CAPÍTULO SETENTA

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Una de las mucamas, que en ese limpiaba el comedor antes de que sus patrones bajaran a desayunar, fue la encargada de abrir la puerta. Esa tarea habitualmente la llevaba a cabo alguien de mayor rango, como el chófer del señor Mackena, pero la persona tras la puerta llamaba con tanta fuerza e insistencia que ella corrió al recibidor, nerviosa. Se llamaba Clara y tenía diecisiete años. No le gustaba mucho trabajo, pero no tenía más remedio que seguir allí. Además, trabajar para gente tan importante como los Mackena Tagle era lo que alguien de su clase social consideraba un honor; o debía considerar un honor. 

Esa mañana, mientras caminaba hacia la entrada, se preguntó quién podría golpear así en esa casa. Apenas eran las siete y ni el señor ni la señora habían salido de sus habitaciones. Solo estaban en pie los empleados como ella, siempre los primeros en levantarse y los últimos en acostarse. 

Por fin sostuvo el pomo dorado de la puerta, quitó el pestillo y abrió. Al otro lado vio a un hombre alto y de espalda ancha. Debía tener unos cuarenta y tantos años, aunque su expresión adusta y seria lo hacían ver mayor. Llevaba un traje barato (Clara había aprendido a distinguir la calidad de las telas gracias al tiempo que llevaba trabajando para Salvador Mackena), pero su ropa e incluso su rostro perdieron importancia cuando alzó la placa que le colgaba del cuello, al tiempo que abría su billetera para mostrar una tarjeta de identificación. 

—Inspector Farías, de la PDI. Necesitamos hablar con Salvador Mackena, por favor. —Clara, con la boca abierta por la sorpresa, miró detrás del hombre y vio a cinco efectivos como él y otros cinco vestidos con el uniforme de carabineros. 

La joven asintió por reflejo, aunque no entendía nada. 

—¿El señor Mackena...?

—Sí. Salvador Mackena. 

Clara escuchó pasos a su espalda y vio a su compañera, Julia, mirando con una de las ayudantes de cocina desde un rincón. 

—Señorita, le ruego que se apure —le espetó el detective con un tono que la tensó aún más en el puesto. 

—S-sí...

Se giró hacia el interior de la casa, dejando la puerta abierta, y corrió hacia las escaleras. Hugo entró al recibidor, seguido de los cinco jóvenes detectives que estaban a su espalda. El mayor llevaba un año como inspector, el resto solo unos meses. No era común recurrir a recién egresados, pero cuando no podías confiar en tus compañeros de Brigada, no había otra opción. Además, Lagos y él habían escogido bien. Todos eran hombres que rondaban la primera mitad de la veintena, fuertes y despiertos, que aún tenían en los ojos esa ansia por hacer las cosas correctas, por jugar en el bando de los buenos. Ya en la mitad del pasillo y con cuatro empleado de los Mackena de público, se giró hacia el que había escogido como segundo al mando, de apellido Alvarado. Era el que más le recordaba al Ramiro que había ingresado a la Brigada recién salido de la escuela para transformarse en su compañero.  

—Comiencen por el primer piso. A la gente me la reúnen en la cocina. Empleados y miembros de la familia, a todos.  

—Sí, Inspector. 

—Ya saben lo que andamos buscando. —Hugo miró al resto de detectives con la mano derecha levantada para enumerar—: Drogas, armas, cualquier tipo de documento que acredite transacciones nacionales o internacionales y material pornográfico. —Dio una palmada—. Andando. 

Lo obedecieron de inmediato. Cuatro se internaron en la casa y el quinto se acercó a los empleados para llevárselos hacia la cocina. Hugo se volteó hacia la mitad de efectivos de carabineros que habían puesto a su disposición y que seguían en la entrada. La otra mitad había rodeado la casa para impedir que nadie saliera por el patio o el estacionamiento. 

—Ustedes se quedan conmigo. 

Iba a seguir hablando, pero de pronto escuchó pasos apresurados provenientes del segundo piso. Sonrió antes de girarse hacia la escalera. En el rellano superior de esta vio a Salvador Mackena vestido solo con pantalones y camisa. Ya se había afeitado, pero no había alcanzado a peinarse. Parecía un niño sacado de pronto y bruscamente de la cama, sobre todo por su expresión. A su espalda, una mujer joven y guapa, de cabello color castaño claro y con bata de dormir, miraba el recibidor de su casa con el semblante muy pálido. 

—¿Me pueden... —comenzó a balbucear Mackena mientras bajaba los primeros escalones— explicar qué significa esto? 

Hugo, sin quitarle la vista de encima, buscó en el bolsillo interno de su chaqueta el sobre con la orden judicial de registro. Esperó a que el hombre estuviera a la distancia suficiente para extendérselo. Con dificultad mantuvo una expresión neutra al ver que la mano de Mackena temblaba al recibirlo. 

—Eso es la orden judicial que nos permite estar aquí. 

—Pero... 

—También nos permite revisar todo. —El secretario ministerial lo miró con los ojos abiertos de par en par. Hugo recordó la forma en que Vicente había temblado al verlo en la Brigada el día anterior. Se acercó a Mackena; su altura le permitió mirarlo a los ojos, a pesar de estar un escalón más abajo—. Le sugiero que no se resista. 

Se giró a medias para reunirse con sus subalternos, pero se detuvo y volvió a contemplarlo. 

—O no, mejor hágalo —le dijo en un susurro, para que solo él lo escuchara. Con un movimiento de su muñeca para echar atrás la chaqueta, mostró su pistola reglamentaria sujeta a su cadera—. Resístase, diga o haga algo estúpido. Deme una excusa para hacerlo cagar a balazos. 

Torció el gesto antes de alzar la cabeza y fijarse en la esposa de Mackena, aún de pie en el rellano. Una niñera a su espalda cargaba un bebé en brazos. 

—Señoras, les pido que se dirijan a la cocina, donde están el resto de los empleados. ¿Hay más niños en la casa?

La segunda mujer asintió. 

—También llévenla. 

Mackena, a un brazo de distancia, respiraba con fuerza, intentando salir del shock. Se tensó aún más, Hugo no supo si de rabia u otra cosa, cuando su esposa habló. 

—¿Salvador...?

—Señora Mackena —dijo Hugo con calma—, su esposo no está en condiciones de explicarle lo que está pasando aquí, así que lo haré yo. 

—Cállese... 

El detective amplió su sonrisa, pero cuando se giró hasta el secretario ministerial tenía el ceño fruncido en un gesto de curiosidad. 

—¿Qué dijo? 

Mackena lo miró por fin, los ojos cargados de odio. Se enfrentaron unos segundos, hasta que el hombre volvió a agachar la cabeza. La mano que sostenía la orden judicial caída junto a su muslo, lánguida. 

—Su esposo está siendo investigado por múltiples crímenes —continuó Hugo—. Todos muy graves. Estamos aquí para buscar evidencia en su contra. Me imagino lo difícil que debe ser esto para usted, pero como Inspector le pido, por su bien, que me obedezca. Váyase a la cocina junto a sus hijos. 

La mujer retrocedió lentamente, hasta que la niñera la sostuvo. Abrazada a ella desapareció en el segundo piso, dejando a Hugo y a Mackena solos, excepto por los carabineros apostados cerca de la entrada. 

—Lagos lamenta no haber podido venir, pero le manda saludos. 

—Todos ustedes... Todos ustedes me la van a pagar... 

—No, hijo de puta. Llegó nuestra hora de cobrar. Y le juro, como me llamo Hugo Farías, que usted va a pagar. —Dio unos pasos atrás y estudió el lugar con atención, como si lo hiciera por primera vez—. Lléveme a su despacho. Ahora mismo. —Le hizo una seña a los carabineros—. Dos de ustedes vendrán con nosotros. Los otros se quedan haciendo guardia. 

Los bototos de los carabineros resonaron en las baldosas del suelo cuando se acercaron. Hugo notó cómo la piel de Mackena perdía un poco más de color al ver los fusiles que sostenían. Si aún tenía intenciones de decir o hacer algo en contra de sus órdenes, se fundieron en ese momento. Con los hombros caídos, y seguido por el detective, avanzó por el pasillo hasta su oficina. 



