CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

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A las diez de la mañana, el auto de la funeraria se estacionó fuera de la casa de Frank. Traían consigo el féretro con el cuerpo de Natalia en el interior, además de los otros artículos necesarios para instarla en el centro del comedor. 

Fue él quien los recibió y les indicó mediante gestos y monosílabos donde poner todo. por fortuna, los tres hombres encargados de la tarea sabían muy bien lo que hacían. En la espalda cargaban con una experiencia mucho mayor que la suya en funerales y entierros. Los observó trabajar, intentando no detenerse a observar durante demasiados segundos la caja de madera que contenía los restos de su hermana. Sin embargo, no lo consiguió del todo. Se grabó la silueta de bordes redondeados, el color rojizo y artificial de la madera. Era un objeto bonito si uno olvidaba para lo que servía. 

—Señor... Señor...

Frank alzó la mirada hacia uno de los hombres que lo observaba con una lástima leve, aprendida seguramente a lo largo de años de oficio. 

—¿Sí?

—Necesito que firme la recepción. —Le estiró una hoja de papel que Frank no leyó. Estampó su firma con un movimiento mecánico de su muñeca—. Gracias. Mañana la retiraremos a tres de la tarde. La inhumación está programada para las cinco en el cementerio general de Lafken. 

Frank asintió. 

—¿Necesita algo más?

Casi sonrió al escuchar la pregunta. La lista de cosas que necesitaba o quería era tan larga en ese momento que solo abrir la boca para responder le parecía una estupidez. 

—Nada más. Gracias. 

El hombre inclinó la cabeza a modo de despedida y junto a los otros dos trabajadores, que vestían ropa de faena y no traje como él, salió de la casa. Frank los escuchó abrir y cerrar la reja de madera que separa el jardín de la calle de tierra y caminar hacia el vehículo que habían estacionado a un par de metros. En ese mismo auto, al día siguiente, se llevarían a Natalia rumbo al mismo cementerio donde estaban enterrados sus padres. El número de miembros de familia que yacían en aquel lugar era igual que el número de miembros de su familia que aún vivían con él, pensó sin poder evitarlo, al tiempo que se sentaba en una silla cercana. 

Desde el día anterior que no estaba solo, cosa que no sabía si agradecer o no. Al verse allí, tan cerca del ataúd, se preguntó si sería capaz de llorar. Pero por más que pasaron los segundos, no lo hizo. Supuso que ya no le quedaba lo necesario para hcerlo. 

Miró hacia la puerta abierta de su casa, hacia el jardín que su abuela, a pesar de su edad, seguía cuidado. A veces, Natalia le ayudaba a regar o plantar. Era la única de la familia que lo hacía, ya que él y su abuelo eran demasiado torpes y Gabriela prefería mil veces cortar leña que, como ella decía, "jugar con tierra". Desde ahora en adelante, tendría que hacer un esfuerzo para ayudar a la mujer, no podría dejarla sola con esa tarea...

Escuchó la reja de madera y se puso de pie para ver de quién se trataba. Al ver a Andrés Leyton, una leve sonrisa se dibujó en sus labios antes de desaparecer. 

—Hola, amigo —dijo el editor al cruzar el umbral. Luego, sus ojos se fueron hacia el ataúd, cuya tapa nadie había levantado. Llevaba en las manos una corona de rosas blancas. La primera corona de Natalia—. Llegué un poco tarde. 

—No te preocupes. 

—¿Y tu familia?

—Donde una vecina. La mujer se los llevó para que comieran algo y para que...

—Entiendo, entiendo. 

Andrés dio otro par de pasos en el interior de la casa. Vestía un traje negro, camisa blanca y corbata azul oscuro. Llevaba su eterno bolso de cuerpo gastado colgado del hombro derecho y una expresión que no se definía entre la calma y la preocupación en el rostro. Con lentitud solemne, dejó la corona a los pies del féretro. A Frank se le hizo extraño verlo allí, y lo percibió más alto que en las oficinas de La Bruma o en cualquier otro lugar donde acostumbraban a reunirse. Sabía que Andrés no venía de una familia importante y, a pesar, de su puesto en el diario local no era rico ni mucho menos. Aún así, vivía en una bonita casa cerca del centro de Lafken y si no tenía auto era porque no lo necesitaba. Verlo allí, en una calle de madera de Carrera, lo hacía ver incluso más citadino de lo que ya era. 

