CAPÍTULO SESENTA Y TRES

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Cuando el teléfono sonó en la casa de Hugo, Gabriela ya se había refugiado en la habitación que ocupaba solo ella desde hace un par de días, y el dueño de casa estaba durmiendo o intentando dormir en su dormitorio. Al alzar el auricular, Frank sintió una ligera tensión en el abdomen, la que se redujo casi en su totalidad al escuchar la voz de Andrés Leyton. 

—Hola, Frank... —dijo el editor con voz cansada, tan cansada que al otro lado de la línea su amigo lo imaginó echado en la silla de cualquier manera—. ¿Cómo estás?

—Digamos que bien... 

—No, no, Rodríguez. Nada de evasivas. Dime la verdad, ¿cómo estás?

Frank respiró hondo, mientras se inclinaba hacia atrás en el sillón y elevaba la vista hacia el techo.

—Acá las cosas están un poco mejor: Mariana se está recuperando y el fiscal Lagos ya puso en marcha la causa. —Antes de que Andrés tuviera tiempo de decirle que aquello no respondía exactamente su pregunta, continuó—: Fuera de eso y en lo que nos compete a nosotros... Entrevisté a Martín Ugarte. 

Escuchó a Andrés cambiar de posición. Casi pudo verlo, inclinado ahora sobre su escritorio, con la mano sosteniendo su cabeza a la altura de la frente. 

—¿Cómo fue?

—Horrible. Y cada vez que recuerdo lo mal que me sentí, solo puedo pensar en cómo debió sentirse él. 

—Sí... pero al menos lo encontraste. En cuanto a mí, averigüé algunas cosas: Agustín Cáceres dejó de vivir en Chile desde hace dos años. Se supone que se fue por trabajo, pero es posible que también pescara sus cosas para irse muy lejos debido a la muerte de su hermano...

—No...

—Sí, Frank. Francisco Cáceres está muerto. 

—¿Cómo...?

—Fue en un accidente mientras practicaba alpinismo. 

Frank cerró los ojos. Andrés, como si pudiera ver su reacción, esperó unos segundos antes de seguir. 

—Y a Elías Ampuero no he podido encontrarlo. No sé dónde más buscar o a quién más preguntar. 

—Por lo que me dijo Martín, Jorge Weber y él están en contacto... quizás Jorge. 

El editor chasqueó la lengua. 

—Lo pensé, pero dudo que Jorge me vuelva a recibir en su casa. Aunque podría intentarlo...

—O empezamos a asumir que tendremos que hacer esto con dos víctimas. 

—Siento tener que preguntar esto, pero... ¿Ramiro Aránguiz no es una opción?

—No. 

—Pero...

—No, Andrés. Cuando llegué a Santiago me lo planteé, pero ahora no podría hacerle eso. 

—Bien —murmuró Andrés—.Entonces dos, uno de ellos de forma anónima y Patricio Olmedo. Eso es lo que tenemos. Es mejor que nada... 

—Lo es. 

Se quedaron en silencio un momento. El único sonido era el del lápiz con el que Andrés golpeaba el borde de su escritorio levemente. Cuando habló, su voz aún mostraba cansancio, pero también concentración. 

—Tú siempre has sido muy literario para esto del periodismo. Aún me acuerdo cuando en tus primeros años tenía que repetirte siempre que una noticia no es un cuento. 

—Yo también me acuerdo. 

—Sigo pensando eso. Pero creo que este caso es... especial. Tú no solo has sido parte de esta investigación, también fuiste un alumno de Markham. Y estás involucrado en esto casi desde el principio; el testimonio de Patricio Olmedo lo dejó muy claro... 

Frank, muy tenso, no pudo evitar interrumpirlo. 

—¿A dónde quieres ir a parar?

—Quiero que te olvides de los consejos que te he dado para quitarle lo cuentista. Como tu editor te pido que no solo informes lo que hemos averiguado sobre Mackena y lo que hizo en Markham. Quiero que ayudes a los lectores a meterse en ese lugar, para que así puedan entender cómo es que algo así pudo ocurrir. 

—¿Por qué?

—Porque sí, Mackena es un hijo de puta y un monstruo y todo lo que quieras, pero sí pudo hacer lo que hacía fue también por la forma en que funcionaba el internado. —Frank escuchó un ligero gruñido salir de entre sus labios cerrados; no dijo nada, sin embargo—. Un grupo de jóvenes, algunos de diecisiete o dieciocho años, mezclados con niños de once o doce, sin más control y vigilancia que la que podían darle un puñado de profesores e inspectores. Eso mientras era estudiante... Luego, como director, la sensación de que la persona que ostentaba dicho puesto podía hacer lo que quisiera, sin que nadie pudiera impedírselo. Mackena es astuto, y sabe aprovechar el ambiente que lo rodea para sus fines. Primero lo hizo con Markham, luego con toda esta sociedad de mierda. —Antes de decir lo último, Andrés ya no sonaba cansado, sino tenso de puro entusiasmo y febrilidad periodística—. Quiero que le dejes claro a la gente que mientras esta sociedad no cambie y sigan existiendo colegios como Markham o gobiernos como el nuestro, la gente como Mackena seguirá haciendo lo que hace impunemente. 

