32 | Camino inquebrantable

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Silencio absoluto. Eso era lo único que había a su alrededor.

Ella estaba acompañada de la inmensurable oscuridad, rodeada de un vacío que a ratos parecía decirle que nada era real. Iriadi no tenía un cuerpo, apenas era consciente de que existía.

Se quedó así por muchísimo tiempo. Y, naturalmente, nada era eterno, así que en determinado momento volvió en sí. De inmediato recibió un amargo recordatorio, el de un fuego caprichoso quemándole su brazo izquierdo. La piel era apuñalada desde adentro, con una danza de agujas alrededor de su herida. Había roto la parte inferior de su vestido y con ese pedazo de tela, se había aplicado un torniquete en la zona afectada. El sangrado, afortunadamente, estaba contenido.

Se sintió débil de todas formas. Había sido una perdida suficiente como para fatigarla. A Iriadi le parecía sentir que su corazón latía a tumbos lerdos, con el miedo a que podría desmayarse al mínimo esfuerzo que hiciera.

Esto no era nada magnífico. ¿Dónde había quedado esa chica que no se rendía con nada?, ¿había siquiera un insignificante rastro de la Iriadi que podía lograr lo que se propusiera?, ¿se dejaría manipular por el azar?

Bloaize no vendría por ella. Él debió haber renunciado a su búsqueda y debía estar pensando en huir, si es que ya no lo había hecho. Pero creer en eso la irritaba, y la irritaba aún más sentir que necesitaba ser ayudada para resolver sus propios inconvenientes.

Decidió salir de su rincón y se puso en la vertical con delicadeza.

«No necesito ayuda de un pesimista como Dunai», pensó al tiempo que estiraba su cuello para uno y otro lado, sus huesos crujiendo por el reacomodo.

«Veamos lo genial que puedo llegar a ser cuando voy en serio. No lo has visto aun, ¿sabes?». Ella caminó internándose en el pasillo hacia cualquier dirección, decidida a encontrar más que solo negrura.

Había tenido su gracia esperar durante tanto tiempo, pues Invisibilidad ya estaba casi fuera de su Congelamiento. Aunque, con la iluminación ausente, no serviría de otra cosa que no fuera un gasto inútil.

Ya no había olor a humo. Quizá habían apagado el incendio.

Iriadi caminó y caminó. Algunas veces se vio obligada a elegir una dirección de entre varias, pero intentó enderezar el rumbo al que estaba apuntando desde que había comenzado a moverse.

«Soy lo suficientemente majestuosa como para brillar en esta oscuridad», pensó sonriente. «Estoy segura de que voy bien. No podría ser de otra manera. La mala fortuna solo es para aquellos llamados Bloaize, Dunai, Kerv, Swalo, y todos los que usan boinas y siempre andan con la cara de amargados. Si hablamos de mí... ay, es inevitable que a las Iriadi no les espere el éxito. Vamos, Ormun, di que me amas». Una parte de su cabeza simuló que Dios le respondía. «¡Ajám!, tienes buenos gustos, pero me consta que lo has dicho sin suficientes ganas ¿eh?, ¿podrías decirlo de nuevo?».

De pronto chocó con algo. Iriadi soltó un agudo gemido.

Una masa dura que sobresalía de una pared fue lo que la entorpeció, y el golpe se lo había llevado exactamente su brazo herido. Tormentoso dolor. Maldijo mientras apretaba los dientes. Había sido una tonta, con eso no se jugaba.

«Ormun, me has abandonado. Oh mierda, cómo duele». Iriadi se acuclilló. Sentía que una corriente la estaba destrozando por todas partes. El brazo solo era el comienzo, lo más profundo de ella también estaba sufriendo.

Estaba con los párpados cerrados, cuando entonces la negrura se convirtió en el carmesí de su piel. Sorprendida, abrió los ojos. Luz, sin embargo, solo a medias. Las lámparas del corredor estaban alumbrando con muy poca intensidad, de un brillo tenue e incluso vacilante.

La joven dejó salir un largo suspiro.

«Supongo que esto es bueno», pensó.

Ya con el dolor un poco más sosegado, se enderezó y contempló el lugar medio en penumbras. Este seguía despejado. La urgía encontrar un mapa cuanto antes si no quería dar vueltas en círculos.

Deambuló cuidadosamente sin desviarse del infinito corredor que se perdía en el vacío. El recorrido se encargó de llevarla hasta unas escaleras que poseían uno de los tantos mapas. Ella se acercó acompañada de los ecos de sus pasos.

«Lo mejor sería subir por los accesos superiores opuestos a los que usamos para venir. También podría zafar con Invisibilidad si escalo por el centro», Iriadi ladeó la cabeza, mientras trazaba con su dedo índice distintos puntos. «Conociendo a Bloaize, lo más seguro es que de haber decidido irse, lo habría hecho por uno de los rincones. Es un cobarde después de todo. Aunque... ¿no creo que se haya decantado por el centro?». Dudó por un buen momento. «A veces se pone más suicida que yo, lo que no es mala opción considerando que el túnel central es por lejos el camino más corto».

Ya tenía su elección.

Iriadi merodearía cerca de ese sector, y si no encontraba a su compañero, huiría hacia algún extremo buscando la salida cercana a una de las tantas salas de descanso. Debía ser menos peligroso allí.

Era chistoso que había entrado llena de curiosidad por saber lo que ocurría en la capital, y ahora pensaba en una desesperada forma de volar lejos. Y ni siquiera habían descubierto el secreto de la maldición de las memorias, aunque sí habían logrado recabar otro tipo de información valiosa.

El Monasterio debía enterarse que Veliska poseía un poder realmente diferente a la Convergencia. Iriadi estaba segura de ello. La convenció el sujeto que casi la había matado de un puñetazo espeluznante.

Existía una regla básica que ningún hechicero podía olvidar jamás: la Convergencia era un poder que exclusivamente modificaba elementos externos, nunca el cuerpo del usuario. Y vamos, ese tipo era musculoso y brillante. Lo que fuera que estaba usando, era un poder diferente.

¿Existía otro sistema mágico que no conocían?

Pensó que el... que estaba con ellos podría haber sabido algo.

«Un momento», Iriadi se confundió. «Cuando nos separamos con Bloaize, estaba segura de que dejamos a alguien. Mierda. Creo que me he olvidado de medio mundo. La maldición otra vez».

Largo rato después, la muchacha se había internado hacia el corazón del colosal edificio, donde todo se mantenía iluminado por el brillo de las poderosas lámparas. En esos pasillos se vio obligada a ocultarse de los patrullajes que estaban haciendo los guardias. Iban reunidos en grupos de tres hombres, notándose que eran humanos normales y no esos monstruos físicamente mórbidos.

Iriadi pensaba que ese poder era muy poco sutil, demasiado explícito incluso. Aunque siendo sincera, cuando se hablaba de habilidades físicas, la joven creía que eso no solo aplicaba a brazos, piernas y abdomen. El enemigo que la apuñaló parecía usar esa energía, pero era hábil de otras maneras: él era bueno anticipándola. Qué amplia era la gama de posibilidades. Bloaize debía tener mucho cuidado.

La arquitectura del lugar fue cambiando conforme más se acercaba al centro. La roca se hizo cada vez más presente en las paredes, relegando al metal a formar parte solamente del suelo por el que caminaba. Hasta le dio la sensación de estar en una cueva y no en una construcción artificial.

De pronto, un guardia asomó desde un pasillo delante de ella, dejándola sin posibilidad de ocultarse. Iriadi se ruborizó mientras la sangre se le subía a la cabeza. El asustadizo hombre ya abría la boca apenas la veía con los ojos llenos de horror.

—¡He encontrado a la intrusa!, ¡Solicito apoyo! —desenfundó la espada de su cinto, pero no atacó. Los pasos del soldado eran vacilantes, incluso cuando Iriadi lo miró a la cara, notó en él más respeto del que debía tenerle. Y ese margen era precioso, por lo que ella huyó como un relámpago hacia la dirección contraria.

Una multitud de gruñidos y garabatos se desataron a sus espaldas. No necesitaba ver para saber que se trataba de un escuadrón completo. Sin embargo, la curiosidad le ganó y echó una mirada a través del rabillo del ojo. Y eso le evitó un tremendo problema, que de no haber sopesado a tiempo, quizá le habría significado el final de su aventura.

Había uno de esos endemoniados hombres agachado, como tomando impulso para correr. El desgraciado poseía unos pies y pantorrillas hinchadas y brillantes. Por instinto, la muchacha se agazapó hacia una pared. Acto seguido, una feroz ventisca la rozó y le levantó el cabello. Su vestido flameó enloquecido.

Iriadi casi se va de punta, hizo un tremendo esfuerzo por mantenerse estable. Cuando abrió los ojos, se percató de que el soldado había llegado hasta la vanguardia, bloqueando su única ruta de escape.

El hombre robusto tenía una mirada furiosa puesta en su cara. La joven comprendió que era el tipo de enemigo que mataba sin dudar, así que con su brazo bueno, comenzó a escribir rápidamente el hechizo Invisibilidad.

—¿Crees que te lo voy a permitir? —bufó el velinés, alistando su carrera para alcanzarla.

—¡Demonios! —Iriadi se interrumpió a mitad de la escritura para evadir el mortal corte de la cuchilla enemiga. Luego se las ingenió para salir del rango, retrocediendo y tomando carrera hacia la ruta, que ahora sí le estaba despejada. Pero el oponente parecía estarla dejando ser. Después de todo, si quería alcanzarla, lo haría. Era ahora cuando podía activar Invisibilidad...

Oh no. Un nuevo soldado, blindado por completo de pies a cabeza, se acercaba de frente. El enemigo sostuvo firmemente su espada, pero cuando la muchacha se agachó para deslizarse hasta casi tocar el suelo, el mandoble pasó lejísimo de su cuello.

—¡Qué pedazo de inútil eres!, ¡Se supone que le cortabas la cabeza! —el hombre de los pies musculosos rugió iracundo. De inmediato salió eyectado para corregir la increíble falla de su compañero.

Iriadi corrió ignorando que su brazo izquierdo le gritara que se descosía. ¡Se iba a morir, bendito Ormun! Esto era demasiado malo. Sí escribía la combinación de runas era el adiós, así sin más.

Se dio la vuelta y con agilidad asumió una pose defensiva. El adversario atacó esta vez empuñando su cuchilla con una sola mano, deslizándole un corte horizontal que le trazó el abdomen.

O eso creyó ella, porque de verdad su vestido fue rasgado, pero su carne estaba intacta. Sus reflejos la habían salvado por enésima vez, aunque el impetuoso soldado no se dio por vencido.

Iriadi tragó saliva. Su corazón le golpeaba el pecho saltando como un niño histérico.

Entonces el recién llegado se unió a la batalla. Asomó por el flanco derecho de su compañero, las placas de metal tintineando unas contra otras. Este llevó su espada preparando un mandoble.

El aliento de la muchacha se desvanecía súbitamente.

«Creo que aquí es cuando me llega el castigo. Me lo merezco al fin y al cabo», pensó dejando caer sus brazos. Claro, recordó que no era ningún ser puro.

Manchas. Dolor. Suciedad.

Justicia.

Una falsa justicia.

Y ahora la verdadera.

Casi cerrando sus ojos, sintió que se armaba un nudo en su garganta. Le habían faltado cosas por hacer en la vida, cosas que consideraba banales, vergonzosas, pero que le habría gustado experimentar. Después de todo, las personas cambiaban, y no sabías cuándo algo que hoy odiabas, mañana amarías. ¿No?

La puñalada cortó a la altura de su cuello.

Hubo un sonido húmedo. Gotas de sangre se dispersaron convertidas en chispas.

Iriadi rodó por debajo. Al instante se dio cuenta de que seguía batallando. Lo anterior había sido solo su imaginación.

Pelea.

Lucha.

Batalla.

Lúcete.

Nunca te rindas.

Sinónimos.

...

¿Qué era la vida si no lo intentabas?, ¿acaso eso no te reducía a un muerto viviente?

Arriesga.

Apuesta.

Intenta.

NO DUDES. ERES LO QUE TU AYER ADMIRA, Y SERÁS LA MUJER QUE SOBREPASA LO QUE HOY ADORAS.

Un juramento. Iriadi lo olvidaba a veces, pero lo había interiorizado tan bien, que estaba demasiado arraigado en su piel como para no aplicarlo. Ella si moría, lo haría haciéndole al enemigo su vida un verdadero infierno.

—¡Ven a por mí, imbécil! —gritó hacia ambos rivales, aunque le salió en singular al estar focalizando al musculoso.

—¿Qué puedes hacer con las manos desnudas? —rio sarcásticamente el aludido. Luego punzó hacia el hombro izquierdo de la muchacha, quien anticipó el movimiento y se escurrió en la dirección contraria.

No importaba el resultado, sino el cómo. Ella estaba orgullosa de sí misma, liberada absolutamente del miedo. La adrenalina le recorría el cuerpo, similar a una vibración viajando como un frenesí de pies a cabeza.

Fue en ese momento, cuando pasó lo menos esperado:

El hombre de la armadura llevó su espada adelante y la brillante hoja de acero, trazó un abanico hacia su propio camarada. Las reacciones de los presentes tardaron en llegar.

—¿Qué estás...?

Hubo un espeluznante chirrido. El traicionero había actuado demasiado lento, en gran parte condicionado por su densa armadura. Iriadi estaba estupefacta viendo la escena.

—¡Soldado, qué haces...! —al tiempo que el musculoso se desenganchaba, retrocediendo con la boca abierta de incredulidad, pareció entenderlo—. ¿Eres uno de ellos?

«No puede ser», pensó la joven, con un revoltijo de sentimientos rebotando en su cabeza. A sus espaldas se acercaba el resto del batallón de hombres, los cuales habían estado acobardados, a la espera de que su superior resolviera todo.

El soldado traidor no respondió, sino que de inmediato embistió otra vez contra su ahora enemigo, quien bloqueó por vez segunda el mandoble y luego lo flanqueó de vuelta, intentando derribarlo. Ambos estaban rodando por el suelo, y entonces el primero de ellos arrojó la espada hasta los pies de la muchacha.

—¡Hazlo! —gritó hacia ella. Esa voz... esa voz pareció curarle todos sus males.

Iriadi recogió el arma y la empuñó con determinación. Los combatientes gruñeron al tiempo que se agarraban a puñetazos. El enemigo la tenía más fácil al solo estar con una armadura de cuero, pero su contendor lo sujetó del tronco y rodó hasta dejarlo encima.

—¡Déjame ir hijo de puta!, ¡Hey, rápido, ayúdenme! —el afligido velinés era ya mucho más claro para Iriadi: era un sujeto de una calva arrugada y moteada de manchas marrones. Sus cejas gruesas como pulgares se retorcían.

—Me temo que tus amiguitos llegarán tarde a la fiesta —dijo la egnarana, y entonces clavó sin vacilar la punta de la espada en la axila del hombre. El grito que significó su final resonó por todo el pasillo, frenando en seco a los otros guardias.

Luego de que el arma penetrara profundo, Iriadi la retiró con urgencia. Los ojos de su víctima estaban en blanco. Pronto la vida se le escapó y cuando dejó de moverse, el soldado blindado retiró el cadáver y se puso de pie.

Iriadi aun sentía un tenue peligro, pero a través del yelmo vio unos ojos negros que la miraban con seriedad. A su alrededor el resto de la cuadrilla retrocedió al verlos.

—Han visto caer a su líder —dijo Bloaize.

—Eso es obvio, compañero.

Luego quedaron solos. Los soldados ni se tomaron la molestia de gritar por refuerzos, simplemente gimieron como desvalidos gatitos y se perdieron en una esquina.

Iriadi se dejó caer de rodillas.

—Oye, ¿estás bien? —preguntó Bloaize, cuya voz sonaba contenida dentro de la armadura.

—Descuida, solo es la fatiga. Ya mejoro.

—Tu brazo, ¿qué te sucedió?

—Un pequeño rasguño. Insuficiente para matar a una joven tan hermosa y magnífica como yo.

Bloaize suspiró.

—Casi muero de susto creyendo que te había pasado algo malo.

—Eso es culpa tuya —Iriadi sonrió, aunque con rostro benevolente—, pues casi te matas a ti, y a mí también. Cada vez que te perseguía te me escapabas.

Su compañero se tomó un tiempo en darle una respuesta. Ella sabía lo que estaba pensando.

—Perdón —Bloaize sonó afectado—, no soy lo suficientemente bueno. Lo sé. Soy un asco de líder.

—No, no, no, no, no. Eres el mejor líder que he tenido, y estoy segura de ello. Ningún otro me ha dejado torcerle los nervios tanto, ¿sabías eso?

El hombre bufó divertido.

Iriadi vio de reojo el cuerpo inerte de la nueva persona que había asesinado. No tenía caso, siempre las cosas culminaban de esa forma. La vida la obligaba a elegir: era ser asesinada o matar. Ormun permitía que sus hijos sufrieran demasiado, tal vez era masoquista.

—Pero te hiciste con buena ropa, Dunai.

Cuando ella le señaló la armadura, Bloaize levantó las manos y comenzó a mover sus dedos.

—Soy bastante lento, apenas me acostumbro.

—No usabas Desliz de Plumas, porque ahí era diferente, ¿cierto?

—Todavía queda un escape por realizar.

Iriadi asintió. Su compañero entonces le ofreció una mano para ponerse de pie, y ella la aceptó feliz.

—Vamos —concluyó Iriadi.

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