CAPÍTULO SESENTA Y CUATRO

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Hugo entró a la tercera habitación de la casa, la única que estaba cerrada con llave y que, por lo tanto, habían tenido que tumbar. En el interior estaba Lagos. Con las manos en las caderas, estudiaba la cama que alguien había tendido de manera pulcra, tal vez solo un par de horas atrás. 

—Aquí debía dormir el tal Seguel —dijo al reconocer los pasos de Hugo—. Recuerdo que así nos hacían tender la cama en el ejército. 

—¿Estuvo en ejército?

—Sí, por obligación. Los dos peores años de mi vida. 

—Coincido. 

Lagos se giró para observarlo. 

—¿Qué piensa de todo esto, Farías? Lo que encontramos... Lo que no encontramos. 

—Creo que Seguel está jugando a algo que no capto del todo, pero que nos está siendo de mucha ayuda. 

El fiscal asintió con lentitud. 

—Supongo que Ramiro Aránguiz le contó de su excursión a este lugar. 

—Sí. 

—O sea que sabe que ese hombre lo soltó. 

—Sí. 

—¿Será eso también parte de su juego? Y si es un juego, ¿de qué lado está? Porque dado sus últimos movimientos, pareciera que del nuestro. 

Hugo se encogió de hombros, tan confundido como Lagos. En el pasillo pasaban personas, efectivos de carabineros y del área científica de la PDI, guiados por Correa y Oyarzun. Tomaban fotos y revisaban todo hasta dejar limpio el lugar. El arma y las fotografías de Daniel Martínez encontradas en la caja, estaban a buen recaudo en bolsas de pruebas que Hugo sostenía en su mano derecha. 

—Lo importante, fiscal, es que usemos lo que nos dejó de la mejor forma. 

—Sí. Tendremos que llamar a la hermana de Daniel Martínez para que identifique a su hermano en las fotografías y cotejar el arma con el casquillo que se encontró en su cuerpo. 

—¿Algo más?

Lagos alzó el mentón. En su rostro se dibujaba una expresión que quería parecer calma pero que contenía una mente que trabajaba a mil por hora. 

—Citaré a Vicente Santander a declarar de manera oficial. Con las fotos de este lugar, podemos conseguir que él lo reconozca. Sabemos que fue aquí donde lo tuvieron, pero necesitamos su declaración. 

El detective apretó el puño libre. Pero sabía que no tenían otra opción, así que tras unos segundos, asintió. 

—Con la declaración de Vicente, podremos por fin conectar a Salvador Mackena con su secuestro, este lugar y el asesinato de Daniel Martínez. Si todo sale bien, dentro de muy poco podría conseguir una orden de registro a su casa. 

Hugo sonrió de lado. 

—Y supongo que me dejará a mí dirigir ese allanamiento.

Lagos también sonrió. 

—Por supuesto, Farías. Ahora, deje a uno de sus hombres aquí ultimando detalles. El resto nos volvemos a la Brigada. Tengo muchas llamadas que hacer. Y creo que usted también. 




*****************************************




Frank escribía sobre la mesa del comedor cuando sonó el teléfono. Era su tercer intento de comenzar el artículo; los otros dos eran hojas arrugadas a unos centímetros de distancia. La pluma en su mano, más que escribir, giraba entre sus dedos, tan confundida como él. Las transcripciones de las entrevistas hechas a Patricio Olmedo, Jorge Weber y Martín Ugarte estaban en una esquina de la mesa, a su izquierda. La última aún tenía la tinta fresca; aún se le repetían las respuestas del joven en la cabeza, sin descanso, tanto cuando dormía como cuando estaba despierto. 

Al escuchar el teléfono, dejó la pluma sobre la hoja en blanco del tercer intento, y se fue hacia el sillón, en el cual se sentó antes de responder. 

—Aló. 

—Frank, soy Hugo. 

Se escuchó exhalar con alivio. 

—Hugo... ¿Cómo salió todo?

—Creo que bien. No encontramos a Seguel, eso sí, aunque nunca esperé que lo hiciéramos. Hubiera sido demasiada la buena suerte. 

Frank no estaba seguro de que encontrarse en un espacio cerrado con un asesino pudiera catalogarse de buena suerte, pero no dijo nada. Hugo, al otro lado de la línea, parecía debatirse consigo mismo antes de continuar. 

—¿Qué pasa? 

—Frank... Encontramos pruebas de que Daniel estuvo allí. No te puedo decir qué, porque ya que tú fuiste uno de los que reconoció el cuerpo, es probable que te llamen a la Brigada. De momento, lagos solo planea llamar a María José Martínez, pero no se puede descartar que también te llame a ti. 

Mientras el detective hablaba, Frank se mantuvo inmóvil. Sus ojos oscuros estaban fijos en el suelo ante sus pies. Rumiaba la palabra "pruebas", que era muy amplia. Demasiado amplia para siquiera hacerse una idea siquiera aproximada de lo que habían encontrado. Quizás sería una prenda de ropa, otro libro, algo escrito de su puño y letra. Como fuera, sería algo de Daniel. 

