CAPÍTULO VEINTICINCO

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Frank llegó antes que la mayoría de sus compañeros a La Bruma, pero no antes que Andrés. Era raro que alguien se le adelantara por la mañana y aún más raro que alguien se fuera después que el joven editor por la noche. Alguna vez le había preguntado, mientras bebían en un bar, si su mujer no se molestaba por sus largos horarios de trabajo. Andrés, sonriendo, le había dicho que a su esposa le bastaba con tenerlo en la casa ocho horas. O menos, si no andaba de buen humor. 

─Es de esas esposas que quieren al marido más bien lejos. Se lo enseñó la mamá. Ya me acostumbré. 

─Así veo. 

Entonces, su jefe había suspirado. 

─No te cases nunca, Rodríguez. Es puro problema.

─Tranquilo, que yo ya me declaré soltero aeternum

─Ah, sí. Es que después de Ema, cualquiera... Pero, ¿y Beatriz?

─¿Qué estás hablando?

La mejora de su posición en la charla había devuelto la sonrisa a la boca de Andrés y hasta se había vuelto a servir agua ardiente en el vaso. 

─No me lo vayas a negar. Yo tendré cara de serio todo el día, pero me doy cuenta de las cosas. Los he visto. Ella no le sonríe así a todos, solo a ti. Ahí hay una veta a explorar, compadre. 

─Beatriz es una amiga. Nada más. 

─Si dices eso es porque eres un idiota.

─Gracias, Andrés. Tan cariñoso siempre. 

De esa charla habían pasado seis meses, quizás menos. A Frank, sin embargo, le parecían años. Demasiado tiempo para venir a recordarla justo en ese momento, cuando tenía cosas más importantes en la cabeza. Pero no siempre se podía controlar el camino que tomaban los pensamientos. 

Se pasó la mano por el pelo mientras caminaba entre los escritorios de sus compañeros rumbo a la oficina de Andrés. El puesto de Beatriz estaba vacío, cosa que agradeció en silencio. Le tenía cariño. Sí, incluso le gustaba. Pero no podía verla más que como una amiga con que la se había acostado algunas veces. No era capaz de hablarle de su vida, ni de sus problemas, por mucho que ella insistiera. A pesar de su reticencia, la mujer había aprendido, con el tiempo, a interpretar sus silencios. Además, todos sabían lo sucedido con Natalia. No se sentía capaz de tratar con nadie que no fuera su jefe ese tema o su reciente viaje a Santiago.

Al llegar frente a la puerta de la oficina del editor, se dio cuenta que estaba entreabierta. Aún así golpeó. 

─Pase.

Así lo hizo, encontrando a Andrés rodeado de papeles y un lápiz sujeto lánguidamente en su mano derecha. Pasados unos segundos, el hombre despegó la mirada de lo que leía y lo observó. 

─Rodríguez ─murmuró, enderezándose en la silla─. Pasa, pasa. ¿Comiste algo?

─No... No tengo hambre. 

Frank cerró la puerta a su espalda y se sentó en la silla frente a Andrés. Se observaron un instante, en silencio. 

─¿Y Gabriela?

─Salí de la casa antes de que se despertara. 

─Entonces en cualquier momento nos cae por acá ─dijo el editor en tono jocoso, esperando sacarle una sonrisa a su interlocutor. No tuvo éxito─. ¿Cómo están las cosas en tu casa?

─¿Cómo crees? Mal. ─Frank, en tono ausente, comenzó a toquetear la copia del Austral de Valdivia de ese día─. Mis abuelos ya no dan más con esto. 

─Me imagino. No es la primera vez que la toman detenida. 

─No solo eso... Nunca la habían retenido tanto tiempo. Piensan que... que no va a volver. 

Andrés se inclinó hacia adelante, olvidado ya el lápiz y el papel que revisaba hace un momento. 

─Eso casi nunca pasa aquí, Rodríguez. Quizás en Santiago, en... Concepción. Pero acá, en Lafken. Se contentan con darles un susto y ya. 

─Nunca se sabe con esos hueones. Nunca. 

─Sí, es verdad, pero...

─Mi abuelo me dijo que si algo le pasaba a Natalia, tomara a Gabriela y me fuera con ella. ─Frank observó a Andrés, permitiendo que este viera en su rostro los estragos de lo su tiempo en la capital, el largo viaje de regreso en tren y el reencuentro con su familia─. ¿Entiendes? Ya hasta perdieron la esperanza de que volviera...

─No, no creo... Solo se están asegurando de que la niña esté bien. 