***********************************************



El registro tomó alrededor de cinco horas, durante las cuales, además, se interrogó a cada persona que vivía o trabajaba en la casa, excepto a los niños. Una de las primeras en ser interrogada fue la esposa de Salvador Mackena, quien apenas parecía capaz de conectar las ideas a causa de la impresión. Hugo, acompañado de Alvarado, no logró sacar gran cosa de ella, pero interrogarla les permitió comprobar que, a menos que estuviera mintiendo, no tenía idea de los movimientos de su marido fuera de la casa. Eso era un testigo menos, pero esa desconexión en el matrimonio también podía significar el tipo de coartadas que eran difíciles de verificar, tanto positiva como negativamente. Cuando la esposa apoyaba al marido en sus mentiras, todo se volvía un poco más complicado. 

Los empleados tampoco sabían gran cosa. Fueron interrogados sobre todo acerca de los horarios de su patrón, pero o no lo tenían muy claro o mintieron sobre lo que sabían. El caso más interesante de todos fue el del chófer, llamado Tomás Zamorano. Él era quien más relación tenía con Mackena fuera de la casa, quien lo trasladaba a todas partes. Su cédula de identidad decía que contaba treinta y seis años y, tras mirarlo con atención mientras Alvarado le hacía las preguntas de rigor, Hugo dedujo que no era un hombre de vicios notorios. Se le veía tranquilo, callado y profesional. Pero sabía algo, Hugo estaba seguro de ello. El problema es que allí, en esa casa, nadie diría nada por miedo a ser despedido o algo peor. Tendría que hablar con Lagos para interrogar a Tomás Zamorano en un sitio más apropiado, sin que la cercanía de Mackena le cerrara la boca. 

Aunque se revisó la casa en su totalidad, pronto los esfuerzos se concentraron en el dormitorio de Salvador Mackena y en su despacho. El primero era una zona complicada, porque lo compartía con su mujer. Cuando Hugo entró por primera vez, le llamó de inmediato la atención la ausencia de objetos propios de un hombre. No había ropa masculina colgada en el armario, ni un peine en el tocador, ni siquiera un par de pantuflas puestas junto a la cama. Una sospecha creció en su cabeza, la que comprobó al mirar el desorden en que se encontraban las sábanas y mantas del lecho. Solo la mitad había sido usada esa noche. 

Se giró hacia el detective más cercano, de apellido Saavedra. 

—Mackena no durmió aquí anoche. Probablemente no lo hace seguido. 

—Hay una habitación a dos puertas de distancia —dijo el joven tras pensarlo un par de segundos—. Cuando lo vi pensé que aquí vivía alguien más, otro hombre. 

—Llévame. 

Atravesaron el pasillo hasta el dormitorio y nada más cruzar la puerta Hugo lo supo: Mackena y su esposa dormían separados. Aquella era la verdadera habitación del secretario ministerial. Apestaba a su perfume, aún tenía el pijama a los pies de la cama y en el baño permanecían las señales de su última ducha y sesión de afeitado. 

—¿Ya registraron aquí? 

—No, Inspector. Comenzamos con el dormitorio matrimonial. 

—Pues ahora se concentran en este. Den vuelta todo si es necesario. 

—Sí, señor. 

Hugo lo dejó ahí y bajó al primer piso. Atravesó el salón hasta el pequeño pasillo que llevaba hacia el despacho de Mackena y que también desembocaba a una salida lateral, perfecta para salidas o llegadas nocturnas. En el interior de la oficina estaba Alvarado y un carabinero, que se me mantenía apostado cerca de la puerta mientras el detective revisaba montones de papeles. 

—¿Dónde está ese hijo de puta? 

—En la cocina con el resto. Custodiados por Cerdeña y dos carabineros. 

—Bien. ¿Has encontrado algo? 

—Nada tan claro, pero sí muchas cosas sospechosas. 

Hugo sonrió cuando el joven lo miró con los ojos brillantes de determinación. 

—Bien. Estamos autorizados para llevarnos lo que queramos, así que cualquier cosa que te llame la atención, la añades. Lagos va a tener mucho que leer, pero le encanta. 

—¿Algo más, jefe? 

Meditó un instante, mirando alrededor. Mientras lo hacía, escuchó pasos apresurados a su espalda, provenientes del pasillo. Era Saavedra. A Hugo le bastó observar su rostro para darse cuenta que había encontrado algo. 

—Inspector... —Al llegar frente a él, le estiró una bolsa de tela negra. Hugo tenía las manos cubiertas con guantes de látex, de de modo que la tomó de inmediato. Antes de abrirla, esperó a recibir más información de su subalterno—. La encontré escondidas debajo de la cama de Mackena. Son fotos... Pornografía. Pornografía infantil. 

—Conchesumadre... —murmuró Alvarado, mientras Hugo reunía el valor para sacar el montón de fotos para mirarlas por encima. Le temblaban ligeramente las manos, pero tenía que comprobar que Saavedra decía la verdad. 

—Llamen a Lagos a la fiscalía —susurró cuando ya no fue capaz de torturarse más—. Este hijo de puta está jodido. 



****************************************************



La primera vez que sonó el teléfono, tanto Frank como Ramiro se tensaron en sus respectivas sillas. Este último se puso pálido de forma abrupta, como si por su mente acabaran de pasar las peores noticias. Antes de que cualquiera de ellos se levantara para ir a contestar, Mariana lo hizo, acercándose al aparato intentando esconder su propio nerviosismo. 

Al poner el auricular junto a su oído, identificó la voz de Andrés Leyton. El hombre parecía presa de un entusiasmo tan grande que ni siquiera comprobó que fuera Frank la persona al otro lado de la línea, y comenzó a explicar el motivo de su llamada. En los siguientes casi veinte segundos, Mariana solo entendió las palabra "imprenta", "tiraje" y "diario de Santiago". 

—Andrés, Andrés —dijo con  voz firme—. Hablas con Mariana Duarte. Dame un momento y te paso con Frank. 

El periodista se había puesto de pie al escuchar el nombre de su jefe, así que cuando ella se giró para entregarle el teléfono ya estaba a su lado. Apenas musitó un saludo y la voz de Andrés comenzó de nuevo su perorata. Mariana y Ramiro estudiaron a Frank durante todo el tiempo que duró la llamada, sin saber cómo interpretar su expresión. Estaba pálido, con los labios un poco abiertos y pestañeaba mucho, como si le costara entender o procesar lo que escuchaba. Cuando por fin colgó, se dejó caer en el sillón. Eran las once de la mañana, pero de pronto su cuerpo parecía llevar muchas más horas en funcionamiento. 

—Andrés dice que casi se agotaron todas las copias... Están viendo si imprimen más. Toda la gente habla del reportaje... Tanto así que, a través del editor del diario que lo va a publicar en Concepción, Andrés logró hablar con el dueño del diario El Siglo. Quieren publicarlo mañana. Quieren publicarlo acá en Santiago mañana... 

—Frank... —Mariana se le acercó, agachándose frente a él. Le tomó la mano, que estaba fría y temblaba un poco—. Lo conseguiste. Lo hiciste... 

La miró con el miedo pintado en el rostro, sensación que aumentó al ver que tras Mariana se erguía Ramiro. El joven apenas había hablado con ellos, aunque habían logrado que desayunara y no había vuelto a encerrarse en la habitación. En ese momento, cuando Frank lo miró, sus ojos estaban llorosos. 

—Gracias —musitó. Agachó la vista, así que pudo ver los pies del periodista al levantarse y cuando se acercó a él. Frank lo tomó por los hombros antes de abrazarlo—. Gracias —repitió Ramiro al aferrarse a él—, gracias... 

La segunda vez que había sonado el teléfono, fue Mariana también la que contestó. Para entonces, Ramiro y Frank jugaban la sexta partida de ajedrez. Llevaban un empate, tanto en la partida como en el mini campeonato con el que se ayudaban a pasar las horas. Todos esperaban alguna llamada de Hugo, pero la voz que saludó a Mariana por el auricular era la de Manuel. Sonrió sin poder evitarlo. 

—¡¿Aló?! —exclamó el muchacho—. ¡¿Me escucha?!

—Te escucho, Manuel. ¿Cómo estás?

La respuesta tardó varios segudos en llegar. 

—¡Bien, bien! ¡Pero la escucho muy lejos!

Es que estás lejos, pensó Mariana, pero no lo dijo en voz alta. Se esforzó por imprimir a su tono tranquilidad y entusiasmo. 