—Haré lo que me pidan.  

—Bien. Ahora tengo que seguir aquí unas horas más. Está todo muy movido, pero seguro que Lagos me autoriza a escaparme un par de horas en la tarde. Si no llevo a Manuel a ver a Mariana es capaz de matarnos a todos. 

—Es cierto —dijo Frank, sonriendo. 

—Mientras tanto, no se muevan de la casa. Llamaré a los tortolitos para que tampoco se muevan del departamento de Vicente. Espero que aún no hayan partido. 

—Aún es temprano. Seguro que alcanzas a detenerlos. 

—Eso sería todo, entonces. Cuídense. 

El hombre colgó y Frank, en vez de volver a la mesa, se quedó en el sillón con el auricular en la mano. Todo estaba avanzando, menos él y lo que tenía que escribir. Si tan solo fuera como todos los otros que había escrito durante su carrera; historias terribles a veces, pero ajenas a él. Si tan solo Andrés no le hubiera pedido que recurriera más que nunca a lo que él catalogaba de "habilidad literaria". Tal vez así se le hubiera hecho más fácil escribir. 

Iba a ponerse de pie cuando la escuchó salir de la habitación. Se quedó tieso en el puesto, hasta que Gabriela se asomó por el pasillo y lo miró. Llevaba pijama, pero el cabello amarrado en una coleta. Por su rostro era evidente que llevaba mucho rato despierta, leyendo quizás. 

—¿Tienes hambre? —preguntó con la voz ronca—. Puedo hacerte huevos revueltos si quieres... 

—Bueno. 

Frank asintió, para que así la niña no viera lo que provocaba en su rostro el solo hecho de que le hablara. Se paró y caminó hacia la cocina, sabiendo que ella lo seguía con la mirada. Ya oculto, la visualizó estudiando con atención los objetos sobre la mesa. Quiso que le preguntara de qué se tratara, aunque él no fuera capaz de responderle con la verdad. 

Hizo los huevos, tostó pan y le sirvió un vaso de leche tibia. Cuando salió de la cocina con el desayuno, la niña le agradeció con un murmullo y se llevó todo a la habitación. 

Él no comió nada. Volvió a la mesa, tomó la pluma y la puso sobre el papel. Cerró los ojos y respiró hondo para contener el llanto que le golpeaba en el pecho y en l garganta. Luego, escribió.

Llegué a Markham siendo un niño de doce años y aunque en ese entonces no lo entendí, ese lugar me arrebataría muchas cosas. A todos nos arrebataría muchas cosas. Lo siguiente es la historia de algunos de ellos, de mis compañeros. 




********************************************************




Vicente se estaba duchando cuando sonó el teléfono. Ramiro se tensó frente al lavaplatos, donde secaba los utensilios que habían usado durante el desayuno. Dejó la taza que sostenía en ese momento sobre la encimera y se acercó al aparato. Tomó el auricular justo cuando Vicente cerraba la llave de agua.

—¿Aló?

—¿Ramiro? —respondió la voz de Hugo—. Qué bueno que los pillé antes de que se fueran.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—Sí, sí. Estoy en la Brigada con Lagos y aproveché de llamarlos. Han pasado... muchas cosas.

Ramiro escuchó pasos acercándose. Al mirar hacia la habitación, vio a Vicente parado en el umbral, solo cubierto con una toalla de la cintura para abajo.

—¿Sigues ahí, hueón?

—Sí. Dime... ¿Qué pasó? ¿Qué encontraron?

—Pues a Seguel no, de partida. Y eso es todo lo que puedo decirte, al menos por un teléfono de la Brigada. Como esto ya es una causa, no puedo andar dando información así como así. Ya me entiendes.

—Sí. Pero si no me puedes contar, ¿para qué llamaste?

—Primero, porque quiero advertirte. No tenemos idea de dónde puede estar ese tipo. No tenía muchas esperanzas de encontrarlo acá, pero que ande suelto por ahí me pone muy nervioso. Así que quiero que tú y Vicente se queden en el departamento hasta que yo pueda ir a buscarlos. ¿Entendido?

El joven emitió un gruñido de afirmación.

—Habla, hueón.

—Sí, Inspector —espetó con sarcasmo—. Entendido.

—Así me gusta. Lo otro es que, ya que contamos con fotos del lugar, Lagos va a citar a declarar a Vicente de nuevo. Quiere ver si puede confirmarnos que esa casa es donde lo tuvieron.

Ramiro volvió a mirar a Vicente, que lo observaba con atención.

—Sabemos que lo es.

—Sí, pero si él no lo afirma en un interrogatorio formal no sirve de nada. Lo haremos acá en la Brigada. Probablemente lo interrogue yo o alguno de los detectives que tengo a cargo. Con Lagos, por supuesto. Él hará los arreglos para que sea lo más pronto posible. No podemos perder más tiempo, tenemos que ubicar a Mackena en esta casa lo antes posible.