—Gracias por venir —le dijo, palabras que el hombre desechó con un movimiento de cabeza—. No, de verdad. Gracias... por todo. 

—Bueno... de nada. Sabes que puedes contar conmigo.

—Lo sé. 

Se miraron, el féretro de Natalia en el borde de la visión de ambos. 

—Oye, sé que no es el momento... pero también sé que es algo que te importa. Me siento mal guardándome el secreto. 

—¿Qué pasa? —preguntó Frank con el ceño fruncido. 

Andrés se lo pensó un momento antes de responder. 

—Tres cosas. Primero: logré comunicarme con Eric Villanueva. El problema es que se mostró bastante reacio cuando le dejé caer por qué llamaba y desde dónde. Entonces se me ocurrió pronunciar tu nombre y voilá... no cambió completamente de actitud, pero noté cierto resquicio. Así que...

—Entiendo. —Bajó la cabeza. Había olvidado por completo lo relacionado a Mackena; incluso había olvidado a Vicente. Las dudas sobre su estado le revolvieron el estómago vacío—. ¿Qué más?

—Vicente Santander fue encontrado con vida —exclamó Andrés, como si le hubiera leído el pensamiento. Frank lo observó con la boca abierta, lo que el editor tomó como una señal para entregar más información—. Anoche leí la noticia. No saben por qué, pero fue dejado fuera de un hospital del centro de Santiago... uno con nombre de universidad...

—¿El de la Universidad de Chile?

—¡Ese!

Frank tragó saliva. 

—¿Está bien?

—Está en cuidados intensivos. Pero está vivo y... 

—Sí... —los ojos de Frank se desviaron hacia el ataúd de su hermana, intentando no pensar en las similitudes entre lo sucedido a ella y y lo sucedido a Vicente—. Me alegro... —Volvió a contemplar a Andrés, preguntándose al mismo tiempo si Ignacio sabría que en el hospital donde trabajaba se recuperaba Vicente Santander, el novato de Markham. Se preguntó si le importaba—. Dijiste que eran tres cosas...

Andrés se mantuvo en silencio, debatiéndose en su interior antes de responder. 

—Patricio Olmedo... lo encontré. —Frank se estremeció en el puesto debido a la impresión. Andrés, al verlo, se acercó un poco más a él—. Lo siento... tenía que decírtelo tarde o temprano. 

—No es eso... es que... Pensé que no lo ibas a encontrar o que... que...

—Que estaría muerto. —Con lentitud, Frank movió su cabeza a modo de asentimiento—. Pues no lo está. Vive en Santiago en la casa de su familia, en la comuna de Providencia.

Se quedaron en silencio un instante. Luego, en voz baja, Andrés continuó. 

—Frank, si quieres, puedo hacerme cargo de esto y...

—No. Gracias, pero...

—Implicaría viajar de nuevo. ¿Has pensado en...?

—No lo sé. Aún no lo sé. Yo... es todo muy...

De pronto Andrés estaba frente a él, con la mano lista para apoyarla en su hombro. Frank sintió el contacto y lo agradeció. 

—Tómate tu tiempo. Y sabes que puedes contar conmigo para todo. —El editor se alejó de nuevo para dejar sobre el sofá su bolso y también la chaqueta—. Los de la oficina vendrán a lo largo del día. Ya sabes que no podemos dejar la redacción sola. Yo tendré que pasarme por allá en la tarde y...

Frank perdió un poco el hilo de las palabras de su amigo, pero no dejó de observarlo. Su presencia hacías las cosas más fáciles. Lo necesitaba, sobre todo cuando llegara su familia, que sería pronto, y cuando comenzaran a presentarse en la casa las visitas. 

Aquel día iba a ser muy largo. 



**************************************



Manuel cruzó la reja de su colegio con la mochila colgando solo de su hombro derecho. Iba sumido en sus propios pensamientos, por lo que no la vio al pasar por su lado. Solo cuando Mariana pronunció su nombre, se detuvo en seco y se volteó para toparse con ella a un par de pasos. 