—¿Cómo están tu mamá y tu hermana? ¿Tu papá?

—¡Todos bien! ¡Mi papá está feliz! 

—Me alegro mucho... 

—¡¿Cómo están allá?! ¡¿Mi jefe está por ahí?!

Sin poder evitarlo, Mariana se giró para mirar a Ramiro. El joven le daba la espalda, pero algo en su postura le dejó claro que intuía de quién estaba a punto de hablar. 

—Vicente está bien, pero no puedes hablar con él ahora porque... Porque está con Hugo. Él lo está cuidando. 

A pesar de la distancia y la baja calidad de la comunicación, fue muy consciente del sonido de preocupación que emitió Manuel al descifrar sus palabras. 

—¡¿Segura que está bien?!

—Sí, Manuel.

—¡¿Y los demás?!

—Todos estamos bien. 

La llamada no duró mucho más, ya que Manuel la estaba haciendo desde un teléfono público. Aún así, antes de despedirse, el muchacho le había vuelto a preguntar si todos estaban bien. Pareció conforme cuando Mariana le dijo que sí, que todos estaban bien. Cuando el pitido en su oído le indicó que Manuel había colgado, se sintió vacía. Desde la partida del muchacho y su familia el domingo recién pasado, se había permitido pensar lo justo y necesario en eso. Asumir  la distancia que había ahora entre ella y Manuel le dolía, sobre todo cuando se decía que existía la posibilidad de no verlo nunca más. Aunque no podía compararse a lo que sentía Ramiro por Vicente o Frank por Gabriela, ella también tenía la sensación de que le faltaba algo, sobre todo entre esas paredes, donde Manuel se había convertido en una presencia tranquilizadora en muy poco tiempo. 

Se acercó a la mesa, donde Frank movía una de sus piezas negras. Eran pasada la una de la tarde y Hugo aún no llamaba. Eso podía significar que estaba tan lleno de trabajo con el registro a la casa de Mackena que no tenía tiempo para nada más. O podía significar algo malo. Se dejó caer en la silla junto a Ramiro, que le lanzó una mirada de refilón. 

—Deberíamos comer algo —dijo el joven pasados unos segundos—. Antes de que llame Hugo, por si tenemos que salir. 

Mariana le dirigió una sonrisa de sorpresa a Frank, que también sonrió. 

—¿Es verdad que cocinas muy mal? —preguntó el periodista. Su amigo lo miró con una ceja alzada—. Escuché rumores... 

—Cocino horrible.

Los tres rieron. No demasiado, pero lo suficiente para espantar durante unos segundos el pesado silencio de la casa. 




************************************************




Hugo encontró a Mackena en la cocina, junto a todos los demás. Estaba sentado en un rincón, con Cerdeña parado muy cerca, a pesar de que el secretario ministerial no parecía tener el ánimo suficiente ni siquiera para hablar. Comprobó esto cuando se paró frente a él y el hombre tardó varios segundos en mirarlo. En el recibidor de la casa, Alvarado y el resto de los detectives terminaban de empacar las cajas con las pruebas, aunque la bolsa con las fotografías seguían en poder de Hugo. No quería que les pasara nada en el trayecto hacia la Brigada. 

Carraspeó con fuerza, esperando así liberar algo de la rabia que le provocaba tener a ese hombre a un metro de distancia. 

—Señor Mackena, le informo que quedará bajo vigilancia policial. Le sugiero que no salga de su casa y que el resto de las personas que viven con usted lo hagan lo menos posible. —Mackena volvió a agachar la cabeza cubierta de cabello oscuro y despeinado de tanto frotárselo por la desesperación—. ¿Comprende lo que le digo? 

Tomó el leve movimiento que hizo el hombre como un asentimiento. Se giró hacia las ocho personas sentadas alrededor del mesón. En el centro, con expresión ida, estaba María Luisa Tagle. Hugo pensó en decirle algo como consuelo, sobre todo al ver la forma en que sostenía a una niña de tres años medio dormida en el regazo. Los niños allí le alteraban aún más el estómago, pero no podía hacer nada por ellos. Lo había hablado por teléfono con Lagos hace un momento a raíz de la pornografía encontrada entre las cosas de Mackena, pero el fiscal le dijo lo que él ya sospechaba: primero había que corroborar que fueran niños los retratados, determinar si eran imágenes compradas o tomadas de formas particular y, de ser posible, identificar a las víctimas. Las pruebas recién estaban siendo levantadas, de modo que era muy pronto para cantar victoria y tomarlo detenido o siquiera llevarse a sus hijos lejos de él. Lo único que podían hacer, de momento, era tenerlo vigilado. 

La esposa de Mackena lo observó por fin, los ojos enrojecidos por un llanto que él no había presenciado. Quiso de nuevo decirle algo, pero no lo hizo. Prefería guardar sus palabras de consuelo para las familias de las víctimas. 

—Nos retiramos. 

Le hizo un gesto a sus subalternos y a los carabineros presentes en la cocina. Todos lo siguieron hacia la salida de la casa, en medio de un silencio que contrastaba con el ligero desorden que habían provocado con el registro en el salón. El despacho de Salvador Mackena estaba peor, al igual que su habitación. Junto a la puerta estaban los jóvenes a su cargo. Sonreían ligeramente, satisfechos por el trabajo. 

Él, tras unos segundos, les correspondió el gesto. 




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Mackena se puso de pie con lentitud, incapaz de mirar a los que lo rodeaban. Las piernas le temblaban, así que avanzó concentrándose en cada paso para salir de allí. Sentía muchos ojos sobre él, pero los ignoró. Solo respiró hondamente cuando salió al comedor y para cuando atravesó este, su pasos se habían transformado en zancadas. Llegó a su despacho, cuya puerta cerró con fuerza. El lugar era un desastre, con todas las cosas removidas de su sitio, papeles sueltos sobre el escritorio y en el suelo, sus libreros casi vaciados de tomos y carpetas. inhalaba con dificultad cuando fue capaz de atravesar el lugar rumbo a su silla, tanto así que buscó el nudo de la corbata en su cuello, olvidando que no había alcanzado a ponerse una antes de que ellos llegaran. 

Buscó entre los cajones abiertos algún cigarro, sin encontrar ninguno. Quizás se los habían llevado, quizás se los habían robado junto con su dignidad. De pronto fue consciente de la hora: 13:43 de la tarde. No se había presentado al trabajo y lo peor es que el teléfono no había sonado en ningún momento para preguntar por él. Todos debían saber a esa altura que estaba acabado. 

—No —musitó—. No, no, no... 

Busco el teléfono a tientas y levantó el auricular. Marcó el número de Felipe Otero, contando cada tono de espera. Para el doceavo, cortó. Volvió a intentarlo de inmediato, sin respuesta. Fue ese momento que la puerta del despacho se abrió. 

—Salvador...

—Ándate. —María Luisa lo miró alarmada, viéndose aún más estúpida de lo que era—. ¡Ándate, te digo!

—¿Qué está pasando? Salvador, dime qué está pasando... 

Se puso de pie y se acercó a ella, tomándola por los hombros para que lo mirara a la cara. 

—¿No entiendes cuando te hablo, imbécil? —La zamarreó con brusquedad, despeinándola aún más—. ¡¿No entiendes cuando te hablo?! 

De pronto, María Luisa se tensó bajo sus manos y con un movimiento rápido del brazo lo abofeteó en la cara. El golpe lo hizo tambalearse sobre los pies, sus jadeos el único sonido en medio del silencio. La miró, esperando encontrar arrepentimiento en su rostro, pero solo vio rabia. La puerta volvió a abrirse tras ella. 

—Señor —dijo Tomás Zamorano luego de observarlos a ambos por un segundo—, ¿alguna instrucción especial para hoy?

Con dificultad, Mackena se irguió un poco más y dejó de tocarse la zona en lo había golpeado su esposa. Miró a su chófer con toda la calma que logró reunir. 

—Ten el auto listo en caso de cualquier cosa. Y que nadie salga de la casa. Solo puede entrar Felipe Otero, si es que viene... Nadie más. Y todas las llamadas pasarán por mí. ¿Entendido?

—Llamaré a mis padres, Salvador. 

—Mujer, cállate... 

—Los llamaré. Espero que cuando accedan a hablar contigo tengas alguna explicación para dar. 

