CAPÍTULO SESENTA Y NUEVE

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Frank estaba sentado en la silla con la mirada perdida. El interrogatorio a Vicente se estaba alargando más que el suyo, ocurrido un par de días atrás. Se arrepintió de no haber traído algo para leer. La espalda había comenzado a dolerle por estar tanto rato encorvado, con los codos apoyados en las rodillas. Así que se irguió y descansó en el respaldo de la silla. No era especialmente cómodo, pero su columna se lo agradeció.

Se giró hacia la puerta de la sala donde estaban Lagos, Hugo y Vicente cuando escuchó un chirrido amortiguado que anunciaba que alguien se estaba poniendo de pie. Él hizo lo mismo, justo cuando atrás suyo resonaban unos pasos. Mientras había estado allí vio a mucha gente ir y venir, así que no se giró para ver de quién se trataba esa vez; no era asunto suyo. Esperó a que la puerta de la sala se abriera y por ella saliera Vicente. Bastaron algunos segundos para que eso ocurriera. El primero en salir fue Lagos, seguido de Vicente y, al final, Hugo. A pesar de esto, el detective fue quien primero se quedó de piedra en el puesto, la mano en torno al pomo. Sus ojos estaban fijos en el extremo opuesto de la oficina y su tensión fue tan repentina y notoria que Lagos y Vicente no tardaron en mirar en la misma dirección. Frank vio que el joven palidecía de golpe en los segundos que tardó en voltearse él también.

Salvador Mackena estaba de pie junto a un hombre tan bien vestido como él. Tenía las manos en los bolsillos, el pelo peinado hacia el lado y una ligera sonrisa en los labios. A pesar de esta, su expresión era tensa, en especial por los párpados entrecerrados. Lucía como un profesor a punto de dar una reprimenda, saboreando la confusión de sus alumnos. Todos alrededor guardaron silencio.

—Buenos días —dijo el hombre a su lado pasados unos segundos—. ¿El fiscal Lagos?

Eduardo Lagos se adelantó unos pasos.

—Soy yo... Lo siento, pero... —Frank escuchó que el hombre carraspeaba levemente para recuperar la compostura—. Señor Mackena, tenía entendido que su cita con nosotros era a la una de la tarde.

Mackena pestañeó, mientras el desconocido avanzaba hacia Lagos. Le extendió una tarjeta que sacó del bolsillo alto de su vestón.

—Felipe Otero, abogado del señor Mackena. Necesito que aclaremos qué está pasando aquí, fiscal. —Abrió su maletín de cuero y sacó un sobre que alguien había abierto a lo largo con brusquedad—. ¿Me podría explicar por qué mi cliente recibió una citación de fiscalía para declarar?

—Como sale en el documento, se le citó en calidad de sospechoso.

—¿Sospechoso? —El abogado, que debía tener unos cuarenta años, imprimió a sus palabras todo el desprecio que pudo—. ¿Se da cuenta de quién es mi cliente?

—Sí, abogado. Lo tengo muy claro. —Los ojos de Lagos se desviaron hacia Mackena un segundo—. El que al parecer no tiene muy claro quién soy yo, o para quién trabajo, es él. Le sugiero a ambos que vuelvan por donde vinieron y regresen a la hora en que el señor Mackena fue citado.

Otero bufó. A dicho sonido se sumó de pronto el timbre de un teléfono que pronto alguien contestó en voz baja.

—Mi cliente no puede someterse a sus horarios, Lagos. Es un hombre ocupado. Así que le recomiendo que termine con este juego ahora mismo o de lo contrario se meterá en muchos problemas.

—¿Eso es una amenaza, abogado? Porque le recuerdo que está parado en medio de una oficina de la PDI, con muchas personas como testigos. —El hombre frente a él se irguió, sin quitarle los ojos de encima—. Muy bien, voy a tener la gentileza de atenderlos a usted y a su cliente ahora mismo. Pero le sugiero que se guarde sus matonerías, porque acá las preguntas las hacemos nosotros. Y los problemas con los que usted me amenaza no son nada en comparación con los que tiene su cliente.

Lagos dio un paso al costado, para así mirar sin obstáculos a Salvador Mackena, que había observado toda la escena con expresión neutra.

—Sígame, señor Mackena.

El hombre avanzó hacia Lagos, quien era una especie de barrera para Vicente Santander. Eso no le impidió, cuando estuvo lo suficientemente cerca, mirar al joven a los ojos. Este se estremeció, hasta que la mano de Hugo se posó en su hombro. Con el tacto cálido del detective como asidero, sostuvo la mirada del ex director de Markham. La ira que atravesó a Vicente en ese momento fue tan ardiente que lo dejó sin aliento. Cuando por fin Mackena le dio la espalda para entrar en la última sala de interrogatorios, se tambaleó, el pecho agitado y el rostro encendido.  

Escuchó que Felipe Otero también entraba en la sala, cuya puerta Lagos cerró desde afuera. Solo quedaron ellos y los detectives ajenos al caso, que habían presenciado todo inmóviles en medio del silencio. Juan Díaz, el jefe de la Brigada de Homicidios, no había hecho acto de presencia en toda la mañana. 

Los segundos se estiraron, sin que nadie supiera qué hacer, ni siquiera Hugo o Lagos. Frank se obligó a salir del letargo y se acercó a Vicente, a quien sostuvo por los hombros.

—Vámonos de aquí —dijo con voz temblorosa al ver la vista nublada y el semblante casi verdoso del joven—. Vámonos rápido de aquí...

—Ramiro... ¿Dónde está Ramiro?

Frank y Hugo se miraron.

—Por la chucha... —masculló el detective, mientras Lagos se le acercaba por un costado.

—Farías, lo necesito allá dentro conmigo.

—Señor...

—¡Farías! —El grito, venido de otro rincón de la oficina, los sobresaltó a todos. El autor de este era un detective con expresión adusta que frunció aún más el ceño cuando Hugo lo miró—. Te llamaron de la recepción. Que bajes porque alguien te está buscando.

—Debe ser Ramiro... O Mariana...

Lagos abrió mucho los ojos al escuchar ambos nombres. Estaba casi tan pálido como Vicente y parecía incapaz de quedarse quieto.

—¿Qué hacen ellos aquí?

—Fiscal, necesito ir a ver qué pasa...

—Pero...

—Necesito ir a ver qué pasa allá abajo. —Desvió los ojos hacia Vicente y Frank—. Y tampoco puedo dejar que ellos bajen aún porque no sé con qué me voy a encontrar. —Lagos frunció aún más el ceño y Hugo, tan tenso que lucía más grande de lo que era, gruñó de impaciencia—. Sé que se muere por ir a interrogar a ese hijo de puta, pro deme unos minutos. Cinco minutos.

—Puedo pedirle a Correa que me acompañe.

—¡No! Yo lo haré... Solo...

—¡Está bien, Farías! Está bien. Vaya a ver qué pasa. Que Vicente y el señor Rodríguez se queden aquí.

—Dentro de una de las salas y acompañados por usted.

Lagos recibió la orden como si fuera un golpe. Pero pasados unos segundos, asintió.

