CAPÍTULO 1. LA NIEBLA

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Hay cosas que no cambian con el tiempo.

Cuando era niño solía recorrer el barrio hasta encontrar, a las afueras, uno de los múltiples edificios abandonados en la margen derecha de Flicmond. Eran testigos mudos de la especulación neoliberal. Del juego de los privilegiados sobre un viejo tablero de ajedrez al que llamamos vida. Ese en donde los ricos siempre ganan, y dejan en la estacada a los pobres.

Escogía alguno de ellos.

Me dejaba guiar por mi instinto y por la belleza que poseen las estructuras inacabadas, incompletas, abandonadas al paso de los años. Ecos del pasado. Hecha mi elección me colaba tras los vallados pasando por debajo de las rejas. Mis pies levantaban el polvo a mi espalda. Dejaba atrás las hormigoneras sin hormigón. Las latas de cerveza vacías. Y algún gato que había encontrado su hogar entre aquellos cimientos inacabados. Subía las escaleras sin barandilla. Varios pisos hacia arriba. Y llegaba hasta la azotea. Desde allí se veía toda la ciudad de Londres. Imponente en comparación con el micromundo en el que yo existía. Más allá de la zona que rodeaba a la fábrica, los edificios de Flicmond eran casas pequeñas o bloques de escasos pisos de viviendas en donde se hacinaban familias numerosas. Para mí era como encontrarme en el techo del mundo. La cumbre más alta que había logrado escalar.

Me tumbaba en el suelo de las azoteas.

Solo había visto edificios más altos las pocas veces que mis padres me habían llevado al centro de Londres. O cuando acompañaba a mi padre al bufete de abogados en Enfield, donde trabajaba. Esos edificios casi se veían desde la azotea de mi montaña. Allí los perfiles de los edificios de alturas imposibles en el centro financiero, muy lejos de donde me encontraba, contrastaban con la calidez del cielo. Lo rompían con sus abruptas y reflejaban realidades tan diferentes a la mía que me volvían capaz de soñar.

Los observaba durante horas. Sacaba mi lapicero y mi goma. Mi pequeño cuaderno de bocetos, regalo de mi padre. Y los dibujaba una vez tras otra. Todavía no sabía pintar, pero sin ser consciente ya se había convertido en una obsesión. La de plasmar esos interrogantes que devolvían los espejos de la arquitectura en Londres.

Cuando me hartaba de pintar. Entonces, y solo entonces. Sacaba mi guitarra. Mi padre me había enseñado a tocarla, y con apenas diez años era otra de mis obsesiones. Era una acústica de los años ochenta. Siempre se la robaba para tocar la misma canción en bucle durante horas. Mientras mis ojos se perdían en las nubes, y dejaba mi mente volar lejos, más allá de los perfiles de los edificios.

A estas alturas quizás alguien se pregunte cómo un niño idiota y solitario que invertía en aquella insulsa actividad las largas horas de sus tardes de verano llegó a ser el macarra de barrio. Ese que afirma haber regresado al lugar del crimen.

Pero a mí me interesa otra pregunta: ¿Cuál era esa maldita canción?

Quedaros con ese porcentaje de gente capaz de formulársela primero. Esa minúscula porción de personas que tiene una mente privilegiada. Porque ese siempre fue mi puto problema.

Heroes

Tocaba una y otra vez los acordes de David Bowie, cantando como mías sus palabras, mientras volaba más lejos de lo que podría llegar.

¿Por qué un crío desgraciado, hijo de inmigrantes, que malvive en un suburbio de Londres que mantiene en la ruina a todo aquel que es incapaz de alejarse de él canta esa canción de forma obsesiva en las azoteas?, ¿Por qué tienes acceso a una guitarra cuando la única música que se escucha en tu barrio a final de mes es la que ponen en la radio del bar del mercado cuando a muchos hogares les cortan la luz?

Mi padre tuvo la culpa.

Era un melómano. Un inmigrante alemán, abogado de extranjeros, y loco por rock. Su presencia nada encajaba con el lugar en el que acabó viviendo en Londres porque su sueldo de oficio y de inmigrante no le daba para más. Su mente se educó en la idea de la justicia. Pero su idealismo le impidió ver que los justos mueren por defender lo correcto, y la desidia y la locura, con frecuencia, sobreviven a la difunta inocencia de la raza humana. Pero dejó una impronta en mí.

