Ezequiel, Capítulo 20: Conexión.

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           La noche se me ha ido de las manos, destrocé un espejo, me corté la mano e incordie a terceras personas con el follón que había montado. Después de irse Chung-Hee me desplomé sobre la cama deshecha, con los brazos extendidos en cruz, pensando en el espectáculo tan bochornoso que había dado y en lo surrealista que había sido la situación. No dejaré que vuelva a ocurrir. No lo permitiré, debo comportarme como un adulto, no como un chiquillo.

Esta mañana me he levantado algo mejor. La mano apenas me duele, aunque sigo dándole vueltas al asunto, a Jose. Quizás deba cogerle el teléfono, quizás deba devolverle las llamadas. Quizás cuando termine el caso lo haga, o no. Cada vez que pienso en ello, nunca encuentro el momento o no sé cómo empezar la conversación. ¿Y si está molesto conmigo?, ¿y si no lo está?, ¿y si estoy yo molesto con él?, ¿y si ha cambiado? ¿Cuánto habrá cambiado?, ¿notará cuánto he cambiado yo?

Salgo de la habitación cuando los rayos de sol atraviesan la bruma. Estoy solo en el rellano, mirando el paisaje que rodea al motel. Encamino la marcha hacia la habitación 001, cuando algo llama mi atención. A través de la puerta acristalada de la recepción veo a Chung-Hee, pero no está sólo. Está hablando con un hombre alto, corpulento, cabello largo y tirabuzones dorados, que le tiende la mano y articula palabras que desde el pasillo no capto.

Voy a pasarme por recepción, antes de encerrarme en la habitación 001.

Camino despacio, esperando no ser visto, a lo mejor así pesco alguna palabra suelta, por insignificante que sea, de la conversación. A escasos metros de la recepción, se oye el murmullo que produce la voz grave del desconocido. Paro de andar y miro a ambos.

Estiro el cuello para captar el mínimo susurro. Los ojos de Chung-Hee me miran con disimulo. Sabe que estoy espiándolos, debería entrar. Soy un ridículo. Doy los pasos necesarios hasta alcanzar la puerta y la abro.

—Buenos días Chung-Hee. —Saludo procurando parecer desinteresado—. Disculpad, ¿interrumpo? —Pregunto gesticulando con las manos.

Me quedo en el umbral de la puerta, mirando a Chung-Hee y al desconocido. Levanto una ceja al toparme con la mirada del recepcionista, nadie debería saber de este lugar y mucho menos estar aquí.

El corpulento desconocido se coloca entre medias de nuestras miradas, centrando toda la atención sobre su persona. Lo miro curioso, él me devuelve la mirada. ¿Quién es este hombre que me mira sin cortarse un pelo? La mirada que me lanza es tan sumamente penetrante, que hasta intimida, hace que me sienta nervioso y tenga la necesidad de apartarme el cabello hacia atrás. ¿Por qué me mira de arriba abajo?, ¿por qué siento que ve a través de mi carne, de mis huesos?, ¿por qué me siento tan desnudo? ¿Son imaginaciones mías o el aire se ha vuelto pesado?

—Tu debes de ser Ezequiel —responde el desconocido, rompiendo el silencio, examinándome—. Soy Miguel, el jefe de Chung-Hee. Vengo a asegurarme de que todo esté en orden, y de camino, he traído algo que pedisteis.

Miro en dirección a Chung-Hee, que me muestra un pendrive.

—Mi trabajo aquí ha terminado, por hoy. —Pasa por mi lado, arrastrando con él una oleada de electricidad estática que me deja inmóvil—. Nos veremos pronto —termina de decir antes de abrir la puerta y desaparecer a mi espalda.

Suelto el aire que no sabía que estaba reteniendo. El pecho se desinfla con quemazón. Giro de manera parcial el cuerpo hacia el pasillo, está solitario, tal y como lo había dejado al entrar en la garita.

—Buenos días Ezequiel —dice Chung-Hee sacándome de mis pensamientos—, ¿cómo va la mano?

—Bien —respondo atontado—, apenas me duele. ¿Qué contiene el pendrive? —Pregunto sin andarme por las ramas.

—No tengo ni la menor idea. Viene de parte de la señora Ortega. —Abre la palma de la mano, con el pendrive en el centro.

La información extra que le pidió Isaac que recogiera para nosotros. La posible conexión.

—¿Quería algo?

—¡Oh!, claro —agarro el pen y lo introduzco en el interior de uno de mis bolsillos—. Venía a pedirte disculpas por lo de anoche. Quiero hacerme cargo del destrozo —Chung-Hee abre los ojos rasgados, sorprendido por lo que sus oídos acaban de escuchar—, pagaré los daños.

—No se preocupe Ezequiel, —niega con las manos y la cabeza— no tiene que pagar nada, está todo bien.

Tras disculparme con Chung-Hee me pongo manos a la obra con el pendrive. Isaac aún sigue durmiendo, pero esto es demasiado importante como para posponerlo.

Introduzco el pen, en dos intentos, en la ranura de la base del pc. Espero unos segundos a que el ordenador reconozca y lea los archivos que contiene, una ventana emergente se abre frente a mí.

Los ojos se me abren como discos de vinilo. El capullo de Isaac dio en el clavo con su corazonada, tenemos la conexión entre todas las víctimas: una app de citas. Las seis víctimas tenían un perfil en esta famosa app.

Clico sobre la carpeta "Perfiles". La boca se me abre en forma de "o" cuando la cara del abogado, y padre de familia, se expande por la pantalla.

—Vaya, vaya. Al final las telenovelas de Isaac no son tan ficticias como creía.

Minimizo la foto de la segunda víctima en una esquina, y abro el resto de fotos.

Las seis víctimas me miran a través de la pantalla, algunos sonriendo en cualquier lugar de la cuidad, otros marcando mandíbula de perfil en lo que supongo es su casa, bailando en su lugar de trabajo ligero de ropa o simplemente tomando el sol en la playa. Fotos normales que se encuentran en cualquier red social o app de citas, pero esta app tiene un público muy definido: hombres gays.

El corazón me da un vuelco cuando en la parte trasera de la cabeza una pequeña descarga eléctrica me hace vibrar. Giro la cabeza y tronco hacia atrás, estoy completamente sólo.

Cierro las fotos de las víctimas y me dirijo a la carpeta cifrada "Mensajes Privados". Hago lo necesario para tener acceso a los documentos. En ella hay seis carpetas con los nombres de las víctimas. Clico sobre el nombre de la primera. Un montón de conversaciones con el nombre del usuario, al que van destinados los mensajes, en la pestaña superior, se despliega ante mis ojos. Hay muchísimas conversaciones en su bandeja de entrada. Va a ser una larga tarde de lectura y apuntes.

No se cuántas horas llevo frente al monitor, pero todo está a oscuras. Los rayos débiles de sol han desaparecido por completo, dejando a la luminosidad de la pantalla apoderarse de la habitación. Los ojos me escuecen, casi queman, los noto resecos por la fatiga. Aprieto los ojos con las manos y dejo que permanezcan cerrados por un largo momento. La oscuridad me viene bien para liberar la presión que siento tras los globos oculares. Estiro la espalda en la silla, dispuesto a relajar cada músculo del cuerpo.

— Tss, tss... —Giro en derredor sobresaltado por el chasqueo.

He estado a punto de caer de la silla al suelo, pero en el último instante he conseguido estabilizarme. La temperatura de la habitación ha caído en picado, erizando cada centímetro de mi piel. Los ojos no enfocan bien lo que hay frente a mis narices, siento el corazón palpitar en la sien izquierda. Giro el cuello de forma brusca.

El archivero cruje, parece temblar. Los dos cajones que lo conforman se abren y cierran parcialmente. El sonido que hace al golpear el hierro es similar al de un petardo.

—¿Terremoto? —Pregunto al aire.

El ruido cesa y el silencio vuelve para invadirlo todo.

Tras un corto lapso de tiempo, que a mí me parece una eternidad, empiezo a enfocar los objetos y el medio que me rodea. Bostezo. Vuelvo los ojos a la pantalla, dispuesto a sumergirme de nuevo en las conversaciones de la cuarta víctima.

Los cajones metálicos del archivador se cierran dando un portazo atronador que me sobresalta.

—¿Qué cojones?

Me acerco al bloque de hierro de un metro y medio de altura.

—¿Te has roto o que? —Abro y cierro los cajones con demasiada facilidad—. Estupendo.

Haciendo acopio de toda mi fuerza giro el archivero y lo dejo de cara a la pared. Espero que no necesitemos lo que hay en su interior, porque si no va a ser un auténtico coñazo.

Camino hacia el ordenador, ya nada podrá distraerme de la montaña de conversaciones que debo leer. Fijo la mirada y la concentración en la pantalla.

Las conversaciones de la cuarta víctima están frente a mí. Apunto en el bloc de notas del pc los nombres de los usuarios que se han puesto en contacto con él. Termino de escribir el último cuando ojeo por encima la lista de usuarios de todas las víctimas que he investigado hasta el momento. Un usuario se repite en las cuatro víctimas.

Mantener conversaciones con las dos primeras víctimas, es coincidencia, con tres, extraño. Pero... ¿con cuatro? Sospechoso.

Abro la carpeta de la quinta y sexta y víctima, y ahí está, una quinta y sexta. Esto no es un hecho aislado, es un patrón.

Busco entre las miles de carpetas si han sustraído y/o grabado información de ese perfil que contacta y habla con las seis víctimas. Ahí está. La carpeta del usuario Jose Sánchez o "@yoursup3rb0y" está mezclada con el resto. Coloco el cursor sobre ella, la abro. No hay apenas nada, información básica como el nombre de usuario y una foto de perfil desenfocada. El usuario tiene el perfil privado, y sólo aquellos que él acepte tienen acceso a sus fotografías e información.

Abro la única foto de la que disponemos. Apenas se puede reconocer una cara en ella. El cabello, el cuerpo musculoso y alguna mancha oscura es lo único diferenciable. La fotografía está en blanco y negro. Por la silueta de sus rasgos es un chico bastante atractivo, con los tatuajes por el cuerpo.

—No sé Rick —bromeo frente a la pantalla—, parece falso.

Este perfil huele a catfish de forma exageradísima. No tengo la menor duda de ello, pero sí una grandiosa noticia: el montón de conversaciones que me quedaban por leer se han reducido a más de la mitad.

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