CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng


Luego de obligarse a comer algo en el Fernández Concha, Ramiro se fue en su propio auto hacia la consulta donde se encontraba Hugo. En el asiento trasero, además de su chaqueta aún manchada un poco con sangre en su forro interior, estaban el par los documentos que él sospechaba podían tener relación con Héctor Seguel. Pensaba llevárselos a su casa y seguir estudiándolos cuando su amigo volviera a salvo a la suya. 

Ya los había revisado meticulosamente tres veces, pero le parecía que no era suficiente, porque con cada lectura sus sospechas aumentaban. Desde que Manuel se había ido de la oficina y ahora mientras manejaba, no podía dejar de pensar en ellos. Uno incluso se lo había aprendido casi de memoria de tanto releerlo. Llevaba el título EXPEDIENTE DE EL CÓNDOR. 

Según lo que indicaba el documento, el sujeto denominado con dicho apodo era un ex sargento del ejército que había estado activo hasta el año 1977. Se le adjudicaban varios secuestros de mandos medios de los partidos Comunista y Socialista, además de presidentes de federaciones de estudiantes, sindicalistas y profesores universitarios. En esos operativos, era él quien dirigía a los cabos a su cargo. También, cuando la orden así lo indicaba, era capaz de disparar su fusil sin negarse o dudar. Para cuando comenzó a trabajar para la CNI, ya cargaba con su apodo. Seguramente, el ascenso se debió a su eficacia militar y al hecho de que en el ejército era difícil que un uniformado sin buen apellido o contactos importantes, por muchos méritos que tuviera, pudiera pasar de suboficial a oficial. Transferirlo a la Central Nacional de Informaciones, cambiarle los jefes y ponerlo a seguir órdenes por debajo del radar público solía ser un buen método a usar con aquellos que se lo merecían. Lo que Ramiro no sabía era el verdadero motivo de que lo llamaran "El Cóndor", aunque suponía que el hecho de que dicha ave comiera carroña tenía algo que ver. Eso sí, le parecía un título muy imponente para un simple ex sargento. 

Su mente tampoco le permitía olvidar que la posibilidad de que el tal Cóndor no tuviera ninguna relación con Seguel era innegable hasta demostrar lo contrario. El instinto, por otro lado, lo hacía volver una y otra las palabras redactadas en una máquina de escribir por alguno de los compañeros de Mariana, quizás por el mismo Daniel. Especialmente una parte: "Las víctimas que El Cóndor asesinó durante su periodo en la CNI solían ser encontradas en el interior de autos abandonados, con un solo disparo en la cabeza.". Si eso se sumaba al hecho de que desde 1981 se le había perdido el rastro, el expediente se transformaba en el más prometedor de todos. 

Ramiro se hizo un esquema en la mente: Héctor Seguel, que durante los primeros años había secuestrado y probablemente torturado a hombres y mujeres como el padre de Mariana Duarte, luego había sido trasladado a la CNI para que sus talentos pudieran ser usados de mejor forma. Su trabajo en esta había durado hasta que un empleador que probablemente pagaba mejor le había ofrecido elevar sus condiciones otra vez, ahora en el ámbito privado. Ese nueve jefe se llamaba Salvador Mackena y, si no se equivocaba, todas las flechas apuntaban a que había sido Seguel, alias "El Cóndor", el encargado de matar a Daniel Martínez, el hombre con quien todo había vuelto a comenzar. 

El siguiente paso era seguir esa pista y luego, si esta lo llevaba a buen puerto, averiguar cómo se acababa con un tipo de esa calaña. ¿Sería más difícil que con Durán? Ramiro estaba seguro que sí. 



**********************************************



—Recuerde: no tiene que moverse con brusquedad, mucho menos hacer fuerza con el brazo izquierdo. También tomar bastante agua y comer bien. —Ernesto, con una expresión de duda, volvió a estudiar a Hugo de arriba abajo mientras este se abotonaba la camisa con expresión de alegría—. No sea porfiado. Si no me hace caso va a tener que irse a un hospital. Yo no debería dejarlo ir tan rápido, pero es que tampoco tengo acá las condiciones...

—Doctor, tranquilo. Si me voy a portar bien. 

Hugo le guiñó un ojo a Ramiro, que lo contemplaba desde la puerta. Este, sin embargo, no correspondió a su gesto con ninguna muestra de complicidad. 

—Voy a darle todas sus indicaciones a la señora, doctor —murmuró el joven—. Así que no se preocupe.  

El hombre le dio las gracias con una sonrisa. 

—En caso de dolor, tome aspirina. Que alguien le cambie la venda cada ocho horas, por lo munes durante los tres primeros días. Si se le llega a infectar, vuelva. —Ernesto cerró la libreta donde había anotado todas las indicaciones con antelación, como si temiera olvidarlas—. Dicho todo eso, está oficialmente dado de alta. 

La sonrisa de Hugo se amplió y, en esa ocasión, Ramiro no pudo evitar secundarlo. Verlo de pie y con ánimo solo unas horas después de que lo hirieran era bueno, aunque también temía que su amigo se sobrepasara producto del entusiasmo. Aunque él no era el más indicado para aconsejarle mesura en nada. Ni siquiera había dejado que el doctor le revisara la herida que lucía en la sien derecha.   


Cuando Hugo se acercó a él, ya casi completamente vestido, le extendió la chaqueta. El detective arrugó ligeramente el ceño, porque ponerse la camisa había sido el momento más difícil del proceso debido a los movimientos de hombros y brazos que implicaba. Ramiro comprendió de inmediato y se la colocó por encima. 

—Gracias —le dijo el hombre—. ¿Nos vamos?

—Sí. De más está recordarte que yo voy a manejar. 

—A la velocidad que lo haces, vamos a llegar mañana a mi casa. 

—Puedo manejar rápido cuando quiero. Anoche lo hice, pero no te diste ni cuenta. 

—Ver para creer. —Hugo se giró hacia el doctor, que ordenaba utensilios quirúrgicos sobre una bandeja—. Muchas gracias por todo, Ernesto. No sé cómo pagártelo. 

—Ya arreglé eso con su amigo. Cuídese bien y estamos a mano. 

Hugo estiró su mano derecha a modo de despedida y el doctor se la estrechó. 

—Buena suerte. 

—Igual para ti. Vamos, Ramiro. 

—Vamos. 

El joven lo dejó cruzar el umbral y entonces se acercó al doctor. 

—Su pago ya llegará. Lo prometo. 

—Le creo. Ustedes tienen pinta de gente buena, aunque un poco temperamental. Trate de controlar el dedo en el gatillo. 

Ramiro pareció pensarlo un segundo antes de asentir. Sin decir nada más, siguió a Hugo hacia el exterior de la consulta, donde este miraba el escarabajo negro estacionado al frente con las cejas alzadas. 

—¿Y mi compañero Chevrolet? —preguntó cuando su amigo se puso al lado—. No me digas que lo chocaste. 

—No. Tú lo dejaste bañado en sangre. Eso pasó. —Ramiro abrió la puerta del conductor, pero, al ver que el hombre a su espalda no se movía, se apoyó en este para mirarlo—. Siento no tener un auto más acorde a tus necesidad. Esto es lo único que hay. Ahora súbete, que Alicia te está esperando. 

Hugo se quedó donde estaba unos segundos más antes de hacer lo que le decían. Cuando ambos estuvieron en el interior del vehículo, este puso su mano sobre la que Ramiro pretendía usar para accionar con la llave el motor. 

—Anoche... —comenzó—, una parte de mí quiso matarlo. De verdad. Pero no fui capaz. Solo atiné a dispararle para que se asustara. Pero el hijo de puta no se asustó tanto como yo esperaba. Tampoco esperé que me diera. Estaba tan... tan preocupado porque no te hiciera nada que...

—Lo sé. Yo tampoco esperaba que te disparara a ti. 

—Siento haberte dejado solo. 

—Estabas herido, Hugo. ¿Cómo chucha me ibas ayudar?

—Si te hubiera dado a ti, sé que te hubieras parado como sea para ayudarme. A ti no te tumban con un solo disparo. 

Ramiro se quedó en silencio, la vista vagando por el final de la calle donde se encontraban. Les quedaba un largo viaje hacia Maipú, pero al menos ese no lo haría solo. Hugo volvía a estar a su lado y eso bastaba. 

—Si Durán te hubiera matado, no podría perdonármelo —dijo en voz baja—. Nunca. 

—Lo mismo digo. 

—La diferencia es que tú puedes elegir estar acá. Yo no. 

Al decir eso, sintió los ojos de Hugo fijos en su cara. Al devolverle la mirada, se dio cuenta que su amigo lo estudiaba con furia. 

—Siempre se puede escoger, Ramiro. Siempre. 

—No, no siempre. No en mi caso. No cuando se trata de Mackena. 

—Te equivocas. Quizás el final se sienta inevitable, pero el camino lo puedes elegir. Ya escogiste cuando no fuiste a buscarlo como poseído por el diablo después de que secuestró a Vicente. Si quieres matarlo, lo entiendo, pero no creas que existe un solo camino para llegar a eso. —Hugo miró al frente y respiró hondo—. Y tampoco olvides que en el camino que estás ahora cabemos los dos. 

Se quedaron el silencio hasta que el hombre habló otra vez. 

—¿Sabes lo bueno de que tú manejes? Que así no fumas tanto. Porque no eres capaz de respirar, manejar, digerir y fumar al mismo tiempo. Estoy seguro. 

—Imbécil. 

—Tu forma favorita de decir: "tienes razón, Hugo". Ya, muévete. Que mi señora debe estar preocupada. Yo voy a dormir un rato, aunque esto no está como para estirarse...

Con un par de leves quejidos de dolor, Hugo se acomodó mejor en el asiento. Mientras tanto, Ramiro encendió el motor y avanzó calle abajo. A pesar de lo dicho por su amigo hace unos segundos, a pesar de que una parte de él se negaba fuertemente a seguir involucrándolo en sus planes, el solo hecho de escucharlo respirar junto a él lo hacía sentir mejor. Eso era lo que significaba el compañerismo, supuso. 



**************************************



Faltaba poco menos de una hora para que la funeraria viniera a retirar el cuerpo de su madre. Gabriela no podía dejar de pensar en ello. Se repetía esa frase sin descanso, sentada en las sillas que Frank había estado usando de cama durante las últimas noches: "vendrán a retirar el cuerpo de mi madre". Ese conjunto de palabras implicaba demasiadas cosas. Por ejemplo, que algo así como una funeraria tendría control sobre su mamá desde su llegada en adelante. También, que dicha funeraria la metería en un cajón, el que un par de días después quedaría enterrado bajo tierra. Todo ese proceso acarreaba muchas otras palabras consigo, como "cuerpo", que era tan semejante a "objeto" cuando estaba implicada la muerte. O "restos", que era aún peor que "cuerpo" o incluso que "cadáver". Todas, en el fondo, significaban lo mismo: que su madre ya no estaba viva, que desde hace unas horas se había ido dejando atrás una masa que ellos contemplaban mientras se ponía frío y pálido y que una funeraria vendría a retirar en poco menos de una hora. 

Como una rueda, esas ideas giraban y giraban en su mente. Sin descanso, sin cambios, solo profundizándose. De vez en cuando, eso sí, se topaba con un bache, un pensamiento que era a la vez un consuelo y una herida: ellos eran afortunados. Sus bisabuelos, Frank, ella misma. Eran afortunados porque al menos Natalia Rodríguez podría ser sepultada en una tumba con su nombre, porque el cuerpo (los restos, el cadáver, como sea que lo llamara) les pertenecía. No todas las familias en Chile tenían la misma suerte. 

Tú sabes que eres una huérfana, se dijo. Y nada más esas palabras pasaron por su mente, miró a Frank. El hombre estaba parado junto a su abuela, que contemplaba a su nieta fallecida sentada en una silla que el doctor le había traído. Frank apoyaba su mano en la espalda de la mujer, encorvado y pálido, su chaqueta de mezclilla negra con chiporro blanco holgada sobre su torso disminuido durante las últimas horas de dolor. 

