XCIX

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Luego de transcurridos apenas poco más de treinta minutos, el autobús se detiene, para mi sorpresa. Pero eso no parece tomar de forma imprevista a los demás, que se ponen de pie y hacen la respectiva fila para ir bajando del bus como si conociesen el motivo de la pausa.

—Primer parada: el cementerio de Schüttelfrost —anuncia la directora Teressa.

—¿Cementerio? —me pregunto a mí mismo—. ¿Có-cómo? —musito, angustiado.

No quiero pensar en el porqué.

—¡Vamos, estudiantes! Debemos acompañar a nuestro querido conserje, el señor Richard Gärtner, en esta dura prueba —comunica la directora en voz alta.

Observo como cada persona va bajando del vehículo y se incorpora al suelo, justo frente a la entrada del camposanto. Solo faltan Ámbar y Keren, que están en el asiento que está detrás del mío. Yo aguardo allí, impaciente. Sin saber qué hacer.

—Vamos, Keren. Anda. —Escucho a Ámbar insistirle a la de pelo negro, que parece que no quiere bajar.

—Ya te dije que no, Ámbar. Me siento enferma —contesta Keren, mirando hacia la ventana.

—Aunque sea por el señor Gärtner. Él ha sido muy bueno con nosotras. —Ámbar suspira—. Además, Dressler era nuestro amigo.

—Si supieras —pronuncia Keren en tono de burla. Ríe de forma sarcástica, pero se nota que está dolida por dentro.

Ámbar tuerce sus labios.

—No sé qué esté pasando contigo, Keren, pero sabes que soy tu amiga y estoy aquí para apoyarte. —Capto de reojo que Ámbar le toma la mano. Keren la mira con los ojos vidriosos, pero después le aparta la mirada y no dice nada.

Luego de esto, la rubia se pone de pie y pasa junto a mi asiento.

—¿Vamos? —me dice, aún un poco distante conmigo, pero confundida al ver que yo todavía sigo sentado.

—No. Yo tampoco voy a ir. Ve tú —le informo a medida que le doy la espalda.

—¿Qué? No, Keyland. ¡Tú sí que no puedes faltar! —Ámbar se altera—. El señor Gärtner se resentiría mucho si no te ve. Y Dressler también lo hubiese hecho. Él... Él decía que tú eras su mejor amigo.

Trago hondo al escucharla.

Continúo apreciando el cementerio a través del vidrio que me separa de él. El letrero viejo que se ubica en la entrada, sobre el cual está plasmado el nombre del lugar, se tambalea constantemente por motivo del viento. No debo asistir al cementerio; además, no quiero, pero creo que causaría muchas sospechas si no lo hago. Se supone que Dressler era alguien muy cercano a mí. Compartimos habitación por un tiempo.

—Está bien. Pero que sea rápido —digo, poniéndome de pie.

Ámbar asiente y sonríe levemente.

Salgo del autobús y me incorporo junto a los demás en las afueras del cementerio del poblado de Schüttelfrost. Estoy por asistir al entierro de alguien a quien yo le quité la vida.

El funeral de Dressler se realiza bajo un oscuro cielo que hace más funesto el acto. La espesa capa de neblina que cubre el espacio tampoco contribuye a que el ambiente sea menos triste. Las lágrimas abundan en la mayoría de los que asisten al evento. Ya comienzan a escucharse los primeros llantos dramáticos. Aún nadie ingresa al camposanto porque esperan a que el auto de la funeraria llegue con el cuerpo de Dressler dentro del féretro, según lo que explica la directora Teressa.

Me quedo mirando el cielo, ensimismado. Me esfuerzo por resistir por lo menos un rato. Me siento tan cobarde, tan sinvergüenza. Soy un asco de individuo. Estoy muy incómodo en este lugar, y más aún porque tengo las miradas "disimuladas" de casi todos los chicos clavadas sobre mí. Me ven con lástima.