No esperó su respuesta. Se giró con brusquedad, pasando por el lado de Tomás Zamorano y caminando hacia la escalera para irse al segundo piso. Mackena volvió a su silla, en la cual se sentó dejándose caer. Su empleado siguió allí hasta que él lo miró. 

—Déjame solo. 

—Sí, señor. 

El hombre cerró la puerta, que era lo suficientemente pesada y gruesa como para aislar los sonidos del exterior. De todas formas, supuso que su casa estaría muy silenciosa aquella tarde. Así era mejor, le permitiría pensar en qué hacer a continuación. Lo primero era llamar de nuevo a Otero. Debía llamarlo hasta dar con él. Iba a tomar el teléfono cuando este sonó, sobresaltándolo. Dudó un momento antes de contestar, pero la posibilidad de que fuera su abogado lo empujó a hacerlo. 

—¿Aló?

—¿Salvador Mackena? 

No reconoció la voz, así que se tensó en la silla. 

—Soy yo. ¿Quién habla? 

—Usted habla con Álvaro Gutiérrez, periodista de La Estrella de Concepción. ¿Tiene alguna declaración que hacer sobre el reportaje que salió hoy en La Bruma de Lafken?

Mackena sintió un zumbido creciente en los oídos. Balbuceó algo que quiso ser una negativa, pero terminó siendo una pregunta trémula, casi inaudible. 

—¿Dis... culpe...?

—El reportaje, señor Mackena, donde lo acusan de ser un abusador de menores... 

Colgó con fuerza y se puso de pie sin darse cuenta, alejándose del teléfono y del escritorio. Enterró los dedos de ambas manos en su pelo hasta hacerse daño. Estuve así varios minutos, una expresión de horror contorsionando su cara. Se obligó a tomar asiento y volvió a marcar a Otero. Esta vez, le respondió al quinto tono. Se congeló aún más en el puesto al escuchar su voz. 

—Salvador... Lo mejor es que no te muevas de tu casa y no respondas ninguna llamada. 

—¿Qué está pasando? Dime qué está pasando... 

El hombre carraspeó antes de responder. 

—Me llamó un amigo que vive en Temuco. Tú lo conoces... se llama... 

—Por favor, anda al grano. 

—Está bien, está bien... Este tipo que te digo me llamó para contarme que allá en el sur se publicó un reportaje sobre ti. Empezó en un diario chico... de esa ciudad...

—Lafken. 

—Esa. El diario de allá lo publicó, pero van a empezar a publicarlos más. En este momento deben estar llamando como locos a tu oficina en el ministerio para conseguir alguna declaración tuya. No tienes que hablar, ¿me oyes? No tienes que decir ni una palabra...

—¿Quién lo escribió?

—¿Cómo?

—¿Quién escribió el puto reportaje?

Otero removió papeles frente a él, buscando. 

—Me lo dijo, me lo dijo... porque todos andan como locos buscándolo también... ¡Acá está! Ya, lo escribió un tal Francisco Rodríguez Urrutia. 

Mackena dejó de escuchar lo que decía su abogado. Su mano cayó sobre su regazo, el auricular a punto de resbalar entre sus dedos. Se quedó así hasta el tiempo dejó de tener sentido y con ello todo lo demás. Solo tenían sentido las palabras que se repetían sin descanso con la voz de un niño que había sido un simple novato de Markham, pero que ahora era un periodista capaz de escribir en su contra. 

...quiero que sepas que lo que hiciste mientras estudiabas aquí no es más un secreto. Lo sabemos. Y estamos dispuestos a hablar...



******************************************************




Gabriela calculó que era un buen momento para ir a la habitación de su padre al escuchar la radio sonando desde la cocina. Era un ruido leve, un murmullo de voces, ya que Lucía parecía preferir los programas de conversación por sobre los programas musicales. Lo había aprendido durante esa mañana, cuando se sentó frente al pequeño mesón de la cocina para hablar con ella mientras cocinaba. Pronto estuvo pelando papas y zanahorias, mientras la mujer le relataba parte de su vida, que consistía en una llegaba a Santiago desde Coquimbo cuando tenía quince años junto a su madre, quien había sido empleada doméstica hasta su muerte diez años atrás. Entonces Lucía no había tenido más remedio que buscar trabajo y aunque no había estado en sus planes dedicarse a lo mismo que su mamá, finalmente terminó sirviendo en la casa de Edward Wagner. 

En ese punto la expresión de Lucía había cambiado un poco, pasando de la amabilidad a la nostalgia. En voz un poco más baja le contó que para cuando llegó a trabajar allí, era la sexta empleada que el por entonces jefe del abuelo de Gabriela intentaba poner a cargo de la casa. Ninguna duraba más de tres meses, para terminar yéndose de forma abrupta, cobrando su paga y con claros signos de tensión laboral. 

—¿Por qué? —había preguntado en ese punto Gabriela, sin poder contener la curiosidad—. ¿Qué pasaba?

—Tu abuelo... estaba muy mal. Apenas comía, pasaba encerrado días y noches en su estudio... También bebía. 

—¿En qué año fue eso?

—El 72 o el 73... 

Gabriela había arrugado el ceño. Su padre había muerto en 1969.

—¿Era por mi papá que estaba así?

Lucía asintió. 

—Su muerte lo dejó muy mal, Gabriela. —La mujer había dejado la cuchara de madera con la que revolvía la olla a un lado para acercarse al mesón y apoyarse en él—. No conocí a Nathan, pero sí sé que tu abuelo tardó muchos años en recuperarse de su pérdida. En realidad, no lo hará nunca. 

La niña pensó en su madre, muerta hace solo poco más de un mes. 

—Pero tú te quedaste —susurró—. No te fuiste como a las demás. 

—No. Necesitaba mucho el trabajo, pero también sentí mucha pena por tu abuelo. Era un hombre muy solo... No fue fácil al principio, pero poco a poco lo fui ayudando a salir del hoyo en el que estaba. Soy muy persistente cuando quiero... 

Lucía sonrió y Gabriela le devolvió el gesto. 

—¿Por eso está así? ¿Tan... tan cansado?

Al escuchar su pregunta, la mujer se irguió, cambiando de nuevo su semblante. Esta vez había algo más que nostalgia o pena; ahora también había de miedo brillando en sus ojos. 

—Tal vez no debería contarte esto. 

—Yo también soy muy persiste cuando quiero —dijo de inmediato Gabriela—. Muy, muy persistente. 

Lucía sonrió con resignación. 

—Tu abuelo estaba haciendo clases el día del Golpe Militar. No se metía en nada de política... siempre ha dicho que tuvo suficiente con su años de juventud en Irlanda. Pero ese día esas cosas no importaban. Mucho menos en una universidad, en una sala llena de estudiantes. 

—¿Se lo llevaron?

—A él y varios más. Estudiantes y profesores, decanos... Todo el que encontraron, el que les pareció sospechoso. Seguramente algún militar escuchó hablar a tu abuelo, le llamó la atención su acento y pensó que era ruso o algo así... 

Gabriela bajó la mirada hasta sus manos, que aún sostenía el cuchillo pequeño que Lucía le había entregado y una zanahoria a medio pelar. 

—Lo tuvieron detenido una semana —continuó la mujer—. Parece poco, pero es suficiente... ¿no?

—Sí. 

—Cuando volvió, no era el mismo. Nunca más lo fue. Desde entonces trabaja desde casa... 

Se quedaron en silencio un buen rato, las voces de la radio destacando de nuevo en la cocina. Cuando ya no pudo aguantarlo más, Gabriela habló. 

—¿Crees que se moleste si... si le pregunto cosas de Nathan? —Lucía se giró para observarla—. Me gustaría saber cómo era... Cuando niño o... 

La había interrumpido un sonido de pasos. Edward Wagner apareció en la puerta con su andar pausado y su expresión de cansancio. Tenía una pequeña manca de tinta en el mentón, lo que hizo sonreír a Gabriela. Cuando el hombre vio su expresión, la miró sorprendido. Luego se giró hacia Lucía, que también rio. 

—¿Qué pasa?

—Pasa que es un desastre cuando trabaja, señor Wagner —dijo la mujer—. Tiene tinta en la cara. 

—Ah... —Agachó la cabeza, sonriendo—. Al menos no fue la camisa... 

—¿Tiene hambre?

—Un poco.  

—El almuerzo ya va a estar. Gabriela, ¿por qué no acompañas a tu abuelo a su estudio y revisas si las paredes siguen siendo del color que corresponden?

La niña había asentido, poniéndose de pie de inmediato. Su abuelo la siguió con la mirada mientras se acercaba, y se tensó en el puesto cuando ella le tomó la mano. 

—¿Vamos?

—Vamos. 

Juntos fueron hacia el estudio, en el cual Gabriela ya había entrado la tarde anterior. Hasta ese momento era su tercer lugar favorito de la casa, después de su propio dormitorio y la habitación de Nathan. Le gustaba cómo entraba la luz por la ventana y el desorden en el escritorio. Visto desde el umbral de la puerta, era como la ilustración de un libro. Pero lo que más le gustaba era el cuadro que mostraba a su abuelo, a su padre y también a esa mujer de la que sabía tan pocas cosas, salvo que se llamaba Gabriela, como ella. 

Mientras su abuelo volvía a su escritorio, ella estudió de nuevo los tres rostros, intentando definir de nuevo eso que sentía al verlos. Era algo más que simple curiosidad, algo que le recordaba a Lafken y al mismo tiempo la alejaba de ella. 

—¿Cuántos años tenía ahí mi papá? —había preguntado entonces. 

—Once años. 

—No cambió mucho al crecer. A los diecisiete seguía teniendo esa expresión. 

El silencio que siguió a sus palabras fue un aliento contenido, una pausa entre latidos. Al mirar a su abuelo, se encontró con una expresión de miedo y anhelo. 

—¿Has visto fotos de él a los diecisiete? 

Gabriela asintió, al tiempo que metía la mano en el bolsillo de su chaleco, donde tenía guardado El Club de los Seres Abisales. Sobresalía casi la mitad del tomo debido a lo pequeño del bolsillo, pero era suficiente para llevarlo a todos lados consigo. Abrió el tomo por la página donde descansaba la fotografía y con ella en la mano izquierda se acercó al escritorio. Se la extendió al hombre, pero este tardó largos segundos en tomarla. Cuando lo hizo, arrugó el ceño bajo los mechones blanquecinos de su pelo. 

—La tomó mi mamá cuando él y los demás amigos de Frank fueron a pasar las vacaciones a Carrera. 

—Sí... Recuerdo que me pidió permiso para no venir a Santiago y quedarse allá... 

—¿Lo ve? Es la misma expresión. 

Edward Wagner había alzado la mirada para posarla en ella en vez de en el cuadro, con los ojos húmedos. 

—Es la misma expresión. 

—¿Puedo quedarme aquí a leer? —preguntó Gabriela cuando su abuelo le devolvió la foto—. No haré ruido. 

—Puedes quedarte aquí... Y puedes hacer ruido. No me molesta. 

Había estado allí hasta que Lucía los llamó a almorzar. Luego, aunque estuvo tentada a seguir acompañando al hombre en su trabajo, se fue a su habitación con el fin de encontrar el momento propicio para volver a entrar en la de Nathan. 

Eran casi las cuatro de la tarde cuando salió al pasillo. Se detuvo en el umbral de su dormitorio, poniendo atención a los sonidos provenientes del primer piso: escuchó la radio de Lucía y el rasgueo leve de la pluma de su abuelo. Caminó sobre la alfombra y fue hasta la puerta al final del pasillo, la que abrió con más seguridad que la tarde anterior. Ya en el interior, cerró a su espalda hasta solo dejar una rendija a través de la cual pudiera ver si alguien subía por las escaleras. Había comprobado en su primera visita que hubiera luz, pero aunque en el velador había una lámpara y otra colgaba del techo, las ampolletas habían hace mucho dejado de funcionar. Sin embargo, siempre quedaban las ventanas, por algo había decidido ir durante el día y no esperar hasta la noche. Rodeó la cama y movió estas, levantando algo de polvo. Aquella habitación daba al patio, donde un manzano enorme le daba sombra a una banca donde se imaginó leyendo en el verano. Claro que no planeaba quedarse tanto, peor seguía siendo un bonito lugar. 

Ya con mejor iluminación, se giró hacia el interior del dormitorio y meditó por el mejor lugar donde empezar a buscar. En realidad, no sabía lo que quería encontrar, así que paseó meditabunda, rozando todo con las manos. Abrió el armario al pasar frente a él, se sentó en la cama después, todo como una forma de que no concentrarse aún en el baúl, porque ya sabía que era este el que más le llamaba la atención. Volvió a quedarse en silencio, respirando muy quedamente, por si algún ruido anunciaba la proximidad de Lucía, pero no escuchó nada. Entonces, se arrodilló junto al baúl para abrirlo. 

Hace años, este había estado custodiado por un candado, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que este había desaparecido. Le bastó con alzar el cierre de metal y luego hacer lo mismo con la tapa, que era pesada, de madera remachada con tiras metálicas. Le costó ver todo lo que contenía el interior, no solo por la escasa luz, sino porque estaba todo muy desordenado. Vio algunos cuadernos de colegio con apuntes sueltos, hechos con una letra rápida pero clara. Vio un par de peluches viejos, un oso y algo que quizás había sido un elefante antes de un niño demasiado inquieto lo rompiera en varias partes. Había también algunos recuerdos más extraños, como la rama torcida de un árbol, una pedazo de tela color azul y una corbata que Gabriela reconoció gracias a la foto que sus bisabuelos guardaban de la graduación de Frank; era la corbata de Markham. Removió todo, cuidando de no dañarlo, sintiendo que hacerlo era conjurarlo a él poco a poco.

Pasados unos minutos las encontró al fondo del baúl, bajo el resto de cuadernos. Atrajeron su mirada porque a diferencia de estos eran libretas de tapas duras y negras, bien cuidadas y sujetas con un lazo. Eran cinco en total, escritas de cabo a rabo a juzgar por el canto de las páginas. Gabriela las tomó entre sus manos, respirando hondo por su peso. 

Se acomodó mejor en el suelo para desatar el lazo y separar la primera de las demás. Antes de abrirla, miró hacia la cama, preguntándose si aquel había sido su lugar favorito para escribir. Luego de tragar saliva, se enfrentó a la letra de su padre. Mientras leía, entendió por fin lo que le hacía sentir esa casa: pertenencia. 

Diario de Nathan Wagner, 1965 - 1966.  



**********************************************************



Salvador Mackena pasó todo el día encerrado en su oficina. Llamaron varias veces, pero no contestó ni una sola, hasta que no lo soportó más y descolgó el auricular. Tras volver a buscar, encontró por fin una caja de cigarros, los que fumó uno tras otro, en silencio. El humo lo aturdió por que no había comido nada en todo el día, pero en el fondo lo agradecía. Así podía culpar a su debilidad corporal por la ausencia de ideas para salir del enorme problema en el que estaba metido. 

Durante las horas de encierro, había barajado muchas opciones, muchos nombres de personas que le debían favores o, lo que era mejor, a las que podía destruir si hablaba. Conocía gente suficientemente poderosa como para hacer temblar a un juez de pacotilla, ni qué decir a un pobre fiscal, pero para eso tenía que volver a ser el Salvador Mackena de siempre, dueño de sí y de la situación. De momento, solo se sentía un cúmulo de nervios alterados. Su cuerpo estaba tan tenso que el menor movimiento, incluso el llevarse el cigarro a la boca, le provocaba dolor y aunque no tenía nada que desechar, las náuseas subían y bajaban por su garganta sin descanso. 

Para cuando en el exterior comenzó lentamente a oscurecer, se dio cuenta que quizás la solución era más simple. Alguien lo podía ayudar, quizás no a arreglarlo a todo, pero sí al menos a ver las cosas desde otra perspectiva. Él siempre había sido demasiado estructurado. Su amigo, en cambio, era un hombre más dado a la improvisación. Y eso, a veces, era un aventaja. 

Colgó el teléfono antes de levantarlo y marcar. No le temblaron tantos los dedos al hacerlo y pudo recurrir sin problemas a su memoria para dar con el número. Por primera vez en horas, se sentía más calmado. Esperó a que Jorge Sotomayor respondiera con la mirada baja, pero un atisbo de sonrisa en los labios. 

—¿Aló? —dijo una voz femenina que reconoció de inmediato. 

