Ezequiel, Capítulo 15: Euforia.

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           Está siendo un gran día. La investigación va viento en popa. Isaac y yo estamos motivadísimos, dando el cien por cien de nosotros. Lo tenemos, creemos que lo tenemos. Esta vez no se nos escapará como aire entre las manos.

Paramos a comer. No tenemos hambre por la excitación, pero debemos tener el cuerpo y la mente activos para seguir. Ya no pienso en el sueño, no tan seguido, al menos. Esas imágenes han pasado a un segundo plano, y lo agradezco. Lo primero es lo primero.

—Tenemos un posible móvil. Sólo queda tirar de unos cuantos hilos más y confirmaremos si nuestra teoría es cierta o no. ¿Sabes lo que es eso, Eze?

Sonrío. La sensación de éxtasis cuando estamos a punto de dar con la clave del caso, y dar descanso a las personas que implica, es lo mejor de mi trabajo. Al entrar en la carrera, pensaba que lo mejor sería darle un castigo a quien se lo merecía, poner las cosas en su lugar —divina justicia—, pero ahora, es diferente. Ahora, prima el anticiparse y adivinar cualquier paso hacia delante del criminal. Ser más listo que él.

—¿Preparado para una noche de dardos?

Pregunta Isaac levantando una ceja, sugerente.

Sonrío como un niño complacido, al que se le ha comprado un trozo de su pastel favorito.

           

           Seguimos hablando del caso, de nuestros avances. Isaac se pone medallitas, bromeando sobre que debería ser escuchado más a menudo.

—Si hombre, tampoco te vengas tan arriba —intento picarlo—. Si te prestamos más atención de la debida acabarás con la poca cordura que nos quede.

Hoy está siendo un buen día, como criminólogos no solemos tener buenos días de forma muy seguida. Es un trabajo que adoro, que siento que está hecho para mí, para mis inquietudes, pero trabajamos cara a cara con la crueldad humana, y eso desgasta más de lo que cualquiera se imagina. Como persona te expone, te hace ponerte en peligro, a ti y a tu familia en casos extremos: puede que un sudes se obsesione contigo, con tu trabajo o con tu vida íntima, y te busque, o te encuentre para darte el merecido que crea conveniente.

Unos golpes en la puerta llaman nuestra atención. El recepcionista teclea la clave que abre la cerradura electrónica y se queda en el umbral de la puerta, mirándonos.

—Perdonad la interrupción, agentes. Tienen una llamada.

Isaac me mira con los ojos como platos. Por fin su madre da señales de vida. Por fin se comunica con su hijo después de mandarlo al culo del mundo por su bienestar íntegro.

—Seguidme, por favor. La señora Ortega está a la espera.

Nos levantamos de las sillas y seguimos al asiático hasta el interior de la recepción, frente al mostrador. El mostrador es amplio, pero esconde su capacidad de almacenaje a quien está al otro lado de él. Quizás por eso, la primera vez que estuvimos aquí, no vi el teléfono fijo que saca del interior.

Isaac mira atento el teléfono, con ilusión y algo de tristeza. Nuestras miradas se encuentran.

—Responde tú.

Hago un gesto con la cabeza. Es su madre, no la mía quien está al otro lado de la línea esperando escuchar mi voz, por muy superior nuestra que sea. Lo correcto es que hable él con ella.

Isaac me sonríe, regalándome el bonito paisaje que dibujan sus hoyuelos y asiente. Coge el teléfono, que le tiende el asiático, con manos ansiosas.

—Agente Isaac Ortega al teléfono —respira hondo, lleno de alegría, haciendo que su pecho se ensanche.

Tiene información nueva que contarle: la posible conexión entre víctimas. Una sonrisilla traviesa se dibuja en su rostro. Seguro que la forma de responder al teléfono, le ha hecho gracia a su madre.

Echo de menos a la mía.


           El asiático se fue al poco de facilitarnos el teléfono. Se fue a la habitación 006 —sí, lo seguí con la mirada—, no sin antes pedirnos que cuando termináramos, dejásemos el teléfono bien colgado sobre el mostrador, él ya se ocuparía de colocarlo en su lugar. Un gesto muy profesional por su parte, al César lo que es del César.

Isaac lleva un buen rato hablando sin parar, contándole nuestras teorías y lo que hemos averiguado y enlazado. Está hablando lento, para que su madre lo entienda todo, aclarando cómo hemos llegado a las conclusiones, a las conexiones. Escoge las palabras de forma certera, no se deja información en el tintero.

—Por cierto —me mira y achina los ojos—, ¿podemos pedirte un favorcillo, señora Ortega? Verá, no tenemos internet aquí y la corazonada necesita ser investigada. —Sonríe de oreja a oreja—. Señora Ortega, ya sabe que mi instinto es infalible. No la defraudaré —dice burlón, cambiando el tono de voz—. Necesitamos que hagas algo, te explicaré el qué y cómo hacerlo. ¿Tienes papel y lápiz por ahí?


