El huevo sagrado

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Había concertado una cita con unos pacientes del planeta Averruchia y, previamente a su llegada, me informé cuanto pude sobre la especie inteligente que dominaba aquel mundo. Los averruchos son bastante parecidos a los avestruces terrestres, aunque con algunas diferencias decisivas. Por señalar algunas, los averruchos en lugar de alas tienen unos cortos brazos terminados en unas manos muy hábiles. Por otra parte pueden hablar, lo que ha contribuido mucho a su alto nivel de civilización. Es más, tienen una asombrosa facilidad para los idiomas, lo que agradezco especialmente, ya que comunicarnos a través de su lenguaje de graznidos habría sido una tortura.

Otra diferencia muy significativa reside en su mecanismo de reproducción. Son ovíparos y el macho se distingue por una bolsa bajo el pico que le sirve de caja de resonancia, haciendo su voz más cavernosa, parecida a la del pavo. Por lo demás tienen el cuerpo globular y cubierto de plumas, unas patas delgadas y larguísimas y un cuello estirado también. En él precisamente se puede advertir un buche donde suelen esconder lo robado, pues son consumados ladrones, verdaderos cleptómanos que no pueden resistirse ante cualquier objeto valioso.

El día de la llegada aterrizaron en mi amplia parcela, la cual tenía yo acondicionada para todo tipo de naves extraterrestres de pequeño y mediano tamaño. Esta vez un enorme huevo metálico bajó de los cielos y se posó en el jardín. De él descendió una familia de averruchos compuesta por tres miembros, los padres y un hijo adolescente, a juzgar por su menor tamaño.

Los hice pasar al interior de mi gabinete y les ofrecí asiento, más por cortesía que por otra cosa. Me sorprendió su capacidad de doblar las rodillas y sentarse a la manera humana. Les puse un poco de alpiste en un platito, pero me pareció de mala educación vertérselo directamente del brick. Por tanto, lo saqué y se lo serví con una cucharilla de plata. Cuál no sería mi sorpresa cuando, tras acercarme a mi librería para tomar el expediente de la familia y volver, vi que la cucharilla había desaparecido y el buche del padre presentaba un abultamiento muy sospechoso.

Sin embargo, no dije nada y, mientras picoteaban el grano, yo me sumergí en la documentación unos momentos. Por fin, levanté la cabeza y me dirigí a ellos.

—Según manifiestan ustedes, desean tratamiento psicológico para su hijo, aquí presente, pues creen que ha sido captado por una secta religiosa malsana...

—Así es —confirmó la madre averrucha, quien al parecer llevaba la voz cantante, aguda y chillona—, los manchones le han lavado el cerebro a este inútil de crío.

—Los manchones, dice...—acoté yo, totalmente despistado—. Será mejor comenzar por el principio. Al menos deduzco que ustedes no son manchones...

—¡Oh, no, por supuesto! —dijo la averrucha—. Nosotros somos blanquinos.

—¿Y qué es un blanquino? —quise saber yo.

La averrucha suspiró.

—El blanquinismo es la religión oficial de Averruchia. El manchismo solo es una vil herejía.

—¿Y en qué consiste el blanquinismo, si es usted tan amable de explicarse?

La averrucha se sintió complacida al hacerle esta sugerencia. Quizá tenía instinto misionero.

—Pues mire usted, en Averruchia se adora a Yemín, una forma de la divinidad que encarnó en un huevo perfecto, sin mancha ni intervención de ningún averrucho —y aquí miró a su marido un tanto despreciativamente—. Korikó fue la averrucha elegida para alojar un huevo tan excelso.

—Ya —comenté yo, sintiendo que todo esto me sonaba bastante—. Veo que se cansa usted un poco al hablar nuestro idioma. Les serviré una limonada.

Puse ante ellos tres vasos de poco fondo mientras seguía preguntando:

—Supongo que el huevo fue incubado y...

—Exacto. Entonces nació Yemín. Al crecer, él nos enseñó que la yema es el cuerpo y la clara, más blanca y sutil, el alma. Más tarde ambas desaparecen para fundirse en una vida averrucha. Por eso freír un huevo es considerado un crimen horrible.

Mientras decía esto, yo estaba abriendo la nevera para sacar la jarra de la limonada y me percaté de que la averrucha había visto los huevos que tenía allí para la cena, pues se puso pálida como una muerta.

—¿Qué tiene usted ahí? —preguntó, horrorizada.

Yo me excusé como pude.

—Oh, son huevos en estado delicado, deben ser revisados médicamente. El frío los conserva en buena forma.

Ella pareció tranquilizarse y yo volví con las preguntas.

—Una cosa me intriga. ¿Qué pretendía el ser divino al encarnarse en averrucho?

—La divinidad se encarnó en un huevo para enseñar a los averruchos a picotear como hermanos, pues hasta que Yemín no bajó a Averruchia, todo era odio y competencia, el grano no se repartía ¿entiende?

Yo entendía, pero eso no era un obstáculo para darme cuenta de que, mientras ella hablaba, el padre y el hijo casi habían terminado con el alpiste.

—Y bien —dije yo—, creo que tengo suficientes datos. ¿Ahora puede explicarme la diferencia entre blanquinos y manchones? Solo falta eso...

—Por supuesto. El dogma blanquino asegura tajantemente que el huevo divino era perfecto, de una blancura inigualable, sin mancha alguna. Se decía incluso que, a veces se iluminaba todo como... ¡Santo Yemín! ¿Qué es lo de esa mesa?

La averrucha se había detenido, expectante, y señalaba la mesita de rincón donde yo acababa de encender una lámpara ahuevada de diseño que había comprado en la tienda de la esquina. Hubo un intento de arrojarse de rodillas, en adoración, pero yo lo corté en seco, aunque les prometí que se la regalaría. En realidad, la tienda de la esquina era un bazar de todo a cien galáctico.

—Terminemos. ¿Y los manchones?

—Esos herejes piensan que el huevo divino, como el noventa por ciento de los huevos averruchos, tenía manchas. Solo así la divinidad podía compenetrarse con nosotros, asumir todos nuestros defectos. Pero eso es absurdo, yo puedo darle los cincuenta argumentos teológicos de San Picoteo, que demuestran palpablemente que el huevo era blanco...

—¡No, no, no es necesario! —me adelanté yo—. En las próximas sesiones, basta con que venga el chaval.

Así fue. A partir de ahí mis sesiones se desarrollaron solo con el hijo y pude descubrir que era un chico bastante inteligente. Le mostré el libro sagrado de los capullines, los cuales pensaban que dios, una vez, llegó a su planeta para meterse en un capullo y luego convertirse en mariposa como ellos, pero predicadora. Le hablé de los coralitos, que viven en colonias, en sociedad, y creen que el ser divino se instaló en una de sus gemas bulbosas por las que crecen. Piensan que fue sacrificado por todos ellos, aunque en realidad su muerte y desaparición se debió al piloto de una nave interestelar que, ebrio, se acercó demasiado a tierra llevándose por delante media colonia. Luego de unos cuantos ejemplos más el chico estaba completamente curado, tanto de manchismo, como de blanquinismo.

Pero esto no lo supieron sus padres hasta el final y, de todos modos, yo cobraba por sesión impartida...

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