—Andrés, sé que hemos tenido ya esta conversación, pero... ¿Entiendes lo que puede pasar con La Bruma después de esto?

—Lo entiendo. Pero por algo me hice periodista, para contar la verdad. En este caso, para ayudarte a que tú la cuentes. Así que ponte a escribir. Y anda enviándome los avances con cierta regularidad. Si eres rápido, y sé que lo eres, en un par de semanas tendremos esto en primera plana. 

—Muy bien. 

—¿Cómo está mi rival favorita?

La pregunta, hecha sin malas intenciones, dejó a Frank congelado en el puesto. De todo lo que había ocurrido durante los últimos días, su visita a Edward Wagner y la decisión de mandar a Gabriela con él era lo único que no había sido capaz de contarle a su amigo. Decidió no seguir escondiéndolo y pronunció las palabras de forma mecánica, como se las venía repitiendo a sí mismo desde el domingo. 

—No puedo seguir teniéndola conmigo. Es demasiado peligroso. La enviaré con su abuelo paterno durante un tiempo, hasta que las cosas se calmen. 

El mutismo de Andrés duró al menos un minuto. Luego de un carraspeo, Frank continuó. 

—Tengo que avisarle a mis abuelos. ¿Los has visto?

—Sí. El fin de semana fui a verlos con mi señora y mi hijo. Creo que tu abuela engordó al niño al menos cinco kilos. 

Una sonrisa sincera se extendió por la boca de Frank antes de desaparecer, tan rápido como había llegado. 

—Ellos van a entender. Lo de Gabriela... lo van a entender. 

—Por la cresta, Frank... Lo siento mucho. 

—Yo también. —Se irguió en el sillón que en un rato usaría como cama. Ya se había acostumbrado a dormir con los pies colgando y atento a cualquier movimiento que pudiera provenir del pasillo de los dormitorios o de la puerta de entrada—. Mañana comenzaré a escribir. 

—Bueno. Cualquier cosa, me llamas. 

—Sí, claro. Gracias, Andrés. 

—No agradezcas. Cuídate, amigo. 

Colgaron y al hacerlo Frank volvió a sentirse solo en medio de la noche. 




*********************************************




Vicente salió de la cama al alba, en medio de una luz grisácea y un frío que lo obligó a ponerse lo primero que encontró tirado en el suelo: sus propios pantalones, pero un suéter de Ramiro. Mientras se vestía, vigiló que el joven no se hubiera despertado o estuviera a punto de hacerlo. Tuvo suerte: Ramiro parecía sumido en un sueño profundo, calmo. No había sido así durante toda la noche. Poco después de que ambos cayeran dormidos, lo escuchó murmurar entre dientes, agitado. Él lo abrazó, sosteniendo su cabeza y acariciándole el pelo hasta que el joven había vuelto a dormir sin pesadillas. 

Se alejó descalzo de la cama rumbo a la cocina. Todo estaba en penumbras, pero se abstuvo de encender alguna luz. En vez de eso, abrió la puerta del departamento y dejó que lo iluminara la luz del pasillo del edificio. Antes de ponerse manos a la obra, volvió a mirar, desde la distancia, a Ramiro, quien seguía inmóvil entre las mantas. 

Comenzó por recoger el papel azul del envoltorio del suelo con la punta de los dedos, para luego ir hasta el lavaplatos y tomar la botella vacía y lo que quedaba de la tarjeta de felicitaciones. La tinta de esta se había escurrido a causa del alcohol, perdiéndose por el desagüe. Pero las palabras seguían en su mente y, lo sabía, en la de Ramiro. Estaba seguro que incluso eliminar los restos del paquete de su departamento no cambiaría nada, en esencia. Mackena había enviado un mensaje que iba más allá de la botella de whisky o de una frase escrita con letra elegante en un papel caro. Tal como había dicho Ramiro, el ex director de Markham les estaba dejando claro que sabía que volvían a estar juntos, que sabía que dormían en ese edificio frente al Parque Forestal. 

Salió al pasillo y caminó hasta el depósito de basura, donde dejó todo: la botella en una de las repisas dispuestas para eso y el resto de un tarro de desechos para uso común. Volvió al departamento y cerró la puerta con todo el cuidado que pudo, sumiendo el interior en penumbras otra vez. Desde ahí, podía escuchar respiración profunda y acompasada de Ramiro. Se miró las manos, con las que había vuelto a tocar el regalo de Mackena y su rostro se contrajo por la impotencia bajo la que no se había permitido sucumbir horas antes. El sentimiento le retumbaba en el pecho con tanta fuerza como el miedo. 