Cuando tenía diez años me llevó a un concierto de Bowie, en el que, por entonces, se debió dejar buena parte del sueldo que percibía en el bufete. Un sueldo con el que no vivíamos mal, y que a él le había dado para no tener que vender su guitarra.

¿Qué pintará un niño de diez años en un concierto de rock?, ¿Y por qué su padre está dispuesto a dejarse un dinero que tampoco le sobra para llevarlo?

Suena un poco extraño. Pero recordad algo importante. Muy importante. Siempre debemos bucear bajo la superficie de las cosas para encontrar la respuesta correcta.

Y esa respuesta es que mi padre quería demostrarme que David Bowie y yo teníamos algo en común.

O eso era lo que él siempre decía.

Ahora mismo alguno de vosotros pensará que tengo severos delirios de grandeza por confiar en lo que mi padre me decía. Y que su comparación me trastornó de forma innegable.

Yo responderé que me meo en vuestros esquemas mentales. Os diré que apestan. Dejad de crearlos. No sirven para nada. Y añadiré que lo que David Bowie y yo teníamos en común se llamaba heterocromía. Una condición de nacimiento por la cual los designios del destino le dan a una persona la particularidad de tener los ojos de diferente color.

En Flicmond me llaman Lieberman Gris por eso. Y también fue el motivo por el que mis compañeros me molestaban en aquel centro educativo de barrio cuyas instalaciones todavía se caen a pedazos. Mi vida en aquel entorno fue difícil los primeros cursos. Allí estudiaban, todavía estudian, niños recién escolarizados, la primaria, y también alumnos de los cursos previos a la universidad. Sin demasiada distinción. Allí se vende droga, aunque la policía lo sabe. Se fuma en las clases, donde los profesores fingen no ver mientras procuran enseñar lo básico en medio del caos. Se cometen atrocidades que solo se denuncian en casos extremos de violencia. El ausentismo es atroz. Y ningún maestro dura más de un curso.

Yo tenía interés por aprender. Y eso allí se traduce en lo que se traduce. Cuando era pequeño me molestaban mucho. Mi padre siempre fue consciente. No es fácil encauzar a un niño con sobredotación intelectual que vive en un barrio marginal, y a quien todo el mundo rechaza en la escuela. Y por eso me llevó a aquel concierto y me mostró el rostro de David Bowie, alguien a quien, jodidamente, admiraba.

"Este hombre ―había dicho mi viejo―, tan diferente como tú, es un ídolo mundial. A veces no es fácil encajar, Roy, pero nunca te avergüences de quién eres porque eso solo se lo hará más fácil. Algún día, a tu manera, serás tan especial como David Bowie. Cada vez que alguien te moleste, canta sus canciones y recuerda que todos podemos ser héroes por un día."

Mi padre murió poco después. Esas palabras, y su guitarra, fueron lo poco que me quedó de él.

Por eso vagaba por las azoteas en las tardes de verano, observando las nubes pasar impulsadas por el viento mientras canturreaba los versos de Bowie, en los que siempre viviría el recuerdo de mi padre.

Pero había pasado mucho tiempo desde entonces.

Abandoné mi guitarra por un pitillo. Mi jersey de lana de los noventa por una chupa de cuero. Mi bici por una moto. Y mi soledad por la compañía de mis amigos. Lo único que continuaba conmigo era un bloc de dibujo, en el que seguía dibujando todo lo que se me pusiera por delante, y el eco de los acordes de Heroes, que retumbaban en mis oídos, reproduciéndose desde el móvil en aquella tarde de invierno.

La nieve no tardaría en sepultar las grises calles de Flicmond.

Y yo todavía observaba las nubes.

―Liebermann, ¿Me das un pitillo?

La realidad me alejó del recuerdo de mi padre, devolviéndome al presente en donde vegetaba con mis colegas en una vieja azotea con unas pretensiones mucho más inusuales y avispadas que ver pasar el tiempo. Había agotado el último papel del cuaderno de bocetos dibujándolos en la azotea. A cada uno en su universo.

―Ya te has fumado una caja hoy, y no tienes dinero para más hasta la semana que viene ―respondí.

Charles rompió a reír.

―Por eso te lo pido a ti.

―Ni de coña. Solo me queda media caja.

―Enróllate.

―Fúmate mi polla ―Le respondí, agarrándome el paquete.

Risas. Extinguieron, después de todo, el eco de Bowie en mis oídos. Guardé los auriculares el bolsillo.

Los primeros copos de nieve se dejaban caer estrellándose sobre el asfalto.

Conmigo no se juega.

Les tocó aprenderlo hace mucho. En esa misma azotea. Cuando Vladishlav, hijo del gran capo de la mafia, se mostró impresionado después de pegarse conmigo. Por aquel entonces yo no era más que el niño raro que frecuentaba las azoteas y en lugar de hablar dibujaba todo lo que le rodeaba. A él se le ocurrió mentar el recuerdo de mi padre, un día en el colegio. Había muerto hacía poco. Y le di semejante paliza que me expulsaron tres días de la escuela. Al tercer día se presentó con su padre, Iroslav Kokotska, en la puerta de mi casa. Le obligó a pedirme perdón y me tendió su mano, condenándome a ser su mejor amigo. Kokotska también le tendió a mi madre un cheque y expresó sus condolencias por la muerte de mi padre. Mi madre no respondió. Solo recuerdo que cuando cerramos la puerta se acercó con el papelito al fogón de butano de la cocina en donde preparaba unos garbanzos. Y lo quemó.

En lo que a mí respecta, nadie me volvió a toser en el barrio.

―Roy, prueba tú ―Pidió Vlad haciéndome un ademán para que me acercase―. No estoy inspirado y necesito un buen tiro.

Me acerqué al borde de la azotea en donde me tumbé boca abajo a su lado. Y me pasó la escopeta.

―No prometo nada ―farfullé.

―Tú inténtalo. Necesito tu magia. Y ese es realmente gordo. Podría sacar un buen precio en el Shoco.

Así es como llamábamos al mercado de estraperlo del barrio. Era un antiguo edificio abandonado a un par de calles de la fábrica, inmerso en las callejuelas sin nombre. Más cerca de los suburbios que del tejido "urbano". Había sido una granja de pollos durante el siglo XX. Y simulaba estar abandonado. Pero allí dentro se vendía de todo. Y nada que hubiera pasado supervisión sanitaria. De no ser por él muchas familias en Flicmond no sobrevivirían. Especialmente cuando el final de mes se acerca. También en él había un pequeño bar. Más una barra que otra cosa. Pero su dueño preparaba el mejor café de Londres.

Ese temido momento en el que hay carne de gato para comer y eres feliz había llegado. Eran finales de enero. Y sí. Eso sucede cada día en el "primer mundo", en ciudades grandes, plagadas de oportunidades, a donde la gente se muda con todas sus ansias de comerse el mundo, y en donde permanece hasta lograrlo o estrellarse y terminar como nosotros. Sobreviviendo en un gueto en el que algunos tuvimos la ocurrencia de nacer.

Mi ojo se aproximó al visor.

Parpadeé un par de veces hasta visualizar mi objetivo.

Aflojé mi respiración. Concentrado en detenerla en un instante. Mi dedo firme en el gatillo. Y Bohemian Rhapsody en mi cabeza.

Ante mis ojos se dibujaba un viejo cartel de Toulouse Lautrec en el que se adivina la silueta de un gato sobre una azotea. La realidad se tiñó de rubor y tintas planas. Hasta que mi objetivo lo encontró.

Mi dedo no titubeó.

Pulled my trigger, now he's death.

La silueta del viejo gato de Toulousse se desdibujó ante mis ojos dejando paso a la realidad.

― ¡Jodido animal! ―vitoreó Vlad entusiasmado palmeando mi hombro. La escopeta de balines aún humeante tras mi disparo― ¡De pleno entre los ojos!

―Tráemelo, Charlie ―ordenó Vlad.

Éste se levantó y obedeció a regañadientes, perdiéndose escaleras abajo, dispuesto a regresar con la prueba del delito.

― ¿Va' a mattalo? ―preguntó Oswald, con su acento cubano, sin terminar de hacerse una idea de qué pretendía Vlad con todo aquello. Aunque no era la primera vez que pasaba.

Vlad rompió a reír.

― ¡No jodas! ―Se burló― ¿Sino para qué desperdicio un balín? Su carne hará un buen precio, ya te lo he dicho.

Oswald guardó silencio.

Yo no.

― ¿Para qué quieres el dinero? ―pregunté― Últimamente no piensas en otra cosa.

―Lo necesito.

No me miró.

―Vamos ―espeté, casi malhumorado― Yo lo necesito. Oswald y Charlie lo necesitan. Tu padre es Iroslav Kokotska. No necesitas el dinero, Vlad.

No hubo respuesta.

Charlie llegó con la mercancía.

Vlad se levantó de un salto, entusiasmado con su captura, y, ni corto ni perezoso, agarró su bate y le aplastó el cráneo de un golpe. Los delirios de Jason Pollok esparcieron las vísceras del expresionismo abstracto a lo largo de la vieja azotea.

Todo se tiñó de sangre, en otras palabras. Aunque la nieve no tardaría en limpiar aquel artístico estropicio.

―Nunca había visto un gato tan grande ―admiró Oswald.

― ¡Mirad! ―señaló Charlie― ¡Ahí hay otro, en la tapia!

Vlad se dispuso a pasarme una vez más aquella escopeta de balines con la que habíamos jugado a aturdir gatos, perros, ardillas y toda clase de animales que pudieran habitar los viejos dominios de Flicmond desde que aquellos animales y yo fuimos amigos.

Pero Charlie se la quitó.

―A este le atino yo.

Arqueé una ceja. Aquel idiota estaba, nunca mejor dicho, muy poco atinado desde hacía tiempo. Y su cerebro acusaba cada día más los efectos de los porros.

A veces creo que soy el único que ve venir las cosas antes de que ocurran.

―Charlie, vas hasta arriba de alcohol, y esto no es una buena idea ―advertí.

Vlad y yo intercambiamos una mirada significativa.

Quizás no solo yo vea viera venir las cosas, después de todo.

Vlad cargó el gato en una vieja bolsa, mientras Oswald se reía y animaba al loco de Charlie. Puedo asegurar que, por muy amigo mío que fuera, jamás me fiaría de él con una escopeta en la mano. Ni de fogueo.

―No es una puta buena idea, Charlie ―reiteré.

Caso omiso.

Escasos segundos después escuchamos el disparo y un grito.

Los gatos no gritan así que todos sabíamos lo que acababa de pasar, y si lo hacen no se cagan en la profesión de tu madre.

Y al grito le siguieron más gritos. Pero todos sabíamos lo que significaban.

La, tan temida e inconfundible, llamada a la policía.

―Pues estamos jodidos ―Le recriminé al tarado de Charlie, que no hacía más que reírse. Esta vez, completamente solo.

Lo hice porque sabía que sería el único que lo haría.

Entonces se escuchó una sirena.

Por un momento nos quedamos parados. Los cuatro.

Como nadie reaccionaba, incluido Vlad, hice lo que siempre terminaba por hacer.

―¡¡CORRED!! ―bramé.

Todos sabíamos lo que venía a continuación.

Se activaba el protocolo GOOHN (Get Out Of Here Know), para las ocasiones especiales en las que no quedaba otra opción que correr delante de la policía.

Cuatro salidas del edificio.

Una para cada uno.

Los refuerzos policiales en el barrio eran escasos. Limitados a un único y exclusivo coche de policía con dos agentes, encargados de las patrullas en los dominios de Flicmond por ser los desgraciados moradores de la comisaría más cercana a los guetos.

Un solo coche, un solo perseguido. En el peor de los casos un solo detenido.

Recuerdo echar a correr escaleras abajo como si no hubiese mañana.

A éstos les daba igual.

Yo no podía permitirme una detención. Ni una sola.

Eso significaba antecedentes. Y los antecedentes me impedirían cumplir el único sueño que había tenido y todavía mantenía.

¿Ser David Bowie?

No, imbécil.

Presentarme a unas oposiciones y convertirme en profesor de Historia y Arte en ese instituto de barrio marginal en donde nadie dura más de un año dando clase.

Y eso era lo que me venía a la cabeza cada vez que el protocolo GOOHN se activaba. Ni más, ni menos.

En apenas treinta segundos había bajado cinco plantas, montado a mi vieja bici ―que, pese a tener moto, era mi medio de transporte en el barrio― y me adentraba a una velocidad vertiginosa en las viejas calles del laberinto de afiladas aristas, como me gusta llamar al retorcido callejero de Flicmond.

Nunca había pasado.