─¿Y va a estar bien lejos de ellos? Son su familia, por la mierda. 

─Sí, Francisco. Pero son viejos... Siento decírtelo, pero son tus abuelos y sus bisabuelos. Saben que no van a vivir para siempre y si Gabriela perdiera a su madre, lo único que le queda eres tú. Imagino que tu abuelo solo quiere que los dos tengan un buen futuro. 

Frank asintió, pero Andrés estaba seguro que ese gesto no significaba conformidad. Pasados unos segundos, el periodista soltó el pensamiento al que se había agarrado y carraspeó. 

─Necesito pedirte un favor. 

─El que quieras.

─Llama a la capitanía de carabineros y consígueme una cita con el Mayor Fuenzalida. 

─¿Y qué le digo?

─Di que es para una entrevista. No sé, sobre la huelga misma u otra cosa. Lo que se te ocurra. Yo después me arreglo estando allá. 

─Bueno. ¿Vas a ir solo?

─Sí. 

─Te puedo acompañar. 

─No, necesito ir solo. 

Andrés asintió. Por la ventanilla de su oficina, vio que llegaban un par de trabajadores, aunque no se detuvo a verificar quiénes eran. Volvió a concentrarse en Frank. 

─¿Cómo estuvieron las cosas en Santiago?

─Difíciles. Pero al menos pudimos reconocer el cuerpo de Daniel y enterrarlo. 

Andrés apretó los labios ante la respuesta. No solo ante las palabras, sino también debido al tono distante de Frank. Se preguntó si alguna vez él alcanzaría ese nivel de cansancio tan profundo que hacía fácil confundirlo con la indiferencia. 

─Debería llamar a Vicente ─murmuró Frank─. Decirle que llegué bien y preguntarle cómo va todo...

─El teléfono es todo tuyo. ─Tomó el aparato y se lo acercó─. Si quieres me voy. 

─No. Deja que allá afuera se acomoden antes de recibir el primer regaño del día. 

Ambos sonrieron. Gestos débiles, pero que destacaron en medio de lo que vino después. Frank alzó el auricular y marcó de memoria el número de la oficina de Vicente Santander. La persona al otro lado de la línea tardó cinco pitidos en contestar. 

─¿Aló?

Frank, al escuchar la voz, frunció el ceño. 

─¿Ramiro? 

─Hola. ─Siguió un silencio profundo y frío. Frank quiso atribuirlo a la actitud distante de Ramiro, su forma de hablarle a todos todo el tiempo. Pero el hecho de que se encontrara en la oficina de Vicente tan temprano en la mañana, lo llevó a sospechar que algo había ocurrido─. Pensaba llamarte pronto. 

─¿Dónde está Vicente? ─Lo escuchó respirar hondo y luego exhalar─. ¿Dónde está, Ramiro?

─Lo secuestraron la noche que te fuiste. 

Frank sintió que se removía algo a sus pies, quizás el suelo mismo. Fue incapaz de respirar por unos segundos, los suficientes para que Andrés, que había vuelto a sus papeles, lo mirara con atención. 

─No... No puede ser. 

Lo repitió en su mente. Una, tres, seis veces. No podía ser. Ramiro no se lo diría tan calmado si fuera verdad. 

─No...

─Fue él, Frank. Mackena. Lo sé. 

Por fin, fue capaz de tomar una cantidad suficiente de aire. De pronto, solo había una pregunta que necesitaba hacer. Una sola respuesta sin la cual no podía seguir. 

─¿Y Manuel?

─Está bien. A él no le hicieron nada. 

Frank jadeó de alivio. Tuvo el impulso de colgar el teléfono, pero no lo hizo. Tras unos segundos, logró hablar. 

─Yo volveré...

─Es mejor que no vuelvas. No es seguro, para ninguno de nosotros. 

─No puedo dejarlos solos ahora. 

─Es lo mejor. 

─Ramiro... ¿qué vas a hacer?

En el tiempo que el joven tardó en responder, Frank lo visualizó, sentado detrás del escritorio de Vicente, el teléfono junto a su rostro y los ojos oscuros fijos al frente. Sintió miedo, un miedo visceral por él. Por todos. 

─Lo que tenga que hacer. Adiós, Frank. 

El ex detective colgó y él se quedó allí, inmóvil y con el auricular aún contra la mejilla. Cuando fue capaz de reaccionar, dejó caer el aparato con fuerza sobre el escritorio. Andrés, que no le había quitado la vista de encima durante el par de minutos que había durado la llamada, le preguntó algo que Frank no pudo descifrar. 