El tono de su amigo contenía un alto grado de entusiasmo y también tensión.

—¿Por qué? —preguntó casi en un susurro.

Hugo dudó un instante antes de hablar.

—Encontramos pruebas de que Daniel Martínez estuvo aquí, Ramiro. Si todo sale bien, podremos además llevarlo a juicio por su asesinato.

Vicente, como si también hubiera escuchado eso último, llegó a su lado.

—Así que no se muevan de donde están. Le pediré a Lagos que me suelte un rato durante la tarde. Ya hablé con Frank para que tampoco se mueva de la casa. Cualquier cosa, me llamas a la Brigada y si no estoy, me dejas un mensaje. Tengo que irme.

Hugo colgó y, tras unos segundos, Ramiro lo imitó. Tragó saliva, mientras Vicente se ponía frente a él.

—¿Qué pasa?

—Encontraron pruebas de que Daniel estuvo en la casa de Lo Barnechea —musitó de forma mecánica, la vista desviada hacia el piso—. Te citarán a declarar para que identifiques el lugar y así puedan conectar tu secuestro a su muerte, y culpar de ambas cosas a Mackena.

—¿Cuándo tendré que declarar?

—No lo sé. Lagos intentará que sea lo antes posible. Mientras tanto, no nos podemos mover de acá hasta que Hugo nos venga a buscar.

—¿Por qué?

—Porque no dieron con Seguel. Puede estar en cualquier parte.

Vicente asintió. Estaba pálido, con el pelo aún húmedo y los vellos de los brazos erizados por el frío. Ramiro lo atrajo hacia sí tomándolo de la mano.

—Todo va a salir bien —dijo.

—Sí... Todo está saliendo bien hasta ahora.

Arrugó el ceño al ver la expresión de duda de Vicente.

—¿Pero...?

El joven lo miró, acercándose más. Ramiro tragó saliva al sentir la delgada tela de la toalla contra la de su pantalón.

—Que esto será muy largo. Declaraciones, interrogatorios, allanamientos. Lagos puede tener el apoyo del Juez Andrade para agilizar el proceso, pero aún así, por más que trabaje, Mackena tardará mucho tiempo en sentarse a en una corte y mucho más en entrar en la cárcel...

—Lo sé.

—Sé que así será esto, pero a veces... a veces no puedo evitar pensar que lo único que quiero es que estemos juntos. Juntos y tranquilos, por fin. Eso es lo que quiero. Es lo que más quiero. 

—Yo también. 

—Pero no podemos. No hasta que él caiga y pague por lo que hizo. 

Pestañeó al posar ambas manos en el aparador contra el que Ramiro se había apoyado para hablar por teléfono. Así, cercándolo entre sus brazos y su cuerpo, lo miró. Ramiro se estremeció al ver sus ojos brillantes de anhelo e impotencia. 

—Quiero verlo caer —continuó—. Que pague por todo lo que ha hecho y que nuestros amigos estén a salvo... Pero me da miedo pensar en la cantidad de tiempo que tendremos que esperar para dejar todo esto atrás... 

Ramiro pensó que había una forma de acortar todo aquello. Él la conocía y estaba seguro que Vicente, aunque no lo dijera, también. Apretó la mandíbula, la ira y la impotencia calentándole el pecho. Frente a él, muy cerca, Vicente percibió el cambio en su respiración. En silencio y muy lentamente, recorrió los labios de Ramiro con la yema del pulgar. 

—Esperé mucho tiempo para estar contigo así como estoy ahora, sabiendo por tu boca que me amas. Puedo esperar un poco más para que el hombre que te hizo daño deje de ser un estorbo en nuestras vidas. 

—Vicente, me gustaría que todo fuera diferente. Toda esta situación.... Lo cambiaría todo, menos a mis amigos. Menos a ti. 

Ramiro sostuvo su rostro entre las manos. Al hacerlo, sintió lo que ocultaba la toalla de Vicente contra su propia entrepierna. Se estremeció de deseo, sabiendo que la respiración agitada del joven se debía a lo mismo.

—Te amo —murmuró contra su boca entreabierta—. Te amo tanto que solo quiero besarte... todo el tiempo. Acariciarte, hacerte el amor... Recuperar el tiempo que hemos perdido... 

Lo besó con intensidad, hasta que Vicente se apoyó por completo en él, apenas sostenido por sus brazos tensos y desnudos.

—Cuando Seguel estuvo a punto de matarme —continuó Ramiro al terminar el beso—, pensé en ti. Nada más que a ti. Y cuando desperté en el auto... solo, me dije que si volvía a verte, no buscaría más excusas para alejarme. Pero a veces tengo miedo... de que Mackena te haga algo, de que...

—Eso es lo que él quiere, llenarte la cabeza de miedo.

—Lo sé... Y lo tengo, mucho miedo... pero ahora hay algo más fuerte.