—Vaya, rápido. —Hugo salió corriendo hacia la puerta. Lagos miró entonces a Frank, que estaba visiblemente menos aturdido que Vicente—. Entren a la sala.



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Hugo encontró a Mariana y a Ramiro en la recepción, lo que lo hizo suspirar de alivio. Pero fue pasajero; nada más vio la expresión de su amigo y la manera en que caminaba por el límite que le trazaban los detectives que hacían guardia en la entrada, supo que todo aquello estaba recién comenzando. Cuando el joven escuchó sus pasos, se le acercó de inmediato, tan tenso que por un segundo temió que pensara embestirlo o golpearlo. Hugo lo sostuvo por los hombros con fuerza cuando lo tuvo a la distancia suficiente, sintiendo cómo le vibraban los músculos a causa de la rabia.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Vicente?

—Arriba, con Lagos y Frank.

—Hugo... ¿Lo vio?

—Sí.

Ramiro torció el gesto como si acabaran de golpearlo. Mariana, a unos pasos de distancia, los contemplaba a ambos con la espalda tensa y la mano derecha en el bolsillo de su chaqueta. Hugo respiró hondo, preparándose para lo peor.

—Váyanse para la casa. Yo llevaré a Vicente...

—No me iré sin él —le espetó Ramiro con la voz ronca.

—Hazme caso, por la chucha...

—¡No!

El joven lo empujó con fuerza, haciendo que Hugo retrocediera un paso. Vio de refilón que los detectives de guardia tomaban con firmeza sus armas. Les hizo un gesto con la mano, desesperado

—No se muevan, yo manejo esto...

—No me iré de aquí sin él, Hugo. Si tengo que pasar por encima tuyo, lo haré...

El hombre contuvo el aliento antes de empuñar la mano derecha y darle con ella en el mentón a Ramiro. Lo envió de inmediato al suelo, con sangre en el labio y un señal roja en la parte baja de la mejilla. El joven, con los ojos muy abiertos y la respiración agitada, se llevó los dedos hasta el costado de la boca y los manchó de rojo antes de mirarlo.

—Cálmate o te golpearé hasta que lo hagas, Aránguiz. ¿Me oyes?

Ramiro cerró los párpados, arrugando el ceño en una señal de dolor que Hugo supo no tenía nada que ver con el golpe. El detective sintió que fundía todo el frío proveniente del exterior con el calor que lo recorría debido a la impotencia, pero no cambió su expresión. Fue Mariana la que ayudó a su amigo a levantarse. Cuando Ramiro estuvo de pie otra vez, lo enfrentó.

—Te llevaré donde Vicente. Pero si intentas cualquier cosa contra Mackena, tendré que reducirte.

Con la boca semi abierta en un quejido mudo, Ramiro asintió.




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La puerta de la sala se abrió y Ramiro cruzó el umbral seguido de Mariana y Hugo. Apenas el joven vio a Vicente, lo abrazó con fuerza, sin que le importara o hubiera notado siquiera la presencia del Eduardo Lagos. Ambos jóvenes se aferraron el uno al otro en medio del silencio tenso de los demás.

—Vicente... —dijo Hugo después de concederles unos segundos. Vio que este, tras estudiar con fijeza la herida en el rostro de Ramiro, lo miraba con rabia, intuyendo que había sido él quien lo había golpeado—. Vicente, creo que no tengo que explicarte lo que puede significar la presencia de Salvador Mackena en este lugar para tu seguridad.

—¿Cómo supo que yo estaría aquí a esta hora? —preguntó el joven, con Ramiro aún frente a él, muy cerca. —¿Cómo?

Lagos suspiró.

—Lo más probable es que haya alguien que le esté pasando información. El inspector Farías ya me había pedido con antelación que en caso de que usted corriera aún más riesgo...

—No... —dijo Ramiro con voz ronca, de espalda al resto—. No, no nos van a alejar...

—Ramiro, trata de pensar con la cabeza fría.

Este, al escuchar la voz de Hugo, se giró hacia él con el rostro lívido de rabia.

—¿Quieres que lo deje en manos de la misma gente que le está pasando información a Mackena? ¿Quieres que crea que ellos lo van a proteger?

—La protección de Vicente pasará por mí y por fiscalía. Te lo prometí.

—¡Sí! ¡Me lo prometiste! ¡Con la misma firmeza con que me dijiste que él no vendría aquí mientras estuviera Vicente, hijo de puta!

Hugo dio un par de pasos hacia él y lo tomó por la chaqueta.

—¿Ahora vas a comenzar a desconfiar de mí, hueón?

—Déjennos solos.

La voz de Vicente retumbó en la sala. Todos lo miraron, incluido Ramiro y Hugo. Con sus ojos fijos en el primero, el joven volvió a hablar.

—Por favor, déjennos solos un momento. —Al notar que nadie se movía, Vicente se volteó hacia el fiscal—. Por favor.

Lagos lucía como si no entendiera todo lo que estaba ocurriendo allí. Aún así, asintió. Les hizo un gesto a Frank y Mariana para que salieran, y luego tomó por el brazo a Hugo, que jadeaba a causa de la rabia, para alejarlo de Ramiro. Con todos ya en el pasillo, el hombre se giró hacia los jóvenes que dejaba en el interior.

—Es mejor que solo salgan cuando yo les avise. Mackena sigue aquí.

Dicho eso, cerró la puerta. Vicente agachó entonces la cabeza y se estremeció por un sollozo. Frente a él, a unos pasos, Ramiro temblaba, supo que no solo por la rabia sino también por el miedo. Se acercó para abrazarlo, seguro de que si no lo hacía ambos se derrumbarían. Lo rodeó con los brazos, ocultando el rostro en la tela de su chaqueta. Ramiro se quedó inmóvil, hasta que lentamente alzó una mano con la que sostuvo la derecha de Vicente, sin alejarla de su abdomen. Entonces, comenzó a llorar.

Se dobló sobre sí mismo, sostenido por Vicente. Apenas emitía sonido, solo un quejido sordo. Sus sollozos mudos eran como golpes en el pecho, tan fuertes que lo dejaban sin aliento. Ni siquiera se dio cuenta cuando Vicente lo rodeó y se puso frente a él. Solo sintió sus manos sobre la cara, el beso con el que intentó contener su llanto.

—No te vayas... Por favor, no te vayas...

Vicente lo abrazó con más fuerza, apretándolo contra su cuerpo.

—Te amo, Ramiro. ¿Me oyes? Te amo...

—No me hagas esto... Vicente, no me hagas esto...

—Todo va a estar bien —escuchó que decía su voz, pero él negó—. Ramiro, solo será hasta que esto se solucione... Volveré, lo prometo.

—No... Por favor...

Se encogió un poco más, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Solo será unos días, mi amor. Unos días y luego volveré y ya nada podrá separarnos.

—Me lo dijiste... Nunca más... Tú lo dijiste... 