─Hijo de puta...

Se puso de pie, sintiendo que tardaba mucho en hacerlo. El suelo parecía estar a demasiados metros de distancia, al igual que las paredes. El corazón le retumbaba, pero él no era consciente de eso, así como tampoco fue consciente cuando llegó a uno de los muebles archivadores de la oficina. Quería vomitar y también golpear algo. La parte de su cerebro que aún tenía cierto control sobre la situación se decidió por lo último. Con fuerza, golpeó uno de los cajones, haciendo que todo el mueble se tambaleara y Andrés, a su espalda, diera un respingo. 

─¡Hijo de puta!

─Rodríguez... 

─Maldito... es un maldito...

─¿Qué mierda te pasa?

 Por fin, Frank se giró hacia su jefe y lo miró, los ojos brillando de rabia. 

─Mackena... Mackena se lo llevó. Ese hijo de puta se llevó a Vicente. 

─¿Cómo?

─¿No entiendes? ¡Salvador Mackena secuestró a Vicente!

─Pero... 

─No más, no más... Nadie más...

─Francisco, cálmate. ─Con cuidado, Andrés se acercó. Puso una mano sobre el hombro Frank y lo giró para que quedaran frente a frente─. Necesito que te calmes y me expliques qué mierda está pasando. 

Frank se estremecía de ira, pero fue capaz de hablar. 

─Salvador Mackena se está vengando de nosotros. 

─¿Por qué?

─Porque sabemos quién es. Sabemos lo que hace. 

─¿Hablas de... la red de prostitución?

─No... Hablo de Markham. De los niños que violó allí cuando era estudiante y cuando era director. Hablo de la carta que le escribí, de Ramiro y de Vicente. Todos lo sabíamos, Daniel, Ignacio, yo... 

Andrés tragó saliva al ver que los ojos de Frank se habían llenado de lágrimas, pero se esforzó por mantener la compostura. 

─¿Él mató a Daniel Martínez?

─Sí. Y seguirá con Vicente si no lo detenemos. 

─Pero...

─Andrés, si no lo paramos...

─Es un político de la capital ─comenzó el editor, intentando usar el tono más neutral del que era capaz─, tiene dinero, buen apellido, es de una familia importante. No es cualquier persona. La última acusación que hubo en su contra fue desestimada. Si es verdad que lidera una red como la que dijeron, debe tener a mucha gente cuidándole la espalda. Algo así no se desbarata...

Frank le dio la espalda y por la forma en que se movían sus hombros, Andrés temió por un momento que volviera a perder el control. Sin embargo, cuando el periodista habló otra vez, lo hizo con una voz contenida que le dio incluso más miedo. 

─No hay que ir tras la red. Mackena es solo la cabeza. Tenemos que ir por él. 

─¿Escuchaste lo que te dije? Ese hombre es alguien importante del ministerio de edu...

─No iremos tras el secretario ministerial. Iremos tras el estudiante de Markham. 

Lentamente, Frank volvió mirarlo. 

─Iremos tras el director Salvador Mackena. 

─¿De qué estás hablando?

─No puedo destruir lo que es ahora... Bien. Entonces destruiré su pasado y así destruiré su reputación. 

Andrés, confundido, se aflojó un poco el nudo de la corbata. En un día normal, hacía eso recién a las cuatro o cinco de la tarde. Ese día no pasaban de las 7:30 de la mañana y ya quería bajarse toda la botella de whisky que guardaba en un cajón de su escritorio. 

─¿Qué planeas exactamente?

─Andrés, sé que te he pedido muchas cosas desde que trabajo contigo...

─No seas idiota. Tú eres mi amigo. Si puedo, te voy a ayudar. 

Frank pestañeó para que Andres no pudiera ver del todo el efecto que habían tenido sus palabras. Luego asintió. 

─¿Estas seguro que quieres meterte en esto?

─Sí. Pero todavía no entiendo lo que planeas hacer.

─Necesito que busques a dos personas. 

─¿Cómo se llaman?

El rostro de Frank se cerró aún más sobre sí mismo. 

─Eric Villanueva y Patricio Olmedo. 

Andrés anotó los nombres en la copia del Austral de Valdivia con el primer lápiz que encontró. 

─Bien... ¿Sabes dónde viven o...?

─Eric se fue hace unos cuatro años a Europa. Francia, creo. De Patricio no sé nada hace doce años.

─Bueno... he empezado investigaciones con menos. 

─Andrés, yo... Te estoy metiendo en algo muy grande y...

─Quieres desenmascarar a Mackena en La Bruma, ¿cierto? Eso es lo que planeas. ─Antes de que Frank pudiera responder o asentir, él puso las manos en las caderas y dibujó su típica expresión de jefe demandante─. Espero que sea una buena historia, Rodríguez. 

─Una tan buena que podríamos pagarla muy caro. 

─Esas son las mejores. Ahora anda a comer algo y a verte esa mano. Yo voy a llamar a la capitanía para conseguirte esa cita con el Mayor Fuenzalida. De momento, tu prioridad es Natalia. 

─Gracias, Andrés. 

─Nada de gracias. Te haré trabajar horas extras el resto de tu vida. Y ahora ándate. 

Lo vio abrir la puerta y salir. Recorrió la redacción con su habitual paso lánguido, la mano derecha tensa junto a la pierna y los nudillos ya acusando el golpe al cajón. Al principio no notó la diferencia. Solo lo hizo cuando Frank se cruzó con Beatriz al inicio de la escalera y esta, luego de saludarlo, se lo quedó mirando con expresión preocupada. Aunque no habían motivos para sonreír, Andrés lo hizo, porque su amigo ya no caminaba como antes. Parecía más alto cuando bajó hacia el primer piso, más entero a pesar de todo. 

Era lo que hacían las historias prometedoras con los periodistas y la venganza con los que ya estaban hartos de lamerse las heridas. 

Se fue a su escritorio, alzó el teléfono e hizo la primera llamada. 


********************************


Dos horas después de la llamada de Frank, Hugo llegó a la oficina. Ramiro identificó de inmediato sus pasos por el pasillo y sus golpes en la puerta. Al abrir, lo vio empapado por la lluvia y con pinta de haber dormido muy poco. Llevaba bajo el brazo un diario incluso más mojado que él, el que esgrimió para que el joven le dejara vía libre para entrar. 

─Está la cagada allá afuera. Es como si estuvieran tirando el agua con balde. 

─Me doy cuenta...

Hugo caminó hacia la oficina, mientras se agitaba el pelo y se quitaba el abrigo, el que colgó en la silla para las visitas. 

─Llamé a tu casa y como no contestaste, supuse que estabas acá. 

─Me quedé toda la noche. 

─Ya veo, ya veo... ─Se giró para mirar a su ex compañero, los hombros caídos y una expresión de incomodidad. Ramiro lo observó con atención, en silencio. Esperando que Hugo dijera lo que él más temía─. Oye...

─Está bien, lo entiendo ─murmuró antes de que el hombre pudiera seguir─. De verdad que lo entiendo, Hugo. 

El aludido lo miró entonces con cejas juntas. 

─¿Qué entiendes?

─Que no quieras seguir ayudándome. 

─¿De qué mierda estás hablando, Ramiro? ¿Por qué te dejaría de ayudar? ─Ramiro abrió la boca para responder, pero Hugo lo cortó─.  A ver, hueón. Creo que ayer no te lo dije en un idioma que tú puedas entender. Yo soy tu amigo y me voy a seguir en esto hasta que lo solucionemos. Y aunque tú me importaras una mierda, lo haría igual. Por Vicente y sobre todo por Manuel. ¿Captas ahora?

─Sí. 

─Eso espero, porque no estoy dispuesto a repetirlo. Que escuche de vez en cuando a Luis Miguel no quiere decir que me encante decir cursilerías. 

Una sonrisa apareció en la boca de Ramiro, fugaz, pero real. Hugo respiró hondo y se rascó la nuca. 

─¿Cómo te fue ayer con el hermano de Vicente?

─Los Santander tomarán las riendas de esto. ─Con parsimonia, el joven se acercó al escritorio para coger el último cigarro que le quedaba. Lo encendió con gesto experto y dio la primera calada─. Al menos eso creen ellos. 

─Me lo imaginé... Se pusieron a trabajar bien rápido. 

─¿Por qué dices eso?

Hugo también se acercó al escritorio, sobre el cual estiró el periódico. Sabía muy bien lo que buscaba, porque en un par de segundo encontró la página donde el rostro de Vicente anunciaba su desaparición. Ramiro leyó el titular con la mano congelada muy cerca de su rostro, el humo del cigarrillo viajando lánguidamente rumbo al techo. 

─Nada menos que José Toribio Merino prometió todo el peso de la ley para los culpables. Uno de los cuatro generales, Ramiro. ¿Lo puedes creer? Si el hijo de puta de Mackena no se asusta con esto, no sé qué puede hacerlo. 