La sonrisa se desvaneció, al igual que las pocas esperanzas que había albergado. 

—Buenas tardes, Ruth. Soy Salvador. 

Ruth Balmaceda de Sotomayor dejó escapar un bufido de diversión. Mackena la visualizó, de pie en el recibidor de su casa o en el estudio de su marido, inclinada hacia atrás y con el brazo izquierdo cruzado en su pecho sirviendo como base para el derecho, que sostenía el teléfono. Aquella era siempre su pose frente a él. 

—Salvador... diría que es una sorpresa, pero estaría mintiendo. Las noticias vuelan, las malas aún más. 

—Necesito hablar con Jorge. 

—Lástima, no vas a poder. 

—Por favor, Ruth. Es urgente. 

—¿Sabías que lo nombran a él en ese reportaje? —Mackena abrió la boca por la sorpresa. Torció la cabeza, como queriendo alejarse del teléfono, pero la voz de la mujer lo alcanzó sin problemas—. No dicen mucho. Nada comparado con lo que dicen de ti, pero es suficiente. En este punto, cualquier que se relacione contigo está tan cubierto de mierda como tú. Me imagino que si lo llamaste a él, es porque lo sabes, en el fondo. Sabes que de aquí a mañana estarás solo. 

—¿Dónde está?

—Tranquilo, está bien. No tuvimos que esperar a tu desastre para mandarlo lejos. Él ha hecho méritos solito. Está en una casa en Los Andes, bien escondido para que no cause más problemas. Con el alcohol suficiente para que tome hasta reventar, ya que no tiene el valor de darse un tiro.

—Eres una...

—¿Una qué, Salvador? 

—Una puta. 

—Y tú sabes de eso, ¿no? Es tu rubro, aunque puedo apostar que nunca te has acostado con ninguna. A ti te van otro tipo de cosas... 

—Necesito hablar con él. 

—No —susurró Ruth—. Lo que tú necesitas es salir de este problema en el que te has metido. Lo malo es que no podrás salir. Eso también lo sabes. Esta vez estás demasiado hundido en la mierda. ¿Cuál es la mejor opción, entonces? ¿Confesar? No, demasiado noble para ti. ¿Suicidarte? Tampoco... en eso eres de la misma calaña que tu amigo. ¿Huir? Eso sí puede ser... Pero, ¿a dónde? Para cuando esta semana termine, dudo que alguien no sepa lo que eres, Salvador Mackena. 

—Jorge debería haberte matado cuando tuvo la oportunidad. Se lo dije... Le dije que si no acababa contigo... 

—Yo acabaría con él. Eres listo cuando quieres, Salvador. Lástima que ahora eso no te sirva de nada... Dale mis saludos a María Luisa. Pobre mujer... 

Ruth Balmaceda colgó, dejándolo con el insulto en la punta de la lengua. Se puso de pie con brusquedad, tan alterado que las manos le palpitaban, al igual que las sienes. El hecho de no poder contar siquiera con Jorge Sotomayor volvía todo aún peor de lo que ya era, pero mientras se concentraba en respirar para calmarse, se dijo que la conversación con la esposa de este no había sido un total desperdicio. Él ya lo había pensado, pero a veces hacía falta escuchárselo decir a otro para asumirlo. 

Salió de la oficina y subió las escaleras hasta el segundo piso de su casa, sin ver a nadie en el camino. No era tarde, pero el lugar estaba vacío de gente y de ruidos. Cuando llegó al pasillo de los dormitorios, miró hacia la puerta tras la cual dormía y aunque quiso refugiarse tras ella, se imaginó cómo debían haberla dejado los detectives y dibujó una mueca de asco. En lugar de ir a su dormitorio, fue hacia el de su esposa. La encontró sentada frente a su tocador, vestida de manera algo descuidada, pero en mucho mejor estado que él. Los ojos de ambos se encontraron a través del espejo mientras él cerraba la puerta. 

—Necesito que me escuches. Estoy metido en un grave problema... Lo he pensado mucho y creo que lo mejor es que me vaya del país hasta que todo se calme un poco. Tenemos inversiones en el exterior y tú estás bien protegida por tu apellido y por el dinero de tu padre... —Se adelantó unos pasos, tragando saliva—. Solo será un tiempo, hasta que pueda mandar a buscarte a ti y a los niños... 

—Los niños... ¿Los mismos a los que acabas de destruirle la vida por el simple hecho de llevar tu apellido? 

—María Luisa... Solucionaré esto. Solo tienes que darme tiempo. 

—Hablé con mi papá. Lo llamaron a declarar, Salvador. ¿En qué lo metiste?

Mackena tembló en el puesto debido a una mezcla de rabia y tensión. 

—No tengo tiempo ni ganas de explicártelo... 

—Yo tampoco tengo ganas de escuchar tu voz, pero no me queda más remedio. —Se giró para mirarlo de frente—. Y en este momento, lo que menos tienes es el derecho a negarte a decirme la verdad. 

—Yo tengo derecho a hacer lo que se me de la gana —espetó él entre dientes—. ¿Quién te crees que eres para hablarme así? Sigues siendo la misma estúpida con la que me casé. Nada más que una cara bonita y un vientre para parir. Si no fuera por eso y por tu apellido, no serías nada. 

Ella se estremeció ante sus palabras. Al verla, Mackena sonrió. 

—Pero mal que mal, eres la madre de mis hijos. Así que aunque no me importes lo más mínimo...

—Tú no tienes hijos, Salvador —dijo ella mientras se ponía de pie—. ¿Cómo tendrías hijos, si eres incapaz de satisfacer a una mujer? Para eso hace falta más que lo que tienes entre las piernas. Hace falta ser capaz de levantarlo. —Pestañeó al ver que los hombros de él caían, al igual que su mandíbula inferior—. Dime... ¿Cuántas veces se te paró conmigo? ¿Se te paró siquiera alguna vez?

—Cállate...

—¿Y dices que tienes hijos? ¿Dos, además? —María Luisa dejó escapar una risa ronca—. Sí que te tienes en alta estima... Eso o eres incluso más idiota de lo que pensaba. 

—Estás mintiendo —masculló Mackena, respirando apenas—. Estás mintiendo, maldita... 

—Por primera vez en años no lo hago... 

Tan rápido que pareció hacerlo en un movimiento, Mackena estuvo frente a ella. Alcanzó a tomarla por el cuello, antes de sentir una punta filosa puesta contra su abdomen. 

—Suéltame o te juro que mato —dijo ella con una voz que no le conocía. Sin poder siquiera pensar en lo que hacía, retrocedió, horrorizado—. Sal de esta habitación y vuelve a encerrarte en tu despacho... Líbranos a todos de la vergüenza de verte la cara. Huye, entrégate o lo que quieras... Pero hazlo pronto, antes de que tus asquerosidades nos destruyan aún más la vida... 

—¿Crees que me voy a olvidar de esto? ¿De verdad crees que dejaré pasar lo que hiciste...?

—¿Y qué vas a hacer si no? ¿Matarme? —María Luisa sonrió, viéndose más rota por un instante—. Hazlo... O inténtalo... 

El cuchillo brilló en su mano y Mackena, aunque nunca la había creído capaz de levantarle siquiera la voz, supo que lo usaría en su contra si la atacaba. Retrocedió hacia la puerta con un regusto ácido en la boca que no era ni de cerca la peor sensación que invadía su cuerpo. Salió al pasillo, seguido a unos pasos de distancia por María Luisa, quien no le quitó la vista de encima hasta que desapareció escalaras abajo.  

Llegó apenas al baño de invitados. Cayó de rodillas en el suelo, doblado sobre sí mismo y sin poder contenerse más, vomitó. 




****************************************************



 

Frank había recibido cinco llamadas de Andrés a lo largo del día. Para la cuarta, se sentía tan agotado como si hubiera estado en la redacción de La Bruma junto a su editor. La respuesta a su reportaje había sido tan rápida y explosiva que Andrés había tenido que dar dos entrevistas, una para un diario de Valparaíso y otra para uno de Santiago. Pero no terminaba allí, sino que además habían recibido varias llamadas de personas que decían tener más antecedentes sobre los abusos de Mackena. Su amigo lo había calmado, diciéndole que era muy probable que la mayoría de ellas fueran de gente que quería recibir un poco de atención; para él, que conocía la historia, le había bastado escarbar un poco para convencerse que no sabían nada. Un par, sin embargo, ameritaba un análisis más profundo. 