—¿Qué cosa?

Ramiro sonrió.

—Tú.

Vicente correspondió a su sonrisa. El gesto, un trazo leve en su boca, no alcanzaba a opacar el brillo de su mirada encendida. Los vellos de sus brazos ya no estaban erizados por el frío, sino por la mano de Ramiro recorriendo su espalda hasta el límite trazado por la toalla. Se miraron en silencio durante un instante, antes de que Ramiro dijera en voz baja lo que el resto de su cuerpo estaba gritando. 

—Creo que me estoy volviendo loco por ti, Vicente Santander.

El joven contuvo la respiración unos segundos. Luego, su sonrisa desapareció. Serio y con el ceño fruncido, se alejó unos centímetros de Ramiro. 

—¿A qué hora pasará a buscarnos Hugo?

—No sé. En la tarde.

—O sea que tenemos muchas horas sin nada que hacer —murmuró Vicente. Separó las manos del aparador y con la derecha dejó caer la toalla al suelo—. Y también mucho tiempo que recuperar.

Ramiro recorrió su cuerpo con la mirada, mientras una respiración profunda elevaba su pecho. Tragó saliva al mirar de nuevo el rostro de Vicente. 

—Bésame —susurró este. 

Y Ramiro lo hizo. Comenzó por la boca, bajó hasta el cuello usando de puente el mentón y la quijada. Luego recorrió con los labios el torso aún fresco por el agua de la ducha. Al fina, ya de rodillas frente a Vicente, hizo algo más que besar.  



**********************************************************




Mackena se encerró durante horas en su oficina. Le gritó a su secretaria, cuando esta por fin apareció, que no estaba para nadie, que no osara molestarlo. De lo contrario, haría algo más que despedirla. Sentado en su silla, tardó mucho tiempo, demasiado, en dejar de temblar. Para cuando lo hizo, parecía tener toda la camisa, que le había costado un dineral, empapada de sudor.

Cuando sintió que ya no estaba a punto de vomitar su propio corazón, se echó el pelo, también húmedo, hacia atrás y se soltó la corbata. Luego buscó en el cajón de su escritorio la pitillera que siempre guardaba provista de diez cigarros. Sacó uno pero se le escurrió entre los dedos, así que tuvo que agacharse para recogerlo. Se sentía ligeramente mareado y una sensación que no se definía del todo como náusea le tenía atenazada la garganta. Cuando por fin pudo encender el cigarro, le supo amargo y desagradable. Cerró los ojos, respirando con fuerza. 

Tenía que hacer algo, pero... ¿qué? Mandar a matar a Seguel, eso era obvio. Había dejado pasar demasiado tiempo desde que supo lo ocurrido durante el ataque al local de Ñuñoa. Ahora el hombre estaba prevenido en contra de él y estaría preparado cuando enviara gente para que lo asesinara. Eso significaba menos ventaja, pero él era Salvador Mackena; tenía muchísima ventaja. 

Pasado un momento, se dio cuenta que el cigarro casi se había consumido entre sus dedos, él demasiado distraído para darle más que un par de caladas. Lo aplastó contra el cenicero de cristal que tenía en el costado izquierdo de su escritorio y se apoyó en el respaldo de la silla. El corazón aún le latía con mucha fuerza. No era lo más recomendable debido a lo alterado que estaba, pero necesitaba un café para poder pensar con claridad. Se inclinó hacia delante, apoyando la cabeza entre las manos, cuyos dedos se crisparon entre los mechones de su pelo.  

Lo de la casa de Lo Barnechea era preocupante, mucho. Era una de sus propiedades más útiles para llevar a cabo actos que debían quedar en el mayor secreto posible. Podía conseguir otra, claro, pero perderla le dolía. De solo pensar en Lagos olfateando el lugar, acompañado de un puñado de detectives o carabineros, le hacía rechinar los dientes por la rabia. Lo de las pruebas dejadas por el imbécil de Seguel lo hacía aún peor. En su mapa mental, el asesinato de Daniel Martínez era agua pasada, nada por lo que tuviera que temer. Pero como todo en ese asunto, estaba demostrando ser más resistente al paso del tiempo de lo que había esperado. 

Lo de las fotos había sido una estupidez, en especial la parte de dejarlas en manos de Seguel. Recordaba haberlas visto en sus visitas a la casa, durante el periodo que el joven había estado retenido allí y poco antes de darle a Seguel la orden de matarlo. Había sonreído cada una de aquellas veces ante las imágenes, satisfecho, para luego irse de ahí. Debía conformarse con eso, porque durante el tiempo que habían tenido al ex alumno de Markham secuestrado, nunca se había atrevido a verlo en persona, excepto una vez, el día en que lo atraparon. En ese punto, Seguel no conocía la envergadura del asunto por el que lo había contratado; mucho menos Durán. Para ellos, Martínez era solo un sujeto que había metido las narices en asuntos que no eran de su incumbencia y que debía pagar por ello. Al principio, él también había creído eso, incluso había pensado que se trataba de un asunto de dinero o de drogas. Cuando se tenían negocios como los que él controlaba por debajo de su intachable fachada, siempre se corrían riesgos. Por algo había contratado a Seguel y Durán, para que se encargaran de manera más discreta y efectiva que sus guardaespaldas. 