Ramiro se alejó hacia el umbral que conectaba la oficina con la sala y desde allí miró la puerta. Hugo fijó la mirada en su espalda, a la espera de que el joven mostrara enojo o, por el contrario, algún grado de felicidad por la noticia. Cuando se dio cuenta que el mutismo de su ex compañero no terminaba, volvió a intentarlo. 

─Con esto, más el fiscal Lagos, puede que lo suelten pronto. Mackena no puede arriesgarse a que lo vinculen con algo así. 

─Se zafará de alguna forma. Siempre lo hace. 

─Por la puta, Ramiro. Estoy tratando de ser optimista. 

─¿Quieres que sea optimista? Bien: Mackena se asusta, suelta a Vicente, todo queda como un secuestro de unos pocos días. Y después, ¿qué?  

─Después... ─Ramiro escuchó que Hugo se removía en el puesto, así que se giró para observarlo. Sonreía, pero su sonrisa no era un gesto de felicidad. 

─Después nada. Todo vuelve a su cauce natural. El mismo que ha tenido todos estos años. 

─Dime la verdad, Ramiro. ¿Qué es lo que quieres? ¿No te basta con que Vicente esté a salvo de nuevo?

La mandíbula del joven se apretó, diluyendo cualquier asomo de hilaridad. 

─Claro... claro que sí. 

─Pero no es suficiente. Tú quieres ver a Mackena muerto. 

─¿Te sorprende?

Hugo negó con la cabeza.

─No... Más bien lo entiendo. Desde ayer lo entiendo aún más. ─Con un movimiento que Ramiro conocía muy bien desde sus años en la Brigada, el hombre frente a él se echó para atrás la chaqueta del traje, dejando a la vista un revólver que no era el reglamentario. Ese se lo habían quietado al momento de suspenderlo. Esa arma era suya. ─Puedes contar conmigo. 

El ex detective entrecerró los ojos a causa de la sorpresa. 

─¿Puedo contar contigo para matar a Mackena?

─Sí. Tienes razón, un tipo como él no se derrota en los tribunales. A los hijos de puta como Salvador Mackena se les destruye... Pero lo haremos cuando suelte a Vicente. No antes. 

─¿Y si no suelta a Vicente? 

─Lo hará. Una amenaza del General de la Armada no es cualquier cosa. Eso sí, no nos podemos quedar de brazos cruzados. Pienso que lo mejor es que vayamos a tu casa a buscar las cajas con la información que dejó Daniel Martínez y saquemos todo lo que pueda servir al fiscal. 

Ramiro asintió, conforme. Cuando Hugo ya se ponía el abrigo y él extinguía su cigarro en el vaso que había usado de cenicero, volvió a mirar la fotografía de Vicente que su familia le había proporcionado al diario. En ella debía tener unos veinte años y lucía sonriente, pero no feliz. Tal vez se la habían tomado en una de las visitas obligadas que hacía a la casa paterna en Valdivia mientras estudiaba en la universidad. Períodos en que los dos permanecían separados por uno o dos meses. 

Rozó el pelo de Vicente con la yema de los dedos, la mirada perdida en recuerdos vagos e inconexos. Hugo, cerca de la puerta, se quedó en silencio hasta que él tomó su propia chaqueta y se alistó para salir.

─Tenemos que mantener a Manuel fuera de esto ─dijo cuando salían hacia el pasillo─. Lo mejor es que crea que estamos siguiendo su plan de hacer todo esto por las buenas. 

─Sí ─murmuró Hugo─. Es lo mejor. 


****************************************************


Andrés había logrado de Guillermo Fuenzalida lo recibiera en su oficina en la capitanía, que estaba en el sector norte de Lafken, a las tres de la tarde. Cuando faltaba una media hora para la cita, Frank salió de La Bruma y se fue caminando hacia su destino. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y los ojos fijos al frente, sin ver realmente la gente con la que se topaba o los edificios a su alrededor. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, pero todo podía reducirse a la preocupación y el miedo que sentía por su hermana y por Vicente. La mañana había consistido en intento fallido tras intento fallido de pensar en otra cosa. Ni siquiera la visita de Gabriela  a la hora de almuerzo y su enojo por lo de la mañana habían conseguido desconcentrarlo. De hecho, había sido peor. Natalia era su madre y la niña había cogido bastante simpatía a Vicente en su visita a Lafken. 

Solo una cosa logró subirle un poco el ánimo y era la noticia de la desaparición del joven abogado que Andrés había encontrado en una de las páginas de sucesos del Austral de Valdivia. Allí se informaba que Vicente Santander había sido por última vez hacía dos noches, cuando un grupo de hombres lo había sacado a la fuerza de su auto. El periodista a cargo de la nota afirmaba con bastante seguridad que todo se debía al dinero. Claro que había que ser muy tonto para secuestrar al hijo de un alto oficial de la Armada en los tiempos que corrían. Así que tampoco se descartaban motivos políticos detrás de todo. Frank, seguro que ni el dinero ni la política tenía relación con lo ocurrido, no pudo evitar sonreír con sorna mientras leía. 

─Esto es bueno, aunque pueda parecer que no ─le había dicho Andrés─. Llamé a un contacto de Santiago para conseguir más información y publicar nosotros algo también. Al menos eso le dije. El tipo me contó que el mismo Merino está furioso con todo esto. Imagínate cómo se deben sentir con que sean otros los que secuestren gente y no ellos. 

─¿Crees que Mackena se asustará con esto?

─Si no se asusta es porque tiene nervios de acero. Esperemos que esté cagado de susto y que lo suelte pronto. 

E intacto, pensó Frank, pero no fue capaz de pronunciar sus temores en voz alta.  

Como de momento no podía hacer nada más que pensar y pensar en la situación de Vicente, lo mejor era enfocarse en el paso siguiente para conseguir que su hermana volviera a casa. No estaba feliz de volver a ver a Guillermo, o Bill, como lo llamaba en sus tiempos de estudiante de Markham. Pero no se le ocurría otra cosa que hacer u otra persona a la que pedir ayuda. Tampoco era la primera que se veían desde la graduación. Siendo él un periodista y siendo Bill una autoridad en la ciudad e incluso en la región, se habían topado antes de actos públicos o a causa de un caso policial especialmente candente. Cuando eso ocurría, ambos mantenían una actitud distante y hasta cordial. Se habían saludado un par de veces como si se trataran de un par de simples conocidos, nada más. 

Por eso, porque desde hace doce años que no hablaba realmente con Bill, sus manos empezaron a sudar a causa de los nervios a medida que se acercaba, una cuadra tras otra, a la capitanía. El edificio, que vio cuando faltaban diez minutos para las tres de la tarde, era uno de los más grandes de Lafken y el punto de reunión de los oficiales de más alto rango que estuvieran destinados a la ciudad. Guillermo era uno de ellos, un superior. Había escalado rápido en la jerarquía de la institución, ayudado seguramente por la influencia de su padre, un militar retirado. Pero también, el joven había mostrado ser leal y, lo que era incluso más importante en plena dictadura, eficiente. Para muchos, el joven mayor, ahora casado y con dos hijos, era uno de los principales motivos de que en Lafken hubiera casi siempre orden y obediencia civil. Las huelgas, pequeñas manchas en el cuadro, eran controladas rápidamente y los culpables castigados con mano dura, pero dentro del marco de lo legal. Al menos en la mayoría de los casos. 

Frank esperaba que el de su hermana fuera uno de ellos. 

De dos en dos subió los escalones de entrada al edificio y en la recepción anunció su cita con el mayor a una mujer que lo observó con todo el desprecio que le permitió el decoro. A su alrededor, por un pasillo reluciente y frío, caminaban solo uniformados. Él era un intruso. Los periodistas siempre lo son, por eso hacen preguntas incómodas, le había dicho Andrés alguna vez. 

─La oficina del mayor está en el tercer piso ─informó la recepcionista tras unos segundos.

─Gracias. 

Al ir hacia la escalera, dos jóvenes carabineros lo hicieron detenerse para revisar que no cargara con ningún tipo de arma. El registro fue rápido, ya que no cargaba más que con un lápiz y una libreta pequeña en un bolsillo, además de sus documentos. Lo dejaron pasar y él subió la escalera todo lo rápido que pudo a causa de la ansiedad. Cuando llegó al tercer piso vio otro mesón de recepción, tras el cual otra mujer, de aspecto un poco más simpático que la anterior, lo saludó. 

─¿El señor Rodríguez?

─El mismo.

─El mayor lo espera en su oficina. 

Frank desvió la mirada hacia la derecha, siguiendo la indicación de la mujer. Una puerta se alzaba a unos diez pasos. En una placa dorada se leía la leyenda MAYOR GUILLERMO FUENZALIDA. Respiró hondo antes de dar las gracias a la mujer y dar los primeros pasos hacia la oficina donde Bill, el que una vez había sido su peor enemigo en Markham, lo esperaba. 


********************************************


Manuel los esperaba sentado en el suelo junto a la puerta de la oficina. Tenía el pelo húmedo pegado a la frente y un impermeable creando un charco de agua a un lado. Tardó unos segundos en verlos, pero apenas lo hizo se puso de pie con la agilidad propia de un muchacho de quince años. Con la camisa blanca, el chaleco azul marino y la corbata gris del su uniforme lucía incluso menor. 

─Llegué hace rato... ─murmuró, aunque ni Ramiro ni Hugo le habían preguntado. Sus ojos vagaron hasta las cajas que cada hombre cargaba en los brazos─. Si hay más les puedo ayudar. 

─El resto las está cuidando el portero ─dijo Hugo─. Quedan varias por subir. 

─¿Vieron el diario de hoy? Sale mi jefe. 

─Sí. Tenías razón, pendejo. 

El adolescente sonrió ante el pequeño halago, pero el gesto desapareció al fijarse en Ramiro, que lo observaba con atención. 

─¿Qué pasa? ─se atrevió a preguntar. 

Ramiro cambió el peso de un pie al otro antes de hablar. Cualquiera que no lo conociera habría pensado que el movimiento se debía al peso de la caja, pero Manuel casi podía asegurar que el motivo era más bien el peso de las palabras que pronunció a continuación. 

─Gracias, Manuel. 

─No me agradezca. Lo hago por mi jefe, no por usted. 

Antes de que el hombre pudiera responder, se fue hacia la escalera en busca de una de las cajas, ojalá aquella que contenía la información más importante según Mariana Duarte.



******************************************


Frank abrió la puerta, quedando inmóvil al ver que Bill no estaba sentado en su escritorio, sino de pie a pocos pasos de él. Le daba la espalda, así que al principio pudo observar el verde musgo del uniforme y la nuca bien rapada. Entonces el carabinero se giró y los ojos de ambos se encontraron. Le bastó un par de segundos para darse cuenta que Bill sabía realmente con quién era la cita, que aún tenía el nombre Francisco Rodríguez grabado en la memoria y que había catalogado la supuesta entrevista de un periodista del diario La Bruma de inmediato como una excusa.   

─Pasa. 

Obedeció. Fue el mismo Bill quien, acercándose, cerró la puerta a su espalda. Al verlo pasar por su lado, Frank notó que tenía canas en las patillas y que la robustez que lo caracterizaba de adolescente pronto se transformaría en otra cosa. Al parecer, su puesto de mayor no le requería demasiada actividad física. Nadie tenía una oficina como la suya si su trabajo consistía en atrapaba criminales en las calles, pensó mientras se adentraba en el lugar.

Por lo que recordaba, Fuenzalida nunca había sido un joven especialmente elegante. Su familia podía tener dinero, tierras a las afueras de Lafken, varias cabezas de ganado, pero él era más bien basto. Corriente, aunque tratara a veces de aparentar que no. La elección de su apodo era una las formas que había elegido para parecerse más a estudiantes como Eric Villanueva, jóvenes venidos de Santiago o alguna otra ciudad grande con importantes eventos sociales, que acostumbraban ir al teatro, leer, comer en restaurantes caros. En el fondo, Bill no había sido nunca muy distinto a Frank. Los separaban aspectos económicos, pero ambos habían jugado en el barro, preferían los porotos a la comida francesa y se ponían nerviosos ante la gente con apellidos extranjeros. Por eso se sorprendió tanto al verlo caminar hasta un escritorio de madera maciza y reluciente, sobre el cual brillaban algunos marcos plateados con fotos de la familia. Con cierto malestar, recordó el despacho de Mackena en el ministerio, que aunque mejor, mostraba lo mismo que el de Guillermo Fuenzalida: estar cerca del poder acarrea privilegios. 

─Siéntate ─le dijo Bill, indicando la silla frente a él. 

─Gracias por recibirme. 

─Supuse que se debía a algo importante. Además, no tenía otras citas durante la tarde. 

Frank asintió, cohibido ante la postura erguida y marcial de Bill en la silla. 

─Bien... no planeo quitarte mucho tiempo. Vine para pedirte ayuda. 

─¿Con qué?

─Se trata de mi hermana. Fue detenida hace tres días durante las protestas en la metalúrgica. Desde entonces no sabemos nada de ella. 

El carabinero cambió de postura, pero no por ello mostró sorpresa o incomodidad. 

─Si no la han soltado es por algo. 

─Una cosa es no soltarla. Otra muy distante es no informarle a su familia que está detenida. 

─Supongo que no es la primera vez que pasa algo así ─espetó Bill con la ceja derecha alzada. 

Frank guardó silencio unos segundos, antes de concluir que no tenía sentido mentir. 

─No. Ya la han tomado detenida antes. Pero nunca tanto tiempo. 

─¿En qué te puedo ayudar yo?

─Quiero saber dónde la tienen... Si está bien. Creí que tú...

─No me hice mayor para darle partes de cada detenido a las familias, Rodríguez. Te imaginarás que tengo cosas más importantes de las que ocuparme que de una revolucionaria de pueblo. 

La rabia subió como un calor por la cara de Frank. Tuvo que esforzarse para no mostrar lo que sentía. Aún así, la voz le tembló al volver a hablar.  

─Tiene una hija de doce años esperándola en casa. Si vine a verte es porque no sé qué más hacer. 

─Deberías haberle enseñado a tu hermana a no buscarse problemas. 

El periodista se puso de pie, incapaz de seguir mirando el rostro del carabinero. Tenía los puños cerrados, casi tan apretados como el estómago. Se preguntó si los resentimientos podían persistir doce años y se dio cuenta que sí, que hay cosas que nunca se olvidan. 

Se giró hacia su ex compañero, hacia el hombre en el que este se había convertido. Recordó la última vez que habían hablado en un frío baño de Markham. Aquella había sido la única ocasión en que sintió que el joven lo veía como algo más que un roto al que golpear, que lo entendía incluso mejor que el resto de alumnos del internado.  

─Por favor, Bill ─susurró─. Ayúdame. Por favor. 

Su interlocutor lo observó, las manos entrelazadas sobre el escritorio. En el silencio de la oficina, Frank tuvo la impresión de que escuchaba la respiración de ambos, la suya agitada, la de él muy calmada. 

─¿Cómo se llama tu hermana?

─Natalia Andrea Rodríguez Urritia. 

─¿Número de carnet?

Frank se lo dio y Bill anotó todo en una hoja que se guardó luego en el bolsillo. 

─Voy a hacer lo posible para que la suelten, pero no te prometo nada. Y escúchame bien: esta es la primera y la última vez que te ayudo.

─Sí. Gracias. 

─Puedes irte. 

En vez de obedecerlo, Frank se mantuvo en el puesto.

─Daniel Martínez está muerto. Pensé que debías saberlo. 

Se fue hacia la puerta de inmediato, porque no quería ver la reacción de Bill ante la noticia. Podía ser de indiferencia, incluso de macabra alegría. Pero en el fondo sabía que no, que el hombre lo miraría tal como hace dos años, y él no se sentía capaz de enfrentarse otra vez a ese tipo de compasión. 


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Vicente despertó de una pesadilla en la cual algo oscuro le tapaba el rostro y le impedía respirar. Con una gran inhalación que se convirtió en tos, abrió los ojos al máximo en medio de la penumbra de una habitación que al principio no pudo reconocer. Luego recordó y el recuerdo vino la sensación de que la pesadilla había perdido intensidad, pero continuaba. 

Con dificultad se sentó en la cama. El cuerpo le temblaba y aún le parecía que cada respiración podía ser la última. Su corazón tardó varios segundos en recuperar un ritmo normal. Intentó reordenar sus pensamientos, sus ideas. Todo era una mescolanza en su mente. Nada tenía relación con nada, solo el miedo. De pronto escuchó pasos acercándose por el pasillo y se puso de pie, acercándose de forma inconsciente a la pared, como si así pudiera escapar de quien se aproximaba. Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. A contraluz se dibujó la silueta de un hombre con una bandeja en las manos. Vicente intentó decirle algo, pero no le salió la voz.

─Come ─dijo su captor, el que lo había visitado varias veces en los últimos días. El que había observado mientras lo torturaban. 

Cuando el desconocido hubo dejado la bandeja en el suelo y se disponía a partir, él logró decir algo, lo que fuera para demostrar que lo de anoche no le había robado la voz. 

─Hijo de puta. 

El hombre se detuvo, la mano en el pomo de la puerta y la cabeza girada hacia la derecha. Lo escuchó respirar y luego, de una manera que le pareció casi irreal, se dio cuenta que se reía. El sonido se apagó casi de inmediato y al momento siguiente su captor se fue, cerrando con llave la puerta. Él se dejó caer en la cama. Sentía el cuerpo tenso a causa del agotamiento y el hambre, pero no se acercó a la comida. Las pocas energías que tenía las usó en tomar Los Bienaventurados, que yacía tirado en el suelo, y, a pesar de la penumbra, comenzar de nuevo a leer. 


GRACIAS POR LEER :)

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