Avanzó hasta el umbral de la habitación, que pronto dejaría de ser suya y de Ramiro. Tenía menos de una semana para irse de allí y aunque no lo habían conversado, sabía que el destino sería la casa que el joven tenía en Quinta Normal. No le importaba. Quizás sería para mejor, ya que al dejar de vivir en una propiedad que sus padres habían comprado para él podría dejar de sentir culpa por no ser lo que ellos habían esperado. Ya no tendría que darles explicaciones sobre su vida, sobre sus decisiones, sobre a quién amaba y por qué. De no haber estado las cosas tan mal, se habría convencido a sí mismo que era lo mejor para comenzar desde cero junto a Ramiro. 

Pronto tendría que comenzar a empacar. No tenía demasiadas pertenencias, pero seguía siendo una perspectiva agotadora en medio de todo lo que estaba pasando. Además, pensó, eso lo llevaría a reencontrarse con eso que llevaba tanto tiempo ocultando tras la rejilla del respirador del baño. 

Con una sensación de suciedad en los dedos, caminó hacia este y cerró la puerta a su espalda. Allí dentro, bajo la luz amarillenta de la bombilla, se miró en el espejo. Lo hizo hasta que volvió a reencontrarse con ese joven de diecisiete años que usando un puñado de papeles y unos fósforos robados de la cocina había comenzado un incendio en el comedor de Markham. Aún recordaba lo mucho que le había costado, debido al terror y el nerviosismo. Dejó caer tres cerillas antes de que la cuarta lograra mantenerse encendida el tiempo suficiente para quemar el papel. Luego, había venido lo más difícil: acercar estos a las cortinas, al mantel que cubría la mesa de los profesores y cualquiera tela que sirviera para expandir el fuego. Se había quemado un par de veces, pero ni siquiera había sentido dolor. Iluminado por las llamas que se expandían por el lugar con susurros y chasquidos, había salido de allí rumbo al edificio Norte. 

Temblando más por la expectación que por el miedo, se había escondido bajo las escaleras de este, desde donde escuchó los primeros gritos anunciando el incendio. Luego vinieron más gritos, una mezcla de voces que hacía imposible identificar a quien pertenecía cada cual, pies recorriendo los pasillos al trote. Se encogió todo lo que pudo sobre sí mismo, cerrando los ojos, esperando durante lo que pareció una eternidad, hasta que lo escuchó a él. 

—¡No se queden ahí parados! ¡Hagan algo!

Había seguido el curso de la voz hasta dar con la silueta de Salvador Mackena, recortada por el fulgor del fuego cada vez más descontrolado del comedor. Estaba a solo unos pasos de distancia, lo suficiente para empujarlo al suelo y golpearlo hasta que perdiera el conocimiento. Se había tensado en el puesto, imaginando la escena, pero tras un pestañeo, Mackena ya se encontraba lejos de nuevo. 

La salida del edificio Norte, ya fuera hacia el Óvalo o hacia el patio era un caos cuando salió de su escondite. Solo reconoció a algunos profesores, que corrían con baldes de agua y gritaban instrucciones. No vio a Ramiro y de pronto pensó, con horror, que quizás el joven seguía en el despacho del director, que Mackena lo había dejado encerrado allí. Antes de poder pensar en lo que hacía estaba subiendo las escaleras hacia el segundo piso. Ya en este, se quedó inmóvil; el corazón le latía con tanta fuerza en los oídos que casi opacaba el bullicio del exterior. A la distancia, vio que la puerta que había mirado tantas veces, impotente, estaba ahora abierta al mitad del pasillo. 

Había avanzado hacia ella lentamente, un paso tras otro, el estómago cada vez más encogido por el miedo. Por su mente cruzaban imágenes sacadas de sus pesadillas: Mackena sobre Ramiro, besándolo, arrebatándole la ropa. Su amigo encogido, inmóvil, como un niño presa del horror y la resignación. Cuando llegó al umbral, aún sabiendo que el director estaba en el patio con los demás profesores, se preparó para verlos, pero la oficina estaba vacía. Ni Ramiro, ni Mackena, solo una luz encendida. 

Entró. La puerta por fin estaba abierta para él y aunque su amigo no estaba en el interior, Vicente había sentido que una parte de él seguía allí. Es aparte que Mackena se estaba quedando con cada visita, con cada abuso. Recorrió el lugar con la mirada y vio señales del encuentro, leves pero claros para él: dos vasos de whisky dejados sobre un aparador, el olor característico de los cigarros del director, algunas cosas removidas en el escritorio. 

Se acercó a este y lo rodeó. La perspectiva desde allí era la de ese hombre. ¿Cuántos niños había visto cruzar la puerta? ¿A cuántos les había sonreído, sentado en su silla? Vicente conocía el nombre de algunos: Martín Ugarte, un novato que a veces los seguía con la mirada, a él y a Ramiro, en el patio; Francisco Cáceres, un alumno de tercer año que había visto llorar una vez en los baños de la biblioteca. Tal vez su incendio hubiera sacado a Ramiro de la oficina esa noche, pero nada le aseguraba que más temprano que tarde Mackena lo volviera a llamar, a él o a cualquier otro. 

Agachó la cabeza y vio algo que brillaba, oculto a medias por una carpeta de cuero oscuro. Movió esta con las yemas de los dedos de la mano izquierda, dejando a la vista un abrecartas plateado, con el nombre de Salvador Mackena grabado en el mango. Lo tomó, su aliento escapando por su boca entreabierta. El objeto, alargado y pesado, más grande que su mano, brilló bajó la luz. 

Se preguntó qué se sentiría clavárselo en el pecho a Mackena hasta que dejara de respirar. Se preguntó cuántas veces haría falta, si solo una o más, una por cada niño que había abusado. 

De pronto se sintió muy cansado. Agotado hasta el borde del desmayo. Era ese lugar, con su olor a tabaco extranjero y whisky caro. Se alejó del escritorio rumbo a la puerta y volvió al pasillo, el que recorrió como un autómata. No supo cómo llegó al primer piso, ni al edificio Este. Apenas le puso atención a los gritos, las carreras a su alrededor, el pánico general. Para cuando le faltaba solo un tramo de escaleras hasta el piso de los próceres, se dio cuenta que aún tenía el abrecartas en la mano. Casi se escurrió entre sus dedos, pero a último momento lo sostuvo y, tras unos segundos de duda, se lo guardó en el bolsillo del pantalón. 

Llegó con el resto de sus compañeros, que miraban lo que pasaba en el patio y en el comedor a través de las ventanas de los dormitorios. Allí, al inicio del pasillo, se detuvo, sintiendo su mirada. Había alzado entonces la cara y encontrado a Ramiro, de pie a metros de distancia. Otro rostro más iluminado por la danza de las llamas que se alzaban hacia el cielo nocturno, otro alumno presenciando la última noche del internado Markham. 

De vuelta en el presente, abrió la llave del agua y se lavó las manos hasta que dejó de sentir el tacto de la botella de whisky. Mientras lo hacía, sus ojos se desviaban cada pocos segundos hacia la rejilla ubicada sobre el retrete. Bastaba tirarla con los dedos para abrirla, bastaba con introducir la mano para dar con el abrecartas envuelto en un pañuelo. 

Salió del baño sin hacer ruido y, luego de desvestirse, se recostó en la cama. Ramiro seguía dormido. Cuando Vicente lo abrazó, una sonrisa leve se extendió por sus labios. Apoyó la frente contra la suya y volvió a dormirse con esa imagen adherida a la mente. 




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Hugo había llegado a las seis de la mañana a la Brigada. A pesar de llevar más de un mes con un horario un poco más flexible, se había levantando casi de un salto al escuchar la alarma. Espantó los últimos rastros de somnolencia metiéndose bajo el agua fría de la ducha, como en sus años de cadete, para luego bañarse apropiadamente. Al salir, se puso un traje de los viejos, porque ese día podía acarrear acción y no quería echar a perder la poca ropa que tenía. Para cuando salió al comedor, vestido y peinado, con su placa y la pistola reglamentaria en las manos, eran apenas las cinco. Intentó hacer el menor ruido posible, pero al meterse en la cocina escuchó a Frank removerse en el sillón. Se asomó por la puerta para mirarlo estirarse, el pelo castaño oscuro jaspeado de algunas canas todo revuelto. 

—Perdón por despertarte, hombre. —El periodista negó con la cabeza, aún medio dormido—. Deberías dormir en una cama. Así que te vas a hacer cagar la espalda. 

—Estoy bien —lo oyó mascullar mientras volvía a meterse en la cocina. No quería irse de la casa sin echarse algo al estómago. Frank llegó al umbral y se apoyó en el dintel, frotándose los ojos—. ¿A qué hora harán el allanamiento?

—A las ocho. Pero antes se revisa todo el procedimiento. Lagos nos citó a las seis. 

—Ah... ¿Y después?

—Depende lo que pase. —Puso la tetera sobre calentador de la cocina y puso el tostador para calentar un par de marraquetas que habían quedado del día anterior—. No se muevan de acá. Le dije a Ramiro que como se ha portado bien, podía venirse con Vicente en un taxi. Supongo que van a llegar como a las diez o así. 

—Está bien. 

—Si el hueón no llega se las va a ver conmigo. ¿Tienes hambre? ¿Te hago un café?

—No, tranquilo. Ya me hago yo después. 

—Ya... Espero estar acá más o menos temprano para que vayamos a ver a Mariana. Pero si no puedo, los llamo. 

Se giró para mirar a Frank, que estaba con los brazos cruzados sobre el pecho. 

—¿Qué pasa?

—Cuídate. 

—Obvio que me voy a cuidar. 

—Bien.

—Anda a acostarte. A mi cama, si quieres. Pero después la haces. 

—Bueno... 

El hombre se fue hacia su dormitorio arrastrando los pies. Hugo escuchó la puerta cerrarse a la distancia justo cuando el pito de la tetera le anunciaba que el agua para su café estaba a punto de hervir. Le hubiera gustado ver a Gabriela antes de irse, pero no la iba a despertar por un capricho. Mientras se iba a sentar a la mesa con su desayuno, se dijo que era normal la tensión que sentía en el abdomen. Después de mucho tiempo, más del que marcaba su suspensión, iba a participar en un procedimiento. Iría acompañado de otros efectivos, pero la casa que pretendían allanar podía albergar en su interior a un miembro del ejército y de la DINA. Con gente así uno no se podía confiar, ni siquiera teniendo un pequeño escuadrón. La tarde anterior había llamado a Alicia para hablar con ella. La mujer seguía algo tirante con él, pero quizás había notado algo en su voz, porque le había hablado con más ternura. Después, le había pasado a las niñas para que lo saludaran. 

Fue a sus voces que se aferró al salir a la calle y subirse al auto. Sentado tras el volante, miró la casa. No le gustaba dejar a Frank y a Gabriela solos. Tampoco le gustaba que Ramiro y Vicente atravesaran medio Santiago en un taxi. Quería a su amigo, pero aún no estaba del todo seguro de cómo reaccionaría ante un ataque. Con furia y esa habilidad innata que tenía para disparar, sí, pero la furia en su caso se podía convertir fácilmente en frenesí y cuando el joven se ponía en esas no había quién lo parara. Si Mariana hubiera estado bien, habría podido relajarse un poco más. 

Puso en marcha el auto después de respirar hondo. Tendría que tomar el riesgo si quería ser parte de esa investigación como algo más que el protector de todo el grupo. Por primera vez en mucho tiempo, sintió verdadero entusiasmo hacia su trabajo. Su jefe directo podía ser un imbécil y un cobarde, pero Lagos, que era quien de verdad importaba en todo aquel asunto, tenía las cosas claras y dos huevos muy grandes bajo el pantalón. Que lo hubiera elegido a él para ser su mano derecha dentro de la PDI era un honor que no estaba dispuesto a desperdiciar. 

Manejó tan rápido como acostumbraba, aprovechando al máximo las calles despejadas y su placa, que ahora llevaba colgada del cuello. Si alguien lo paraba, un carabinero por ejemplo, podía decir con autoridad que era un inspector de la Brigada de Homicidios. Llegó al edificio de la PDI en el centro cuando faltaban tres minutos para las seis de la mañana. Apenas estaba amaneciendo y el frío le hubiera calado los huesos al salir del vehículo de no ser por estaba demasiado concentrado en lo que se le venía por delante para notarlo. Cuando llegó al piso donde estaba su unidad, al primero que vio fue a Lagos. Estaba fuera de la oficina de Díaz, mirando un mapa con el ceño fruncido y las manos apoyadas en un escritorio de madera que había visto mejores tiempos. Alzó la cabeza cuando lo escuchó caminar. 

—Farías. 

—Fiscal. 

Se dieron la mano. Luego Lagos volvió a mirar el mapa. 

—La zona donde se encuentra la casa está muy aislada —dijo, señalando la zona—. Por un lado el camino y por el otro un montó de árboles. La casa está en la ladera del cerro. 

Hugo asintió. La tarde anterior se había enviado un auto, con efectivos vestidos de civil, para que recorrieran el lugar. No habían visto nada más que el lugar, que parecía abandonado. 

—Dudo que ese tipo siga ahí. 

—Yo también. Pero si está, no podemos correr riesgos. 

—Apenas aparezca, hay que neutralizarlo —dijo Hugo—. Matarlo, si es que se resiste. 

—Atraparlo vivo sería muy beneficioso para la investigación. Podría decirnos mucho sobre los asuntos de Mackena. 

—A un hombre así no se le hace hablar, fiscal. Dudo que se deje atrapar vivo. 

Se miraron por encima del escritorio, mientras se escuchaban voces acercándose hacia la oficina. Al girarse, Hugo vio a Correa y Oyarzun. Ya llevaban puestos los chalecos antibalas, lo que quería decir que llevaban en el edificio más tiempo que él. Sonrió. 

—Buenos días —dijo Correa—. Llegaron los pacos que nos van a acompañar. Están en el estacionamiento, con los vehículos. 

—Bien. ¿Llevan el equipo de toma de muestras? —preguntó Hugo en dirección a Oyarzun. 

—Está todo listo, inspector. 

—Perfecto. ¿Fiscal, algo más?

El hombre ahora estaba erguido, con las manos en las caderas y la vista perdida en un punto indefinido. Al escuchar la voz del detective, asintió. 

—Lo más importante con este procedimiento es descubrir si la casa ha sido usada como lugar de secuestro, tortura y asesinato. Si Héctor Seguel está dentro, cosa que dudo, la prioridad es tomarlo detenido.

—Pero al menor indicio de violencia —espetó Hugo—, disparamos. 

—Usted es el detective aquí, Inspector. 

—Bien. Vamos. 





*****************************************************





Eran las 7:30 de la mañana cuando quince carabineros salieron al mismo tiempo de tres furgones, todos con el alma en ristre. Se dirigieron a paso firme hacia la casa, que ya comenzaba a ser rodeada por diez uniformados más, que debían proteger el perímetro. Hugo Farías, Arnaldo Oyarzun y Esteban Correa, todos con chalecos antibalas, bajaron de otro vehículo y caminaron hacia la puerta de la vivienda. El fiscal Lagos, que había llegado con ellos en el auto, se quedó en este, la orden de allanamiento bien sujeta en la mano derecha. 

Hugo, como el detective a cargo del procedimiento, fue el primero en llegar a la entrada. Se quedó a unos pasos de distancia, fuera del ángulo de tiro por si al abrir alguien disparaba. Dos carabineros sostenían un ariete y a su señal, lo utilizaron para tumbar la puerta. Tras el ruido que hizo esta al azotarse contra la pared del interior, la cerradura rota e inservible, se sucedió un silencio de solo un segundo, similar a la pausa ocurrida entre dos latidos. Luego, seis efectivos entraron a paso firme a un recibidor oscuro. Hugo entró tras ellos, la pistola firme frente al cuerpo, acompañado de Correa. El salón estaba vacío y los carabineros que habían abierto la marcha ya se adentraban en el pasillo. Los escuchó empujar puertas, gritar advertencias en caso de que en las habitaciones hubiera alguien. Solo les respondió el eco de sus voces. 

—¡Todo vacío! —exclamó la voz de uno de los primeros efectivos que había llegado al final de la casa. 

Al escucharlo, algo se distendió en el abdomen de Hugo. Aún así, no bajó la pistola. Avanzó por el pasillo, seguido siempre por Correa. Oyarzun, más atrás, recibía el parte de un par de carabineros provenientes del exterior. Afuera estaba todo despejado también. 

Hugo llegó a la primera de las habitaciones: estrecha, oscura, con el somier de una cama sin mantas ni colchón y un cubo tirado en el suelo. 

—Comiencen con las fotos —le dijo a Correa, quien asintió—. Que alteren lo menos posible el lugar. 

Siguió adelante, hacia la segunda habitación, cuya puerta algún carabinero había abierto de una patada. No era muy distinta a la anterior, excepto porque allí la "cama" consistía solo un par de trapos tirados en el piso. Olía mal, a una mezcla de cloro, orina y heces. A sudor. Cuando ya se dirigía a la siguiente habitación, sintió cierto movimiento a unos metros, en el espacio que se abría al final del pasillo. Se puso en tensión, la pistola bien sujeta junto a su cuerpo. 

—¡Inspector!

Siguió el curso de la voz que lo llamaba y en un par de zancadas llegó a una sala amplia, de techos altas y ventanas pequeñas ubicadas cerca del techo. Allí había los cinco carabineros que habían entrado primero, dos de los cuales habían abierto una puerta que daba directo al cerro. Los otros tres miraban una caja pequeña de cartón que descansaba en el suelo. 

—¿Estaba allí o la movieron? —preguntó Hugo. Al ver los rostros de los carabineros, se dio cuenta que eran jóvenes. De la edad de Ramiro o incluso menos. 

—Estaba cerca de la puerta, inspector —respondió uno. 

Hugo asintió, acercándose a la caja. Tenía las gualetas abajo, pero no habían usado nada para sellarla. Al girarse hacia la entrada de la sala, los ojos de Hugo se posaron brevemente en la silla de madera atornillada al piso. Tragó saliva. 

—Cabo —espetó con firmeza, para luego mirar al carabinero que tenía más cerca—. Traiga al inspector Oyarzun y al fiscal. Rápido. 

El joven salió a pauso raudo, mientras Hugo se agachaba junto a la caja. Podía tratarse de un artefacto explosivo, lo sabía, pero el hecho de que los carabineros la hubieran movido y estuviera abierta lo empujaba a creer que no, que se trataba de otra cosa. Se limpió el sudor de la frente y miró a los efectivos. 

—¿Tienen una cortapluma? 

El de la derecha asintió y luego rebuscó entre su ropa hasta dar con una, la que le tendió abierta. Hugo la tomó y con la punta de ella levantó una de las gualetas de la caja. Vio la pistola brillando bajo la débil luz de la mañana. Era una Glock calibre 38. Abrió la otra gualeta antes de devolver la cortapluma a su dueño y buscar el par de guantes de látex en el bolsillo trasero del pantalón. Se los puso, lo que le tomó algunos segundos más de lo esperado, como siempre. Al terminar, Oyarzun y Lagos aparecieron por el pasillo. 

Sin ponerles atención, tomó la pistola y la estudió. Estaba bien cuidada y había sido aceitada hace al menos dos días. Era el arma de un profesional que sabía cuidar sus herramientas. Al terminar su análisis, se la estiró a Oyarzún, quien sin tocarla lo ayudó a meterla dentro de una bolsa. Entonces, Hugo pudo concentrarse en lo que había bajo la pistola. En total eran diez fotografías, todas en blanco y negro, hechas desde ángulos que buscaban mostrar los efectos de sucesivas golpizas y torturas hechas a un hombre joven. Hugo reconoció el perfil, el pelo oscuro, la barba. 

Se puso de pie con ellas en las manos y alzó la mirada, topándose con los ojos de Eduardo Lagos. 

—Daniel Martínez. 



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Cuando Salvador Mackena llegó al piso donde se encontraba su oficina supo que pasaba algo. El primer indicio era que su secretaria no estaba detrás de su escritorio y ella tenía órdenes explícitas de siempre esperarlo en su puesto de trabajo. Lo segundo fue la puerta de su despacho abierta. Él nunca la dejaba abierta. 

Por unos segundos, se planteó volver por la escalera al primero piso y pedir que viniera alguien de seguridad. Pero, pensó de pronto, quizás su visita era alguien que llevaba mucho tiempo esperando. El regalo que había enviado el día anterior debía tener algún tiempo de efecto y aunque la aparición de Ramiro hubiera sido aspirar demasiado alto, tampoco lo podía descartar del todo. Dio un par de pasos, tenso pero también expectante. Se esforzó por trazar una sonrisa en boca y cruzó el umbral de su oficina. 

Seguel lo esperaba de pie detrás de la puerta, de espalda, y Mackena dio un respingo al verlo. 

—Maldita sea... —dijo cuando el hombre se giró para observarlo, el corazón latiéndole en el pecho a gran velocidad—. Te dije que nunca vinieras a mi oficina, imbécil.

—Es urgente, jefe. 

Mackena lo estudió un momento, respirando hondo un par de veces para recuperar la calma. Para que Seguel no viera del todo el efecto de su presencia, caminó hacia el escritorio y se parapetó tras él. El hombre, que lo había seguido con la mirada, no se movió de su sitio. 

—Cierra la puerta —le espetó con rudeza. 

Seguel obedeció, en silencio, mientras Mackena se sentaba. 

—¿Qué pasa? —preguntó cuando volvieron a estar frente a frente. 

—Allanaron la casa de Lo Barnechea. 

La mandíbula del secretario ministerial bajó un par de centímetros. Torció el cuello y pestañeó, seguro de que había escuchado mal. 

—¿Qué?

—Allanaron la casa de Lo Barnecha, señor. Esta mañana. Vengo de allá. 

—No... no puede ser. ¿Cómo...?

—No lo sé, señor. 

—¿Cómo que no lo sabes? —Mackena se pasó los dedos por la boca, y botó el aire de los pulmones con fuerza, como si alguien acabara de golpearlo—. ¡¿Cómo que no lo sabes?!

—Tal vez Vicente Santander habló. 

—Pero Vicente Santander no sabe dónde lo tuviste... ¡No tiene ni idea de dónde lo tuviste!

—Entonces la descubrieron de otra forma. 

—No puede ser... No puede ser... 

—Eso no es todo, señor. —Mackena lo miró con los ojos abiertos de par en par—. Tuve que salir lo más rápido posible de allí para que no me atraparan.  

—¿Y qué pasa con eso?

—Que no pude deshacerme de todas las pruebas. 

—¿Qué pruebas? —balbuceó Mackena. 

Los ojos de Seguel brillaron al responder. 

—Una de mis armas y fotos. Las fotos que usted me pidió que le sacara a Daniel Martínez y que luego nunca me pidió destruir. 