El problema fue que cuando vio a Daniel Martínez en su primera y única visita, lo reconoció. El hombre dormía producto de los primeros golpes, estaba varios años más viejo, lucía desaliñado con la barba y el pelo largo y, aún así, Mackena supo de inmediato de quién se trataba. Al salir de la habitación, la segunda del pasillo de la casa de Lo Barnechea, Seguel y Durán lo habían mirado a la espera de instrucciones. 

—¿Lo matamos, señor? —había escuchado preguntar al primero, su mente ya de vuelta a sus recuerdos de Markham. 

Con esfuerzo, los había mirado. 

—No. Diviértanse con él un tiempo. Les diré cuándo matarlo. —Con pasos lentos, se había alejado hacia la puerta de la vivienda en medio de la penumbra del lugar. Se detuvo, sonriendo—. Quiero que lo pase muy mal. Y sáquenles fotos después de cada sesión. 

Ya en el auto que usaba para llegar a ese sector de la ciudad, el recuerdo de un Daniel Martínez de doce años se había asentado por completo en su mente. Lo había conocido durante su año como prócer. Al principio no se había fijado en él; era solo un novato más entre los otros, recién llegado al internado y muerto de miedo. Sin embargo, apenas lo vio en el patio algunos días después, se sintió atraído por la exclusión a la que él mismo parecía condenarse, evitando a todos, sin hablar con nadie más que lo justo y necesario; pero también le llamó la atención la forma en que sostenía la mirada de los mayores, con altivez y burla. Se había tardado varias semanas en lograr acercársele. Mucho después de la Bienvenida de los Próceres, ya sumergidos en la rutina de Markham, lo había encontrado un día pululando solo por el bosque que rodeaba el complejo. El niño, al escucharlo aproximarse, se había girado hacia él dando un respingo. 

Salvador Mackena le había sonreído con encanto. Aún recordaba cómo Daniel solo lo había contemplado con frialdad. Eso, en vez de amedrentarlo, le había provocado el ligero escalofrío que precedía a la excitación. Siempre le habían gustado más los difíciles. 

—No deberías andar por aquí solo —le había dicho, desviando la vista hacia un árbol cercano para luego rozar el tronco con la punta de los dedos. 

—Sé cuidarme muy bien. 

—¿Ah, sí? 

—Sí. 

Inclinando su rostro pálido de forma que el pelo negro le tapó los ojos, Daniel había avanzado entonces hacia el muro que rodeaba Markham, pasando cerca de Mackena. Este, sin poder contenerse, le había puesto una mano sobre el hombro. El novato, de un tirón, se había alejado de él. 

—Tranquilo... Solo quiero conocerte un poco mejor. ¿Cómo te llamas? —le preguntó, aunque ya lo sabía. 

—Daniel. 

—Yo soy Salvador Mackena. 

—Sé quién eres. —En ese punto, lo había vuelto a mirar fijamente a los ojos. En estos, el prócer vio una certeza que lo dejó detenido en el puesto, asustado. "Sé quién eres y lo que haces", parecía decirle aquella mirada. 

Con esfuerzo, se había erguido un poco más. El miedo se había transformado en ira. Por eso, desde la altura de los cinco años que le llevaba al novato, lo observó con desprecio. 

—Cuando se es un don nadie como tú, lo más astuto es aprovechar las oportunidades y aceptar cuando alguien como yo te tiende la mano. —Una sonrisa asomó a su boca antes de decir lo siguiente—. Podríamos ser amigos. Muy buenos amigos. 

—No quiero ser tu amigo, Salvador Mackena —le había respondido Daniel, su voz de niño recién llegado a la pubertad libre de titubeos—. Así que puedes irte a la mierda. 

Recibió las palabras como un golpe y, aturdido, vio al novato llegar al agujero en la pared y desaparecer en el interior de Markham. Cuando por fin siguió sus pasos, tenía tanta rabia que se había saltado la cena y se había refugiado directo en su habitación, la que compartía con Jorge Sotomayor. Había estado a punto de contarle lo sucedido su amigo. Los métodos del joven eran mucho más bruscos que los suyos, pero con un niño como Daniel Martínez no se podía apostar con seguridad por el mutismo. Quizás le iba con el cuento a algún profesor o, peor aún, al director Fritz. Eso sería el fin, porque aunque el hombre era muy estúpido para darse cuenta de nada, Mackena a veces sentía que lo miraba con demasiada atención a través del comedor, que lo vigilaba. De modo que no había dicho una palabra, ni esa noche ni ninguna otra. Se había guardado para sí la impotencia y la rabia, y cuando veía a Daniel en el patio y el niño lo miraba de vuelta, desviaba la cara. 