—¿Por qué tan distraído? —le preguntó con una sonrisa. 

Como siempre que la veía, durante los primeros segundos Manuel se sintió un poco aturdido. Sabía que siquiera soñar con que ella lo viera más que como un niño era absurdo, pero no podía evitarlo. Tampoco pudo evitar mirar a su alrededor y fijarse en las expresiones de sorpresa y envidia dibujadas en los rostros de sus compañeros e incluso de los alumnos más grandes del colegio. Si Mariana notó cómo la miraban los adolescentes de ambos géneros que pasaban cerca, no lo demostró. 

—Tierra llamando a Manuel...

—Perdón, es que... —Tiró del mango de la mochila, intentando sin éxito ocultar su nerviosismo—. ¿Pasó algo?

—Nada. Solo que me dieron ganas de venir a buscarte. 

—¿Por qué?

Mariana lo miró con la ceja derecha alzada. Sabía lo que esa expresión quería decir, pero no pudo evitar repetir su pregunta. 

—¿Por qué?

—Es mejor que no hablemos acá. Vamos, tengo un auto esperándonos cerca. 

La mujer comenzó a alejarse y Manuel, tras un instante de duda, la siguió. Caminaron en silencio casi dos cuadras. Mariana llevaba ese día unos jeans aflautados de color burdeos y zapatillas de lona blancas, más su habitual chaqueta corta en cuyos bolsillos ocultó las manos durante todo el trayecto. Con esa ropa se veía joven, no muy diferente de los estudiantes que pasaban por su lado, los adelantaban o les lanzaban miradas desde la vereda al otro lado de la calle. Él le calculaba unos veintitrés años, aunque en sus momentos más optimistas se decía que quizás solo tenía veinte, que no los separaban apenas media década. Nada tan grave cuando él fuera por fin mayor de edad. 

De pronto la vio torcer hacia un auto estacionado junto a la cuneta, poco antes de la próxima esquina. Sintió un vacío en el estómago al reconocer el escarabajo negro y al hombre que lo conducía. 

—¿Qué hace él acá? —espetó, deteniéndose con brusquedad. 

Mariana lo imitó, mirándolo con una sonrisa que Manuel catalogó como una muestra de lástima. 

—Es mejor que entres y que escuches lo que tenemos que decirte. 

—No, dímelo ahora. —Producto de la rabia, el muchacho ni siquiera sintió vergüenza por alzar la voz. Al contrario, disfrutó de la sorpresa que brilló de pronto en los ojos de la mujer—. ¿Ahora son amigos o qué?

—Todos estamos juntos en esto, Manuel. Incluido Ramiro. 

Ella había dicho "todos", pero aún así, el muchacho tuvo el fuerte deseo de preguntar si eso lo incluía a él. Sentía que lo iban a exluir otra vez, tal como había sucedido cuando Vicente y Ramiro Aránguiz trabajaban juntos, en la época que a pesar de todo se podía catalogar de "feliz". 

—Él... —murmuró—. Ustedes... ¿qué van a hacer?

—Si te subes al auto y me escuchar, podré decírtelo. —Mariana extendió hacia él su mano. Esa era una invitación que Manuel, desde hace días, no podía rechazar. En ese momento, sin embargo, dudó. 

—¿A dónde vamos?

—A un lugar seguro. Por favor, Manuel.

En esa ocasión, tomó la mano que le ofrecían. No habían sido las palabras de Mariana lo que le convencieron, sino su tono. Había detectado un rastro de miedo en ellas. 

Ya junto al auto, Ramiro se giró para mirarlo a través de la ventanilla. Fumaba un cigarro con ademán calmado, meditabundo. No lo saludó, ni en ese momento ni cuando ocupó el asiento trasero. Manuel percibió los ojos oscuros del hombre clavados en su rostro gracias al espejo retrovisor mientras Mariana se subía a su lado. 

—Tengo que ir a ver a Vicente —dijo, sintiendo ya el calor de la pierna de la joven tocando la suya y el olor de su pelo.

—Hoy no podrás ir —susurró Ramiro Aránguiz. 

—Pero...

—No te preocupes, Manuel. Tenemos gente en el hospital que nos dirá si hay cualquier cambio con Vicente. —Mariana rebuscó en el bolsillo de su chaqueta hasta dar con una fotografía. Se la entregó. Manuel tardó unos segundos en reconocerse a sí mismo entre muchos otros adolescentes vestidos con uniforme. Todos, como un grupo de animales entrenados para ellos, entraban por la puerta del colegio del que había salido menos de cinco minutos atrás—. Una de esas personas que nos entregan información desde el interior del hospital nos dio esto. 

—¿Qué...?

—Las tenía Vicente la noche en que lo liberaron. Al parecer su familia no le dio mucha importancia, pero nosotros creemos que es un mensaje. 

Manuel, en vez de girarse hacia la mujer, buscó la mirada de Ramiro. Este asintió levemente ante su muda pregunta. 

—Siempre has corrido peligro —continuó Mariana—. Como alguien cercano a Vicente, era obvio que Mackena te tendría bajo la mira. Por ese motivo amigos míos te cuidan desde hace un tiempo las espaldas... 

—Pero...

—No nos podemos dar el lujo de que te hagan algo. 

—¿Y qué quieren? ¿Que me esconda?

—No solo tú. Tu familia también. 

—Hugo, su esposa y sus hijas harán lo mismo —dijo Ramiro. 

Manuel frunció el ceño. En su interior percibía el miedo de que incluso en ese momento, alguien los vigilara. Qué él fuera el próximo objetivo de un hombre como Salvador Mackena. Pero también se sentía menospreciado, como si no fuera más que un niño que había que quitar del medio. 

Con cierta dificultad, enfrentó a Mariana. 

—Fui su mensajero cuando me lo pidió. Pero ahora que él accedió a trabajar con usted, ya no me necesita. 

—Lo que necesito ahora, Manuel, es que no te pase nada. 

—¡No soy un cabro chico!

—¿Y entonces qué? —preguntó Ramiro, la voz fría y grave—. ¿te damos una pistola y te ponemos en la primera línea? ¿Qué no entiendes el daño que le harías a Vicente si te pasa algo?

Manuel se inclinó hacia delante, acortando la distancia entre el ex detective y él. 

—¿Quiere que hablemos de cosas que le harían daño a mi jefe? Bien, hablemos entonces de todas las veces que usted la ha cagado, poniéndose en peligro, y de paso le cagado la vida un poco más a Vicente.

Por un segundo, Manuel pensó que Ramiro lo golpearía. Una parte de sí quiso que lo hiciera, para así tener la excusa perfecta de golpearlo a su vez a modo de defensa. Perdería, estaba claro, pero la rabia que sentía en ese momento era más fuerte que el instinto de conservación. 

Sin embargo, el hombre no se inmutó ante sus palabras. O al menos no lo demostró. Por la forma en que segundos después se llevó al cigarro a la boca, Manuel supo que no solo le habían afectado sus palabras, sino que también las sabía ciertas. 

Se inclinó hacia atrás otra vez, apoyándose en el respaldo con fuerza. Mariana, a su lado, dio un suspiro. 

—Manuel... tienes que entender que esto va más allá de ti...

—Pero es que...

—Escúchame, no hables. Esto va más allá de ti, de Ramiro, de Vicente. Entiendo todo lo que sientes. Lo entiendo muy bien, créeme, pero ni tú ni tu jefe son las únicas víctimas aquí. 

La mujer miró por la ventana, donde los alumnos rezagados del colegio de Manuel caminaban sin más preocupaciones que las tareas para el día siguiente. O eso parecía a simple vista. 

—Hemos vigilado tres locales manejados por Mackena —dijo Mariana—. Dos de ellos ofrecen a los clientes prostitutas que al menos aparentan ser mayores de edad. Aún así, si lo pides y pagas lo suficiente, tienen niñas de entre trece a dieciséis años... Creemos que las traen de zonas rurales del país, o que incluso las sacan de las poblaciones. les prometen una buena vida, un trabajo seguro. Pero son niñas... De tu edad o menores. 

—Lo sé —logró decir Manuel tras tragar saliva—. Lo leí...

—Pero no lo has visto. Y esos lugares ni siquiera son los peores. Hay uno donde solo van los clientes de confianza. los atieden con whisky y champaña. Llegan con corbata y entre medio hablan de negocios. En ese local ni siquiera intentan que parezcan mayores. Son niños y ya, de ambos sexos. Algunos ni siquiera han llegado a la pubertad. 