Ahora era incluso más parecida a él. Huérfana como lo era él, como lo había sido su madre. El mismo Frank le había ensañado que la historia era circular, que solo debían darle tiempo para que el curso de los acontecimientos lo demostraran. Y lo habían hecho con ella. Huérfana de padre desde antes de nacer, huérfana de madre desde los doce años. O trece, ya que le faltaban un par de días para cumplir. 

Escuchó pasos a su derecha y vio avanzar a su bisabuelo. Él también estaba encorvado y las arrugas que lucía en los costados de la boca se habían vuelto más profundas, como si quisieran darle cobijo a las lágrimas. Se sentó a su lado, emitiendo un suspiro de cansancio al doblar las rodillas. Gabriela sintió que la abrazaba solo por el leve peso de su brazo. Ni siquiera el contacto le producía calor desde hace horas. 

—Van a llegar pronto a llevársela —dijo y al instante siguiente se arrepintió. Pero ya era tarde para desdecirse. Cuando escribía podía tachar lo escrito, borrarlo si lo había hecho con lápiz grafito. Pero las palabras pronunciadas no. Esas solo se se convertían en silencio. 

—Sí —murmuró el hombre sentado inmóvil a su lado. De los cuatro, era el que menos había llorado, lo que en el fondo no significaba nada. Gabriela había aprendido gracias a su familia, desde muy pequeña, que el sufrimiento no podía medirse solo por la cantidad de lágrimas—. Sí, mi niña. 

No dijeron nada más. El único sonido que se escuchó fueron el de los pasos del doctor y su esposa, que les habían cedido la consulta para que estuvieran solos. Ahora se hallaban en su casa, intentando seguramente olvidarse de lo que ocurría abajo. Ni siquiera la gente buena soportaba por tanto tiempo el dolor ajeno.  

De pronto, Frank caminó hacia ellos. Sus pasos, aunque cansados, apenas provocaron sonido en el suelo de linóleo. Gabriela lo contempló, deseando que el hombre fuera capaz de alzar la mirada hacia ella, aunque fuera una vez. Pero no lo hizo. Llegó frente a ellos con los párpados caídos y la cabeza gacha. 

—Voy a salir un rato —dijo. Por un breve segundo, miró a Gabriela—. Necesito tomar aire. 

—Vaya, hijo. 

—¿Puedo ir contigo? —exclamó Gabriela, poniéndose de pie—. Por favor. 

Frank apretó los labios y luego, tras un momento de duda, asintió. Se fue hacia la puerta, con Gabriela siguiéndolo a un par de pasos de distancia. Hace un rato había hecho algo similar, llevándose a Beatriz. La mujer, que permaneció en la consulta una hora o más, había abrazado a cada miembro de la familia, incluso a Gabriela, quien tuvo que luchar con el desagrado que ella le provocaba para corresponderle el gesto. El abrazo más largo, por supuesto, fue para Frank. Ella había contado los segundos; fueron doscientos treinta y cinco en total. 

Tras la partida de Beatriz, se quedaron solos. Ella lo prefería así, sobre todo pensando en que desde el día siguiente y hasta su cumpleaños, tendría que enfrentarse a mucha gente que también le daría el pésame. Esas horas serían un descanso antes del ritual de la despedida de un ser querido. 

Frank salió de la consulta y tras torcer a la izquierda, siguió caminando. Gabriela se sorprendió al principio, pero no se detuvo en ningún momento. Junto a su tío, en silencio, viendo pasar gente que no lucían como si hubieran perdido a una hermana o a una madre, recorrieron la calle rumbo al centro de Lafken. Al llegar a la plaza, comenzó a llover. Sin embargo, eso no amedrentó a Frank. Ningún nacido en Carrera se asustaba con la lluvia. Sentir las gotas de agua en el pelo o la frente y no inmutarse por ello era parte la vida, un código genético. 

Gabriela no se dio cuenta al principio. Solo lo notó cuando su tío dejó pasar tres bancas vacías en el borde de la plaza, las que ya comenzaban a mojarse con la lluvia. Frank buscaba una en particular, ubicada bajo un enorme árbol que impedía el paso de la mayoría de las gotas. Se sentó allí y ella hizo lo mismo, a su lado, pero con un par de palmos de distancia. No sabía lo que dejaba entre ambos, aparte de espacio. Tal vez eran los secretos, los que guardaba él y también los que guardaba ella. 

Frank encendió el primer cigarro de los tres que se fumaría. Ella no objetó nada. No le gustaba que fumara, pero en esos momentos no le parecía tan malo. Prefería eso que verlo llorar. Prefería ese silencio de humo que un silencio total. 

La lluvia arreció un poco a su alrededor y el sonido de las gotas chocando contra las hojas, contra los paraguas y los adoquines, suplió en parte las palabras que Gabriela no se atrevía a decir. Cada vez que tenía a Frank cerca, lo que ella había intentado mantener a raya se reforzaba, como si el autor de El Club de los Seres Abisales hubiera escrito la frase para ellos en ese momento. Pero por más que sentía las sílabas en la punta de la lengua, no fue capaz de pronunciarlas. Las saboreó en su mente, a modo de consuelo que quizás, un día, podría compartir con el único hombre que había sido un padre para ella. 

Mateo Salvatierra tenía razón, la gente que estaba en el Abismo no decía adiós. Ese era un privilegio de las personas que vivían en paz. Los que eran como su tío no conocían el fin, solo las pausas como aquella, bajo la lluvia y en el silencio. 

Gabriela cerró sus ojos para escuchar mejor la respiración de tabaco del hombre sentado a su lado. Eso era la única prueba que tenía de que aún estaba allí, al menos en parte. 



*****************************************



Héctor Seguel escuchó la puerta de la casa abrirse desde su habitación. Se sentó de inmediato sobre la cama, aunque con calma. Sabía quién era el recién llegado. Había esperado esa visita durante todo el día y luego en las primeras horas del anochecer. Pero al parecer, Salvador Mackena había logrado combatir la impaciencia lo suficiente para personificarse allí ya pasadas las diez de la noche. 

Se puso de pie y fue hacia la puerta. Escuchó a su jefe moverse por el recibidor y lo visualizó encendiendo un cigarro con premura y ansia. Se permitió una sonrisa mientras avanzaba por el pasillo. Para cuando llegó donde Mackena lo esperaba, volvía a estar tan serio como acostumbraba. 

—Jefe. 

Su voz le provocó un respingo al aludido, de espaldas al pasillo en ese momento. 

—¿Cómo te fue con todo? —preguntó Mackena tras girarse a mirarlo. Tal como Seguel esperaba, tenía un cigarro encendido en la mano. 

—Todo quedó arreglado. 

—Bien. 

El rostro del hombre, bien proporcionado y con un aire juvenil, se torció en un gesto de preocupación. Seguel se mantuvo en silencio y lo estudió, recreándose en lo que un obstáculo imprevisto podía provocar en un rico acostumbrado a ganar siempre. 

—Tenemos que hacer algo —murmuró al fin Mackena—. Y rápido. 

—Usted diga. 

El secretario ministerial se removió en el puesto. La corbata roja que llevaba en el cuello estaba arrugada en la punta y la línea de su pantalón no era tan recta esa noche como solía ser. Seguel nunca lo había visto así y aquella certeza casi lo hizo sonreír de nuevo. 

—El muchacho. Quiero que lo...

—No —dijo antes de Mackena continuara. Este, al escucharlo, lo observó con una expresión de sorpresa e incipiente enojo. 

—¿Qué dijiste?

—Dije: "no". 

—¿Y qué mierda se supone que significa eso? Si yo te digo que vayas por el muchacho...

—No es lo correcto, señor. 

Mackena se puso rojo de ira. Incluso dio un paso en dirección a Seguel, quien no se inmutó. 

—¿Lo correcto? ¿Me puedes decir qué mierda te pasa?

—Vicente Santander no ha despertado. Usted le dijo que si lo denunciaba iríamos por Manuel Ortiz. Si cuando él despierte le hemos hecho algo, Santander no tendrá motivos para callarse su nombre. 

La boca de Mackena, abierta, se cerró de golpe cuando Seguel terminó de hablar. 

—¿Y tú esperas que me quede de brazos cruzados?

Tú siempre estás de brazos cruzados, pensó. Solo dejas de estarlo cuando vas a culiarte a algún menor de edad a tu local favorito ubicado en Ñuñoa. 

—Lo mejor es esperar. 

—¿Esperar qué?

—Que Ramiro Aránguiz cometa un error. Anoche, por lo que informaron, tuvo suerte. Pero no tanta suerte. El detective que lo acompaña a todos lados salió herido. 

—¿Murió?

—No lo sé. 

—¡Averígualo!

Mackena, al percatarse que su grito no provocaba más reacción que un par de parpadeos, se giró de nuevo hacia la puerta. De espaldas a Seguel, volvió a hablar. 

—No estoy contento con tu desempeño. La muerte de Durán en parte es tu culpa. Si sigues así, voy a tener que jubilarte anticipadamente. Ya sabes lo que eso significa.

La puerta se abrió y se cerró, indicando la partida de su jefe. A la distancia, no la que Mackena acostumbraba en sus visitar, sino una mucho menor, escuchó un motor partir. Luego las llantas de un auto alejarse por el camino. No se movió hasta que el sonido se perdió por completo. Entonces sacó del bolsillo derecho de su pantalón la carta de Ramiro Aránguiz. 

Leyó las palabras en silencio, siguiendo el trazo de la letra. Esta era casi tan firme como la de Daniel Martínez, excepto al final. Las sílabas de las palabras "te encuentre" se estiraban, estremecidas por el ansia y la rabia de su autor. Solo por eso, Seguel sabía que el joven ex detective no estaba listo.

Con calma, volvió a su habitación, pasando frente a la que Vicente Santander había ocupado hasta hace un par de noches. A veces, tenía la impresión de que seguía allí, que se acercaba la hora de llevarle comida. A veces, imaginaba que si abría la puerta encontraría a Daniel sentado en la cama, listo para clavar sus ojos en los suyos. El olor a dolor y a muerte lo siguió por el pasillo, pero en esa ocasión no supo si era solo el recuerdo de sus víctimas o un rastro dejado por Salvador Mackena. 

Las dos, pensó. Y volvió a sonreír. 



*****************************************



Para cuando Ramiro llegó a su casa, la silueta de Mariana Duarte ya lo esperaba junto a la reja. Quizás se había tardado más de lo previsto, obligado por Alicia a quedarse a comer y compartir un poco con la familia. Quizás la joven hubiera estado allí no importa la hora en que él se presentara.  

—Buenas noches —le dijo cuando se acercó. Al segundo siguiente, notó la venda en su cabeza—. Veo que la faena dejó sus marcas. 

—Mejor entremos. 

Ramiro abrió la reja y luego la puerta para que ella pasara. Bajo la luz tenue y amarillenta de la única lámpara del comedor, Mariana estudió el lugar con curiosidad. Cuando se dio cuenta que los muebles y paredes le entregarían poca o nula información sobre su habitante, volvió a mirar a Ramiro, que la contemplaba a su vez junto a la entrada. 

—Primero que todo: felicitaciones por tu primer muerto. 

—¿Cómo sabes que es el primero?

—Porque he leído tu expediente. —La joven se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta corta antes de dibujar un gesto pensativo con la boca y las cejas—. Una vez te faltó poco. Un asaltante que se dio a la fuga por calle Exposición en plena madrugada. Lo buscaban por robo a mano armada y allanamiento de morada. En su último robo había abusado de la hija de la familia. El disparo que le diste por poco lo mata, pero se logró recuperar. Siempre me lo he preguntado: ¿fallaste o te arrepentiste a último momento?

Ramiro, con el ceño fruncido, negó con la cabeza. 

—No me gusta que sepas tanto de mí. 

—Todos los hombres me dicen lo mismo. —Mariana sonrió. Luego se sentó en el único sofá del lugar. Este rechinó bajo su peso—. Linda casa, por cierto.

—Dejémonos de mentiras y vamos al grano. 

—Como quieras. Manuel me dijo que necesitabas hablar conmigo. ¿De qué?