Con el tiempo lo había olvidado o pretendido olvidar, convenciéndose que era solo otro novato. Para cuando se graduó y volvió a Santiago, el encuentro con él era solo una de las pocas decepciones de su vida. Nunca pensó que volvería a verlo años después, pero en el fondo tenía sentido, mucho sentido. Más si lo veía en el plano general, donde su presencia cercana, vigilante, había comenzado poco después del intento de Vicente Santander y Ramiro por llevarlo a juicio por la red de prostitución. Todo debía estar relacionado, había pensado mientras llegaba al hotel que usaba para despistar: Ramiro y Vicente habían sido novatos el año en que Daniel Martínez y el tal Francisco Javier Rodríguez Urrutia, autor de una carta que a veces seguía repitiendo en voz baja, eran próceres. Quizás se habían conocido, para luego unir sus dos vidas en Markham, como alumno y director, en un plan para acabar con él. 

Aquella noche, después de mucho meditarlo, concluyó que podía usar aquella relación a su favor. Si estaban en contacto y planeaban algo en su contra, ya estaba prevenido; si no, los juntaría a todos para acabarlos uno por uno. El primero en morir sería Daniel Martínez, después les arruinaría la vida a Francisco Rodríguez y a Vicente Santander. Para el final, recuperaría a Ramiro y lo mataría cuando se cansara de él. 

Al día siguiente, le había dado instrucciones a Seguel en torno a las cartas que debía obligar a Daniel que escribiera. Durán era demasiado bruto para llevar a cabo una tarea así; él era el encargado de que a Daniel Martínez se le borrara esa sonrisa despectiva que seguramente aún tenía en la cara. Lo dejó divertirse casi un mes con él hasta que por fin, una noche, le dijo a Seguel que lo matara y lo dejara al borde un camino a las afueras de Santiago. En el interior de su chaqueta, medio oculta, debía llevar la primera carta, dirigida a Francisco Rodríguez. Era su amigo, según había descubierto; ambos habían estado envueltos en los hechos de noviembre de 1969 que por poco habían acabado con Markham. El resto las enviaría Seguel después y entonces todo tomaría el curso correcto, el que él había escogido. 

El plan marchó a la perfección al principio, sobre todo cuando se enteró que la aparición de Daniel había sacado de su escondite a Ramiro. Seguel le informó una mañana, con su voz fría y calmada, que el joven había estado en la morgue con el fin de identificar el cuerpo. Ni siquiera en sus mejores sueños las cosas habían funcionado así de rápido. Seguramente la visita de la única hermana de Daniel Martínez había acelerado los hechos, sobre todo después de que la mujer visitara a Vicente. Tanto este como el propio Ramiro se habían involucrado en el asunto incluso antes de la llegada de las cartas. 

Desde entonces, el plan había tambaleado muchas veces; lo peor era que Ramiro nunca había aparecido, como él tenía previsto. Y lo había provocado de la peor manera, tocándole aquello que más quería: Vicente Santander. Pero no, el joven aún no aparecía en su casa o en su oficina, ni siquiera para golpearlo o matarlo. Quizás lo protegía más gente de la que había pensado, el tal Hugo Farías, por ejemplo. O peor, la tal Mariana Duarte, única hija del ex compañero de Seguel asesinado por su propio amigo por dejar el ejército a meses del Golpe. 

De vuelta su atención a su oficina llena aún del olor de Héctor Seguel, sacó la fotografía de Ramiro y Vicente Santander, tomada mientras se alejaban en auto de la Fiscalía. Se fijó en el gesto del primero, serio pero no del todo. Allí, en las comisuras de la boca, había el inicio de una sonrisa. Arrugó el papel con fuerza, al tiempo que enumeraba sus derrotas: la muerte de Durán, la quema de dos de sus locales, entre ellos su favorito, tener que soltar a Vicente antes de lo previsto, Lagos tras sus pasos a raíz del secuestro del joven, el allanamiento de la casa de Lo Barnechea y las pruebas del asesinato de Daniel Martínez, la traición de Seguel. 

Eran demasiadas para él. 

Ya casi sin temblar, se dijo que lo del allanamiento era una derrota, pero incluso con las benditas fotos que él había dejado en manos del ex militar como un tonto, no tenían por qué relacionar ese lugar con él. Mucho menos tenían por qué relacionarlo con la muerte de Daniel Martínez. A menos que Vicente Santander reconociera el lugar donde lo habían mantenido retenido y dijera que lo había visto a él, Salvador Mackena, durante su secuestro. A menos que conectaran todos los nombres, el suyo, el de Ramiro y Vicente, el de Daniel, a lo que los unía a todos: Markham. 

Tenía que llamar a su abogado, prevenirlo en caso de cualquier cosaPero sobre todo, tenía que deshacerse de Héctor Seguel y de Vicente Santander. Ambos eran un peligro para todo lo que había construido. 

El grupo entero, que él mismo había ayudado a reunir, lo era. 




***************************************************




Manuel saltó en el asiento cuando un médico se acercó al grupo para avisarles que ya podía entrar alguien a visitar a Mariana. Ahora estaban en el segundo piso, hecho que les daba más seguridad a todos. Aún así, Ramiro se mantenía de pie y vigilaba alrededor, mientras Hugo caminaba de acá para allá, su pistola reglamentaria bien escondida bajo su chaqueta. A pesar del estado de alerta, nadie pudo vencer al muchacho en rapidez para acercarse al doctor. 

—¿Los parientes de Mariana Duarte?

—¡Nosotros! —exclamó Manuel, ganándose una mirada ceñuda por parte del facultativo. 

Por fortuna, para ese entonces, Hugo y los demás habían llegado a su lado. 

—Nosotros, doctor. 

El hombre los estudió a todos durante unos segundos antes de asentir. 

—Bien. Puede pasar a verla una persona. 

—¡Yo!

Hugo contuvo una sonrisa y solo dejó escapar un bufido. 

—Sí, puberto —dijo mientras abrazaba a Manuel, en parte para contener su entusiasmo—. Tú vas a entrar. Se puede, ¿cierto, doctor?

—Sí. Pero que evite los gritos allá dentro, que los pacientes no deben ser molestados. 

—Ya escuchaste, puberto. Calladito, ¿bueno?

—Sí, sí... lo siento. —Mientras el médico se alejaba de vuelta a las habitaciones, el adolescente los miró—. ¿Quieren que le diga algo? 

Los ojos de Vicente se desviaron hacia Frank, quien se encogió ligeramente de hombros. Ramiro, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, negó con la cabeza. La única en hablar, tras unos segundos, fue Gabriela. 

—Dile que la echamos de menos. 

Manuel le sonrió. Luego siguió al doctor casi al trote. 




********************************************




Mariana estaba en una sala común equipada para recibir a cinco pacientes. Ella ocupaba la segunda cama a la derecha. Estaba despierta, mirando hacia la única ventana del lugar, ubicada a unos metros. Al escuchar los pasos de Manuel, como si los reconociera, se giró hacia la puerta. Respiró hondo mientras el muchacho se le acercaba y para cuando la abrazó, ya no podía contener el llanto. Alzó la mano derecha y lo atrajo hacia sí con fuerza, como si quisiera convencerse que su presencia era real. 

—Manuel... Oh, por Dios... 

—No llore —musitó este al notar lo trémula que era su voz. Se alejó unos palmos para observarla mejor—. No llore, porque si lo hace yo también voy a llorar. 

Mariana rio hasta donde el dolor en su abdomen le permitió. 

—Está bien, no voy a llorar. 

—¿Cómo está? ¿Cómo se siente?

—Bien. 

—¿Segura? —preguntó Manuel mientras se sentaba en el borde de la cama—. ¿No me está mintiendo?

—No... Estoy bien. 

De pronto, los ojos del muchacho se endurecieron y su ceño se frunció. 

—No debió hacer eso. No debió enfrentarlos sola. 

—¿Y qué más podía hacer?

—Yo...

—Tú estás bien. Eso es lo único que importa. 

Manuel desvió la mirada, pero Mariana la trajo de vuelta tomándole la mano. 

—Cuéntame cómo están todos allá fuera. 

—No lo sé... Llevo muchos días encerrado en mi casa. Solo me van a buscar para traerme aquí. Pero Ramiro volvió... No sé qué le pasó, eso sí. 

—Ya lo averiguaré yo misma. 

—¿Cuándo saldrá de aquí?

—Pronto —respondió con firmeza la joven. 

—Ah... Entonces, no queda mucho para que me manden lejos. 

—¿De qué hablas? 

Manuel se rascó la nariz, sin despegar los ojos del suelo de la habitación. 

—Mi jefe habló conmigo. No quiere que corra más riesgos, así que me va mandar con mi mamá y mi hermana para el norte. Con mi papá. 

El gesto de Mariana era neutro cuando el muchacho la observó. Aún así, creyó por un momento que pasada la impresión le diría que eso no pasaría, que se quedaría en Santiago con ellos. Cuando la joven por fin habló, el vacío en el estómago de Manuel se acentuó. 

—Es lo correcto. No podemos hacer otra cosa mientras esto no acabe. 

—Pero... 

—Manuel, escúchame. Me duele mucho tener que alejarme de ti, pero lo haré si es por tu seguridad. 

—Es que... Ustedes no hacen más que hablar de lo que puede pasarnos a mí o a Gabriela. Pero a nosotros no nos ha pasado nada. A ustedes sí. Mi jefe, usted... incluso Ramiro, que llegó golpeado de donde sea que estuviera. Nos protegen, pero quién los protege a ustedes. ¿Quién? 

Mariana cerró los ojos. Le pesaban las lágrimas tras los párpados y Manuel, notándolo, volvió a abrazarla. 

—No quiero que les pase nada —murmuró el muchacho—. Por favor, no quiero que les pase nada. —Volvió a erguirse y Mariana se armó de valor para mirarlo—. Mi jefe dice que tengo que esperar que llegue mi turno de golpear. Y lo haré. Esperaré el tiempo que haga falta, para que la gente mala pague. Me iré al norte si eso es lo que quieren y esperaré allá. Solo prométame que se cuidará. Por favor, prométamelo. 

La joven alzó la mano hasta posarla en la mejilla de Manuel. Parecía haber crecido aún más desde lo ocurrido afuera de la Fiscalía. Su rostro estaba cada vez más afilado, como si estuviera dejando a pasos agigantados la redondez de la infancia. La contempló, a la espera, con sus grandes ojos castaños que no habían llorado pero que aún así estaban cargados de dolor y miedo. 

—Prométamelo —la apremió. 

Y ella, que sabía lo mucho que se necesitaba a veces la esperanza, lo hizo. 

—Te lo prometo. Te prometo que me cuidaré, que saldré pronto de aquí y que no importa lo lejos que te vayas, nos volveremos a reencontrar. 

Al verlo partir, se dijo que no podía seguir encerrada en ese hospital. Tenía que salir de allí lo más pronto posible. Esa noche, si todo salía bien. 




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Él apareció en la habitación poco después de que anocheciera. No era la primera vez que iba a verla. Nunca le hablaba, apenas le dirigía un gesto desde la distancia. Pero aquella noche, Mariana ya no pudo más con su mutismo. Estaba tensa por el plan de escape, que llevaría a cabo a medianoche. La ayudarían dos personas: una enfermera cuyo hermano Mariana había ayudado a salir de la cárcel después de una protesta que se había vuelto un caos por culpa de los carabineros, y un guardia que ya un par de veces le había entregado información a cambio las cartas que ella ayudaba a pasar hacia Argentina. Todo estaba arreglado, solo que daba esperar. 

Enfrentar a Ignacio Lara, se dijo, acortaría en algo el tiempo. 

—Buenas noches, doctor. 

A unos pasos de la puerta y con la expresión que usaba para simular que estaba allí por cualquier motivo menos para verla a ella, el hombre inclinó la cabeza a modo de saludo. 

—Buenas noches. 

Mariana no pudo evitar sonreír con malicia. 

—¿Lo puedo ayudar en algo?

—N-no... Solo quería ver...

—¿Cómo estoy?

—Sí, eso. Por Frank... Él me lo pidió. 

—Ah, así que tenemos otro amigo en común. 

Vio a Ignacio tragar saliva. Luego, asintió, internándose unos pasos más en la habitación. Miró hacia las otras dos pacientes que usaban las camas. Ambos dormían la mayor parte del tiempo, así que no pudo descansar en ellos para eludir la conversación. 

—Supongo que se refiere a Vicente Santander. O a... a Ramiro. 

—No solo a ellos, doctor. También me refiero a Daniel Martínez. 

Ignacio alzó los ojos para clavarlos en ella, por fin. 

—Llevaba mucho tiempo sin ver a Daniel cuando supe de su fallecimiento. 

—¿De verdad? —Mariana  apretó los labios unos segundos antes de seguir hablando—. Él venía seguido para acá. Pensé que se habían encontrado en algún momento. 

—No... nunca nos encontramos. 

—Me apena mucho escucharlo. 

El médico, muy quieto en el puesto, arrugó el ceño. 

—Dice que era su amiga... 

—Sí. 

—Ah... Siento mucho su pérdida. 

Mariana torció el gesto. Respiró hondo para hacer desaparecer el nudo en su garganta, pero fue inútil. 

—Y yo siento la tuya, Ignacio —logró decir pasado un momento. 

Se miraron a través de la cama sobre la que ella estaba postrada. Él había perdido la expresión de la cara, pero ella sabía que era solo una fachada. Quiso golpearlo, sabiendo que la expresión de Daniel nunca había sido así de distante cuando hablaba de él. En medio del falso silencio del hospital, Ignacio pareció cobijarse bajo su bata blanca y su nueva vida antes de sonreírle. 

—Me alegro que esté mejor. Espero que la den de alta pronto. 

Inclinó la cabeza y se fue hacia la puerta. 

—Ignacio... —El hombre se detuvo, pero no se giró hacia ella—. No lo olvides. Al menos haz eso por él. No lo olvides. 

Lo vio estremecerse, cerrar los ojos con fuerza tras los lentes. 

—No podría —murmuró su voz—. Aunque quisiera, no podría. 

Escuchó sus pasos alejándose por el pasillo, un sonido más mezclándose con todos los demás. Quiso más que nunca salir de allí, estar en el exterior. Aunque fuera con dolor, ser libre. Al menos todo lo libre que pudiera mientras Mackena no cayera. 

Pasados unos minutos se durmió y soló con Daniel. 



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