El conserje Richard Gärtner se acerca hasta donde yo estoy apenas me ve. Se encontraba en otro rincón en compañía de unas personas que supongo son sus familiares por lo mal que se ven. Se nota que están sufriendo mucho la pérdida. Y para cuando me doy cuenta, el padre de Dressler está por llegar a mí.

Me preparo para fingir.

—¡Joven Keyland! —Richard me toma por sorpresa al darme un abrazo y estallar en llanto sobre mi hombro

Si supiera que está abrazando al asesino de su hijo.

Yo permanezco en la misma posición, rígido. Con las manos a ambos lados de mi cuerpo.

—Lo perdimos, joven. Se nos fue nuestro Dressler. ¡Se nos murió! —grita Richard. Me da unas palmadas en la espalda mientras llora.

—Yo... lo siento mucho, señor Gärtner —digo con frialdad. Trago saliva.

—Él era un buen muchacho. Mi Dressler era bueno. ¡No se merecía que le hicieran eso! —expulsa el hombre entre sollozos. Luego adapta un semblante malicioso a medida que se separa de mí—. Por eso espero que el culpable pague. Que el infeliz que haya acabado con la vida de mi hijo se arrepienta cada día de lo que hizo, porque arruinó muchas vidas. No solo la mía. —El conserje habla con odio. Mantiene su puño derecho cerrado de forma fuerte—. Destruyó todo lo que habíamos formado.

Un incómodo silencio nos envuelve por unos segundos.

—Yo también espero que pague —pronuncio con dificultad.

Me esfuerzo por mantenerme sereno. Lo que él dice es muy fuerte, pero tiene razón. No tengo nada que reprocharle. Sería un descarado si lo hiciese, además.

—Pero ¿sabe algo, joven? —dice el conserje, ya más tranquilo. Se suena la nariz–. Ahora que estoy pasando por todo esto con la muerte de mi pequeño, me he puesto en los zapatos de los padres de la chica a la que mi hijo le tenía cariño, los señores Hart, y he decidido dejar todo en manos de Dios. Es el juez por excelencia y hará pagar al que le haya hecho esto a mi Dressler. Él se encargará de tomar la venganza que considere justa y necesaria, no yo; un simple mortal. No soy quién para hacerlo.

—¿D-de verdad? —tartamudeo, asombrado por su decisión—. Pero... ¿Por qué?

—Verá, joven Keyland. Muchos factores me llevaron a tomar este veredicto. —Toma un respiro—. Primero, y creo que lo principal, es que quería sepultar a mi hijo en compañía de sus amigos, de todos ustedes. Los oficiales me dijeron que debían dejase el cuerpo de Dressler por unos días para investigarlo en la morgue, y para cuando ya me lo devolvieran, ustedes de seguro andarían en el viaje todavía, así que les dije que no. Nuestra familia necesita de su apoyo para enfrentar esta dura prueba, pues usted muy bien sabe que hace no mucho también despedimos a una de mis hermanas, a Carmela. —Tuerce los labios—. Además, la policía no se tomó muy en serio el caso de Dressler. ¿Va a creer usted que lo quisieron tomar como un suicidio? ¡Eso es absurdo! Mi hijo era un muchacho muy alegre, muy feliz. Sin duda, hay alguien detrás de todo esto. Yo lo sé —añade, empleando una voz misteriosa y dándome una mirada sospechosa.

—Puede ser —me apuro a responder, nervioso.

—Pero nuestro creador se encargará de hacerlo pagar. Téngalo por seguro. —Richard Gärtner me frota el hombro a medida que me guiña su ojo derecho.

Luego, la continuidad de esa emotiva e intensa conversación se ve frenada al aparcarse un coche negro en las afueras del cementerio.

—Es... la funeraria —informa en el señor Gärtner con lágrimas en los ojos—. Ahí traen a mi pequeño hijo.

El hombre se aleja de mí y camina hacia el auto. Se ve destrozado por dentro, pero simula ser fuerte. Mantiene una corta conversación con el chofer. Noto que constantemente le dedica unas miradas de recelo a la parte trasera del auto. Sabe que ahí está su hijo.

Después de la rápida charla que termina con un pésame del conductor de la funeraria para el señor Richard, llega la hora de sacar el féretro. Varios chicos comienzan a dar aviso de sus primeros sollozos al observar el ataúd de madera dentro del cual está el cuerpo de Dressler. Algunas personas lo hacen solo para contribuir con la escena dramática, pues ni siquiera lo conocían, pero otros, incluidos sus familiares, sí están completamente destrozados.

—Joven Keyland —me llama el señor Gärtner.

Reacciono asustado. Ya luego me calmo y voy hasta donde él se encuentra.

—¿Me llamó señor, Gärtner? —musito, tratando de esquivar el ataúd con la mirada.

—Sí. ¿Gustaría ayudarnos cargando una parte del féretro? —pregunta, quebrándose antes de terminar de hablar—. Hay que llevarlo ahí dentro, al cementerio. Será rápido.

—Señor Gärtner, yo...

—A mi hijo le hubiese gustado —revela, acariciando la madera.

Me lo pienso dos veces antes de aceptar. No lo quiero hacer. No soporto estar cerca del cuerpo de Dressler ni de sus familiares; mucho menos del señor Gärtner. Me siento muy mal al saber que yo soy el causante del sufrimiento que están teniendo, pero creo que tengo que contribuir en algo, por lo menos.

—De acuerdo.

Realizamos la agónica caminata sobre el sendero que nos introduce al cementerio. Por dentro, hay una gran variedad de lápidas, todas de color blanco, aunque algunas más llamativas que otras, rodeadas por un césped muy verde que ha sido perfectamente recortado. Hace mucho frío. A mi lado, un hombre de baja estatura, obeso y que lleva un sombrero de paja me saluda con un gesto de la cabeza. Noto que parte de su barriga está desprotegida porque la camisa le queda muy apretada.

—Es un placer conocerlo, señorito. Mi sobrino Dressler me habló mucho de usted. —El hombre se las ingenia para hacer una leve reverencia a pesar de que carga una parte del ataúd sobre su hombro—. Ah, y el cuñado mío, Richard, me dijo su nombre. No se asuste.

Cuando el sujeto habla, puedo ver la gran ventana que tiene en el sector delantero de su boca, donde deberían estar sus dientes incisivos. También noto que se le dificulta pronunciar la letra "s". Identifico de quién se trata.

—¿Usted es Pánfilo? —pregunto.

—Así es. Pánfilo Fulgencio, para servirle. —Sonríe de medio lado—. Es muy duro lo que está pasando en nuestra familia. Hace poco perdimos a mi esposa y ahora al pequeño Dressler. Solo Dios nos ayudará a salir de esto. Tenemos que tener fe, ¿no? Eso dice mi hermano Pancracio.

Hago un gesto con mi cabeza y le aparto la mirada. Me enfoco de nuevo en el lugar donde estoy y qué hago. Estoy cargando el cuerpo de Dressler y están apunto de sepultarlo. Y todo por mi culpa.

El ataúd es colocado en un sector cercano a un gran hueco que ha sido cavado con anterioridad. La pequeña tapa que protege la parte superior del cajón es abierta, mostrando el rostro de Dressler a través del vidrio que le resguarda para que todos lo vean por última vez y logren despedirse de él antes de que lo entierren. Enseguida, los familiares se recuestan sobre la estructura de madera y rompen a llorar, desconsolados. Al otro costado hay una fila compuesta por estudiantes que quieran despedirse. Y, sin darme hasta que llego, me entero que yo estaba ahí metido y ahora estoy frente a Dressler, admirando su rostro fallecido. Su piel adapta ya un tono morado, pero está casi irreconocible. Haber caído desde el décimo piso de la universidad ha destrozado su cuerpo por completo, incluido su rostro, y el maquillaje que le han puesto disimula un poco, pero no lo suficiente.

Me quedo viendo su cara, recordando lo que fue él en vida. Será la última vez que lo haga. Lo único que puedo hacer es susurrarle unas palabras mientras una lágrima cae de uno de mis ojos y choca con el vidrio que protege su faz.

—Perdóname, Dressler.

Me aparto de allí porque no puedo seguir soportando ver a su familia destrozada. En especial, al señor Gärtner. Dicen que perder a un hijo es lo peor que le puede pasar a un padre.

—¡¿Por qué, Dios mío?! ¿Por qué? —grita el conserje, mirando hacia el cielo—. ¡Te llevaste a mi hermana, ahora a mi hijo y hace doce años también a mi esposa!

—¡No reproches, querido hermano! —lo calma entre llanto una de sus hermanas a la que identifico como Petunia por el color naranja que viste; tal y como Dressler me había dicho, aunque esta vez lleva un vestido negro y solo su sombrero es de color—. Los tiempos de Dios son perfectos, aunque nos duela.

Me quedo pensando luego de oír las palabras del señor Gärtner, en específico cuando nombra a su esposa. Ahí recuerdo algo. Con todo lo que sucedió, me había olvidado de los dibujos del cuaderno de Dressler, y también del recuerdo que él tuvo antes de fallecer al darse cuenta que su madre no había muerto en un accidente de avión a como pensaba, sino asesinada por su propio esposo, por Richard. Ya no sé qué decir al respecto, pues creo que ahora yo soy el menos indicado para juzgar luego de lo que hice.

Pasan varios minutos agobiantes en los que los familiares de Dressler no se separan de su cuerpo ni un segundo y mucho menos merman su llanto. No se ven indicios de que Dressler vaya a ser sepultado pronto, así que la directora Teressa, después de estar revisando constantemente su reloj de mano, tiene que apurar el entierro del cuerpo.

—¡Cierren el ataúd ya! Hemos perdido mucho tiempo —ordena Teressa de forma fría—. Hay que sepultar al muchacho cuanto antes.

—¿Pero a usted qué es lo que le pasa? —exclama una mujer gorda, que supongo es otra tía de Dressler, Begonia, luego de separar su rostro lleno de lágrimas del ataúd.

—Creo que nosotros decidimos cuándo, ¿no cree? —complementa otra fémina, delgada y de cabello rojizo. Creo que esa es Lira.

—Además, usted no tiene ninguna autoridad sobre el cuerpo, ¿me entendió? —la encara Petunia Gärtner, para sorpresa de la directora, que se queda estupefacta.

—No digan eso, hermanas. La señora Teressa tiene razón —dice Richard, para mi sorpresa—. No debemos alargar nuestro sufrimiento. Ya llegó la hora de decir adiós.

Teressa Mörder sonríe de manera victoriosa. Las hermanas del señor Gärtner se enojan, pero no dicen nada más.

Los trabajadores del cementerio encargados de estas tareas empiezan a preparar todo lo necesario para introducir el ataúd en el espacio indicado. Mientras, yo permanezco alejado. Diviso la escena en solitario, pero eso es hasta que Lily se acerca hacia mí.

—Ya viene lo más difícil, Keyland —murmura Lily, tratando de pasar desapercibida. Me coloca una sobre el hombro—. Recuerda lo que te dije de llorar, ¿sí? No te retengas nadas. —Sonríe de medio lado—. Te dejo sufrir en soledad porque sé que te gusta. Cualquier cosa, estaré cerca.

Lily se aleja a pasos lentos. Por un momento, siento lindo que alguien se preocupe por mí, pero ya luego aparto esos pensamientos. No me tiene que importar lo que los demás piensen.