—Uno es un joven llamado Jaime Ordoñez. Dice que estudió en Markham entre 1971 y 1974. Tenía quince años cuando Mackena fue director... 

Eso dejó a Frank congelado en el sillón. En parte, no podía creer todo lo que estaba pasando, porque superaba con creces todo lo que había vaticinado para su reportaje. Siendo un periodista de un diario pequeño perdido en una ciudad casi desconocida del sur de Chile, estar de repente en la boca de todos lo mareaba. Pero lo peor era pensar en que aparecieran más víctimas a las que entrevistar, más testimonios horribles que transcribir para luego transformar en la segunda o tercera parte de una historia que tardaría muchísimo en acabar. Pero no dijo nada, aunque estaba seguro de que Andrés era perfectamente capaz de interpretar sus silencios. 

Lo peor de todo vino cuando el editor nombró al segundo de esos testigos prometedores. La sensación que lo invadió fue tan similar al pánico que Mariana, al pasar frente al sillón donde él estaba, se detuvo para mirarlo. 

—¿Dijiste Ernesto Monje? —preguntó con un hilo de voz. 

—Sí. ¿Lo conoces? 

—Sí. Fue mi profesor... 

—Frank... tenías razón. Esto no ha hecho más que empezar... 

En la quinta llamada, Andrés ya no transmitía la misma energía que antes. Era comprensible, pasaban de las ocho de la noche y, conociéndolo, debía tener menos de tres horas de sueño en el cuerpo. Esperaba que al menos alguien lo hubiera obligado a comer algo. A medida que lo escuchaba hablar, sin embargo, se dio cuenta que su falta de ánimo no era solo debido al cansancio. 

—Nos llamaron desde el grupo Sotomayor y Cía. Dicen que nos van a demandar por difamar a Jorge Sotomayor. Y... hemos recibido un par de amenazas. Nada tan grave, pero de todas formas pusimos una denuncia en comisaría. 

—Andrés... 

—El diario puede hacerle frente a esto, Frank. somos muchos y aunque los dueños no nadan en dinero, saben que todo este revuelo traerá frutos. Podemos recibir un par de manazas, ya sea de matones o de un par de cuicos. Me preocupas tú. 

—Yo estoy bien. 

—Tú estás en el ojo del huracán. Una cosa es lo que publicamos de Sotomayor, otra muy diferente es lo que publicamos de Mackena. Y él ya ha demostrado lo que hace con la gente que se le atraviesa en el camino. —Su amigo se quedó en silencio unos segundos antes de volver a hablar—. Nunca se me ocurrió que lo publicaras con un pseudónimo... 

—Sabías que te iba a decir que no. 

—Sí, pero hubiera intentado convencerte al menos. 

—Andrés, lo que sea que me pase por haber escrito lo escribí, lo aceptaré. 

—Te quiero vivo, Frank. ¿Me escuchas? Vivo y con las dos manos fuertes para escribir. 

Después de aquella llamada, se había recostado en el sillón, cerrando los ojos para intentar ordenar sus ideas. Mariana llegó a su lado pasados un par de minutos. Sintió el roce de la tela de su ropa contra la suya y su respiración queda. 

—Parece que causaste un gran revuelo. 

—Así parece... 

—Deberías dormir. 

Por fin abrió los ojos y la observó. Estiró el brazo hasta su cabeza, acariciando un mechón de pelo ondulado y castaño. 

—Me gustas mucho, Mariana. —Vio la forma en que su rostro reflejó sorpresa y sonrió—. No me digas que no lo sabías. 

—Lo sabía, pero nunca pensé que me lo dirías. —Frank abrió la boca para responder, pero ella negó con la cabeza—. Por favor, no lo arruines enumerando ahora todos los motivos que vuelven esto una mala idea. 

—¿Entonces? 

Mariana se le acercó hasta que le fue imposible ver otra parte de su rostro fuera de sus labios. 

—No pienses y disfruta. 

En esa ocasión fue él quien la besó, aunque ella había hecho casi todo el trabajo. Esa noche, a su lado, durmió mejor que en mucho tiempo. 



****************************************************



Héctor Seguel llegó al punto de encuentro convenido y se sentó en una banca a esperar. El hombre tardó cinco minutos en aparecer calle abajo, proveniente de la Alameda. Se sentó a su lado en silencio, simulando que no era más que un peatón necesitado de un momento de descanso en pleno Paseo Bulnes. Antes de hablar, se giró a medias hacia Seguel. 

—No sé cómo lo consiguió, pero viajará esta noche. Tengo que ir a dejarlo al aeródromo de Tobalaba. Allí lo esperará un piloto al que pagó un par de millones para que lo lleve a Mendoza. De ahí, no sé qué hará. 

—¿No lo vigilan?

—Sí. Pero tal como se le paga a un piloto se le puede pagar a un par de pacos para que no abran la boca. 

Seguel asintió. 

—Supongo que no irá solo. Llevará guardaespaldas. 

—Solo dos. 

—¿Su familia? 

Ante esa pregunta, Tomás Zamorano se tensó. Removió una pelusa de la tela de su pantalón negro, buscando las palabras adecuadas. 

—Ya lo sabe... Sabe que no son hijos suyos. Ella se lo contó. 

—Pero no sabe que tú eres el padre. 

El chófer de Mackena lo observó. Luego, lentamente, negó con la cabeza. 

—Sigo siendo su empleado y el único que sabe de su plan de huida. 

Héctor Seguel se puso de pie. Alto como era, tapó el sol del mediodía con su cuerpo, echando sombra sobre Tomás Zamorano, que le había pasado información desde que un par de meses atrás él descubriera la relación que mantenía con María Luisa Tagle. No sabía lo que sería de él de ahí en adelante, y no le importaba. Dudaba que lo fuera a ver otra vez. 

—¿A qué hora partirá?

—A las ocho. —Seguel hizo el ademán de irse, pero Zamorano lo detuvo. No se inmutó ante la mirada fría del ex militar—. Espero que lo mates antes de que logre escapar. 

—Haré algo mejor que eso. 

Emprendió el camino con las manos en los bolsillos de su abrigo. Mientras cruzaba la Alameda rumbo al centro de Santiago, alzó la mano hasta el bolsillo de su camisa, en el lado izquierdo del pecho. La carta estaba allí, como todos los días, en cada camisa, desde que él se la había entregado. Era una de la última promesa que le había hecha y tal como las otras, la cumpliría. Paso a paso, ajeno a lo que lo rodeaba, recordó cuando se la entró. Para entonces, estaba tan malherido que apenas podía mantenerse erguido, pero eso no le impidió escribir la quinta misiva, la única que ellos no le habían pedido. Se la dio y Seguel no sabía si era solo porque confiaba en él o por desesperación. Recordaba su voz al pedírselo; era la única vez que su tono había contenido una pizca de súplica. 

—Envíala cuando esto termine. No antes... Solo cuando termine... 

Luego le había dado la espalda sobre el pobre lecho donde dormía o intentaba dormir. Seguel había salido de la habitación, que era en realidad una celda, sin mirar las palabras escritas en el sobre. Lo hizo en su propia habitación, acariciando el papel y la tinta ya seca. Se preguntó qué pensaría Mackena de eso, del hecho de que él se había transformado en un mensajero de Daniel Martínez. Con una sonrisa rota en el rostro, había llegado a la conclusión de  que aquello sería un detalle mínimo frente a todo lo que había hecho a las espaldas de su jefe durante las últimas semanas. 

Si cerraba los ojos, podía visualizar sin problemas la expresión de decepción en el rostro del secretario ministerial el día en que había vuelto de su inspección a la casa de Daniel Martínez en Puente Alto. El hombre esperaba que él encontrara información, y lo había hecho. Había encontrado cajas y cajas de información sobre los negocios sucios del propio Mackena, las que revisó por encima solo para comprobar lo que Daniel ya le había contado sobre los locales de prostitución con niños. Frente a su jefe, dijo con calma que en la casa no había nada, solo pertenencias personales del hombre al que llevaban torturando casi un mes. Mackena le había creído, porque era demasiado estúpido para hacer otra cosa. Era demasiado estúpido también para ver el desprecio con el que lo miraba, o para notar el asco que sentía en su presencia. 

Por las noches, cuando debía golpear a Daniel Martínez, se imaginaba que era a su jefe a quien le rompía las cosillas y le abría la piel. Eso no bastaba para superar la culpa, pero ayudaba. Cuando llevaba el cuerpo maltrecho del joven de vuelta a su celda, se quedaba esperando a que despertara, aunque fuera a medias, para verificar que aún le quedaban fuerzas en el interior. A medida que pasaban los días y estos se transformaban en semanas, Daniel había dejado de hablarle. Ya no le recitaba en voz alta los pasajes de aquel libro. Seguel había aprendido algunos de memoria, en especial aquel que el joven parecía dedicarle con más ahínco. 

Verás a todos los que has matado al final. Te estarán esperando, uno al lado del otro. Cerrarás tus ojos sabiendo que ellos te observan, que te esperan. 

No le había dicho que ya los veía, cada noche, en especial al primero de todos, Gabriel Duarte. Pero Daniel lo sabía. Armado de eso había transformado los interrogatorios donde no estaba Durán en sesiones donde cada golpe era una verdad, pero no sobre él mismo o sus compañeros, sino sobre Salvador Mackena. 

—¿Sabes para quién trabajas, Cóndor? ¿Lo sabes? Es un violador de niños... Mientras tú me golpeas, él está violando a algún menor de edad en alguna parte... ¿Qué se siente trabajar para un hombre así? 

Esas noches, con Daniel semi inconsciente y sus manos bañadas en sangre propia y ajena, Seguel se miraba al espejo y se preguntaba si ya era demasiado tarde para dejar esa vida consistente en apretar el gatillo por hombres que no eran capaces de hacerlo ellos mismos. Para ese momento, cargaba con tantas muertes encima que una más parecía un detalle insignificante. Pero le quemaba que fuera ese joven de mirada oscura, porque en el fondo sentía que no era justo. Ninguna de sus asesinatos había sido justo, ninguno. Pero de pronto, en esa casa en un cerro de Lo Barnechea, se preguntó si de verdad él no podía hacer nada por cambiarlo. 

Una mañana, dos semanas antes de que recibir la orden de matarlo, despertó a Daniel lanzándole un chorro de agua a la cara. Este se había erguido con dificultad, enfrentándolo con su expresión desafiante a pesar del dolor. 

—Cuéntame lo que sabes de Salvador Mackena —había dicho Seguel, sentado en una silla frente al joven y con Los Bienaventurados entre las manos—. Cuéntame por qué quieres acabar con él. 

Daniel Martínez se lo había contado todo. Desde el inicio en un internado llamado Markham, hasta los locales. No dijo nombres, pero Seguel supo que hablaba de sus amigos. Mientras lo escuchaba, una sensación de asco lo fue invadiendo. No era solo por Mackena, sino por sí mismo. Había estado trabajando para un hombre que era un monstruo y lo peor es que no era la primera vez. Llevaba años haciéndolo, había matado a su propio amigo por el mandato de un monstruo de muchas cabezas, convencido de que el traidor era Gabriel y no él. Había tardado años en entender que obedecer una orden no era seguir un ideal, mucho menos era hacer lo correcto. Frente a Daniel Martínez, comprendió por fin qué era aquello que lo tenía tan cansado, quiénes eran las siluetas que veía de refilón en la oscuridad. 

Era culpa y eran sus muertos.    

—Mackena está planeando algo para deshacerse de todos los que buscan desenmascararlo —había dicho cuando Daniel terminó de hablar—. Quiere que te obliguemos a escribir unas cartas para reunirlos. 

—¿Por qué me cuentas esto? 

—Porque tú morirás aquí. Pero quizás tu muerte pueda servir de algo. 

Daniel, entonces, con la mirada fija en su rostro, había sonreído. 

—¿Qué planeas, Cóndor? ¿Quieres que escriba esas cartas...? ¿Quieres que ayude a que mis amigos se reúnan en contra de Mackena a causa de mi muerte y entonces... todos juntos, puedan destruirlo? 

—Sí. 

—¿Y qué papel jugarás tú en todo eso? 

—Yo seré quien les allane el camino para que lo logren. En cada paso, desde el lado de Macdkena, torceré todo para que ellos ganen y él pierda. 

Por primera vez desde que estaba en esa casa, Daniel lo miró con temor. 

—¿Cómo puedo confiar en ti? ¿Cómo sé que no me estás mintiendo? 

—No tienes cómo. Morirás sin saber si tu muerte valdrá la pena. 

—Tú también morirás, Cóndor. Uno de ellos te matará tarde o temprano. 

—Eso espero. 

Daniel había sonreído, entonces, satisfecho. Luego había extendido la mano hacia él para sellar el trato. Al mirarlo a los ojos, Seguel se había convencido de que los enemigos, a veces, también podían jugar del mismo bando. Once días después, dentro del auto que sería su tumba, Daniel había vuelto a sonreír. Tenía la vista fija en el parabrisas, en el predio cubierto de pasto que los rodeaba. Miraba hacia la cordillera, al cielo que se extendía más allá de esta. 

—A mí también me verás... al final. Nada te librará de ver mi rostro. 

—Lo sé. 

Había puesto la mano en su hombro delgado por los días de cautiverio y luego el cañón contra su sien izquierda. No lo sintió temblar antes del disparo, ni tampoco cerró los ojos para recibir la muerte. Cuando su sangre lo salpicó, Seguel se dio cuenta que estaba llorando, tal como aquella noche de en que había matado a Gabriel Duarte. 

Se detuvo frente al correo justo cuando la lluvia comenzaba a caer sobre él y sobre la ciudad. Se refugió en el edificio, dentro del cual un puñado de personas esperaba hacer lo mismo que él. Tardó diez minutos en terminar frente al mesón, detrás del cual le sonrió el mismo hombre que lo había atendido en su anterior visita. 

—Buenos días, mi nombre es Óscar Vidal. ¿En qué lo puedo ayudar? 

Seguel, con esfuerzo, le sonrió levemente. 

—Necesito enviar esta carta. 




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Ramiro intentaba no quemar los huevos que le habían puesto a hacer, mientras Frank y Mariana, en el mesón junto a la cocina, machacaban papas hasta hacerla puré. Ella tenía dificultades para no reírse con las expresiones que hacía el periodista, que eran una mezcla de concentración y dolor. 

—¡Esto va a acabar con mis muñecas!

—No seas exagerado... 

—Si quieres te cambio, Frank —dijo Ramiro. 

—No —espetaron al unísono los otros dos al escucharlo. 

Iba a replicar cuando oyó el chirrido de la puerta. Se le tensó la espalda y, a menos de un metro de distancia, vio a Mariana hacer lo mismo. Se miraron durante el segundo que tardó en llegar el portazo. Ramiro sacó la pistola del bolsillo del pantalón y le quitó el seguro. De pronto, Mariana también tenía su arma en la mano y solo Frank los contemplaban a ambos sin saber qué hacer. 

La joven abrió la puerta de la cocina lentamente, pero fue Ramiro el primero en asomarse al comedor. Sus ojos se posaron de inmediato en la figura de pie cerca de la entrada. A contraluz, no era muy diferente a lo que había visto días atrás en la casa de Lo Barnechea. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo y cuando quiso hablar, no lo logró. 

Al verlo, el hombre levantó las manos. 

—Q-quieto... No te muevas... —Avanzó un par de pasos, lo que permitió a Mariana salir por fin de la cocina. Lo hizo con la pistola en ristre, cosa que Ramiro comprobó al verla avanzar junto a él, llegando casi hasta el centro del espacio que los separaba de Héctor Seguel—. Mariana... 

—Hijo de puta. 

El Cóndor la observó. Sus manos, alzadas hasta entonces junto a su cabeza, fueron hasta la parte trasera de esta. 

—¡Que no te muevas, dije!

Mariana, temblando de rabia y miedo, emitió un quejido sordo al ver la inmovilidad pétrea con la que el asesino de su padre parecía rendirse ante ellos.  

—¿Qué haces aquí? ¿Qué es esto?

Heéctor Seguel despegó con dificultad los ojos de ella para posarlos de nuevo en el joven a su lado. 

—Necesito hablar contigo, Ramiro Aránguiz. 


Nos leemos en el final del libro. 

GRACIAS POR LEER :)

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