Pero alguna vez siempre tiene que ser la primera.

Y ese día pasó.

La sirena no se alejó, sino que la sentí correr a mi espalda.

Me había tocado la china y tocaría recordar mis conocimientos de BMX.

Cuanto más complejo el circuito de obstáculos más posibilidades de dejarlos atrás.

Pero ese día nada salió bien.

Lo último que recuerdo fue una medida desesperada.

Llegué a la vieja fábrica que no hacía mucho habían reconvertido en una sala de subastas de arte ―algún tipo de iniciativa para revitalizar los suburbios que traía cada vez más extranjeros a nuestros dominios y la gente del lugar no terminaba de ver con buenos ojos―.

La policía me pisaba los talones, e incluso había sentido un par de disparos que se perdieron en el aire.

Viré por el callejón trasero, siempre desierto, en donde tantas veces había jugado al fútbol de niño, y miré hacia atrás.

Fantástico.

La calle era tan estrecha que el coche de policía no podía pasar, por no mencionar que un par de bolardos habrían impedido su entrada de todas formas.

Reí. Satisfecho.

Aunque poco me duro la risa.

Tan pronto como mi vista regresó al frente la puerta abierta de un camión de descarga estaba tan cerca de mi cara que el impacto fue inevitable.

*****

― ¿Vas a contestar a mi pregunta?

Guardé silencio.

La situación no estaba como para otra cosa.

Cerré los ojos y me esforcé por concentrarme en algo que no fuera el espantoso dolor de cabeza que tenía, y el frío de la bolsa de hielo que me habían dejado en la comisaría para atenuar la inflamación de mi cara tras el golpe que me había dado.

Poco después de que ese apestoso camión de descarga se interpusiera en mi camino me había despertado de camino a la comisaría en el viejo coche con el que los dos policías patrullaban la zona.

Paradójicamente, sonaba Heroes de David Bowie.

―Repetiré la pregunta, Roy Liebermann ―reiteró el oficial John Herver, a quien en el barrio todos conocíamos como "El viejo Johnny pata de palo", o, sencillamente, "El viejo pata de palo" ―. Me encantaría saber qué cojones hacíais en la azotea de un edificio abandonado disparando a gente con una escopeta de perdigones, y quiénes estabais allí.

―No disparábamos a gente ―respondí, después de todo. Intentando concentrarme en mi voz y en mantener el código LTDA, que todos conocíamos en el barrio para situaciones de emergencia policial. Live Together, Die Alone. Esto es. Te cogen. Mueres solo. Es lo único bueno de Flicmond. Tenemos un código.

Aunque en ese momento no era bueno para mí. Y de eso estaba seguro.

Estaba aterrado por los antecedentes, pero no podía dejar que se notara. Aunque, después de todo, tal vez en ese aspecto estuviera ya acabado.

Tendría que buscarme otra cosa por la que vivir al margen de la docencia a partir de entonces. Y no era capaz de concebir cuál podría ser.

Maldita sea mi mala suerte.

Tan mala como la de mi padre. Mi madre siempre lo decía. Y mi padre acabó muerto...

Me observó, bastante cabreado.

― ¿En serio, Roy? ―espetó― La señora que recibió un perdigonazo en el hombro no diría lo mismo, y esto sí es en serio ―concluyó, valga la redundancia, muy serio.

Bajé la mirada, maldiciendo interiormente al gilipollas de Charlie.

Nunca he sido de pegar a nadie salvo cuando ha hecho falta. Pero le daría una paliza a ese cabrón tan pronto pudiera salir de comisaría. Y de eso estaba seguro.

Me sorprendió escucharle suspirar.

Levanté la vista y observé cierto aire de resignación en sus ojos, que no tardaron en encontrar los míos.

― ¿Algún nombre, Roy? ―inquirió.

Silencio.

Vamos, hombre, no me creo que estuvieras solo en esa azotea ―admitió con honestidad―. Y, sinceramente, tampoco que fueras el artífice del disparo.

Arqueé las cejas, desconcertado.

― ¿Cómo?

Fue todo lo que salió de mi boca.

―Eres hijo de Olivia y Hall Liebermann, Roy. Conozco a tu madre, y aprecié a tu padre ―concluyó―. Probablemente el último hombre limpio que vivió en este barrio. Y, créeme, lamenté su muerte y la situación en la que Olivia y tú os quedasteis.

No podía creerme lo que acababa de escuchar.

―Ser hijo de alguien no me hace inocente ―concluí.

Era echar piedras en mi propio tejado. Pero también era lo que pensaba.

El sorprendido entonces fue él.

―No, no te vuelve inocente ―concedió―. Pero también sé que estudias, Roy. Que te has esforzado mucho para ir a la universidad y que tienes un expediente brillante. ¿De qué te gustaría trabajar cuando acabes?

No tenía claro que me gustase hacia dónde se desviaba la conversación. O aquel tipo era una persona de fiar, o acabaría por resultar un cínico sin escrúpulos.

―Quiero ser profesor, señor ―concluí, sintiendo la rabia despertar en mi interior al tener que enfrentarme a la realidad. Una que no cesaba en recordarme que aquella noche había truncado mi proyecto de futuro.

Pero no era su culpa.

Frunció el ceño

― ¿Por qué un chico que podría tenerlo todo con el expediente que tiene querría dedicar su carrera a la docencia?

Se acabó.

― ¿Por qué sabe que tengo un expediente brillante?

Suspiró, cansado.

―Porque de vez en cuando aún hablo con tu madre, idiota ―respondió―. Reitero mi pregunta anterior y espero repuesta.

No tuve opción a réplica, aunque seguía desconcertado. Me detuve con firmeza en sus ojos.

―Si tengo la oportunidad de ayudar a alguien a dejar atrás una vida sin posibilidades, y derrumbar el sistema desde dentro, peleando cara a cara contra la desigualdad... ¿Cómo desperdiciarla? ―respondí con seriedad―. Poder cambiar la vida de alguien y elegir no hacerlo es tan despreciable como lo sería darle los nombres de las personas que estuvieron esta tarde en esa azotea. Porque esas personas son como serán los chavales a los que me hubiera gustado ayudar el día de mañana. Solo que nunca encontraron a alguien que creyera en ellos.

Sonrió. Abrió un cajón. Sacó un paquete de Winston. Y encendió un pitillo.

―Eres digno hijo de tu padre, Roy ―culminó.

Suspiré.

Me estaba empezando a cansar de aquel jueguecito.

―Mi padre no está aquí. Y yo no le daré esos nombres ―sentencié sin apartar mi mirada de sus ojos.

― ¿Te arriesgarás a perderlo todo por no hablar, Roy? ―preguntó.

―Hablar no es una opción, señor ―admití, cansado de todo―. Lo único grato que tiene vivir entre estas calles es que la gente sabe guardar secretos.

Suspiró.

―En eso estamos de acuerdo ―corroboró―. Y mucho mejor de lo que crees, Roy.

Se acabó.

―Me he cansado de este juego, Herver. Ábrame expediente, y procese el caso. Cada uno ha de ser consecuente con lo que hace. Ha sido mi error y me costará lo caro que me cueste. Pero, por favor, no me haga perderme en conversaciones estúpidas que no me ayudarán a volver atrás ni me devolverán mi futuro.

Me observó con detenimiento. En un silencio que duró unos segundos, pero para mí se tornó una eternidad.

Dio otra calada a su cigarro.

―No voy a expedientarte, Roy ―culminó.

Gato encerrado.

―No le daré esos nombres ―Iba a seguir en mis trece.

―Lo sé.

Ya, claro.

― ¿Y a cambio? ―espeté. No entendía a qué estaba jugando. Y no entender las cosas me saca de quicio.

Se hizo el silencio, solo colmatado por el suspiro más largo que jamás haya escuchado.

―Lamentablemente, Roy, tengo cosas más importantes que investigar que una trastada de barrio ―El pesar invadió sus ojos y, para mi sorpresa, éstos me observaron como a un igual, y no como a un delincuente. Tal vez, después de todo, su enfado inicial solo se tratase de una pose.

Se levantó y cruzó la habitación con la cojera que le caracterizaba.

No le llamaban pata de palo por casualidad.

En algún momento y circunstancia que, sin lugar a duda, sería uno de los secretos mejor guardados de esos muros, aquel viejo había perdido su pierna derecha. La reemplazaba una modesta prótesis de madera que dejaba en clara evidencia lo limitado de los recursos económicos de aquella comisaría.

Regresó un par de minutos después, con una carpeta bajo el brazo que parecía contener algún tipo de informe sobre un caso policial.

― ¿Es algo que está investigando? ―inquirí.

Maldije mi curiosidad. Siempre precediendo a mi razón.

―Así es ―corroboró―. Y aquí es donde entras tú.

Venga, no me jodas.

―No sé qué pretende, pero si implica delatar a alguien o dar nombres yo no...

―Que pesadito con los nombres, Liebermann ―sus ojos me atravesaron en señal de advertencia y guardé silencio―. No necesito nombres. Quiero mostrarte algo.

Asentí. Sin entender.

Recuerdo que en el momento en que abrió la carpeta emergió de sus profundidades el horror más intangible que mis ojos hubieran visto. En mi cabeza la imagen de Saturno devorando a las horas se adueñó de mis entrañas paralizándome. La oscuridad de una pincelada suelta y la sangre de los cuerpos desmembrados, carmesí, matizando la superficie de lo más atroz que un ojo humano pueda soportar.

― ¿Liebermann?

Fue todo lo que atiné a escuchar y aquel siniestro lienzo del maestro Goya que mi mente había convocado desapareció, cediendo protagonismo, de nuevo, a la realidad.

Estaba terminando un grado de Artes y Ciencias en el University College of London, y a la par los estudios de Bellas Artes a distancia. De seguro había desarrollado algún trastorno mental. Y empezaba a tenerlo claro.

Pero mi respiración se había detenido en algo mucho más allá.

Una serie de cuerpos en un estado deplorable hasta para aquel gato cuyo cráneo sucumbió bajo los golpes de Vlad, se sucedían en varias fotografías espeluznantes de cadáveres encontrados en distintas, y terribles, condiciones.

Ninguna era una buena forma de morir.

Eso os lo aseguro.

― ¿Todo bien? ―preguntó cerrando el informe.

Asentí. Sin palabras.

Alcé la vista para encontrarme de nuevo con los ojos de Pata de Palo. No le conocía, pero podía sentir una inmensa inquietud vivir en ellos.

― ¿Por qué me muestra esto?

Suspiró.

―Cada uno de estos cuatro cuerpos lo encontramos en Flicmond. El primero hace un par de meses ―aclaró―, el último hace apenas dos semanas.

Joder...

― ¿Y qué pinto yo en todo esto? ―no iba a poder seguir disimulando que me acojonaba por momentos. Solo faltaba que me acusara de asesinato o algo peor. Pero no cuadraba con lo de perdonarme los antecedentes―. No irá a acusarme de...

―No, por Dios, Liebermann ―aclaró con rapidez, desconcertado―. No te compliques tanto, haz el favor ―resolvió―. Lo que necesito es otra cosa.

Suspiré, aliviado.

―Soy todo oídos ―culminé, encogiéndome de hombros.

―Creo que hay algo horrible gestándose, poco a poco, en algún lugar de esas calles, Roy ―declaró con tristeza.

― ¿Un asesino en serie?

Guardó silencio, casi meditando qué palabras quería escoger.

―Muy posiblemente ―terminó por admitir.

―Pero sigo sin entender qué pinto yo en todo este asunto.

Y así era, joder. ¿Qué mierda pintaba yo en todo aquello?

―Quedamos muy pocas personas investigando este caso. Y necesitamos alguien de confianza dentro de este gueto, Roy ―concluyó. Hablaba completamente en serio―. Alguien que pueda ser nuestros ojos y oídos en las calles. Alguien que pueda informar de cualquier cosa sospechosa que suceda, para poder detener esto.

― ¿Un topo?

―No necesito un topo, Roy. No eres policía y no me servirías para eso ―aclaró―. Sólo me gustaría contar con alguien ajeno a la policía. Un contacto, que pueda facilitarme información que crea conveniente si lo cree necesario.

― ¿Eso es todo?, ¿Y a cambio no hay antecedentes? ―No podía ser. No era un trato justo, y no entendía por qué esa generosidad.

―Sé que no es un trato muy usual, pero...

―No entiendo tanta generosidad, Herver ―admití.

Guardó silencio.

―Si te soy sincero no tenía pensado hacer esto ―reconoció―. Pero creo que eres una persona íntegra, Liebermann. Como lo fue tu padre. Y nunca me arrepentí de contar con su ayuda.

¿Cómo?

―Mi padre no era un vendido.

Sonrió.

―No lo era, créeme ―concedió―. Supo ayudarme como profesional sin vender a nadie que no lo mereciera, porque creía tanto en la igualdad de oportunidades como tú.

―Qué tendrá que ver con esto lo que yo crea...

― ¿Por qué quieres ser profesor, Roy?

Maldita sea.

―Ya he respondido a esa pregunta.

Asintió.

―En última instancia es una necesidad personal. La necesidad de garantizar que personas como las que conoces y quieres, y a las que sientes que no podrás salvar, tengan las oportunidades que alguien merece por el mero hecho de existir y que, lamentablemente, la sociedad no les ha concedido, ¿No?

No lo podía negar.

―Las personas que has visto en estas fotos, Roy. Eran personas a las que nadie, jamás, habría reclamado ―continuó―. Muy pocas tenían familia. No tenían ninguna posibilidad. Todos se movían en la misma realidad que tú conoces, y quieres. La misma a la que personas como tú y como yo terminamos odiando con todo nuestro corazón, por lo que significa para tantas personas que no se lo merecen.

―Cree que, ayudándole a averiguar cosas, si se me presenta oportunidad, será algo en lo que me implique porque mis principios me impulsan a esa lucha.

Sonrió.

―Eso es.

Tenía razón. Y eso era lo peor de todo.

― ¿Qué me dices? ―concluyó― ¿Aceptas el trato?

Me esforcé por respirar, muy hondo. Y dejé sobre la mesa la bolsa de hielo derretida que ya no me aliviaba el dolor de cabeza.

―Lo acepto ―concedí―. Pero no lo hago por usted, ni por mis puñeteros antecedentes, sino porque no quiero que esa carpeta siga apilando fotografías.

―No esperaba menos de ti, Roy Liebermann.

Se levantó. Yo le imité, y me acompañó hasta la puerta. Aquel despacho estaba manga por hombro.

―Solo una cosa más ―añadió, antes de abrir la puerta, con la mano en el pomo―. No me gustaría que tu madre supiera nada de esto.

Suspiré.

―A mí tampoco ―admití.

*****

Aquella noche invertí varias horas en intentar dormir. Pero esas imágenes siempre regresaban a mi cabeza. Acompañadas del recuerdo de mi padre, al que, después de todo, todavía rodeaban grandes incógnitas.

Llegado el momento, y habiendo renunciado a dormir, me levanté, agarré la guitarra de mi padre, y me senté en el alféizar interior de la ventana de mi habitación, con ella entre las manos. Acaricié la madera con delicadeza, distraído. Mi habitación era tan pequeña que apenas había sitio para una mesa, una cajonera, un armario empotrado y una cama. Encendí la vieja lámpara de mesa de mi escritorio, y observé la nieve caer.


(Grabados de Ando Hiroshigue. Japón. s. XIX)

NOTA DE AUTORA

Hola queridos lectores.

Como podéis comprobar la historia es un poco bestia y el arte tiene una importancia vital en ella ya que nuestro protagonista tiene una peculiar manera de ver la realidad en la que su imaginación no puede evitar comparar las situaciones emocionalmente muy intensas con ciertas obras de la Historia del Arte.

¿Qué os ha parecido?

VOTOS Y COMENTARIOS, PLEASE

Escribir cuesta mucho esfuerzo y requiere retroalimentación.

Os dejo Hastag por si queréis comentar sobre cosas concretas...

#ROYTARADOMENTAL

#CHICOSMALOS

#LOSCRÍMENESDEDOWNTOWN

#ELARTEDELAHISTORIA

#DAVIDBOWIE

#ROYMOLAMUCHO

#¿MATARGATOSWHATTHEFUCK?

ADVERTENCIA

Esto es solo una historia con sus peculiaridades.

No me gusta el maltrato animal y soy activista en este aspecto.

Lo lamento si el lenguaje o las formas de la Historia puedan ofender a alguien, no es mi intención pero dadas las características de los personales narrarla de otra manera sería traicionarlos. 

Cualquier error me lo pueden notificar, pero puede que tarde en corregir porque tengo muchas cosas que hacer.

#HASTAELDOMINGOQUEVIENE

(Intentaré actualizar capítulo los domingos, aunque puede que me demore alguna semana más de la cuenta porque trabajo. Si te gusta sé paciente, por favor).

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro