Capítulo 41: Isabel

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

La boda doble había sido un cierre perfecto para el primer año de los Pérez Esnaola en el virreinato del Río de La Plata. Sin embargo, el cambio de siglo los recibió con noticias perturbadoras. Los Páez regresaban de una espléndida cena en La Rosa, a la que habían asistido todos sus seres queridos, sin contar con los Ferreira que habían ido a visitar a la abuela de Pablo a la ciudad. Estaba demasiado oscuro para distinguirlo, pero Isabel vio desde el carruaje la silueta de un hombre que los esperaba en la entrada de Águila Calva.

—Hay alguien junto a la puerta —le dijo a su esposo y abrazó con más fuerza a su bebé.

—Es extraño, todo el mundo está festejando que el 1800 ha llegado —comentó Esteban.

—Espero que no sea un ladrón —dijo Isabel.

—Quédense aquí, iré a ver quién es y qué quiere —ordenó Roberto.

El carruaje se detuvo y el hombre abandonó el vehículo. El desconocido tenía un abrigo largo cuya capucha cubría su rostro. Aguardaba apoyado en la pared, junto a la puerta y miraba el suelo. No pareció reparar en que alguien se acercaba. Algo no estaba bien, podría tratarse de un asesino o bien de un campesino enfermo.

—¿Debería ir yo también? —preguntó Esteban.

—¡No!, quédate con nosotros, cuñado —pidió Isabel.

El encapuchado alzó su rostro y Roberto se acercó. Si las nubes no hubieran cubierto la luz tenue de la luna, justo en ese instante, quizás Isabel hubiese podido distinguir sus facciones. Los hombres intercambiaron algunas palabras en la entrada y luego se abrazaron. Aquello solo podía significar que el extraño era portador de malas noticias.

Esteban bajó de un salto del carruaje y, sin esperar a su cuñada, fue al encuentro de su hermano. El cochero tampoco se molestó en ayudar a Isabel que descendió con dificultad, mientras Manuelito comenzaba a llorar. Avanzó hasta la entrada intentando calmar a su hijo e ignorando que el ruedo de su costoso vestido estaba siendo arrastrado por el fango. Solo cuando llegó a la escalinata de la entrada distinguió las facciones del encapuchado: era Mariano Bustamante y tenía el rostro compungido por el dolor.

—Entremos. Le pediré a Dionisia que te prepare algo de beber —dijo Roberto e ingresaron en la vivienda.

Se acomodaron en los sillones de la sala, mientras Roberto fue a buscar a la esclava.

—¿Qué ocurrió? —interrogó Isabel, aunque estaba segura de que el estado del muchacho tenía algo que ver con la desaparición de Juan Bustamante.

—Encontraron a mi padre —le confirmó e Isabel sintió el dolor en sus palabras.

Lo sentía mucho por él. Ella aún extrañaba mucho a su padre y sabía lo difícil que resultaría para él afrontar la pérdida y hacerse cargo de los negocios de Juan Bustamante. El anciano manejaba todo y a todos en el pueblo y Mariano con poco más de veinte años, tendría que sostener el imperio que le había legado su progenitor.

—Lo lamento —añadió Isabel.

—Es mejor saberlo que no saberlo, o al menos, eso dicen, pero cuando todavía no lo sabía aún me aferraba a la esperanza de que pudiera estar vivo —confesó.

Esteban tomó la mano de Mariano que reposaba sobre su rodilla y comenzó a trazar círculos con su pulgar. Manuelito, por su parte, había dejado de llorar y se entretenía jalando del cabello de su madre.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Esteban.

—Fue espantoso... Parece que fue un puma, pero era él. Lo sé porque llevaba su arma —dijo Mariano rememorando la escena.

Roberto volvió de la cocina y se sentó junto a su esposa. Parecía afligido. Isabel sabía que gran parte de los negocios de su esposo estaban relacionados con los de Bustamante. Su situación económica podía correr peligro si Mariano no contaba con la misma habilidad de su progenitor.

