CAPÍTULO VEINTICUATRO

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Una hora de faena podía sentirse como un par de minutos para quien la lleva a cabo, pero no para el que se dedica a observar. Él lo sabía, porque había estado en ambos lados de la cancha. Esa noche le tocaba estar de pie, inmóvil y mirando. Así había sido desde hace unos meses, desde que trabajaban para Salvador Mackena. Bajo su patronaje, Durán y él se había dividido el trabajo tácitamente: uno se dedicaría de la faena, el otro de las labores diarias. Es decir, uno pegaba y el otro preparaba al infeliz de turno. Habían otras tareas, pero no eran tan habituales. Se trataban más bien de juegos que se le ocurrían al jefe, como el tema de las cartas.

Esa noche había sido tranquila para él. Desde que Durán había atado a Vicente Santander a la silla, apenas se había dirigido a él. Otras sesiones no eran tan pasivas. "Sostiene aquí" o "limpia eso" eran las órdenes que su compañero solía soltarle más seguido. Lo hacía a los gritos, con la respiración agitada y el rostro cubierto de sudor. Él sabía que disfrutaba gritándole, pero no le importaba simular que no se daba cuenta. Había cosas peores que eso, como cuando le decía, calmado y hasta sonriente: "recógelo, ya no sirve para nada".

A Vicente le faltaba mucho para eso. Aquella no era más que la primera sesión que le tocaría mientras estuviera metido allí. Pero él siempre había creído que la primera era la más importante. Con ella se le dejaba claro al infeliz de turno lo que le esperaba. A veces implicaba dolor: golpes, cortes, quemaduras, ese tipo de cosas. El tipo de cosas que había tenido que sufrir el último, Daniel Martinez. El caso de Santander era diferente. El patrón había sido muy claro en sus instrucciones: "nada de marcas, ni moretones. Que se vaya de acá casi igual como llegó". Eso no había hecho muy feliz a Durán. Pero el hombre era profesional ante todo y en el fondo sabía que el método de esa noche quizás no rompía huesos y piel, pero sí mentes.

Durán soltó la bolsa, y Vicente Santander inhaló aire con desesperación. Pudo ver su boca abierta a través del naylon antes de que el inspiración se transformara en tos. El joven, a pesar de estar amarrado, se dobló sobre sí mismo. Las cuerdas temblaron, su cuerpo entero también. Tenía la camiseta blanca empapada de sudor y las venas marcadas a lo largo de su cuello. Llevaba casi una hora entre la asfixia y la vida. Él sabía lo que se sentía. A veces, cuando te enseñaban los métodos, te hacían pasar por ellos. Así era más fácil entender cuál era el punto exacto de apriete y, sobre todo, cuándo parar.

Con cada bocanada de aire, Vicente Santander, el infeliz de turno, vivía un poco más. Pero también, y aquello era lo importante, recordaba que hacía falta solo otro segundo para que todo se acabara. El "ahogamiento en seco" tenía un doble propósito: dañaba sin otras marcas que las del cuello (y si el torturador era hábil, como Durán, no habrían tales marcas) y la confirmación innegable de que la vida del torturado pendía de un hilo. La mayoría al principio agradecía cada nueva oportunidad. Después de algunas sesiones, solo deseaban que todo terminara de una vez.

A Santander aún le faltaba para eso, pero por esa noche estaba llegando a su límite. La tos había pasado a ser espasmos y náuseas. Durán fue lo suficientemente rápido para quitarle la bolsa justo antes de que vomitara. Ese era el fin. Por ahora. Él lo entendió, pero a Durán le gustaba marcar él mismo el término de su trabajo.

─¿Ya no puedes más, maricón? ─Durán enterró los dedos en el pelo de Vicente y tiró hacia arriba, obligando al joven a mirarlo. Seguel llevaba mucho rato sin verle del todo el rostro, así que en ese momento lo estudió. Estaba pálido, sudado y tenía los ojos llorosos. Su incapacidad para enfocar la mirada le dejó claro que se encontraba al borde de la inconsciencia─. Bah ─espetó Durán─, cada vez lo hacen más frágiles a estos pendejos culiaos.

Lo soltó y al hacerlo la cabeza de Santander cayó sobre su pecho. Durán se giró hacia Seguel mientras se limpiaba el sudor de la frente con el dorso de la mano.

─Llévatelo. Yo me voy a dormir.

Él asintió. Esperó a que su compañero saliera de la habitación de concreto y sin ventanas donde se encontraban antes de aproximarse al joven aún atado a la silla. Deshizo los nudos con rapidez, cuidando de sostener a Vicente para que no cayera de la silla. Ya le bastaba con el estropicio que tendría que limpiar, no tenía ganas de además tener que ducharlo para quitarle más vómito de encima. En un movimiento aprendido tras mucha experiencia, se lo cargó el hombro. Así, no era más que un bulto, un saco de huesos y carne. Salió del lugar, dejando todo tal como estaba. Ya volvería a limpiar los rastros después. Dejó incluso la puerta abierta, para que así la bombilla colgante y de luz amarillenta que colgaba en la habitación lo alumbrara en el viaje por el pasillo. Escuchó a Vicente Santander quejarse un par de veces. Incluso en un momento tuvo la impresión de haberlo escuchado decir algo más o menos articulado. Prefería no saber qué había dicho o intentado decir.

La puerta de la habitación donde lo mantenían encerrado también estaba abierta. Tardó apenas unos segundos en cruzar el umbral y dejar caer al joven sobre la cama. Entonces, Vicente pareció despertar en parte y con dedos débiles le rozó el brazo. Seguel se quedó quieto y lo miró. Su propia respiración agitada fue lo único que escuchó en medio del silencio.

Pero no, el pobre infeliz de turno no despertó. Solo había sido una falsa alarma. Sin embargo, el hombre no pudo evitar quedarse allí y esperar. Tal vez, se dijo, tal vez lo miraría tal como lo había mirado Daniel Martínez muchas noches atrás.

¿Los ve? A todos los que ha matado, ¿los ve?

─Sí ─dijo en voz alta─. Los veo. A todos.

Eso había respondido antes de apretar el cañón de la pistola contra la sien de Martínez, que se había mantenido tranquilo antes del disparo.

─A mí también me verá ─le había respondido en los últimos segundos que le quedaban de vida─. Me verá hasta el final.

Mientras cerraba la puerta y se alejaba por el pasillo, levantó su mano hasta el bolsillo de su chaqueta. Ahí, doblada en cuatro, estaba la quinta carta. La única que Martínez había escrito por decisión propia. Seguel esperaba el día en que por fin pudiera dejar de cargar con ella y con todo lo demás. Con todos esos rostros que, como el de Daniel, lo esperaban tras cada respiración. 


*********************************


Vicente caminaba por el Óvalo de Markham, rumbo al comedor. Tenía diecisiete años. Lo sentía en las extremidades, delgadas y largas. Lo sentía en la forma en que los colores pasaban a través de su retina y eran procesados por su cerebro. No había colores más brillantes que los del internado después de la lluvia.

Pero sobre todo, sabía que tenía diecisiete años porque Ramiro caminaba a su lado. Su mano derecha y la izquierda de su amigo se rozaban a veces con cada paso, le bastaba girar parcialmente la cabeza o incluso mirar de reojo para verle. De su porte, más moreno y con lunares cuya ubicación en su rostro él se sabía de memoria, el pelo oscuro cubriendo parte de su frente, la chaqueta color burdeos abierta sobre la camisa. Supo que si le hablaba, de lo que fuera, Ramiro le contestaría con su tranquila. Puede que hasta le sonriera.

Tenía diecisiete años y Ramiro estaba con él. Por eso supo que estaba soñando.

Con fuerza, con todo el anhelo que era capaz de reunir, se agarró a los detalles del sueño, a los colores, el sonido de las voces de sus compañeros en el patio, las pisadas suyas y de Ramiro, los olores. Si él simulaba que era real, bastaba.

Se giró y contempló a su amigo. Quiso tocarlo, pero no lo hizo. en Markham, jamás lo habría acariciado frente a todos. Y además, recordó, o soñó que recordaba, en esos últimos días había sido difícil acercarse a Ramiro, hablarle incluso. El muchacho evitaba mirarlo a los ojos, ya casi no sonreía cuando estaban solos y rehuía el contacto. Si sus manos estaban ahora a punto de rozarse era por la estrechez del Óvalo y la cantidad de estudiantes que los rodeaban. De haber estado en su dormitorio o en la laguna Rumel, su amigo habría estado a un metro mínimo de distancia.

Vicente no sabía lo que le pasaba, pero con cada día crecía más y más la sospecha de que todo tenía relación con las visitas que Ramiro hacía contínuamente al director. El día anterior casi se lo había confirmado, cuando tras el desayuno, su amigo lo había visto charlar con Mackena en el borde del patio. Nada más lo tuvo cerca, lo sostuvo por el brazo y lo alejó rumbo a las canchas.

─¿Qué te dijo?

─Nada... solo me estaba preguntando cómo estaba.

Al fijarse en su rostro, Vicente había visto la palidez casi enfermiza de Ramiro y había tenido miedo.

─No te acerques a él. No dejes que él se acerque a ti.

─Pero...

─Por favor, Vicente.

Entonces lo había soltado y él no le quedó más remedio que esconder el dolor provocado por su agarre. No entendió de inmediato la actitud de su amigo, pero durante la noche, en el silencio y la oscuridad, había ido uniendo los puntos. Después de pasar en vela muchas horas, Vicente sentía que una pregunta le pesaba en la lengua como un metal frío y correoso: ¿qué le había hecho Salvador Mackena a Ramiro?

En el presente de su sueño, que ya era más similar a un recuerdo, su amigo se giró para mirarlo. Vicente vio cosas que conocía y otras que no. Aquello le asustó mucho, pero siguió caminando tras sonreírle. Juntos llegaron al comedor y buscaron la mesa que acostumbraban ocupar. Estaba vacía, porque había una costumbre tácita en Markham de que las mesas que usaban los Próceres eran intocables.

Antes de sentarse, Ramiro miró hacia la parte delantera del comedor, donde se sentaban los profesores, inspectores y el director. Mackena no estaba, lo que no era raro, sobre todo al mediodía. Vicente se percató que su amigo relajaba un poco más los hombros y con renovada energía se sentó frente a él. Un par de minutos después, los empleados de la cocina fueron entregando los platos a cada estudiante. Pronto, las charlas adolescentes fueron acompañadas por los ruidos metálicos que producían los cubiertos y andar ordenado y eficiente de los meseros.

─Escuché a Salinas decir que la prueba de mañana va a estar muy difícil ─soltó Vicente, solo por decir algo.

─¿Cómo sabe él eso?

─Según él, se lo dijo el mismo Monje.

─Ah... No sé en qué palabra confío menos, si en la de Monje o en la de Salinas.

Vicente se rió y Ramiro también. Por unos segundos, el primero tuvo la esperanza de que ese día, al menos, sería mejor que los anteriores. Que ese almuerzo sería normal. Se equivocó. Ramiro se llevó otra cucharada de comida a la boca y luego su mirada vagó hacia la derecha. Al otro lado del estrecho pasillo que separaba las mesas de la derecha de las que estaban a la izquierda, comía un grupo de novatos. Eran siete en total, todos bulliciosos e inquietos, excepto uno. El callado y pálido muchacho estaba sentado en el borde, con las manos sobre el regazo. Al parecer no había tocado su plato ni planeaba hacerlo. Estaba allí porque ningún alumno, en especial uno de los menores, tenía autorización para saltarse el almuerzo.

Ramiro se puso de pie y fue hacia él. Vicente lo observó con el aliento contenido cuando se agachó junto a el niño y le habló, solo que no pudo escuchar lo que decía. El rostro del novato, ya de por sí tembloroso y triste, se contrajo un poco de miedo al ver al prócer tan cerca. Tragó saliva una, dos veces, ante de contestar. Luego, cuando Ramiro alzó la mano para, quizás, tocarle la cabeza o el hombro, dio un respingo de rechazo. A su alrededor, todos sus compañeros y algunos estudiantes a pocas mesas de distancia contemplaban la escena.

Vicente no fue el único que siguió con la mirada a su amigo cuando volvió a su asiento, pero probablemente sí fue el único que vio su expresión congelada por la rabia.

─Martín Ugarte.

─¿Qué?

─El niño se llama Martín Ugarte.

─¿Qué pasa con él?

En ese instante, Ramiro pareció despertar. O más bien regresar de dónde se encontraba, agazapado y furioso.

─Nada ─murmuró─. Nada.

Vicente no lo creyó. Desde entonces nunca más le creyó cuando decía que todo estaba bien. A partir de ese día lo observó con aún más detenimiento, al igual que a Mackena. Con el paso de los días y las semanas sus miedos se fueron haciendo realidad, pero solo el día en Ramiro había entrado en la laguna Rumel sin intención de salir lo supo con certeza.

Tenía que salvar a Ramiro de Salvador Mackena. 


***************************************


Tomó una de los diarios que había dejado en el borde de la mesa mientras la empleada le servía el café. El olor cálido le invadió la nariz y solo por ello le regaló una sonrisa a la mujer. No tenía muy buen ver, porque era vieja y estaba gorda, pero cocinaba de las mil maravillas. El café era de primera. Para él con eso bastaba.

─¿Necesita algo más, señor?

─Nada, Julia. ¿Dónde está mi mujer?

─A punto de bajar.

─Bien.

La mujer se fue y él miró la mesa por encima de las páginas del diario. Vio pan recién salido del horno, queso, mantequilla y frutas. El país podía estar mal económicamente, una taza ridícula de desempleo y fábricas yéndose a la quiebra una tras otra, pero en la casa de los Mackena no se escatimaban gastos. No había por qué. Aún si él no hubiera sido parte de un ministerio, tenía la seguridad que le daba el dinero de su familia y el de su esposa. La mujer había puesto lo suyo, había que reconocerlo; por eso, si le pedía nuevas cortinas o un collar, incluso si le rogaba para que tuvieran otro hijo, él se lo concedía. No de inmediato, claro, porque hacerlo habría supuesto sentar un peligroso precedente, pero lo hacía tarde o temprano.

Giró la hoja del diario y paseó los ojos por la siguiente sin demasiado entusiasmo. Con la mano izquierda se llevó la taza de café a la boca y lo saboreó. Exquisito, como siempre. Volvió a dejar la bebida sobre la mesa en el preciso instante en que María Luisa Tagle de Mackena entraba en el comedor. Llevaba el niño que había dado a luz hace menos de ocho meses en los brazos, cosa que hizo que él torciera el gesto. Detestaba comer con el peligro de la guagua se largara a llorar en cualquier momento.

─Luisa, por favor, llévate al niño.

─Ay, pesado. Quiero que lo veas antes de que te vayas.

─Lo veo todos los días.

─Mentira ─dijo ella, con la nota justa de reproche en su voz. A pesar de no ser la más brillante de las debutantes de su generación, él debía reconocer que tenía un maravilloso instinto de supervivencia. Y era bella, eso sobre todo. Mackena la había escogido por eso, por su belleza y por su dinero. El motivo de lo segundo era evidente, lo primero no tanto. Pero tenía toda la lógica del mundo: por mucho a él no le despertara la líbido, debía mantener las apariencias. Y nadie se creería que él, uno de los más cotizados solteros de Santiago cuatro años atrás se casaría con una mujer fea─. Trabajas todo el día y sales casi todas las noches. El niño va a crecer sin conocerte.

─Bueno, pero si llora te lo llevas.

Su mujer sonrió, complacida. Mackena la miró un par de segundo, allí en medio del comedor que había costado un dineral decorar, y supo que su esposa había elegido cada color, cada textura de tela, cada ángulo de luz para verse incluso más bella en el centro de su reino.

Luego, volvió a su diario y su café. El niño solo gorjeaba, al parecer feliz. Cecilia, la hija mayor de ambos, debía estar preparándose también para bajar. La niña tenía tres años y a él no le molestaba reconocer que era el único miembro de su familia por el que sentía algún tipo de debilidad. Seguramente era porque se parecía más a él que a su madre, más a los Mackena que a los Tagle. A pesar de su corta edad, ya mandaba a todos a su alrededor con naturalidad y elegancia, y tenía un ojo innato para saber dar lo justo para recibir el doble. La adoraba, esa era la verdad, pero no por ello estaba dispuesto a pasar más tiempo en casa.

María Luisa comenzó a hablar, pero él no la escuchó. Ni siquiera simuló hacerlo. Su padre le había enseñado que a las mujeres les bastaba con el eco de su voz. Continuó leyendo el diario, pasando a la página cuatro. Vio la foto antes que el titular, pero eso fue suficiente para helarle las entrañas.

"HIJO DE CONTRA ALMIRANTE DE LA ARMADA DESAPARECIDO"

Leyó con avidez, solo para corroborar sus temores. "Vicente Santander, de 25 años"..., "padres del joven viajan a Santiago...", "Dos días desaparecido"..., "Secuestrado la noche del...". Cada una de esas frases las sintió como un golpe, pero una lo hizo más que cualquier otra: "Almirante José Toribio Merino prometió ayudar personalmente en la búsqueda. Indica que contra los culpables caerá todo el peso de la ley".

─No puede ser...

─¿Qué dijiste, Salvador?

No le respondió. En realidad, no era capaz de hacerlo. Solo podía mirar las letras negras y la foto de Vicente, la que seguramente tenía varios años de antigüedad. El rostro apenas sonriente del joven parecía contemplarlo a él, a nadie más que él.

─Salvador...

─¡Cállate!

Bajó el diario con brusquedad, volteando la taza de café sobre el mantel blanco. Aquella mancha podía ser fatal, pero no podía importarle menos. Así como tampoco le importaba la expresión de mudo terror de María Luisa. Cuando él la miró, ella bajó los ojos con rapidez.

─¿Está todo bien? ─preguntó tras unos segundos, casi en un susurro.

─Sí. Me voy.

María Luisa asintió. El grito la mantendría quieta y temerosa unos días, pero bastaba. Mackena no quería que lo desconcentrara en lo más mínimo. Cuando se despidió de ella, la mujer lo observó como si alzar la voz fuera lo peor que él era capaz de hacerle. Tonta. Debajo de su bonita cara, el cuerpo que no acusaba los estragos de dos partos y su dinero no era más que una tonta.

Salió del comedor dando una zancada tras otra. No podía dejar de pensar en qué debía hacer a continuación. Soltar a Vicente parecía la opción más sensata, pero hacerlo tan rápido también podía ser una estupidez. Tendría que elegir muy bien el momento y el lugar. Incluso, si las cosas se ponían demasiados serias, quedaba la opción de llamar para pedir dinero. Hacer pasar todo por un simple secuestro. Sí, era una opción, se dijo mientras se ponía la chaqueta de su traje negro frente a la puerta antes de salir.

Lo que más le escocía, sin embargo, era el traspié. No esperaba que los Santander supieran de la desaparición de Vicente tan pronto. Según sus averiguaciones, el joven apenas tenía contacto con su familia. Y también estaba seguro que Ramiro no recurriría a ellos por muy desesperado que estuviera. No, las cosas andaban mal. Muy mal. Lo correcto hubiera sido que Aránguiz se apareciera por su casa para intentar matarlo. Entonces uno de los guardaespaldas que mantenía cerca lo atraparía para llevarlo al mismo lugar donde tenía oculto a su querido amigo. Así podría mandar a Durán que torturara al ex detective mientras Vicente Santander miraba o algo así de tentador.

Con los Santander en la ecuación tan de improviso, todo eso tambaleaba. Pero sobre todo, le hacía preguntarse: ¿por qué Ramiro no estaba haciendo lo que él esperaba?


GRACIAS POR LEER :)

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