—¿Quién es "El Cóndor"? —La expresión de la joven ante la pregunta fue por unos segundos una mezcla de sorpresa y miedo. Ramiro sonrió por la pequeña victoria—. ¿Es Héctor Seguel?

—¿Cómo sabes tú eso?

—Tenía la sospecha. Me la acabas de confirmar. ¿Desde hace cuánto sospechas que Seguel trabaja para Mackena?

—Desde hace unos seis meses —respondió Mariana con la mirada nublada. 

—¿Por qué?

—Seguel fue visto en uno de los locales que Mackena maneja. 

—Pudo haber como cliente. 

—No... Seguel no. 

Ramiro alzó una ceja ante esas palabras. 

—Pareces conocerlo bien. 

Mariana lo observó durante unos segundos con el rostro inmóvil, frío. 

—Lo conozco bien. Era un amigo de mi papá antes del Golpe. 

—Pero...

—Mi papá no era un comunista... Era un militar. Un milico que desertó cuando se dio cuenta que su trabajo de repente implicaba tomar detenido a civiles, torturar gente, fusilarlos sin juicio... Duró hasta noviembre del 73. Luego entregó su uniforme. Tardaron una semana en ir a buscarlo. Héctor Seguel a la cabeza. 

Ramiro, entumecido por aquella información, inclinó la cabeza. La joven frente a él se removió antes de romper el silencio. 

—¿Sabes qué es lo peor de todo? Que recuerdo muy bien esa noche. En especial, lo recuerdo muy bien a él. Cómo entró a la casa, fusil en mano. La forma en que llamó a mi papá... Y que cuando me vio, me dijo: "vaya a acostarse, Marianita". Así me decía: "Marianita". Lo más probable es que en esa época, aún pensara que estaba haciendo lo correcto, que solo seguía órdenes.  

Mariana se puso de pie, pesando la mano derecha por su pelo corto y ondulado. 

—Seguel es un hombre... estoico. No fuma, no toma, no apuesta ni tampoco se acuesta con prostitutas. Es como una máquina. Fría, bien aceitada. Por eso lo escogieron en la CNI, porque alguien así no tiene puntos débiles. Por eso, creo, lo escogió Mackena. Durán era un león: comía de las presas que otros le llevaban. Seguel es una serpiente. Escurridizo, paciente... Nunca hemos podido comprobar si trabaja o no para Mackena, pero si es así, vuelve todo más difícil. 

—Seguel trabaja para Mackena. Durán me lo dijo antes de morir. 

El aire de la habitación pareció vibrar bajo la mirada que Mariana le dirigió tras escucharlo. 

—¿Estás seguro?

—Sí. 

—Entonces...

—Lo más probable es que haya sido él quien mató a Daniel. 

La joven cerró los ojos durante un instante. Luego asintió. 

—Como dije, esto complica las cosas...

—Te llamé para proponerte algo. No solo a ti. También a su gente. —Cuando las miradas de ambos se encontraron, Ramiro continuó—: Trabajemos juntos. Tu objetivo está entre Mackena y yo, ahora lo sé. Así que... creo que lo mejor es unamos fuerzas. 

—Nuestras fuerzas están unidas desde hace tiempo, Ramiro. Solo faltaba que lo reconocieras. 

—Muy bien. Entonces lo reconozco. 

Marina se permitió en ese momento una mueca victoriosa. 

—Me huele a que tienes un plan. 

—Así es. Pero primero, quiero saber algo: ¿por qué llaman a Seguel "El Cóndor"? 

—No sé por qué. Solo sé que era un apodo que tenía desde que era un cabo. Incluso mi padre lo llamaba así cuando eran amigos. 

Fue el turno de Ramiro de asentir en silencio. Mariana, sin pedirle permiso, se fue hacia la cocina y le habló desde allí. 

—Antes de que me cuentes tu plan, dime la verdad: ¿fallaste o te arrepentiste a último momento?

El joven tardó un poco en entender a qué se refería. Cuando lo hizo, respondió en voz baja, solo para sí mismo. 

—Me arrepentí a último momento. 



GRACIAS POR LEER :)

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro