Chung-Hee, Capítulo 14: Error y causa.

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           Despierto sobresaltado como consecuencia de las pesadillas que llevan atormentándome durante más tiempo del que cualquier persona en su sano juicio podría soportar. Tengo el brazo dormido de la tensión por dormir en una postura nada cómoda, el pelo pegado a las sienes por el sudor, la respiración agitada y la boca pastosa. Separo los labios formando una "o". La piel está tirante, seca. Hago un mohín con los labios, noto como se cuartean, cómo grietas con sabor leve a óxido se abren. Voy al baño, me lavo la cara y los dientes, necesito estar fresco. Necesito distanciarme de la pesadilla que aún guardo tras los párpados, vívida como el aire que respiro.

No sé cómo ocurrió, no sé cómo dejé que pasara. No debí dormirme, no soy consciente de cuando lo hice. Suele pasarme muy poco, el quedarme dormido sin querer, pero siempre ocurre lo mismo. Las mismas imágenes, las mismas secuencias, las mismas caras.

Nunca pretendo dejarme caer en los brazos de Morfeo. Ese efímero error conlleva una gran agonía. Un gran dolor, como una patada en el pecho que me arrebata el aire, comprime los pulmones y paraliza momentáneamente el corazón.

Las pesadillas son mi talón de Aquiles, mi tormento. Sin embargo, es el precio que debo pagar por haber cometido semejante error. Una egoísta decisión, que afectó, no sólo a mi vida, sino a la de los que me rodean, a los que me quieren. Es un precio justo, para una decisión que yo mismo tomé, y asumo todas y cada una de las consecuencias. Acción/reacción, es un principio fácil de entender, no de llevar a cabo.

Los recuerdos de antes, son las pesadillas del ahora.

Recuerdo a la perfección aquel día, el día que tomé la decisión. Creía que iba a ser el mejor día de mi vida, qué equivocado estaba. Afronté las consecuencias de mi decisión con una sonrisa ahogada en lágrimas. Una actuación casi perfecta de la tristeza disfrazada de alegría. Un perfecto color gris que cuanto más lo miras más oscuro se vuelve hasta sumergirte en la completa oscuridad.

La sonrisa fue por mí, por la liberación que tanto ansiaba. La lagrima por los míos, por lo que dejaba atrás, por los que no tienen culpa de absolutamente nada, por el miedo. Por mi elección, poco certera para ellos, necesaria y vital para mí.

Agradezco esta oportunidad de enmienda —que a veces duele más que el castigo—, por ser una experiencia más enriquecedora de lo que creía. Aunque al principio, no fue así. Pensaba que era una ley injusta, cruel, que casi rozaba la tortura. Hasta que un día —de los más dolorosos de mi vida— alguien me ayudó a tomarme este trabajo como una forma especial de aprendizaje. Una enseñanza repleta de agradecimientos y lo sientos, en la que además, puedo ayudar a otros lo necesitan.

Le estoy agradecido a todas esas normas que yo no puse, pero me afectaron de igual manera. Y acabé aceptando con mil protestas en la boca y millones de lágrimas en la cara y corazón.

Cierro los ojos, respiro lento, procurando dejas mis pensamientos, reflexiones y la cara de Eleanor atrás. Lo más atrás posible. Más allá del mundo de los sueños, más allá de mí subconsciente. Lo más difícil va a ser apartar la cara de Eleanor... Una cara tan sonrosada, llena de amor, valentía y fuerza, no puede olvidarse aunque pase una eternidad, se arrugue o se pierda con el paso del tiempo o la muerte.

—Perdóname, Eleanor, por recordarte cada día y no pasar página como me pediste que hiciera. —Digo en voz alta, mirando hacia el techo—. No sé amar de otra forma.

Me levanto de la cama con dificultades. El brazo me hormiguea y no soy capaz de albergar la mínima fuerza en él. Acaricio cada nudo de la pulsera roja. Tengo un dolor agudo en la pelvis, que sube por la columna vertebral y me impide incorporarme con la habilidad necesaria. Acaricio la cadera con suavidad, se me ha clavado el manojo de llaves que colgaban del cinturón, dejando arrugas pronunciadas en la camisa blanca. Por suerte el reloj estaba tumbado, y no de lado. Lo levanto con la mano, observo la esfera. La manecilla sigue en la franja azul, aún me queda mucho por descubrir.

Estiro bien la espalda, junto al resto de extremidades.


           Abro a la hora exacta la recepción y la habitación 002.

La bruma sigue perenne a los alrededores del motel, uno se acaba acostumbrando a vivir en penumbra. Antes de volver a mi habitación, examino la estancia 002. La estantería en la que reposa el libro Vida, punto y seguido está como siempre, aburrida y nada llamativa, libre de sospechas y miradas curiosas. Cada libro está en su lugar, cada objeto está donde debe estar. 

Todo está cumpliendo su función. Hasta yo: ayudar, echar una mano al bien común, al bien mayor.

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