—No estás solo. Te ayudaremos en lo que necesites —prometió Isabel después de que Dionisia les sirviera un poco de chocolate caliente.

Esteban asintió confirmando las palabras de su cuñada.

—Gracias. ¿Puedo quedarme aquí esta noche? No he tenido el valor para decirles a mis hermanas lo que ha sucedido. María insiste en que Ana lo quería muerto —pidió Mariano.

—Puedes quedarte aquí todo el tiempo que desees. Estoy convencida de que la niña estará más tranquila sabiendo que fue un puma y no su madrastra quien lo mató —dijo Isabel, intentando tranquilizar al muchacho.

La mujer sabía que cuando Mariano se recuperara de su duelo y tomara las riendas de los negocios de su padre, recordaría que los Páez habían estado acompañándolo en el peor momento de su vida. Sin embargo, temía que la relación que mantenían los muchachos pudiera convertirse en un escándalo si llegaba a saberse entre los miembros de la alta sociedad. Esperaba que supieran mantener sus indiscreciones en secreto.

—No lo sé. El doctor Medina dijo que las mordidas del puma fueron después de que muriera. Además, tenía hundida la sien... como si lo hubiesen golpeado —agregó.

—Quizás se cayó —sugirió Esteban.

—No lo sé, ¿creen que María tenga razón? Ana odiaba a mi padre y los esclavos comentaron que llevaba hombres a la casa cuando no había nadie —explicó.

—No sé qué pensar. Si tu madrastra tenía un amante, puede que haya sido él. Quizás actuara guiado por los celos —sugirió Esteban.

—Es posible. Intentaré averiguar con quién traicionaba a mi padre —añadió Mariano cuya tristeza se había convertido en rabia contenida.

En el funeral de Juan Bustamante todo el mundo comentaba que podía haber un asesino entre ellos. La joven viuda que no se había dejado ver desde la desaparición de su marido se presentó del brazo de Magdalena. Ambas llevaban mantillas de encaje negro que cubrían sus rostros, por lo que Isabel solo podía intuir sus expresiones. Un murmullo se extendía a su alrededor.

La llegada de Pablo y Amanda también provocó algunos cuchicheos, aunque más disimulados. Quizás el negro le sentaba bien a la joven o tal vez el matrimonio realzaba su sensualidad. Isabel dejó a Manuel con Dionisia y se acercó hasta ellos. Esperaba que su hermana no siguiera enfadada con ella por no haberla apoyado en sus rebeldías.

—¿Qué tal estuvo el viaje? ¿Cómo se encuentran la condesa y su abuela? —preguntó.

—El viaje bien, mi tía abuela también y mi abuela ha muerto —comentó Pablo, sin mucho interés.

—Oh, ¡lo lamento mucho! —añadió Isabel que no esperaba escuchar aquella respuesta.

—Mira querida, el doctor Medina —señaló Pablo y se marchó junto a su esposa dejando sola a Isabel.

La joven resopló frustrada, como había ignorado a Amanda, ahora ella y su esposo se mostraban indiferentes. No podía creer que fueran tan rencorosos.

Isabel distinguió a Sofía y a sus primos conversando fuera de la iglesia, lejos de la multitud y fue a su encuentro. Al menos ellos se alegraron de verla.

—¡Qué triste pérdida la del señor Bustamante! No entiendo quién podría haberle hecho algo así —comentó después de saludarlos.

—Escuché que fue un puma —dijo Diego.

—Dicen que alguien lo golpeó y que luego lo atacó un puma —replicó ella.

Sofía compartió una mirada incómoda con Sebastián.

—¡Basta con eso! No alimentes rumores falsos —la reprendió el muchacho.

Isabel dejó de insistir. En otro momento, su primo hubiera querido enterarse de todos los detalles. Madurar lo estaba volviendo aburrido.

—Con permiso... —dijo María Bustamante e Isabel se hizo a un lado para que la niña se ubicara entre ella y Sofía.

—¡Hola!, siento mucho lo de tu padre —le dijo Sofía a su pequeña amiga.

—¡Una testigo ha afirmado que usted, Sebastián Pérez Esnaola, juró que mataría a mi padre! —lo acusó María.

—¡Qué tonterías! Jamás dije eso —se apresuró a decir Sebastián, pero el color había abandonado sus mejillas.

—¿Niega haber jurado que mataría a Juan Bustamante en la fiesta de bienvenida de la condesa? —insistió la niña.

Sofía y Diego intercambiaron una mirada de preocupación.

—¿Por qué mi primo diría algo así? El señor Bustamante era su jefe y era más beneficioso para la familia que él siguiera con vida. Tal vez deberías interrogar a tu madrastra —persuadió Isabel, intentando defender a su primo.

—Sebastián jamás haría algo así —agregó Sofía y se aferró al brazo del muchacho.

—Sí. No puedes andar por ahí difamando a nuestra familia por rumores infundados. ¡Un puma mató a tu padre porque no era demasiado bueno cazando! —le gritó Diego a María y los ojos de la niña se llenaron de lágrimas y se fue corriendo.

—¡Diego, eso fue muy cruel! No estuvo nada bien que le hablara de ese modo a Sebastián, pero ahora es huérfana de padre y madre... —comenzó a reprenderlo Isabel, pero Diego la interrumpió.

—Tienes que irte de este pueblo —dijo Diego mirando a Sebastián con las pupilas dilatadas.

—Quizás podría ir a la ciudad con Leónidas y la tía abuela de Pablo —sugirió Sebastián.

—¡No seas ridículo! No dejes que las tontas especulaciones de una niña te asusten. Nadie le va a prestar atención —se burló Isabel.

—No, tienes que volver a España. Podría escribir una carta así el tío Óscar pensará que hay problemas en sus campos y tú te ofrecerás a ayudar —dijo Sofía con convicción.

Sebastián asintió con la cabeza y cerró los ojos. Isabel no podía creer que estuvieran hablando en serio. Sebastián no mataría a nadie, a menos que...

—¡Por todos los santos! ¡Tú eres el amante de Ana! —exclamó Isabel y los tres le hicieron señales para que guardara silencio.

Quería saber todos los detalles, pero no era el momento ni el lugar para interrogar a su primo. Aunque Sebastián fuera un asesino, no lo delataría. No deseaba que sus malas decisiones afectasen el buen nombre de toda la familia. Sebastián ya pagaría por su crimen en el infierno, mientras tanto el viaje inesperado debía resultar creíble. Si todo salía bien, para cuando empezaran a investigarlo, el muchacho ya estaría cruzando el océano.

—¿Quién le habrá dicho a María lo que Sebastián dijo en la fiesta de bienvenida de la condesa? —preguntó Sofía.

—Tal vez fue Ana —sugirió Diego.

—No, ella jamás lo haría. Estoy seguro de que fue Magdalena. Pablo me dijo que prometió vengarse de él y ella debe haber pensado que lastimando a sus seres queridos lo haría sufrir —explicó Sebastián.

—¿Sabían que la abuela de Pablo Ferreira también falleció? —comentó Isabel.

Sofía y Diego se sorprendieron, pero Sebastián parecía taciturno y distante. Abandonar la vida que disfrutaba en La Rosa no sería sencillo para él, pero no tenía otra opción.

Isabel esperaba que Mariano Bustamante no prestara atención a las palabras de su hermana menor. Observó a la distancia a la niña entrometida y a su hermano. Con un poco de suerte, podría lograr que su cuñado convenciera a su amante de que Juan Bustamante había sido víctima de algún bandido. Si eso no funcionaba, quizás podría encontrar algún hombre que se dejara embelesar por la reciente viuda, alguien a quien pudieran inculpar para que cargara con la acusación y la condena de su primo.



Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro