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Berlín, Alemania, 31 de octubre de 2013.

El cielo de la ciudad de Berlín adaptaba un tono grisáceo. Las nubes eran las que más destacaban en aquella fría y lluviosa tarde del mes de octubre. El calendario del año 2013 marcaba el último día de dicho mes, el treinta y uno; una fecha que muchos de los habitantes, de Alemania en general habían estado esperando. Halloween ya había llegado, y eso se veía reflejado en las notables decoraciones de las viviendas ubicadas en la capital alemana. Desde algo simple como colocar luces variadas alrededor de la casa o una calabaza alumbrada, hasta adornos estrambóticos que iban desde manchar la fachada exterior de sus hogares con sangre falsa, colocar figuras de brujas sobre el techo de sus viviendas e incluso muñecos de vampiros ahorcados en los árboles que estaban en sus respectivos jardines.

En las calles de la urbe también podía sentirse ese aroma de festividad, el cual se manifestaba no solo mediante las grandes decoraciones, sino también en cada una de las personas que caminaba por los alrededores llevando sus compras y dirigiéndose a casa luego de su cumplir con su jornada laboral. Los caminantes poseían desde distintos ingredientes para preparar alimentos especiales de ese día, hasta trajes sobrenaturales para lucir por todo lo alto en aquella fría Noche de Brujas, como era comúnmente llamada.

A pesar de la abundante decoración y del bonito ambiente entre los ciudadanos, había algo que avisaba que el día no sería para nada bueno. Y es que dicen que lo que mal empieza, mal termina, y esa frase es más que cierta. Los meteorólogos habían avisado en los noticieros del día antecesor que el último día del mes estaría marcado por el sol, el cual brillaría a más no poder, e inclusive recomendaron utilizar bloqueador solar para prevenir enfermedades en la piel, pero al amanecer se vio que ese pronóstico debió ser todo lo contrario, pues un cielo encapotado fue el encargado de recibir a todos.

Para entender mejor la tragedia, debemos regresar a la madrugada de esa fecha, eso sí; varios años antes.

Las agujas del reloj marcaron las doce de la madrugada que avisaban que ya era el siguiente día. Un potente rayo cayó del cielo en ese momento, lo que despertó a muchos de los habitantes de Berlín, entre los cuales estaban los Blood; una familia de vampiros que vivía en las profundidades de uno de los tantos bosques que había en la ciudad.

Elizabeth Blood despertó de un brinco en su cama, la cual compartía con su esposo James, luego del fuerte trueno.

—¿Escuchaste eso? —preguntó la rubia a su cónyuge, que parecía estar sumido en un sueño pesado—. ¡James! —repitió nuevamente, sacudiéndolo para hacerlo despertar.

—¿Qué pasa? —consultó el hombre, un poco preocupado, mientras tomaba asiento en la cama y se tallaba los ojos.

—Es... un rayo. Me ha despertado —dijo su esposa, angustiada y un poco temblorosa.

—No es nada, amor. Es sólo un trueno, ya lo dijiste. No hay por qué temerle. Es algo normal.

El hombre de cabello negro se puso de pie en medio de la oscuridad que los rodeaba en la habitación. Tan solo la luz de la luna que ingresaba por la ventana era la que hacía que ambos pudieran verse a duras penas con su tenue iluminación azulada. La altura de James quedó en evidencia al estar con ambos pies en el suelo, ya que su sombra se vio reflejada en el piso de madera de la habitación. Con su mano derecha, en la que destacaba su extremada piel blanca, al igual que en todo su cuerpo, tomó la cortina celeste y cerró la ventana de la recámara para así tapar la vista que les daba, pues solo les mostraba la lluvia cayendo del cielo.

—¡Listo! —James frotó sus manos—. No hay nada de qué preocuparse —comentó el hombre con una sonrisa, a la cual le siguió un bostezo.

Elizabeth rodó los ojos.

—Ya sabes que cuando me sucede esto es porque algo malo pasará —dijo la mujer con la mirada baja. Frotó sus pulgares en la cobija. Se veía asustada.

—¿Acaso estabas soñando algo? —preguntó su esposo, ahora más interesado. Se sentó junto a ella de nuevo.

Elizabeth se tomó unos cuantos segundos antes de responder.

—Soñé que éramos asesinados —confesó con frialdad.

Los esposos Blood tragaron grueso.

El hombre hizo una pausa para calmarse, al igual que su esposa, y tomó un poco de aire, aunque realmente no lo necesitara, pero era una costumbre humana que había adoptado. Trató de procesar lo que Elizabeth le había revelado. Luego, ya con el ímpetu necesario, dijo:

—Ya lo dijiste, linda. Lo soñaste. —Sonrió—. Fue una simple pesadilla. No debes tomarle mucha importancia

—No, James. No fue un simple sueño. Mira la hora que es. —La mujer tomó el reloj que estaba en la mesita de noche junto a su cama y se lo mostró a su esposo.

El señor Blood pudo apreciar que eran las doce de la noche, así que empezó a inquietarse. A pesar de que no quería creer en lo que su esposa le decía, las pruebas eran muy convincentes.

—Y no solo eso. También un trueno me hizo despertar. —Elizabeth miraba fijamente a su esposo—. Vamos, cariño. Ya son muchas señales. ¡Dime que me crees!

—Son solo casualidades, amor. Ya te dije. —James se negaba a hacerle caso.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué tal cuando murió Chester?

Chester; ese era el nombre que llevaba el perro mascota de la familia, al cual encontraron muerto una mañana, no hace mucho tiempo. Su torso estaba abierto y su corazón no estaba en su pecho. Eso desgarró al pequeño de la familia. Desde ese entonces despertó en su interior un rechazo hacia los animales en general. Creyó que su mascota lo había abandonado.

—También soñé que lo mataban y un rayo me despertó a media noche —complementó Elizabeth—. A la mañana siguiente, lo encontramos muerto. ¿Crees que es una casualidad?

—¡Cálmate, Elizabeth! —bramó James, desesperado al ver que que su esposa tal vez tuviese razón.

—¡¿Cómo quieres que me calme?! —exclamó—. Lo mismo pasó cuando murieron mis padres. Como tú no has vivido una cosa como esta.

Una lágrima cayó del ojo izquierdo de Elizabeth.

—Perdóname, amor. No quise gritarte. —James trató de remediar su reacción violenta al ver el estado de su esposa. Acarició el rostro de su esposa con su dedo pulgar y le limpió algunas lágrimas.

—James, si te digo esto es porque me preocupa mucho nuestro hijo. —Elizabeth habló de nuevo. Su llanto ya estaba siendo controlado—. Él apenas es un niño. No sabe cuidarse solo y no puedo pensar qué haría sin nosotros. Solamente nos tiene a ti y a mí.

—Keyland nos tendrá por muchos años más —pronunció James con cierto enojo. Dio un puñetazo en la mesita de noche.

—Ese es mi deseo también, pero para eso debemos irnos de aquí. Creo que ellos ya descubrieron nuestra ubicación —musitó Elizabeth, mirando a ambos lados.

—¿Qué? —James abrió sus ojos de gran forma—. ¿Por qué lo dices?

—Mira, James. No te lo había dicho para no preocuparte, pero...

—¡Pero qué! —vociferó el hombre.

Era un tema muy grave.

—He sentido que nos vigilan —titubeó Elizabeth.

Los dos se quedaron petrificados.

El silencio se adueñó del tiempo y el frío era cada vez más predominante en el ambiente. Ninguno se atrevió a articular una sola palabra, pues esa era una confesión muy delicada. Si los integrantes de la AMV (Asociación Mundial de Vampiros) habían descubierto su ubicación actual, eso significaba que estarían expuestos a morir en cualquier momento, ya que el que no cumplía con sus reglas debería pagarlo caro, y como los esposos Blood no estuvieron de acuerdo con asesinar humanos para succionarles la sangre, hacerlos sus esclavos y utilizarlos como comida, decidieron salirse de la comunidad especial para dichos seres, y eso declaró la guerra. Nunca antes nadie se había rehusado a contradecir lo que los más fuertes dijeran, y los Blood habían tomado ese desafío.

Entre toda la tranquilidad auditiva en la que estaban, un pequeño ruido puso alerta sus oídos. La perilla de metal de la puerta estaba moviéndose; eso significaba que alguien al otro lado intentaba abrirla, así que debían prepararse para lo que encontrasen una vez fuera empujada.

—¡James, te lo dije! —dijo la mujer entre sollozos.

—¡Silencio! —murmuró el hombre como respuesta mientras tomaba un bate de béisbol que estaba recostado a la pared. Él antes solía practicar el deporte. Ahora no mucho por cuestiones de tiempo, pero hace algunos años fue uno de los mejores jugadores del país.

James empezó a caminar con cautela hacia la puerta con el bate sostenido en posición de ataque; listo para golpear cuando fuese necesario. La perilla temblaba cada vez más hasta que fue abierta. La puerta fue empujada con lentitud, lo que hizo que un agudo rechinado saliera de ella. Dejó a su vista la figura de la persona que la había abierto.

Podía apreciarse, rodeado entre la oscuridad, a alguien de pequeña estatura. Sostenía entre sus frágiles manos una pequeña linterna, la cual iluminaba su rostro. Tenía un suave cabello negro, herencia de su padre, que tapaba su frente y llegaba hasta sus pobladas cejas, las cuales estaban arriba de sus órganos visuales: los ojos, en los que destacaba un precioso color azul, al igual que en su papá. Vestía un pijama celeste con rayas blancas y su piel era tan blanca como la de sus progenitores. En el físico era idéntico a su padre; no había duda, pero en el interior poseía muchas cosas de su madre, las cuales poco a poco iría descubriendo durante su crecimiento. La revelación de hechos futuros mediante los sueños, por ejemplo.

El niño dio un corto paso mientras miles de gotas caían sobre el techo de su hogar. Luego, expulsó unas palabras.

—Papi, ¿por qué tienes ese bate? —preguntó el pequeño tras mirar que su padre, James Blood, sostenía el objeto de madera de una forma que le asustaba.

—¡Ah! —El hombre rio. Dejó el bate sobre el piso de nuevo—. Es Keyland —dijo aliviado a su esposa.

—¿Keyland? ¡Hijo! —Elizabeth se puso de pie, alterada—. ¿Qué pasa, pequeño? ¿Estás bien? ¿Te duele algo?

—Mami, tengo miedo —musitó Keyland con voz temblorosa. No le gustaba admitirlo, pero a veces el terror le ganaba a su dignidad—. Quiero dormir con ustedes, ¿puedo?

—Claro que puedes, campeón —respondió su padre mientras le acariciaba la cabeza.

Ambos padres se miraron y sonrieron. Entre los dos alzaron a su pequeño hijo y los tres se acostaron en la suave cama. Se cobijaron para "protegerse" un poco del gran frío que hacía esa noche (costumbre humana que la madre había inculcado en la familia), a la vez que Elizabeth y James abrazaron a su hijo. Los tres no tardaron en dormirse, a pesar de que la mente de los mayores no paraba de pensar. Elizabeth se sentía más tranquila ahora que estaban todos juntos. Ella prefería que así fuera todas las noches. Si algo malo pasaba, al menos estarían unidos, pero Keyland se empeñaba en decir que ya tenía edad para dormir solo, que los niños de seis años ya son grandes.

Al amanecer, ya en Halloween, todo transcurrió normal. A pesar de la intranquilidad que habitaba en los esposos Blood, no hubo nada extraño ni sucedió algo fuera de lo común que les pusiera alerta, por lo que recobraron la calma e ignoraron el sueño que tuvo la señora Blood, y vaya que erraron al hacerlo, ya que, aunque la paz los acompañó durante varios años, esta se vio acabada cuando llegó el año 2013.

Para ese entonces, la familia se encontraba muy unida. Con un Keyland de catorce años que no daba problemas (aunque casi nunca lo había hecho), ni en cuanto a mal comportamiento ni en calificaciones. Siempre era el mejor de su clase. Los esposos habían sabido conllevar la difícil abstinencia de tomar sangre humana o animal, cambiándola por unos medicamentos que ambos fabricaron gracias a sus amplios conocimientos en la medicina, pues ambos eran médicos, aunque solo James ejercía la profesión.

Dichas pastillas hacían que sus ansias se vieran controladas, además de darles los nutrientes necesarios para la supervivencia, ya que la sangre contiene muchos suplementos necesarios para la vida de los vampiros, aunque el padre solía beber sangre animal de vez en cuando, pues consideraba que tenía que tener al menos un poco de fortaleza por si se presentaba un acto que lo ameritara, como defender a su familia. Eso sí, a escondidas de su esposa. Ella no permitía el daño hacia los animales tampoco.

Ese 31 de octubre de 2013, Keyland no había asistido al colegio, como era costumbre en cada Halloween. Así evitaría tener reacciones violentas tras ver las burlas hacia los seres sobrenaturales que hiciesen sus compañeros, o al menos así lo consideraban sus padres, ya que vestirse como ellos para asustar a alguien más no es algo que le agrade a los vampiros, pues ellos no se visten como humanos y festejan todo un día mofándose de su apariencia y sus actitudes.

El que sí tuvo que salir ese día fue James, por cuestiones de trabajo, pero eso no era algo que le afectara. Ya él estaba acostumbrado a ver todo tipo de festejos y decoraciones características de Halloween y sabía sobrellevarlas. Eso no era impedimento para él.

Aquel día pasó muy oscuro. La lluvia permaneció incesante durante todo el transcurso de la mañana y tarde. Las nubes grisáceas destacaron en el imponente cielo. Las decoraciones de algunas casas habían sido arruinadas por las gotas de agua, mientras que otros fueron precavidos y guardaron las decoraciones con anterioridad al ver el estado climático. En casa de los Blood no había ninguna clase de adorno, como era de esperarse. Bajo el techo de la vivienda que los protegía de la lluvia torrencial se encontraba Elizabeth en la cocina junto a Keyland, preparando la cena.

Un delicioso pastel de cerezas era el platillo que le esperaba a James cuando llegara a casa. Elizabeth se encontraba picando las frutas mientras Keyland batía la mezcla para el pastel. Aquella escena era iluminada por la amarillenta luz artificial de la cocina. Elizabeth se sentía incómoda, extraña. Percibía una mirada proveniente de la ventana. Ella sentía que había alguien escondido detrás de aquellos arbustos verduscos que rodeaban la casa, los cuales se movían a merced del frío viento. Siempre le habían resultado sospechosos. Elizabeth decidió ignorar aquellos pensamientos que la hacían ponerse a recordar aquel sueño de hace ya varios años. Cerró las cortinas para evitar seguir mirando esos arbustos y dejar de imaginarse cosas, según ella.

—Mejor así. —Suspiró—. Tu padre no tardará en llegar.

Y así fue. Cubierto con una capa protectora de color amarillo y bajo una enorme sombrilla, el señor Blood llegó a casa cerca de las cuatro de la tarde. La familia cenó como de costumbre. Un ambiente de tranquilidad dominó durante ese lapso, aunque hubo momentos en los que pequeños ruidos hacían sobresaltar a Elizabeth y la llenaban de temor al creer que sus sospechas estaban en lo cierto, pero su esposo le mostraba que no había nada que temer, indicándole la causa de los distintos sonidos que escuchaban. Eso le devolvía la paz de forma momentánea, pero seguía sintiéndose vulnerable.

La noche siguió su curso. Los tres integrantes de la familia tomaron su medicamento como de costumbre y se acostaron a dormir cerca de las nueve, creyendo que mañana despertarían como siempre lo habían hecho, pero no fue así. Aquella noche, la maldad triunfó e ingresó a su hogar. La vivienda quedó bañada en sangre al ser violentada por un intruso que hizo y deshizo lo que le dio la gana a su antojo. No sintió tristeza alguna por desmembrar una familia casi por completo.

El resto ya es historia. Los dos padres fueron asesinados y su ciclo en la tierra acabó, pero su hijo, Keyland Blood, sobrevivió, aunque tal vez no por mucho tiempo. Sus horas de vida en este mundo puede que estén contadas. De él dependerá cuándo van a parar de girar las agujas de su reloj de vida.

La hora está cerca.

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