda, no pasa nada. Solo es un segundo —La animó él.

Jessica se sentó junto al tobogán, se agarró a la barra sobre su cabeza y respiró hondo.

—¿Y si no puedo parar a tiempo y me dejo los dientes?

Halit tuvo que apartar la mirada para reírse.

Dio dos palmadas en el aire y se agachó cerca de sus rodillas. La miró con una sonrisa y los brazos abiertos. Ella bufó.
—Halit que no soy Mavi —le recordó.

A él se le borró la sonrisa, tenía razón.

—Estás un poco crecidita para estas cosas, venga no tengas miedo. Te cogeré, confía en mí.

Jessica cerró los ojos y entonces, se soltó. Gritó desde el fondo de su garganta, solo fue un segundo pero el viento en la cara mezclado con la adrenalina hizo que su corazón se acelerara.

Halit mantuvo su promesa, la paró al llegar cerca del suelo y quedó agachado. Ella abrió los ojos justo cuando él la había levantado. Estaban a escasos centímetros.

Sonrieron. Halit levantó la muñeca en el aire y la agitó.

—¿Ves? Hemos recuperado la muñeca y nuestra infancia —bromeó.

Jessica le dio una palmada en el hombro y todavía temblando, regresaron a casa.

Al subir por las escaleras se sorprendieron de que la niña no les dijera nada pero al llegar a su habitación, con la muñeca y el corazón en la mano, Mavi estaba con una pierna fuera, las manos bajo la cara y completamente dormida.

—No dormiré sin mi muñeca, no dormiré sin mi muñeca… —repitió Jessica con sorna.

Salieron en silencio, bajaron y abrieron la puerta para sentarse en el banco del porche.

Era curioso como cada vez que se sentaban ahí, aunque solo hubieran pasado unos días desde la última vez, tenían la sensación de que hubiera pasado toda una vida.

Al principio estaban en silencio, como siempre. Con el viento y la distancia separándolos metafórica y literalmente. Pero esas barreras, esos muros ya no eran tan fuertes como antes y la luz había comenzado a penetrar a través de ellos.

—No existen trucos infalibles, es un juego de azar —dijo ella.

Halit se cruzó de brazos y la miró.

—Porque tú lo digas.

Entonces, Jessica se sentó sobre sus rodillas y escondió sus manos detrás de su espalda. Luego se puso muy seria y erguida.

—A ver listillo, enséñame ese truco infalible.

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