La expresión de Vicente se contrajo y por unos segundos no fue capaz de decir nada, mucho menos lo que tenía que decir. Aspiró por la boca, y percibió en el aire una regusto amargo, el sabor que tenían las cosas cuando se desmoronaban lentamente a su alrededor. 

—No tenemos otra opción... 

Besó a Ramiro en la boca y este sintió que aquel beso era la forma que tenía Vicente de tomar una decisión. Se alejarían de nuevo el uno del otro, sin que él pudiera hacer nada. Mackena estaba a unos metros de distancia, intacto otra vez mientras él lo perdía todo. Como en Markham; igual que en Markham. Se alejó unos pasos para dejarse caer en una silla, el rostro golpeado por su mejor amigo cubierto de lágrimas. Se apoyó en sus manos y dejó salir un quejido de dolor. 

Vicente se agachó y le pidió que lo mirara pero Ramiro no lo hizo. No quería enfrentarse a su mirada sabiendo que en unas horas ya no podría encontrarlo a su lado con solo girarse o que ya no podría tocarle la mano, besarlo, sentir su olor, escuchar su voz. Se ocultó de él, preguntándose por qué las heridas dolían aún más cuando se reabrían. 




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Lagos entró a la sala donde esperaba Mackena y su abogado, seguido de cerca por Hugo Farías. Fue el detective el encargado de cerrar la puerta y lo hizo con tanta fuerza que Felipe Otero dio un respingo. El secretario ministerial, sin embargo, simuló no inmutarse y siguió a ambos hombres con la mirada mientras el fiscal se sentaba, con una carpeta gruesa entre las manos. Hugo se quedó de pie detrás de este. 

—¿Quince minutos le parece un periodo decente para hacer esperar a alguien? —preguntó Otero cuando calculó que Lagos estaba en la posición indicada para comenzar a recibir sus dardos. Sonrió al ver que el hombre, debido a la tensión, se pasaba una mano por el pelo. Lucía distraído y estresado, dos actitudes que nunca le jugaban a favor a un abogado, no importa de qué lado de la causa estuviera—. Le sugiero que se tome unos días de descanso, Lagos. 

El aludido lo ignoró, fijándose por fin en Mackena. 

—Le gusta hacer este tipo de apariciones, ¿verdad? Lo disfruta. No es la primera vez que lo hace... En el hospital hizo lo mismo cuando Vicente Santander, el joven al que usted mandó a secuestrar, estaba apenas recuperándose de sus heridas. Apareció en el momento preciso para dejar claro que es un hijo de puta al que no le importa nada... 

El abogado abrió la boca ante el insulto. Miró a su cliente y luego al fiscal. 

—Váyase con cuidado, Lagos. 

—¡No, usted váyase con cuidado! —Lo apuntó con el dedo, el rostro rojo de rabia. Aún así, cuando habló de nuevo, su voz había recuperado algo de su temple—. ¿Quieren que les explique quién soy? Trabajo para el Ministerio Público, señores. Para la fiscalía. No soy un simple hueón que decidió meterse donde no lo llamaban. Y usted, señor Mackena, se puede considerar tan intocable como el general Pinochet, pero no lo es. Créame que no lo es. 

—Por más que lo provoque, mi cliente no emitirá siquiera una palabra... 

Lagos soltó una carcajada, sobresaltándolos a todos. 

—¿Usted cree que llegué a este punto porque necesito una confesión? ¿De verdad me cree así de estúpido? —Se inclinó hacia atrás en la silla, con una sonrisa mordaz dirigida a Mackena—. Tengo tantos hilos de donde tirar para llevarlo a juicio, que cuando termine con usted no podrá respirar. 

—Hable claro, Lagos. 

—¿Quiere que hable claro, Otero? —De un tirón, abrió la carpeta y tomó una fotografía. La miró con atención antes de lanzarla a la mesa—. Daniel Martínez, encontrado muerto en un auto en Colina hace un par de meses. Asesinado con una bala en la cabeza y torturado de múltiples formas durante casi un mes. Cuando hallaron su cuerpo, todos aquí y en el Servicio Médico Legal parecían muy ansiosos por enterrarlo... Lo mandaron a una fosa común mucho antes de que se cumpliera el plazo mínimo. ¿Por qué habrá sido? 

Tomó otra foto, la que también tiró sobre la mesa. Era una copia de la imágenes sacadas a la sala grande de la casa de Lo Barnechea. La silueta oscura de una silla se erguía en medio de esta. 

—Ahí fue donde encontramos las fotos de Daniel Martínez. Una casa muy bien oculta en los cerros, perfecta para cierto tipo de actividades. ¿Para qué más la ha usado, señor Mackena, además de torturar y retener gente contra su voluntad? 

El secretario ministerial, sin quitar la vista del rostro de Lagos, apenas alteró su expresión. 

—¿Y acá apuesto que se pregunta cómo conecto yo esta casa con usted? ¿Cierto? ¿Se lo pregunta? 

—Seguramente gracias a testigos dispuestos a decir cualquier cosa con tal de injuriar a mi cliente. 

Lagos ladeó la cabeza al escuchar al abogado. Sonrió, mirando de refilón a Mackena. 

—¿Respuesta definitiva? —Ambos hombres frente a él se tensaron en el puesto. Con calma, Lagos buscó entre los papeles que contenían la carpeta. Cuando dio con lo que buscaba, lo alzó hasta casi tapar sus ojos con la hoja—. ¿Desde hace cuánto se hace cargo de los negocios de José Luis Tagle, su suegro?

Mackena respiró hondo, sonido que reverberó en la sala. 

—Según tengo entendido, lo hace desde hace algunos años. Usted gestiona todo, pero al señor Tagle aún le gusta estampar la firma en los documentos. Lo raro es cuando respalda compras de propiedades, pero no figura como dueño, sino como aval. Y se pone más raro, cuando el dueño de la casa no existe. Es un fantasma legal. 

El fiscal dejó que sus palabras hicieran mella en el abogado y su cliente antes de continuar. Se cruzó de brazos, con expresión meditabunda. 

—¿Pero sabe dónde está lo más extraño? Que una de esas propiedades es justo esta. —Señaló la segunda fotografía—. Qué casa más rara para comprarle al suegro. O para hacer que el suegro compre a través de un tipo que en realidad no existe. Rarísimo. Y ya alcanzamos el colmo cuando nos damos cuenta que no es la única. Que hay más. Casas también muy raras, con finales... siniestros. Incendios, tiroteos, muchas muertes. Niños sacados de ellas y llevados a comisarías con claros signos de haber sido abusados sexualmente varias veces en los últimos días...

Lagos apretó los labios. Frente a él, el rostro de Mackena era una máscara frágil. Bastaba un pequeño golpe para romperla. 

—¿Le suena el nombre Edenia Álvarez?

—No. 

—Salvador —masculló Otero entre dientes. El abogado enfrentó la sonrisa de Lagos cuando despegó los ojos del hombre a su lado y lo miró—. Terminemos con esto.   

—¿No le suena el nombre? —continuó el fiscal, como si la interrupción no hubiera existido—. Interesante, porque era la mujer que manejaba un local de prostitución infantil en una de esas casas raras, esta vez en la comuna de Ñuñoa. El lugar fue quemado luego de que en su interior se produjera un tiroteo que dejó casi dos decenas de muertos. Entre ellos, Edenia Álvarez. No sabemos lo que ocurrió esa noche, pero sí sabemos que ella, el día anterior, hizo llegar a la fiscalía un libro muy interesante. —Lagos se detuvo y miró de refilón a Hugo—. ¿Cómo le llaman, Farías?

—Registro de clientes. 

—Eso: registro de clientes. Muy bien llevado y específico. Gracias a él, tenemos una larga lista de nombres y apellidos. Algunos de ellos de gente importante, como usted. Imagínese el escándalo. 

—Nos vamos... 

El abogado de Mackena intentó ponerse de pie, pero volvió a dejarse caer en la silla cuando vio que su cliente seguía inmóvil en su asiento.  

—Entre toda esa gente, había uno solo a quien Edenia Álvarez protegía. O entre comillas... "Protegía". Porque igual lo puso en su libro, solo que un poco más escondido. Usó la antigua técnica de las siglas. ¿Quiere adivinar cuáles son las siglas?

—Salvador, vámonos. 

—"S. M." 

—Le sugiero que se vaya buscando un nuevo trabajo, fiscal. 

Mackena por fin reaccionó, poniéndose de pie junto a su abogado. Lagos también lo hizo, sin dejar de sonreír. 

—¿Cuánto cree que me voy a demorar en convencer a uno de los peces gordos nombrados en ese libro para que lo delate? ¿Son leales entre ustedes? ¿Cree que me cueste mucho? 

Felipe Otero empujó a Mackena hacia la puerta, pero Lagos no estaba dispuesto a soltar tan pronto a su presa. Caminó hacia ellos, llegando tan cerca del secretario ministerial que Hugo se tensó en el puesto y llevó su mano de forma inconsciente hacia su arma reglamentaria. 

—¿Por cuál de sus crímenes cree que le darán más años? ¿Asesinato, secuestro o pederastia? 

—Aléjese de mi cliente, Lagos. Lo meteré preso por esto. 

Esas palabras espolearon a Hugo, que se aproximó para sostener al fiscal por el hombro. Este no pareció notar su presencia. 

—Como ve, señor Mackena, nos hace mucha falta su confesión. 

El secretario ministerial le dio la espalda con dificultad y junto a su abogado salió de la sala. A punta de zancadas se fueron hacia la puerta de la oficina, encontrándose a medio camino con Mariana y Frank. La joven se irguió un poco más al verlos aproximarse, y sonriente se enfrentó el análisis de Mackena. Cuando lo tuvo a la distancia adecuada, le habló. 

—¿Lo puedo ayudar en algo, señor Mackena? 

—No. 

—Ah... ya decía yo que no era su tipo. 

El hombre se tensó de forma tan brusca que por un segundo pareció que iba a lanzarse sobre ella. Frank, al lado de Mariana, la sostuvo por el codo y dio un paso adelante, pero ella no se inmutó. Otero, más pálido y encorvado de lo que había llegado a esa oficina menos de una hora antes, volvió a tomar a Mackena por el brazo para, al fin, llevárselo de allí. 





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—Farías... —murmuró Lagos, ausente de su rostro y del resto de su cuerpo la energía que lo había invadido hace un instante. El detective lo miró, agotado—. Escolte a Vicente Santander hasta su casa para que recoja sus cosas. Yo llamaré al Juez Andrade para ultimar los detalles sobre su custodia. 

—Lo dejará a mi cargo, ¿verdad? 

—Sí. Pero usted no puede hacerlo solo... 

—No quiero a ningún hijo de puta de este lugar cuidando de Vicente. 

Lagos asintió con languidez. 

—Lo sé. Por eso quiero hablar con Andrade. —Se giró hacia la sala de interrogatorio ya vacía y fijó los ojos en la carpeta y las fotografías—. Falta poco, si todo sale bien, para meterlo preso. Si mañana encontramos algo en su casa...

—No encontraremos nada en su casa, fiscal. 

—Entonces tendremos que lograr que Andrade comience el juicio lo antes posible. Tenemos antecedentes como para que lo haga... Y en el intertanto, debemos proteger a Vicente Santander a como dé lugar. Es nuestro testigo más valioso. 

—Y es mi amigo, señor. 

Lagos contempló a Hugo en silencio por unos segundos. 

—También lo sé. Por eso, aunque lo necesito aquí, sé que lo mejor es que usted vele por su seguridad directamente. Mientras tanto, intentaré averiguar quién filtró la información, si Oyarzun o Correa. 

El detective carraspeó, torciendo el cuello hacia la oficina, donde no había señales de ninguno de los dos inspectores aludidos. 

—Pensé que se podía confiar en ellos... pero supongo que todos tienen un precio. Bien, me llevaré a todos de acá. Anote el número del lugar donde estaremos. 

Lagos lo hizo, usando una lapicera que sacó de un bolsillo de su chaqueta y una boleta vieja. Luego se lo guardó bien en la billetera. 

—¿Quiere que lo acompañe a hablar con Vicente, Farías?

Este negó con la cabeza. 

—No, es mejor que vaya solo.

—Muy bien. Suerte. 

—Gracias, fiscal. 

Hugo lo vio entrar a la sala, así que respiró hondo antes de voltearse hacia Mariana y Frank, que seguían de pie en el mismo lugar desde la partida de Mackena. Se les acercó lentamente, con los músculos algo agarrotados. Sentía que le quemaban los nudillos de la mano derecha, pero no quiso mirarlos. En el fondo, deseaba que le dolieran más, tanto como el recuerdo del golpe que le había dado a Ramiro. 

—Mackena tenía cara de haber comido algo podrido —dijo Mariana cuando llegó al lado de ambos. La joven sonreía, pero sus ojos eran duros. 

—Sí, se comió una buena de parte de Lagos. Pero aún no es suficiente. Los llevaré a la casa ahora, necesito que Vicente recoja sus cosas...

Frank agachó la cabeza, suspirando.  

—Hugo... ¿No pueden poner a los dos bajo custodia? Sabes que Ramiro corre tanto peligro como Vicente... 

El periodista no se amilanó ante la mirada que el hombre le lanzó. Tampoco se tomó personal el tono de su voz al responder; tenía muy claro que era solo a causa de la tensión. 

—No, porque Ramiro no es un testigo en esta investigación. Al menos no uno formal. Y así no podemos hacer nada... Créeme que esto también es difícil para mí. 

—Sí, lo sé. 

El detective suspiró, los ojos enrojecidos. Antes de que Mariana y Frank pudieran estudiar más su rostro, se fue hacia la puerta de la sala. No se los había pedido, pero ellos lo siguieron. Desde el umbral vieron que Ramiro estaba sentado, doblado sobre sí mismo y con el rostro cubierto por sus propias manos. Vicente, agachado junto a él, mantenía la frente apoyada en su espalda mientras con la mano derecha lo acariciaba. 

Solo Vicente se movió al sentir que llegaban. Alzó la cabeza con lentitud y los miró, pero era como si no los viera. Aún así, tragó saliva. 

—Vicente —murmuró Hugo—, iremos a buscar tus cosas para trasladarte a un lugar seguro. Los llevaré a todos a la casa de Mariana. 

El joven asintió de forma casi imperceptible. Se puso de pie con dificultad y se inclinó un poco para hablarle en voz baja a Ramiro. No hubo nada en este que demostrara que lo había escuchado y cuando Vicente intentó tomarlo por el brazo, dio un tirón. 

—Por favor... —dijo Vicente con voz trémula—. Ramiro, por favor...

Los segundos que siguieron pasaron de forma más lenta. Cuando Ramiro por fin se movió, lo hizo como si todo el cuerpo le doliera. Tenía la vista perdida y la piel de la cara muy pálida, excepto por la esquina inferior izquierda. Ya no sangraba ni lloraba, pero Frank sintió que su aparente calma era peor. El joven pasó por el lado de Vicente y se acercó a la puerta, donde el periodista dudó si acercarse de alguna forma. Finalmente lo hizo, pasando un brazo por encima de los hombros de Ramiro. Sintió su tensión, pero luego esta se convirtió en un estremecimiento. Percibió cómo descansaba parte de su peso en él y lo sujetó con más fuerza, llevándolo hacia la salida de la oficina. 

Vicente, aún en el interior de la sala de interrogatorios, agachó la cabeza. Cerca de la puerta, Hugo tenía las manos en las caderas y el mentón alzado. Respiraba muy hondo, balanceándose levemente sobre los pies. Fue Mariana la única que se atrevió a romper el silencio. 

—Él lo va a entender, Vicente. Quizás no ahora mismo, pero lo hará. 

El joven cerró los ojos ante sus palabras. 

—Vamos. Estoy cansado. 

Pasando por entre Hugo y Mariana, siguió a Frank y a Ramiro rumbo a las escaleras. 




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Mackena no quería volver al ministerio, pero debía hacerlo. Su trabajo no era demandante, pero sí debía estar en su oficina para tener reuniones o recibir llamadas. Además, ya todos debían saber por qué se había ausentado. La carta con la citación de parte de la fiscalía para ser interrogado había estado sobre su escritorio por la mañana, justo en el centro de la cubierta de cuero sobre la cual estampaba su firma en documentos importantes del Ministerio de Educación. La había abierto en trance, con la respiración agitada. La había leído segundos después en un estado creciente de pánico. Para cuando logró conectar las ideas y fue capaz de levantar el teléfono, tuvo que marcar tres veces hasta dar con el número de Felipe Otero, su abogado, y a quien tenía a su lado en ese momento dentro del auto. 

El hombre no dejaba de moverse, y Mackena sabía muy bien que no era solo por la tensión. Frente a él no tenía que fingir lo mucho que necesitaba jalar una línea de cocaína; lo conocía desde hace años, sabía todas las sustancias que consumía durante las fiestas a las que asistía en un departamento de Vitacura. Echarse porquerías en el cuerpo no era el peor de sus vicios. Aunque Mackena le pagaba bien para que los sacara de sus problemas, lo más importante de la relación que ambos mantenía era que el secretario ministerial no solo conocía el lado más oscuro de su abogado, sino que lo subvencionaba y proveía. Que descubrieran sus negocios sucios, por ende, lo afectaba tanto a él como al mismo Otero. 

Por eso, al ver que se giraba para mirarlo con la misma expresión de desprecio que la gente con la se cruzó al salir del Ministerio, perdió la paciencia. 

—Quédate quieto, por Dios —le espetó y el abogado lo intentó, sin lograrlo del todo. 

En el tiempo que tardó en hablar se restregó la nariz tres veces. 

—Salvador... Lagos va en serio, hombre. 

—Pero tú lo vas a poder solucionar. —Lo miró fijamente hasta que Otero no tuvo más remedio que devolverle la mirada—. ¿Verdad?

—Yo... A ver, aún no te han enjuiciado, así que... 

—No, no me estás entendiendo. No quiero que lo soluciones en un juicio. Necesito que esto no llegue nunca a un juicio. 

—¡Pero escuchaste lo que dijo Lagos! Tienen cosas contra ti. Documentos...

—Entonces compra a ese hijo de puta. 

—Lagos no es así, ¿entiendes? El hueón es legal... Y el tal Andrade, el juez con el que está aliado en esto, es peor. 

—Otero, no juegues conmigo... 

El auto se detuvo en un semáforo y la quietud de este y del chófer acentuó la tensión entre Mackena y el abogado. 

—Salvador, escúchame.

—¡¿Qué mierda quieres que escuche?! 

—¡Que estás jodido!

El vehículo partió un minuto después sin que Mackena se hubiera movido un milímetro. Tal vez fue su impresión, pero le pareció ver un brillo divertido en los ojos de Felipe Otero cuando volvió a mirarlo. 

—Lo que dijo Lagos es muy grave. Sabe de las propiedades que has comprado a través de tu suegro, tiene información sobre al menos un secuestro y un asesinato y por lo que dijo también sabe de esos negocios... Quizás no tiene nada directamente en tu contra. De ser así estarías detenido ahora. Pero te tiene conectado y eso... 

—¿Qué? —preguntó Mackena con voz casi inaudible. 

El hombre junto a él se encogió de hombros.

—Que es casi igual de malo. Basta un testigo o una prueba directa en tu contra y... 

—Entonces... Hay que usar otro método. 

Otero lo estudió durante unos segundos. 

—Salvador —dijo por fin—, escúchame. En el punto en que te encuentras ahora, si intentas lo más mínimo, te vas a hundir. En serio te lo digo: te hundirás. Si le pasa algo a Lagos o al juez Andrade o quien esté medito en esto en tu contra, acabarán contigo. 

Mackena dejó caer su rostro en la mano izquierda y se frotó la frente con fuerza. Todo aquello no podía estar sucediendo. Se sentía mareado incluso, aturdido. Esa sensación no lo abandonaba desde el día en que Seguel había aparecido en su oficina y el hecho de que aún no supiera nada de él, ni de los cinco hombres que había contratado para que lo mataran no ayudaba en nada. Ver a Vicente Santander en la Brigada, asustado ante él, casi lo había hecho sentir mejor, pero sabía lo que su presencia allí significaba. El antiguo estudiante de Markham testificaría en su contra, si es que no lo había hecho ya. De nuevo, había tardado demasiado en deshacerse de él.  

Y aunque nunca lo dijera en voz alta, Otero tenía razón. Hacerlo ahora era una pésima idea. No podía ni siquiera descartar que Lagos no lo tuviera bajo vigilancia. Aún así, la rabia que sentía era más fuerte. Debería haberlo matado aquella noche en que le confesó haber quemado Markham. Debería haberle disparo él mismo, muchas veces, las suficientes para que de su cuerpo no hubieran quedado más que restos sobre los que Ramiro ni siquiera hubiera podido llorar. 

Ahora ya era tarde, pero quizás no tanto. Primero tenía que ver cómo detener ese proceso en su contra. Luego vendría lo demás. 

—Otero, tienes que solucionar esto. —Cuando su abogado hizo el ademán de hablar, lo detuvo con un gesto—. Soluciónalo o te mataré. 




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El viaje en auto se hizo eterno. Manejó Hugo, con Vicente sentado de copiloto y Mariana y Frank escoltando a Ramiro en el asiento trasero. Sin poder evitarlo, había mirado varias veces al joven por el espejo retrovisor durante el trayecto, pero en cada una de esas veces se topó con lo mismo: Ramiro estaba en una especie trance, sin ver ni escuchar nada a su alrededor. 

A medida que se acercaban más y más a la casa de Mariana, el nudo en su estómago se tensó, al igual que sus brazos. Para cuando frenó, la tensión casi se había convertido en náuseas. Mariana fue la primera en salir, seguida de Frank y, tras unos segundos, Vicente. Ramiro se quedó donde estaba, los hombros caídos y las manos lánguidas sobre el regazo. Mientras Mariana abría la reja de la casa, Hugo respiró hondo tres veces. Luego se giró para enfrentar a su amigo. 

—Ramiro... Perdón por golpearte. No debí hacerlo. Lo sien... Lo siento mucho. 

El joven no se movió, solo pestañeó un par de veces. 

—Por favor —continuó Hugo—, entiéndeme. Esto lo hago por protegerlo. No quiero alejarlos, solo quiero que no le pase nada. Daré mi vida si es necesario para que no le toquen un pelo. Pero, por favor, no me odies por esto. 

Una lágrima cayó por la mejilla de Ramiro. Luego, lentamente, lo miró. Hugo se estremeció al ver sus ojos oscuros. 

—Tráelo de vuelta. —El joven se giró hacia la casa, en cuyo interior estaba Vicente—. Solo tráelo de vuelta. 

—Lo haré, Ramiro. Te lo juro. 

El joven asintió antes de moverse en el asiento para salir del auto. Se detuvo un momento frente a la reja, los brazos caídos junto al cuerpo. Pasado el instante de duda siguió caminando, atravesando el antejardín y cruzando el umbral. Mientras Hugo cerraba la puerta del vehículo y se disponía a entrar al comedor para esperar allí a Vicente, lo vio subir las escaleras paso a paso, como si el esfuerzo fuera demasiado. Y lo era, en algo que afectaba más que el puro cansancio físico. 

Imaginó a Vicente, que ya estaba en el segundo piso, intentando guardar sus cosas en la maleta que solo el día anterior había deshecho. Se habría quedado inmóvil al escuchar los pasos en los escalones, reconociendo en ellos a Ramiro. Hugo no podía elegir en qué pellejo le gustaría menos estar en esa situación. Estar en el propio ya era lo suficientemente malo. 




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Ramiro cerró la puerta de la habitación a su espalda. Vicente estaba junto a la cama, de espaldas a él. En su maleta abierta metía las pocas cosas que había alcanzado a guardar en la cajonera la noche anterior. Siguió haciéndolo después de su llegada, pero sus manos temblaban, así que a los pocos segundos se detuvo. Ramiro lo vio tensar el cuerpo, mientras él, con esfuerzo, caminaba hacia la cama. El crujido de esta al recibir el peso de su cuerpo fue el único sonido que se escuchó en el lugar. Inmóviles, ambos se giraron hacia el otro, pero sin mirarse. Ramiro tenía la vista clavada en la camisa blanca que Vicente acababa de guardar. Alzó el brazo y con la punta de los dedos acarició la tela. Estaba cálida al tacto, pero no más que la mano de Vicente, la que tocó tras unos segundos. Le dolía en cada parte de su cuerpo hacerlo, pero sabía que le dolería aún más dejarlo ir si no lo hacía. 

Vicente se quedó quieto, hasta que giró la muñeca de tal manera que la mano de Ramiro descansara en su palma. Entonces cerró los ojos, pero eso no impidió que llegaran las lágrimas. 

—Te esperaré lo que haga falta —dijo Ramiro—. Días, semanas... Estaré aquí hasta que vuelvas. —Tomó la mano de Vicente y la llevó hasta su rostro. Apoyó la mejilla  en ella con los párpados apretados—. Solo te pido eso, amor mío, que vuelvas.  

—Lo haré. 

Ramiro se puso de pie. Lo abrazó por la cintura, escondiendo los brazos dentro de su abrigo. Unió la mitad de su rostro con el de él, respirando con cada vez más dificultad a causa de los sollozos. Sin despegar las pieles de ambos, a tientas, buscó su boca. Al principio no fue un beso. Solo descansó los labios en los de él. Entonces Vicente lo sostuvo por la nuca y sin cerrar los ojos, lo besó. No supo cuánto estuvieron así; solo supo que en aquel contacto puso todo lo que habían vivido durante los últimos días: cada abrazo, cada caricia, cada beso, cada palabra dicha al oído, cada vez que habían hecho el amor. 

Lo hizo sin saber si tendría la oportunidad de hacerlo de nuevo, pero jurándose a sí mismo que haría todo lo necesario para que así fuera. 





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El departamento donde lo habían llevado estaba en la comuna de Providencia, en calle Manuel Montt. El edificio que lo albergaba no tenía ningún rasgo distintivo; al contrario, era gris y pequeño, puesto casi como un error entre dos estructuras mejor diseñadas y mantenidas. Acompañado de Hugo y de dos detectives retirados, subió hasta el cuarto piso y entró a la que sería su prisión por un tiempo indefinido. El lugar era como el edificio: simple, gris, aburrido. Tenía dos dormitorios, uno pequeño con una sola cama, y el segundo más amplio con dos. En ese dormirían los dos efectivos que lo cuidarían día y noche.

Los detectives retirados se llamaban Germán Pino y Aaron Acevedo. El primero debía tener entre cincuenta y cinco y sesenta años, pero tenía una contextura recia que dejaba muy en claro que sus años no significaban debilidad. Había saludado a Vicente con una sonrisa amplia cuando se subió al auto y cuando se bajaron y estuvieron a salvo dentro del departamento, volvió a saludarlo, esta vez de la mano. Acevedo era un poco más arisco y joven. Pasaba de los cuarenta y si se había retirado era porque quería dedicarse a su pasión de toda la vida: la carpintería. Aún así, cuando lo pedía la persona correcta, era capaz de dejar por un tiempo su tranquila rutina para hacer de guardaespaldas. Dicha persona, en esa ocasión, era el Juez Andrade. Ambos hombres conocían al ex profesor de Vicente por los años de trabajo en la PDI, confiaban en él y también se habían ganado su confianza. Cuando Lagos lo había llamado temprano para contarle la situación, Andrade no dudó en llamarlos y ellos tampoco dudaron en aceptar el trabajo. 

El plan era que siempre hubiera dos allí, mientras que para los traslados a fiscalía, la Brigada o Tribunales, irían los tres. En el interior del departamento, ya más distendidos, Vicente vio sus armas, pero también había detectado una maleta negra que no parecía contener ropa. No sabía cuánto conocían del caso en contra de Salvador Mackena, pero era evidente que se habían preparado para cualquier contratiempo.  