Mackena inclinó la cabeza. Se quedó así, muy quieto, durante casi un minuto. Seguel, frente a él, no dijo nada, ni tampoco se movió. De pronto, Mackena dejó escapar un bufido de diversión. Volvió a mirar al hombre frente a él: bien peinado y afeitado, vestido con camisa, pantalón de tela y un abrigo largo de color negro. Impecable, como buen hombre endurecido por la vida castrense. O sus hábitos eran tan fuertes que era capaz de mantenerlos incluso mientras huía de la PDI, o no había existido tal huida hecha a la rápida por los cerros que rodeaban la casa de Lo Barnechea. 

Dibujó una sonrisa que era en realidad una mueca despectiva tras la cual asomaban sus dientes blancos. 

—Descubrí por qué te llaman Cóndor —dijo en voz baja. Seguel apenas se tensó al escucharlo—. No me costó mucho encontrar a un milico que hubiera hecho su instrucción como conscripto contigo. Sargento Alfonso Bustamante, destinado a Coquimbo. Cuando te nombré, se puso algo nervioso, pero le dije que recibiría un pago generoso si me contaba todo lo que recordara de ti. Y lo hizo... Su historia favorita fue la de la cordillera. ¿Te acuerdas de ella, Cóndor?

Los ojos fríos y oscuros del ex militar se mantuvieron firmes sobre el rostro de Mackena. Este, tras unos segundos, continuó. 

—Dice que fue un entrenamiento de supervivencia, uno de los más duros que recuerda. Cinco días dejados en la cordillera con lo justo, en grupos de tres. Tú ibas con un conscripto que era un don nadie en ese entonces y que siguió siendo un don nadie. Bustamante ni siquiera recuerda el nombre. El otro compañero era más interesante. Llegó a ser sargento también, aunque no le duró mucho. Lo mataron en el 74, después de darlo de baja. Gabriel Duarte, se llamaba. —Mackena se inclinó hacia atrás en la silla y alzó el mentón—. Aguantaron apenas con lo que podían cazar, igual que el resto de sus compañeros. No todos sobrevivieron al entrenamiento, pero ustedes sí, porque te tenían a ti. Cuando ya no había nada más para cazar, tomaste su cuchillo y te perdiste por los cerros. Bajaste horas después, con un cóndor muerto en los brazos. Cuando se reunieron con sus instructores, la historia corrió como la pólvora, contada por el mismo Duarte, que se transformó en tu amigo. Él fue el primero en llamarte así... ¿Te dijo Cóndor también cuando lo mataste?

Seguel no abrió la boca. Su respiración era tan calma que su pecho apenas se alzaba con cada inhalación. Al verlo tan tranquilo, la sonrisa de Mackena se transformó en una expresión de ira contenida. 

—¿Para quién trabajas, Cóndor? ¿Quién te está pagando para que me traiciones? 

Por primera vez, el ex militar se movió en el puesto. Solo un paso y de pronto estaba parado más cerca, solo a la distancia creada por el escritorio entre ambos. 

—Para mí —dijo—. Desde hace mucho, mientras usted me pagaba un sueldo para que le hiciera el trabajo sucio, yo ya trabajaba para mí mismo. Y tengo un solo propósito que le compete: ver cómo cae, señor Salvador Mackena. 

Este, echado hacia atrás en la silla y jadeando, hizo el ademán de ponerse de pie. Se detuvo al ver que Seguel sacaba una pistola y lo apuntaba con ella. 

—¿Sabe lo fácil que sería dispararle ahora y dejar sus sesos esparcidos por toda la ventana?

—Voy a hacer que te revienten... 

—¿Sabe lo satisfactorio que sería?

—Hijo de puta...

Seguel le quitó el seguro al arma y rozó el gatillo. Al verlo, el temblor de Mackena se acentuó. 

—Me las vas a pagar... 

—Estaré esperando a quien decida enviarme, señor. Cuando sea capaz de ponerse de pie y limpiarse la ropa que acaba de mear, llame a quien tenga que llamar y póngalos tras mi pista. No se ande con sutilezas, envíelos a todos. —Seguel sonrió—. Sabe que acabaré con cada uno de ellos. 

Bajó la pistola solo unos centímetros, viendo cómo los ojos de Mackena seguían el cañón, enrojecidos y llorosos por el pánico. 

—Luego, si me quedan balas, puede que me arrepienta y vuelva por usted. De momento, lo dejaré seguir disfrutando el espectáculo de como todo se desmorona a su alrededor. 

Se guardó el arma en el bolsillo, sin dejar de sonreír. Retrocedió hacia la puerta sin quitarle los ojos de encima al hombre que había sido su jefe y la abrió. Desde el umbral, volvió a hablar. 

—Le espera una muerte mucho mejor que la que yo puedo darle. 

Cuando comenzó a bajar por la escalera, Mackena gritó. Un aullido de miedo y rabia cuyo eco acompañó a Seguel hasta el exterior. 



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