—No puedo creer que le hayas pedido eso —comento asombrado por la cara tan dura que tiene.

—Es para el caso, nada extraoficial —sonríe de lado—. No te sofoques, le he dado mi usuario y contraseña, no la tuya —alarga una mano hacia mi mentón y ejerce un poco de presión con el pulgar sobre él.

—No digas gilipolleces Isaac —aparto su mano de mi cara de forma brusca—, sabes de sobra que...

—Sí, sí... —me interrumpe andando hacia delante.

Es gilipollas, un descarado y algo capullo. Algo capullo no, muy capullo. Pero también es buen amigo, buen compañero, buena persona. Pongo los ojos en blanco cuando sale de la recepción y me mira riéndose a través del cristal. Salgo de la garita, sigo a Isaac, y entro unos segundos después a la 002.

—Te pienso pegar la paliza de tu vida.

Estoy animado, motivado para humillarle. Crujo los dedos de las manos en un estiramiento. Él sonríe, da saltitos a la vez que agita los brazos, que descansan a ambos lados de su cuerpo. Mueve el cuello de un lado para otro al ritmo de los saltos.

—Cuando quieras —sonríe el muy capullo.

La noche ha sido alucinante. Hasta Chung-Hee, se ha portado, dejándonos estar el tiempo que queramos en la 002.

—Hoy haremos una excepción —había dicho antes de irse a la garita, despidiéndose e inclinándose levemente.

No sé qué hora es, pero estoy cansado. Cojo del brazo a Isaac y levanto su manga hasta ver el reloj de pulsera. Son las 00:19 y estoy reventado. Tengo treinta años y estoy cansado a las doce y diecinueve de la noche. Soy un auténtico carcamal. Debo terminar la partida, por lo menos, aprovechar la racha de victorias, para cerrarle la boca a Isaac. Esta es mi noche de suerte.

Me preparo para lanzar el tercer y último dardo hacia el número tres. El número que me falta para completar la ronda. Si clavo el dardo en él terminará el juego y me proclamaré ganador. Apunto, cerrando un ojo y moviendo hacia delante y hacia atrás la mano que sostiene el dardo, acaricio el relieve que se dibuja en el cuerpo delgado y nada pesado de este. Inspiro despacio y aguanto el aire cuando suelto el dardo con velocidad y fuerza. El sonido de trompetas y aplausos sale de los pequeños altavoces de la diana electrónica, haciendo parpadear en su pantalla azul las palabras player 1 WINNER.

—Te lo dije —muevo los hombros con ritmo, le vacilo—, no tienes nada que hacer contra mí.

—El ignorante llama maestría a la suerte —replica Isaac sacando los dardos clavados—. ¿La revancha? —Pulsa el botón que resetea el modo de juego.

Se muerde el labio al darse media vuelta.

—Paso, estoy cansado de ganarte —bostezo—. Voy a dormir —señalo a la puerta con el pulgar—, pero tú puedes quedarte a practicar. A lo mejor la próxima vez puedes ganarme —guiño intentando ser tan descarado como él.

Suelta un bufido por la nariz con media sonrisa. Asiente sin decir nada, toquetea los botones haciendo hablar a la diana, que ahora ofrece otro modo de juego en solitario.

—Como quieras abuelete... —se cachondea de mí.

—Buenas noches, manco —me burlo de él—. No te acuestes muy tarde practicando.

—Buenas noches, Eze.

Camino hacia la puerta, oigo un dardo clavarse con fuerza en la diana, triple. Llego al marco de la puerta, cuando oigo un segundo dardo clavarse.

—Que sueñes cosas bonitas, o conmigo, lo que más te apetezca.

Me quedo inmóvil en el umbral de la puerta. El sonido del tercer dardo clavándose en la diana, hace decir a la máquina double. No puedo estar más de acuerdo, ha sido un golpe doblemente certero. El retumbar del tercer dardo ha atravesado la diana y mi pecho, haciéndome temblar, perder el equilibrio.

Hago como si no lo hubiera escuchado y me largo de la habitación con la poca dignidad que me queda al tropezar con mis propios pies. Ando hacia mi cuarto, sin mirar atrás, sin mirar a Isaac, que aún no ha recogido los dardos, y sospecho que aún me mira mientras desaparezco de su campo de visión.

Cierro la puerta, me dejo caer en la cama y suspiro con fuerza. No sé si estoy emocionado, muerto de la vergüenza o en estado de shock. Puede que sea un poco de todo, puede que sea un coctel de sensaciones. Un cóctel molotov. 

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