Fue Hugo el que lo acompañó a su dormitorio. El hombre evitaba mirarlo a los ojos y Vicente podía entender por qué. Hacía unas horas, en Fiscalía y frente al rostro herido de Ramiro, no había podido evitar sentir rabia contra él. Pero en ese momento, mientras el detective dejaba su maleta sobre la cama, ya no sentía nada excepto resignación. 

Cuando el hombre pasó por su lado, lo detuvo. 

—Hugo... no estoy enojado contigo. 

—¿De verdad? 

—Sí. Sé por qué haces esto y lo agradezco. Es solo que... —Miró a su alrededor, a ese dormitorio que no era suyo, pero que se sentía ajeno solo debido a la ausencia de Ramiro—. Después del tiempo que estuvimos separados, esto duele mucho... 

—Lo sé, Vicente. Pero es solo algo pasajero. 

Asintió. Al día siguiente se haría el registro en la casa de Mackena, y quizás, si tenían suerte, encontrarían alguna prueba lo suficientemente incriminatoria como para tomarlo detenido. Quizás eso no bastara para sentirse seguro, teniendo en cuenta que el hombre tenía muchos esbirros que le hacían el trabajo sucio, pero tampoco debía olvidar que solo faltaban unas horas para que se publicara el reportaje escrito por Frank. Tal vez todo eso en conjunto cambiara las cosas. 

Aún así, aunque fuera poco el tiempo que pasara en ese lugar bajo la custodia de la fiscalía, se sentía demasiado cuando significaba no solo estar lejos de Ramiro, sino que el joven estuviera en riesgo. Al menos tenía a su lado a Frank y Mariana; el primero le había prometido que lo cuidaría al despedirlo, mientras ella, en silencio, hacía lo mismo con su mirada. Pero no era suficiente. No podía evitar pensar que todos estaban concentrados en protegerlo a él, dejando a Ramiro vulnerable. 

Al mirar de nuevo a Hugo, se dio cuenta que el hombre, en el fondo, pensaba lo mismo. 

—Tengo miedo de que Ramiro haga algo —dijo por fin Vicente, avanzando por la habitación rumbo a la ventana—. Hoy en la mañana tuve miedo de que apareciera y le disparara a Mackena. Quería que lo hiciera... lo quería tanto... Pero si hubiera hecho eso allí...

—Lo habrían abatido. Y si no, lo habrían metido preso. Y ambas cosas significan lo mismo, Vicente: que ya no lo tendrías a tu lado. 

—Sí... Eso es lo que pasa siempre con Mackena. Que todo lo que hagamos en contra suya implica perder algo. 

—Tal vez la clave es tener paciencia.

Hugo le puso una mano en el hombro, con un intento de sonrisa la boca. Sus ojos mostraban lo que de verdad sentía. 

—Ya he tenido mucha paciencia, Hugo. La tuve en Markham... Estos últimos años... Ya no me queda paciencia, solo cansancio. Y rabia. Demasiada rabia... 

A su lado, el detective respiró hondo. Pudo haberle dicho algo, pero no había nada que decir. Pasados unos segundos, lo dejó solo para que arreglara sus cosas. Vicente abrió la maleta, pero en vez de sacar su ropa, rebuscó entre ellas cerca del borde hasta sentir con la yema de los dedos el tacto frío del abrecartas. Lo sacó para mirarlo a la luz que provenía de la ventana. El nombre grabado era como una herida en su mente, letras cuyo significado lo hicieron dibujar una mueca de asco. Para taparlas, sostuvo el mango con fuerza. 

Pasados unos segundos, lo metió en el bolsillo de su abrigo. 




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Tras la partida de Vicente con Hugo en un automóvil fiscal, Ramiro se acostó en el borde de la cama, que de pronto era demasiado grande. Se sentía adormecido, ya tal vez había dormido, porque de pronto tras la ventana comenzaba a oscurecer. Tenía la vaga sensación de que Frank había entrado a la habitación en algún momento, pero no recordaba lo que había dicho. Sentía que llevaba horas ahí, pero aún tenía el sabor del último beso con Vicente en los labios. Quizás no se había ido hacía tanto. Quizás eso era un mal sueño y cuando despertara estaría a su lado.

Cerró los ojos para convencerse de ello aunque fuera unos segundos, pero cuando los abrió la mitad de la cama a su lado seguía vacía. Recordó de la noche anterior habían hablado hasta muy tarde, abrazados. De nada en particular, de todo a la vez. Una mezcla anécdotas de sus años de estudiantes, de cuando se habían reencontrado en Santiago, de las primeras veces. Se habían besado luego de rememorar la primera vez que habían hecho el amor. Ramiro le dijo en un susurro lo asustado que había estado en aquella ocasión. Vicente lo había pasado entonces la yema del pulgar por la frente, mientras una sonrisa suave asomaba en su boca. 

—Yo también tenía miedo. 

—Pero tú me ayudaste a seguir adelante. Recuerdo lo que me dijiste: "Mírame, soy yo. Soy yo y deseo esto". 

—Y cuando me miraste, ya no tuve miedo. Y tú tampoco. 

Ramiro cerró los ojos, recordando que era cierto. Aquella noche, en la habitación que Vicente ocupaba en la pensión de estudiantes, había parado varias veces por miedo no solo a los recuerdos, sino sobre todo a hacerle daño. Pero tras aquellas palabras, había comenzado de nuevo a besarlo. "Eres tú", había dicho en voz baja. "Es él", se había repetido sin descanso mientras terminaban de desnudarse y mientras entraba en él por primera vez. Aún recordaba la expresión de Vicente al abrazarlo para enfrentar el dolor que entre ellos, esa noche, no era algo malo, sino todo lo contrario. 

Ahora ese recuerdo se fundía con todos los demás, no importaban si tenían un año o una semana de antigüedad. Todos eran parte del mismo pasado que en esa cama se sentía tan lejano.

Cambió de postura sobre el colchón hasta quedar recostado de espaldas. Sintió su arma de pronto. La había olvidado y seguía enganchada en la pretina de su pantalón. La sacó con cuidado, alzándola en medio de la penumbra azulada de la noche que aún no era noche del todo. Luego dejó caer la mano y, en medio de dos inhalaciones profundas, halló por fin esa calma pétrea que lo embargaba siempre en los peores momentos.

Mariana tenía razón, pensó. Creer que había otra forma de terminar aquello era solo una ilusión. Una que le había vuelto a quitar a Vicente. 




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Bajó al comedor y la encontró sentada frente a la mesa. Estaba sola; Frank dormía o leía en su dormitorio. Como si no hubieran perdido las esperanzas de que él comiera algo, un plato intacto descansaba frente a un asiento vacío. Se le revolvió el estómago al ver la comida, así que tras sentarse, lo apartó. Mariana lo miró en silencio, alumbrada de refilón por la única lámpara que estaba encendida. Su piel brillaba en un tono amarillo rojizo, igual que el cañón de la pistola que tenía a pocos centímetros de su mano. 

—Deberías comer algo —dijo, pero no insistió cuando él negó con la cabeza. 

Se quedaron en silencio casi un minuto. Ramiro, muy quieto, esperaba que fuera ella la que dijera algo más. No lo hizo, sin embargo. Demasiado agotado para seguir en ese juego de silencios, habló. 

—Hoy me dijiste que hay solo una forma de acabar esto: matar a Mackena. Que no sería hoy, o mañana... pero que teníamos que hacerlo... 

—Ramiro, mírame. —Con dificultad, alzó la mirada hasta posarla en ella—. Te has estado engañando estas últimas semanas, creyendo que esta es la forma de acabar con Mackena. Y lo sabes. En el fondo, lo sabes. Crees que lo que haga Lagos terminará con él, pero no... Todo esto es solo lo que necesitamos para por fin tenerlo a nuestra merced con menos posibilidades de fallar. Esto lo va a debilitar tanto que entonces podremos acabarlo de verdad. Matándolo. Porque esa es la única forma en que se quitan a los hijos de puta como él de este mundo. No los escondes, no los encierras, no los adormeces. Los matas. De lo contrario, tú y Vicente nunca podrán estar en paz. Incluso con él preso... ¿Qué pasará cuando en unos años vuelva a salir? Porque no lo condenarán para siempre, te lo aseguro. Si pierde el juicio, algo hará para conseguir que le rebajen la pena lo máximo posible. 

—Lo sé...

—Así que... Esperemos hasta que todo esto lo derrumbe y cometa un error. Y si eso no es suficiente, encontremos la oportunidad y pongamos frente a él lo que puede hacerlo dar un paso en falso. 

Los ojos de ambos se encontraron, los de él en busca de respuestas, los de ella cargados de culpa. 

—¿Qué? —preguntó Ramiro. 

—Tú. 

El joven se estremeció. Mariana, frente a él, también lo hizo. Tenía los ojos enrojecidos y los nudillos de los dedos que sostenían ahora la pistola muy pálidos. 

—Tú eres su punto débil, Ramiro. Lo sabes. En última instancia, eres el único que puede hacer que se exponga lo suficiente para que acabemos con él. 

Se quedaron en silencio. Él tenía la cabeza inclinada, la boca un poco abierta y los párpados caídos. Parecía no respirar; su aliento era algo débil que escapaba de entre sus labios. De pronto se movió, la cabeza primero, luego la espalda. Mariana se mordió la lengua para no llorar al darse cuenta que su expresión era la misma que Daniel había tenido el último día, poco antes de despedirse de ella, sentado en su cama con el libro Los Bienaventurados en las manos. Leía el antepenúltimo capítulo, lo sabía ahora. Aquel donde El Leñador iba al encuentro del asesino, sabiendo que solo su presencia sería capaz de sacarlo de su escondite. 

En el fondo, todo depredador es también una presa. Todo asesino es, también, un mortal. 

—Está bien —dijo Ramiro y ella se odió aún más a sí misma. 




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Cuando las primeras copias de La Bruma de Lafken salieron de la imprenta esa madrugada, una lluvia torrencial caía sobre la ciudad. Abrigados con impermeables, los repartidores se dispersaron por las calles, dejando los montones de diarios en las manos de todos los dueños de kioskos y negocios. Eran mil quinientas copias, el tiraje habitual, pero para el mediodía, no tuvieron más remedio que imprimir mil quinientas más. Para el final del día, se habían vendido tantas copias como el 12 de septiembre del 1973. 

Al principio las ventas eran igual a todos los días: gente que iba camino al trabajo que se llevaba su copia, la que leería ala rápida durante el desayuno y con más calma en el almuerzo. Fueron esas personas las que pasaron la voz de que la noticia de portada no era lo importante, sino el reportaje de seis páginas en la sección de crónicas. Ese que hablaba de un nombre que a algunos les sonaba, aunque no tenían muy claro por qué. Cuando en el reportaje vieron la foto del viejo internado abandonado, lo entendieron. La mayoría leyó con horror lo que en el diario se relataba; otros lo hicieron con la sensación de que, en el fondo, no les sorprendía. Siempre se habían dicho cosas oscuras de Markham. Para algunos, sobre todo al leer el reportaje, el hecho de que un incendio hubiera empujado a su cierre era una señal divina. 

Lo comentaron con sus compañeros de trabajo, con sus conocidos en la calle, con la dueña o el dueño de la panadería, con el viejo que les lustraba los zapatos. Para cuando salió el sol y la lluvia torrencial fue reemplazada por una llovizna, los que no habían comprado el diario lo hicieron, aunque ya hubieran leído el reportaje o lo conocieran casi entero de oídas. Para las diez de la mañana, todos recordaban muy bien quién era Salvador Mackena. Lo recordaban como alumno y como el último director de Markham. 

Los lafkeños, acostumbrados a la lluvia, se reunían en corrillos en la plaza para hablar. Los más entendidos les explicaban a los menos entendidos todo lo que sabían o creían saber sobre el internado. Todo el día pareció haber un murmullo constante en la ciudad, un zumbido que, nadie sabe muy bien cómo, se extendió hacia las ciudades cercanas. Quizás fue a través de los teléfonos, de las rutas de los camiones, de los trenes que salían de la estación con pasajeros que habían comprado el diario justo antes de partir. Para la tarde, la noticia se había extendido por toda la región y avanzaba, tan inexorable como la niebla, rumbo al norte ayudada por la publicación del mismo reportaje en diarios de Valdivia y Concepción. 

En Carrera fue una noticia pasada casi siempre de boca en boca; La Bruma se usaba como prueba de que lo que se contaba era cierto, para mostrar las fotos de ese hombre del que se contaban cosas tan horribles, el santiaguino de apellido extranjero. Uno de esos diarios llegó a manos de Eusebio cuando fue a comprar el pan. Cuando leyó el título del reportaje, por poco devuelve el trago de aguardiente que se había bebido un rato antes. Salió del almacén sin comprar y caminó todo lo rápido que le permitió su rengueo hasta la casa de los abuelos de Frank. Le abrió la señora Eugenia, pero su esposo, como si intuyera que algo pasaba, salió casi de inmediato detrás de ella. Fumaba su pipa, pero esta y el tabaco en su interior quedaron olvidadas cuando Eusebio les pidió que entraran y que se sentaran. 

Puso el diario abierto por la primeras dos páginas del reportaje, donde aparecía la foto de Markham. Ambos ancianos miraron la imagen y después a él. 

—¿Qué pasa? —preguntó ella en voz baja. 

Eusebio señaló el título: Salvador Mackena, último director del Internado Markham y abusador sexual.

—Lo escribió Frank. 

Sergio Rodríguez abrió la boca por la sorpresa antes de mirar de nuevo el diario. Negó con la cabeza, sin saber qué decir. Su esposa le tomó la mano. 

—Viejo... ¿Qué es esto? 

El hombre tardó unos segundos en responder. Cuando lo hizo, su voz cascada por el humo y la vejez resonó en el comedor. 

—La verdad. 


GRACIAS POR LEER :)

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