Mariana por fin desvió la mirada de la ventanilla para clavarla de nuevo en el joven a su lado. 

—Ustedes son solo una parte... pero son el único resquicio que hemos logrado encontrar en los asuntos de Mackena. El único. Y si tú caminas por la calle, sobre todo ahora que Durán está muerto y nosotros empezaremos a dañar en algo la montaña de mierda que encabeza ese tipo, no solo corres el riesgo que de te pase algo... y roguemos porque ese "algo" sea solo una paliza o un balazo... No solo corremos el riesgo de perderte, sino que te transformas en una ventaja. Y Mackena ya tiene muchas ventajas. Demasiadas. No le podemos dar otra. ¿Entiendes ahora?

Manuel, con la garganta tensa y los ojos llenos de lágrimas, asintió. 

—Yo solo te quiero a salvo. Por eso necesito que hables con tu mamá y la convenzas de que se vaya a una casa que preparamos para ella, para ti y para tu hermana. Intentaremos de que no sea por mucho tiempo. 

—¿Y ustedes...? —preguntó Manuel—. ¿Cómo se van a proteger ustedes?

Ni Mariana ni Ramiro respondieron. ambos miraban al frente y el muchacho estudió sus perfiles hasta que se dio cuenta que eran similares, que estaban trazados por el mismo objetivo. 

—No te preocupes por nosotros —susurró Mariana. Luego, tocó con suavidad el hombro de Ramiro. Este puso de inmediato en marcha el motor—. ¿Le has hablado de mí a tu mamá? —le preguntó la joven a Manuel cuando el auto ya enfilaba calle abajo. 

—No...

—Bueno. Voy a tener que sacar a relucir mi encanto natural entonces. 

El resto del viaje lo hicieron en silencio. 



**************************************



Cuando dejó a Mariana y a Manuel en la casa de este, Ramiro se quedó en el interior del auto detenido un momento. Necesitaba pensar, medir las consecuencias de haber puesto en marcha su plan junto a Mariana y su gente. Ya no había vuelta atrás, en especial en lo que tenía relación al muchacho y a Hugo. 

Todo lo relacionada a la seguridad de estos había sido idea de Mariana. Tras escucharlo y dar su visto bueno, se había centrado en ese tema en cuestión. "No podemos dejar cabos sueltos", dijo y él supo de inmediato que tenía razón. Por mucho que le doliera, Hugo no estaba en condiciones físicas para ayudarlo, al menos en las primeras etapas del plan. en cuando a las siguientes, él se resistía a arrastrarlo consigo. Con Manuel sucedía lo mismo. Ya no podía negar que el muchacho era útil, pero también estaba demasiado vulnerable. 

Cuando él dio conformidad, Mariana le dijo que se haría cargo del adolescente y su familia, mientras que él debía hacer lo propio con Hugo. Aunque no había compartido sus temores con ella, lo cierto es que tenía miedo de la reacción de su amigo. 

Por eso, en vez de dirigirse de inmediato hacia Maipú luego de dejar a Mariana y a Manuel en San Miguel, se fue hacia el centro para echarle un vistazo a la oficina de Vicente. llegó más rápido de lo que esperaba, ya que a esa hora de la tarde apenas había tráfico en las calles. Estacionó en calle San Antonio y caminó con las manos en los bolsillos de su chaqueta hacia el edificio ubicado a un costado de la Plaza de Armas. Nada más cruzar el umbral del recibidor, ocurrió la primera cosa extraña. El conserje, que apenas le echaba un vistazo a los visitantes que se paseaban por allí día tras día, se paró de inmediato al verlo y caminó hacia él. 

—¿Para dónde va? —le espetó en voz alta, seguramente para compensar su baja estatura que lo hacía tener que mirar hacia arriba a Ramiro. 

Este le indicó el número de la oficina de Vicente con tono cortante, lo que hizo que el hombre arrugara aún más el ceño. 

—¿Quién es usted? necesito que me muestre su carnet de identidad. 

Ramiro se irguió, el rostro congelado en una expresión de desafío. 

—Vengo acá casi todos los días. Incluso tengo llave de la oficina. ¿Qué? ¿De pronto le dieron ganas de trabajar?

El conserje dio un respingo de sorpresa y el joven usó su confusión para esquivar su escuálida presencia y dirigirse hacia las escaleras. Escuchó la voz del hombre llamándolo, pero no le hizo caso. Subió los escalones de dos en dos, impulsado por la certeza de que algo pasaba, que esa negativa a dejarlo entrar no era una coincidencia. 

Al llegar al tercer piso, vio la puerta de la oficina de Vicente abierta y a un carabinero apostado a un costado. Respiró hondo para calmarse y solo cuando su corazón no parecía a punto de subirle por la garganta, avanzó. 

El carabinero escuchó sus pasos y lo miró. Era joven, al menos cinco años más joven que él, un simple cabo con algunos meses de servicio. Aún así, si le daba la gana, podía sacarlo de allí esposado y darle de lumazos en la comisaría si no se controlaba. 

—Buenas tardes —dijo—. Esta oficina es de un amigo mío. ¿Pasa algo?

Antes de que el uniformado pudiera responder, del interior del lugar salió el fiscal Lagos. No parecía del todo sorprendido al verlo. Al menos lucía mucho menos sorprendido de lo que se sentía el mismo Ramiro. 

—Señor Aránguiz —masculló el hombre, acercándose a él. Cuando estuvo a su lado, lo tomó por el brazo y lo obligó a dar media vuelta. Cuando habló, lo hizo en voz baja—. Uno de los hermanos de vicente Santander está allá dentro. 

—¿Matías?

—No, otro. Pero eso da igual. Lo mejor que es que se vaya ahora mismo.—Eduardo Lagos se detuvo en el inicio de la escalera y allí, protegido por un trozo de pared que ocultaba a Ramiro de las miradas desde el pasillo—. Escúcheme bien: la familia de su amigo me ha puesto a cargo del caso. Quieren descubrir quién lo secuestró y lo molió a golpes. 

—Usted sabe quién lo hizo. 

—Yo solo sé lo que usted me ha dicho... Al menos de momento. —El hombre desvió la mirada hacia la izquierda antes de continuar—: Esas cajas... ¿contienen información sobre Salvador Mackena?

Ramiro asintió. 

—Bien... Estoy autorizado a llevarme todo lo que pueda servirme a descubrir a los culpables del secuestro de Vicente. Aunque creo que sería un error comunicarles esa línea de investigación a los Santander... por lo menos ahora. Que crean que estoy buscando a algún delincuente común entre los antiguos casos de su amigo, mientras con los documentos de las cajas y lo que yo he averiguado voy preparando...

—Espere. —Ramiro parpadeó, procesando la última frase del fiscal—. ¿Me está diciendo que...?

Eduardo Lagos sonrió lo justo y necesario para hacer callar al joven frente a él. 

—Le estoy diciendo que he estado haciendo mi trabajo, señor Aránguiz. Que no me quedé sentado en mi despacho después de su oficina. —Respiró hondo, pálido de cansancio pero con el entusiasmo brillando en sus ojos—. Le estoy diciendo que no están solos en esto. 

—Mackena...

—Sé quién es Mackena. O, al menos, lo estoy averiguando. Ahora, lo mejor es que no ande por acá otra vez. Los Santander hablan de usted casi como de un sospechoso. No haga las cosas más difíciles. 

Ramiro miró escalera abajo. Ya le había dicho adiós al departamento de Vicente, hacer lo mismo con su oficina le dolía más de lo que estaba dispuesto a demostrar. Pero lo cierto es que no tenía nada más que hacer allí. Había obtenido la información que quería y ahora era el turno de Eduardo Lagos. 

—Muy bien. —Se alejó unos pasos hacia la escalera antes de detenerse. El fiscal lo observaba con atención—. Gracias. 

—No me agradezca por hacer mi trabajo. 

—Usted sabe que está haciendo mucho más que su trabajo. Por eso, gracias. 

Si Eduardo Lagos quiso decirle algo más, no lo supo. Bajó los escalones con calma, mientras acariciaba la llave de la oficina de Vicente que llevaba en el bolsillo. podía no aparecerse más por ahí, pero ese objeto solo se la entregaría a su dueño. 



******************************



Para cuando se acercaba la hora de almuerzo, Frank había perdido la cuenta de la gente que había pasado por su casa. Entre vecinos, amigas de su abuela, compañeras de Gabriela y sus familiares, colegas suyos y conocidos varios, y los cercanos a Natalia, el ataúd de esta se encontraba ahora rodeaba de flores. En el comedor había un olor dulzón y pesado, tan pesado que cada media hora él debía salir a respirar aire fresco. Había tenido que saludar a todas las visitas, los conociera o no. a los hombres les daba la mano, a las mujeres un beso en la cara. Sus abuelos y Gabriela debían hacer lo propio y él podía notar en sus rostros la carga de cada pésame recibido. 

Por fortuna, a la presencia tranquilizadora de Andrés se había sumado la de Eusebio. El hombre había llegando con su paso renqueante desde el otro extremo de Carrera y desde la puerta lo había saludo con un gesto de cabeza. Luego había dio hacia sus abuelos para abrazarlos a ambos. Hizo lo mismo con Gabriela, quien había quedado oculta bajo la mole de sus brazos para salir segundos después con las mejillas cubiertas de lágrimas. El último en recibir su consuelo había sido él, solo que en su caso había sido suya la tarea de acercarse. 

—Lo siento mucho, hijo —murmuró Eusebio cuando lo tuvo al frente.

Después lo había abrazado con fuerza, quizás demasiado. Aún así, Frank agradeció la brusquedad. Era bueno saber algunas cosas todavía dolían. 

Ya habían llegado todas las personas importantes y aunque el ambiente era todo lo solemne que podía ser, se percibía calma, resignación. Sabía que lo peor sería el día siguiente. En el cementerio sería el adiós definitivo; aquello solo era la espera. 

Miró a su alrededor y vio a su abuelo sentado junto a Eusebio a un lado y Andrés al otro, de pie, sosteniendo un vaso de vino. Su abuela estaba en el otro extremo, rodeada de mujeres de diversas edad. Cerca de la puerta estaba Gabriela, que lanzaba miradas en su dirección cada pocos minutos. El resto del tiempo, simulaba escuchar la charla de sus compañeras de curso, tres niñas vestidas de uniforme y con peinados impecables. 

Frank desvió la mirada y esquivando un rostro tras otro, esta fue a parar a la puerta de la habitación que su hermana había compartido hasta hace unos días con su hija. Caminó hacia el lugar sin pensar, abriendo la puerta en silencio y ocultándose en el interior. En la penumbra amarillenta producto de la cortina corrida, vio las dos camas el tocador frente al cual Natalia solía peinar a Gabriela antes de que esta se fuera al colegio. ¿Quién haría eso ahora?, se preguntó. ¿Alguien supliría el espacio o a la muchacho no le quedaría más remedio que aprender a hacerlo sola? 

Dio los pasos que lo separaban del mueble y por primera vez en su vida, abrió el primer cajón. Entre documentos, maquillaje desperdigado, un cepillo de pelo, monedas sueltas, vio un objeto que reconoció sin dificultad a pesar de llevar más de una década sin verlo. Lo alzó con cuidado, preguntándose si no se quemaría con su contacto. Pero no, el metal de la cámara estaba frío. Solo los recuerdos le hicieron daño al contemplarla. 

Cerró los ojos con fuerza y sintió que el leve dolor que sentía en el pecho aumentaba de intensidad. Prácticamente dejó caer la cámara instantánea dentro del cajón, antes de empujar este con un manotazo. Retrocedió hacia la puerta, ansioso por salir pronto de allí, de la casa, incluso de la ciudad. 

Sin embargo, en el umbral, cuando levantó la cabeza, una imagen lo detuvo en el puesto. Abrió la boca, incrédulo. Pestañeó para alejar su visión en caso de que fuera una mentira, pero nada cambió. Ella seguía allí, tal como era hace años y al mismo tiempo distinta. Mayor, más bella. 

—Hola, Frank —le dijo y su voz fue una caricia ardiente en sus oídos. 

—Ema... —murmuró, saboreando su nombre—. Ema...


GRACIAS POR LEER :)

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