Las hermanas del señor Gärtner se aproximan a mi ubicación luego de que Lily se marcha. Las tres visten de negro con unos vestidos de distintos estilos, pero con el sombrero del color que las destaca.

—Eh... Hola —habla Petunia, intentando ser discreta. Sus ojos están rojos de tanto llorar—. ¿Es usted el joven Keyland?

—Sí —contesto. Trato de sonar cortante para que se vayan.

—¡Ah! Es él —musita con una sonrisa la mujer rellena que lleva el sombrero verde, Begonia, para sus hermanas.

—Nosotras somos... Éramos las tías de Dressler. Él nos habló mucho de usted —comenta la última que faltaba de hablar, Lira, acomodándose su sombrero púrpura.

—Él también me contó sobre ustedes. —Intentó evadirlas con la mirada.

—¡Tan lindo mi sobrino! Siempre elogiando a sus familiares —exclama Begonia. Una lágrima se desliza a través de una de sus mejillas.

—Queríamos agradecerle por lo bueno que fue con nuestro sobrino en vida, por brindarle su amistad —dice Petunia con una sonrisa triste. Siento una punzada en el pecho—. Él no solía encajar con los demás, o más bien los otros no se acoplaban a él. Nos gratifica saber que usted no fue uno de ellos.

—Créanme. No tienen nada de qué agradecerme —pronuncio con seriedad.

Literalmente.

Luego de unos segundos en silencio en los que las mujeres permanecen como estatuas al igual que yo, procedemos a avanzar hacia el lugar donde Dressler será sepultado al prever que ya comenzará el acto. Ya el féretro está introducido en el hueco que han cavado los trabajadores y una gran cantidad de flores reposan sobre el ataúd y sus alrededores; especialmente rosas. Y sí, hay rojas.

—Tome, joven. —El señor Gärtner me entrega una rosa negra—. Esta la cultivé yo mismo. Sosténgala en sus brazos durante el duro acto y láncela cuando ya... cuando estén sepultando a mi hijo —añade con la voz entre cortada.

Me quedo observando la rosa. Miro cada detalle. Es idéntica a la que había en mi habitación junto a la nota de hace un rato. Tiene la misma textura y el mismo aroma. Eso me hace dudar por un momento en si tal vez me estoy precipitando en mi opinión sobre la persona que está detrás de esto, y por estar metido en mis pensamientos, tomo de mala forma la rosa y una espina se introduce en mi dedo. Eso provoca que una gota de sangre salga del orificio que se forma y vaya a caer al ataúd de Dressler. Observo luego mi pulgar y ya la herida ha sanado. Veo si alguien ha visto lo sucedido, pero parece que no.

Ver la tierra y la fosa me trae muchos recuerdos. Y no necesariamente buenos. Rememoro de nuevo aquella trágica noche de octubre; la noche en que mis padres fueron asesinados. Ambos habían hablado conmigo en una ocasión sobre el tema; sobre si algún día los dos morían al mismo tiempo y cómo haría yo para poder vivir por mi cuenta si me quedaba solo, pues nunca conocí a ningún otro familiar de parte de mis progenitores. Solo sé que los padres de mi mamá fallecieron hace un tiempo, y por el lado de mi papá sí que no conozco a nadie. Supongo que él no tenía más familia. No solía hablar de eso.

Elizabeth y James, mis padres, me tomaron por sorpresa cuando entablaron esa charla. La recuerdo a la perfección. No me gustaba que tocaran el tema. No consideraba idóneo hablar de ello, ya que ingenuamente pensaba en que tendríamos una vida eterna. Mi padre me dijo que había enterrado un cofre en el patio de la casa. Ahí metió el dinero suficiente para que subsistiera con él hasta que yo me valiera por mí mismo; es decir, cuando ya pudiera trabajar. No es que fuéramos una familia millonaria, pero mi papá ganaba bien en su trabajo. Se podía decir que vivíamos en excelentes condiciones y no nos faltaba nada.

Mi madre, por su parte, siempre me pidió que si ambos fallecían, yo los tenía que incinerar, porque si sus cuerpos eran enterrados corrían peligro de contagiar a las personas que estuvieran cerca de la tumba, y también de hacer infértil a esa zona de tierra. Me dijo que tenía que buscar alguna zona recóndita del bosque donde dejar descansar sus cuerpos y ponerlos a arder en llamas, pero no pude hacerlo. No podía quemar a mis padres. La idea me resultaba desgarradora con tan solo pensarlo. Aunque sabía que estaban fallecidas, sentía como si de esa forma yo hubiera contribuido en sus muertes, por eso los desobedecí. Y aunque no me arrepiento, creo que tal vez pude haber pensado en algo más, pero ya no se puede.

Yo mismo los enterré detrás de nuestra casa. Pero lo peor de todo es que lo hice sin introducirlos en un ataúd. No era normal que alguien de catorce años fuera a comparar dos cajones así como si nada a una funeraria, y no tenía como conseguirlos. En aquel momento pensé que de esa forma podía desenterrar a mis padres para verlos cada vez que quisiera, pero nunca tuve el valor de hacerlo. Ahora ya entiendo que eso es imposible. Sus cuerpos ya se deben haber descompuesto.

Cierro los ojos con fuerza para ya sacarme ese asunto de la cabeza. Después de un rato, los vuelvo abrir, y es hasta en ese momento que me doy cuenta que hay un sacerdote frente a la tumba de Dressler con una biblia en una mano y un rosario en la otra. Le aparto el rostro de forma involuntaria. Comienzo a sentirme mal.

—Hermanos y hermanas. Estamos aquí reunidos para despedir al joven Dressler Jasper Gärtner, quien fue en vida un chico que irradiaba a todos con su alegría. Era un muchacho muy especial.

Me quedo mirando el ataúd de Dressler como despedida. Tengo que marcharme ya, y más al escuchar las siguientes palabras que emite el hombre.

—¡Hermanos! Entonaremos un padre nuestro en honor al fallecido —anuncia el sacerdote a la vez que cierra los ojos—. Todos tómense de las manos.

El señor Gärtner, que está a la par mía, me extiende su mano para que yo la agarre, pero no puedo quedarme aquí. No imagino lo que pueda pasar.

—Lo siento, señor Gärtner, pero estoy un poco mareado. —Le devuelvo la rosa que me había dado hace un rato—. Creo que iré a vomitar.

Luego de expulsar esas palabras, me alejo de allí a pasos rápidos. Dejo al padre de Dressler un poco confundido por mi reacción repentina, pero espero que se haya creído mi mentira. Salgo del cementerio y me quedo estático en la entrada, ya lejos de todos. Coloco una mano sobre una pared de cemento, tratando de tranquilizarme ahora que estoy solo, o por lo menos eso creí. Ámbar se acerca hacia mí dando pasos lentos. Yo aparto mi rostro y hago como si ella no estuviera.

—Keyland, yo... —pronuncia Ámbar inicialmente. Luego, suspira—. Creo que te debo una disculpa. Me comporté como una tonta tanto ayer como hoy, y de verdad me arrepiento. Me dejé llevar por ideas absurdas y...

—Solo no vuelvas a tocar ese tema —la freno con dureza—. Y déjame solo —le pido.

Avanzo más en el camino y dejo atrás a Ámbar, que está temblando por la baja temperatura del cementerio de Schüttelfrost. Y lo cierto es que yo no tengo problema con eso. Mi cuerpo se mantiene así todo el tiempo, como un cadáver. Pero a medida que me separo de ella, le dedico una mirada de reojo. ¿Me estará diciendo la verdad? Me resulta extraño que cambie de opinión con algo tan grave así, como si nada. La noto rara, nerviosa, pero lo que me intriga es la curiosa forma en la que me ve. Siento que ella me está ocultando algo.

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