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Más allá


—No quiero morir ahogado. 

Siempre hay un momento de confusión después de ver las cabezas. Después de ver aquellas, después de cerrarles los párpados y sentir el calor de sus labios, aquellas desaparecen y no lo entiendo. Aquellas que sonríen cuando por casualidad las encuentras entre el vacío del cajón, se desvanecen.

Son momentos en silencio. Y pienso en si lo que he visto es real o no, pero no hay línea alguna. Me sirve torcer el cuello hacia el cielo. Que truene. Y que suene. Me sirve pensar en el color de este. Me sirve decirlo: Azul. No rojo, no rojo.  

Si aún puedo hacer eso, todavía no pierdo del todo la razón. 

Regreso. Tengo frío. He salido sin catarina alguna. Todavía cae la ligera cascada detrás de mí, pero ya he cerrado todos los grifos del agua. Aún después de que Kai salió corriendo hace tiempo, sigo quieta frente al espejo manchado. Por momentos no tengo idea de si he sido yo sola quien encontró la casa y entró a ella. ¿Y si ella me encontró a mí? No sé si ese camino de agua fue provocado por sus lágrimas o si también me lo he inventado yo. 

Y el rojo, ¿el rojo quién lo inventa?

Avanzo al espejo y comienzo a limpiarlo. 

—Arráncate los ojos y hazlos mirar al cielo.

«¿Puedes levantar la cabeza?» Eso nos preguntaba mamá, de cuclillas tomando las dos manos y apretándolas. «¿Puedes mirar al cielo?» Luego seguía esa pregunta, asfixiando, asfixiando. «¿De qué color es el cielo?» Esa llevaba un tono amargo, llevaba una sonrisa cansada. «¿Qué ves allá arriba?» Esa nos creía locos.

¿Azur?

Rojo. Rojo.

Solía mentirle los días que más miedo tenía. Su cielo es azul, y nunca dejará de serlo para ella. Esos días donde llegaba a la casa llena de barro, con las manos temblando, y sintiendo que me estaban comiendo de adentro hacia afuera. Sabía que el cielo debía ser azul, pero se entintaba de un color terrible.

Quizá de verdad todos me estaban mintiendo.

Me gustaría que fuera mentira Hide. Y que fuera mentira Kai. Y que fueran mentira todas las desgracias. 

Me gustaría irme empapada de aquí. Correr de vuelta a casa, así, mojada. Regar las florecillas del jardín y verlas crecer un poco más, quitarles las hojas marchitas para que no se pudran. Ya no me importa que coman de mí los gusanos. Ya no me importa convertirme en uno de ellos.

Ya poco me importa todo.

—No vas a morir ahogado —respondo grave.

—En realidad, solo no quiero morir.

Pero siempre me he quedado después de las lluvias. Recojo los vidrios tirados y los coloco dentro de mi mochila. Me aseguro de que ninguno quede, pego la mejilla derecha al suelo y me fijo a contraluz para encontrarlos a todos. Palpo con las manos, si clava, no he acabado. 

Cuando mamá y papá peleaban en casa, eran pocas cosas las que yo entendía. Nunca me encerraba para protegerme de la tormenta. Esperaba que mis lágrimas fueran más fuertes que la tormenta, esperaba que el diluvio empezara en mi cuarto y fuera a inundar el resto de la casa. Esperaba que ellos me encontraran. Ahí, en medio de la oscuridad. Esperaba que papá de repente dejara de pintarlo todo rojo, y que mamá encontrara el cielo de nosotros.

Esperaba que voltearan a verme, y que le apuñalaran en el corazón mis lágrimas.

Me equivoqué. Ellos siempre volteaban, pero nunca vi que sus pechos sangraran.

Y así lo hice con todos.

Cuando me arrastraron por el suelo lloré. Cuando me encerraron entre mierdas lloré. Cuando me expusieron lloré. Cuando Kai mordía lloré. Cuando XXXXX me rompió lloré. 

Nunca nadie se detuvo.

—Las lágrimas no hacen daño.

—No, no hacen daño.

Claro.

Después de que acababan, de que las pupilas regresaban a su tamaño normal, de que el delirio se difuminaba. Ahí en el silencio rojo, donde solo el silencio reinaba, yo me quedaba a recoger los pedazos. Las baldosas del baño han vuelto a ser blancas, ya no hay alas quebradas de catarinas. La tina ha sido enjuagada, y ha vuelto a ser la habitación blanca de antes. 

Cierro la puerta. 

Pedazos de lo que fuera.

Normalmente se caía por las tormentas algún mueble. Algún jarrón de cerámica. Alguna foto enmarcada. Las cosas frágiles no están hechas para las tormentas. Cuando no había nada más que pudiera quebrarse, me imaginaba a mí misma debajo de un librero mientras colocaba las estatuillas de vuelta como creía que estaban antes del desastre. Me imaginaba que yo quedaba con las manos y piernas mutiladas.

Y luego me imaginaba arrastrándome como gusano y tomando con los dientes las cosas para poder arreglarlas. Dejando mi marca en todo el suelo. Sangrando todo lo que ellos no sangraron. 

Me imaginaba que las hormigas seguían mi rastro siniestro y me llevaban, en partes, a vivir con ellas. 

Buscaba con desesperación los fragmentos de lo que sea que se hubiera roto. Quizá pensaba que me mantenía viva. Creí que era parte de esa transición necesaria para la paz. Había que arrancar lo podrido para que reviviera lo bueno. Había que recoger todo lo quebrado, buscar por los rincones hasta que no quedara ningún fragmento.

Había que comérselos. 

Había que masticar con fuerza y engullir de inmediato. Soportar el tronido del vidrio sobre los molares. Había que tragarlos con esperanza, la esperanza de que podíamos partir en dos al monstruo que nos estaba comiendo por dentro. 

Incluso ahora, los delgados vidrios rotos que me han herido saben a delicia. Es una bella pintura donde los pedazos de tormenta, aún cerca de su muerte, pueden crear desastres. Y aquí me quedo, dentro de otro silencio rojo. Rojo, rojo, rojo. Esperando que los pedazos incrustados me lleven lejos.

He tragado el caos demasiado. Solo estoy frente al fuego, admirando por otro par de segundos lo fácil que es convertir las cosas en cenizas. Palpándolas con mis dedos. Oliéndolas.   

Le creí a mamá porque era la única luz. Pensé que el día que papá se fue las cosas estarían limpias. Si ella arrancaba sus raíces, si ella guardaba con llave todas sus fotos, si enterraba debajo del jardín todos los cuentos macabros, estaríamos bien. 

Ya no habría cristales que recoger. Ya no tendría que poner las rodillas en el suelo y sentir los miles de vidrios clavados sobre las palmas de mis manos. Iba a dejar de oler sus delirios. Iba a dejar de doler. 

El cielo, mi cielo, regresaría. Sería azur. 

Pero sobre todas las cosas pensé que ese día, papá iba a huir y se iba a llevar de la mano a mis pesadillas. Iba a agarrar una bolsa gigante, echaría todas las cabezas de mi cajonera ahí. Ya no escucharía sus voces nunca más. 

Y que todo estaría bien.

Pero ahora que limpio tres veces la parrilla de la estufa, y las cenizas no dejan de caer en la cocina. Sé que nunca estuvo bien.

El tiempo avanza más que nunca cuando se levantan los pedazos de lluvia. Y a pesar de fregar el metal hasta arrancarme la piel de las palmas, siempre me queda el presentimiento de que he dejado algún charco oscuro por ahí.

A papá, poco después de que se fue de la casa, lo encontré tirado en una esquina de las calles contiguas. Cerca. Muy cerca. Demasiado cerca. Podía sentirse el hedor del alcohol desde mi cuarto, podía escuchar sus cuentos incluso con las almohadas sobre mi rostro, a punto de ahogarme, me persiguieron sus pesadillas. 

Inconsciente, con el sol quemándolo. Tenía la camisa rota, la mirada perdida y un labio partido. No supe si la mancha oscura de su frente era sangre seca, o costras de una antigua cicatriz. Olía a orines y a tabaco. 

Olía, como siempre, a pesadillas.

Pero sonreía.

Y me dio tanto miedo de que ahí, abandonado en la miseria, fuera tan feliz como nunca lo había sido. 

—¿Eres feliz, Mar?

A veces me sorprendo a mí misma con la idea de que un camino de hormigas también encontró a papá aquel día. Y me hago creer que ellas intentaron morderlo ese día. Quizá era muy pesado. O quizá ellas no quisieron cargarlo, no soportaron el hedor que desprendía. El de un loco desgraciado.

Regreso. La casa ha vuelto, una catarina intenta encontrar el camino de salida entre mis zapatos, levanto un poco el pie. La miro detenerse, pero no puedo.

Soy débil.   

Aprieto una servilleta de cocina entre mis manos. Raspo con la uña de mi índice los restos del mismo lápiz rojo que arruiné en el paraíso de burbujas, escribo otra nota secreta para quien la encuentre: «Lo siento.»

Salgo sin evitar ese terrible espantoso sangrado de las manos. Es el rastro de los crímenes a los que huelo, los cuales no he cometido.

Y salgo masticando uno de esos tantos vidrios que quedaron desamparados, aquellos que guardé en mi bolsa por si algunas de las larvas de Julia persisten dentro mío. Me imagino al filo brillante partiéndome en dos adentro. Partiendo a todo lo que me come por dentro. Me imagino cascadas rojas. Un río rojo de lágrimas. Una conversación final con la voz en mi cabeza donde ya no veo ninguna catarina muerta.   

Tiene razón, Hide.

No soy ese punto de transición. No soy un alma que cure. No existe nada como poder lavar la maldad de las personas para convertirlas. No soy nada de eso. No soy nada. 

Solo somos unos locos rojos desafortunados.

Pero, para fortuna de Hide, yo tampoco quiero morir ahogada.

Volteo a la casa una última vez. En el jardín, al lado de las preciosas flores amarillas, una cabeza gigante de cerdo sonríe. Y sus ojos se miran tan preciosos.

—Todavía no me acostumbro a esas.

Pronto terminará.

Pronto.

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