CAPÍTULO 2. LA CHICA DE LA BUFANDA AMARILLA

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Escasas dos semanas me separaban de aquella conversación en la que salvé mi carrera, pero encontré un nuevo e importante quebradero de cabeza que me tenía en una disyuntiva vital.

¿Qué estaba pasando en el barrio con toda esa gente?

Si he de ser sincero, y aunque lo lamente, el viejo John no se había equivocado conmigo. Lejos de ello, había dado en el clavo. Porque cuando la curiosidad me pica y le suceden cosas terribles a gente inocente mi ser no puede con ello y tengo que saciarla, así que tarde o temprano encontraría algo.

Pero por el momento intentaba distraer un poco mi cabeza de aquella sombra oscura que se cernía sobre Flicmond, sobre nuestras vidas, centrándome en la rutina y en algo que es capaz de generar a los estudiantes más pánico que la cabeza desmembrada de Medusa que Peter Paul Rubens pintó en 1618 y que, a mi parecer, es uno de los cuadros más terroríficos de toda la Historia del Arte. Hablo de los exámenes cuatrimestrales de la universidad.

Por esos días trataba de seguir mi rutina, un poco alterada, ya que para las fechas de exámenes se suprimían las clases así que tenía las tardes para estudiar o repasar el temario que debía aprenderme en un tiempo récord. De normal el tiempo que invertía en el estudio era poco, no por falta de ganas, sino por sobredosis de actividad. El poco que tenía lo desechaba en hacer trabajos para las diversas materias que cursaba, que también componían una parte de la nota de las mismas y eran lo esencial para mi formación, más que vomitar cientos de páginas de teoría en las líneas de un examen, si he de ser honesto.

Cada mañana me tocaba enfrentar un gran trayecto. De normal me movía en moto, salvo si estaba averiada ―lo que sucedía con cierta frecuencia porque había sido la motocicleta de mi padre y dataría de los años 70, aunque para mayor precisión histórica añadiré un "circa" a esa frase, nada me gustaría menos que colocar una fecha fuera de sitio―, y me llevaba unos treinta minutos cruzar la ciudad hasta University College. Si dependía de la bici, recorría con ella varios kilómetros. La candaba en Enfield. Tomaba la Great North hasta Finsbury Park, allí hacía transbordo con Victoria, hasta la estación de Warren Street. Y desde allí caminaba hasta los jardines de la universidad. Envuelto en la arquitectura señorial y neoclásica. Dejando atrás por unas horas las calles grises. Muchos días también trabajaba algunas horas en la floristería de mi tía, desde las 7:00 hasta las 13 horas.

Hacía todo lo posible por llegar puntual a clase. Pero no siempre ocurría. Muchas veces, para evitar retrasos innecesarios, pasaba más tiempo del necesario en la facultad. En aquellas instalaciones de la facultad de humanidades que contrastaban con toda experiencia educativa que hubiera vivido antes. Estaban dotadas de medios. Había una biblioteca inmensa. Y atravesar el campus era una auténtica experiencia.

Al acabar el día, si había tiempo, volvía a mi casa y pasaba el rato con los chicos en el Waterloo o en las azoteas, estudiaba, y procuraba dedicar algo de tiempo a mi madre y al abuelo. Por suerte para mí, tengo lo que la gente ha bautizado como dos habilidades que, sobrenaturales o no, me han venido salvando el trasero durante mucho, mucho tiempo.

La primera es la capacidad de recuperar el cansancio con apenas dos o tres horas de sueño al día ―algo que estoy seguro de que puede hacer más gente, tampoco nada del otro mundo, pero útil, al fin y al cabo― y la segunda, no menos desdeñable, es la inusual memoria de datos y conceptos que conservo desde que me conozco.

Pero un horario como aquel desgasta a cualquiera.

Mis días eran monótonos y locos al mismo tiempo. Además de que vivir así podría parecer un imposible.

Y contra ese imposible luchaba también aquella mañana de invierno. Mi último día de exámenes.

Inicios de febrero. Hacía mucho frío. Había nevado durante días, y las calles grises de aquella aflictiva urbe, cubiertas de escarcha tan gris como las aristas que la dibujaban como trazos de carbón, convertían el tránsito en un auténtico deporte de riesgo. Mi último examen era a dos. Así que ese día, más que nunca, debía llegar a tiempo a clase.

Eran las doce y media, y, como solía ocurrir de lunes a sábado, estaba en la floristería de Amanda, "Faherthy Flowers", donde trabajaba a media jornada para la mejor amiga de mi madre a cambio de un razonable salario semanal que en casa nos venía muy bien. releía nervioso mis apuntes, sobre la mesa, con un ramo en espiral firmemente aferrado en una mano, y colocando, con la otra, flores de invernadero y verde para completarlo cuanto antes y poder pasar a la siguiente página de los apuntes.

No había muchos clientes, pero la gente siempre se muere, o se enamora, o tiene accidentes desafortunados que la envían a los hospitales, y otra gente cumple con las normas sociales y se dirige, apresurada, a las floristerías donde nosotros satisfacemos sus necesidades consumistas de agradar a otra gente. Así que el trabajo nunca falta.

Es posible que alguien se lo pregunte.

¿Qué mierda hace un chaval de 21 años que vive en un suburbio que no conoce ni su puta madre y donde la mayor diversión de la gente con la que va es disparar perdigones desde las azoteas a la gente que pasa, cazar gaviotas, y coleccionar gatos muertos ―aunque comerlos también, para qué engañarse, porque la carne no va barata y en el shoco se paga a buen precio a los proveedores― trabajando preciJasonente en una floristería?, ¿No puedes ponerte a pasear perros? ―No os engañéis, allí la mayoría de la gente no tiene para comer, si encontrase un perro lo cocinaría para no tener que alimentarlo también―, ¿No puedes vender periódicos?, ―No, en mi barrio no compramos periódicos, solo leemos los que son gratis o los que robamos― ¿O tocar la guitarra en el metro? ―Sí, eso ya lo probé pero sin demasiado éxito y tuve que huir de la policía después ―.

Dada la situación una de las maneras más simples, rápidas, y sencillas de encontrar un trabajo cuando estás necesitado es a través de conocidos. Y Amanda, como ya he dicho, es la mejor amiga de mi madre. Trabajar con ella era como trabajar con mi tía ―porque, de hecho, es mi madrina―.

― ¿De qué es el examen, Roy? ―preguntó desde la trastienda, escondida tras una maraña pelirroja de pelo desordenado sin recoger, mientras terminaba de acomodar un pretencioso ramo de rosas rojas que un acaudalado ejecutivo pretendía regalar a su esposa por su aniversario y por la culpa que sentía por tirarse a su secretaria.

Vale, esto no lo dijo él, lo deduje yo cuando se equivocó de nombre al dictar la tarjeta para su esposa y, ligeramente pudibundo, se autocorrigió con rapidez. Lo de la secretaria me lo inventé yo, pero bueno, es lo que siempre se dice, ¿No?

―Géneros Audiovisuales ―tercié con calma mientras repasaba dos pedidos y trataba de recordar cada característica del Western Crepuscular y la fecha de Sin Perdón de Clint Eastwood, que había repasado minutos atrás.

Amanda salió de la trastienda, me revolvió el pelo y me dio un beso en la mejilla ―algo que sabe que me incomoda profundamente, sobre todo con gente delante―.

―Lo harás muy bien ―sonrió satisfecha entregando otro pedido más modesto a una de las señoras que aguardaba en la recepción junto al empresario―. Para eso eres el chico más listo que conozco ―dijo ultimando su ramo y cobrando de un billete de cincuenta.

―Ya ―murmuré distraídamente repasando una vez más, esta vez con los apuntes delante.

¡El Honor!

Ese era el maldito problema, recuérdalo Roy, me dije, los pistoleros del Western Crepuscular ya no tienen honor, son hombres rotos, presos de los fantasmas de la historia y del pasado ideal de la conquista del oeste, y víctimas de sus propios traumas. Personajes complicados, contradictorios, que ya no dudan en disparar a alguien por la espalda hasta convertirlo en un colador, lo que hubiese sido todo un ultraje en el western clásico.

"No lo vas a recordar" dijo la voz de Hell Boy dentro de mi cabeza, riéndose.

"Ni que tú supieses que estudio estas cosas. Si supieses que he estudiado los tipos de películas, mecanismos narrativos e incluso los videojuegos querrías apedrearme. Por eso no lo sabes" contesté mentalmente.

La voz de Hell Boy se extinguió y yo me pasé al musical. Que no me gusta, ni me gustará, pero podía costarme no conseguir un sobresaliente si caía en el examen, y eso no podía pasar. Tenía que mantener mi media si quería terminar la carrera. Así que intenté recordar a Vincent Minelly y Stanley Donen. Y en esas, tan desquiciadas, estaba yo cuando me di cuenta de que Amanda me llamaba ―y para entonces iban unas dos o tres veces, pero no me había querido enterar, la verdad―.

― ¡Roy dónde tienes la cabeza! ―preguntó desde la trastienda― ¡Te digo que atiendas a la pobre chica que se tiene que ir y yo intento cobrar a estas señoras!, ¡Y si has terminado ese ramo que creo que sí, dáselo al señor para que pueda cobrarle!

Levanté la vista, y ahí la vi.

Estaba delante de mí. Una chica normal que no llamaba por nada la atención salvo porque, por lo que fuera, a mí me dejó ahí plantado en el sitio sin saber qué hacer.

Nos miramos unos instantes y rápidamente ella enrojeció. Yo no, porque ya estoy entrenado a estas cosas. Pero hasta la fecha solo había habido una chica capaz de dejarme en ese misterioso estado catatónico que, sin entender del todo porqué, acababa de repetirse, en aquel preciso momento.

Hasta que llegó ella y entró por esa puerta.

― ¡Roy maldita sea! ¡¿Me estás oyendo, acaso?! ―Gritó mi tía histérica mientras yo miraba a aquella chica de arriba abajo, como observando el retrato de La Gata de Diego Rivera. Los colores cálidos y las delineadas y curvadas superficies del acrílico se desdibujaron para dejarme clavado en el sitio observando a aquella chica, desde sus botas, hasta sus facciones indígenas, su tez morena, y aquella mata de pelo pardo ondulado que se extendía debajo de su bufanda amarilla.

También reparé en que llevaba una muleta y mi curiosidad se disparó. ¿Jugaría a algún deporte?

¡Roy para! Me dije.

Entonces intenté saludar o decir algo, pero lo único que conseguí fue tirar un montón de flores que había estado organizando para otro pedido al mismo tiempo que mis resúmenes del examen se fueron al suelo mojándose porque estaba medio encharcado y quedando totalmente inservibles.

― ¡Mierda! ―grité en cuando pude reaccionar.

Lo cogí todo lo más rápido posible, la miré y por fin logré articular palabra.

― ¿Qué que-erías? ―¿Yo tartamudeando?, vamos, el colmo, ¿Desde cuándo tartamudeas, Roy? Me dije intentando recuperar la respiración. Esto no te pasaba ni con Freya, joder― ¿Qué querías? ―repetí intentando ser amable.

Ella enmudeció, como me había pasado a mí antes, y, mirándome rápidamente, más roja todavía, dio un par de pasos hacia atrás apoyándose en la muleta aunque no parecía tener ningún vendaje en la pierna ni nada que se le asemejara.

―Nada, bueno... que ahora no tengo ya tiempo, ya sabes... me pasaré otro rato ―culminó sonriendo después de todo, arrojando aquellas palabras al mundo con un extraño acento que todavía me dejó más descolocado.

Dicho aquello salió por la puerta, a paso lento, aunque intentaba ser rápido, y sin mirar atrás.

Me pasé las manos por la cara todavía alucinando por aquel esperpento, y por el hecho de que hubiese pasado en la realidad, y no solo dentro de mi cabeza ―que era lo que ocurría con las demás personas―.

Nadie sabía que yo podía ser tímido, nunca había dejado que nadie lo supiese, siempre mantenía aquella interesante pose de chico malo sin la que no sobreviviría.

Era educado, sí, pero serio con los clientes, e igual con los profesores. Con los compañeros era amable, sonreía lo justo, y siempre me mantenía tranquilo, pasara lo que pasase. La gente solía decir de mí que podría explotar una bomba en mi oreja y yo me moriría en el sitio y con la calma. Más de alguna vez habían rajado a alguien delante de mí, y había sido yo el que había intentado ayudarle... aunque ninguna de las veces lo conseguí, porque no había nada que hacer.

Sabía mentir, como un político. Y, normalmente, aunque parco en palabras, tenía la capacidad para observarlo todo y percibir detalles que para la gente normal pasan inadvertidos en el comportamiento humano. Había mentido a todos, y más de lo que cualquiera habría creído posible. Todo para sobrevivir. Porque en última instancia eso es lo que soy, un sobreviviente.

Lo que acababa de pasar, aunque apenas relevante en apariencia, era toda una desdicha para mí. Yo pensaba que la calma era mi actitud ante el mundo, y acababa de llegar esa chica a desbaratarlo todo, y destruir mis malditos esquemas mentales. Acababa de demostrarme que, fuera lo que fuese lo que corriese en mis venas, todavía guardaban algo de sangre.

Y me aterrorizaba saber que existía algo en el mundo que podía dejarme paralizado.

―Se le ha caído esto ―terció una señora recogiendo unos papeles del suelo al poco de que la chica se marchase.

Fue entonces cuando logré reaccionar. Me apresuré, los recogí y eché a correr por la calle en dirección hacia donde había salido aquella extraña chica. Pero no la vi por ninguna parte. Allí fuera solo caía la niebla.

Me perdí en aquellos papeles mientras regresaba a la tienda, confuso por todo lo que había pasado en escasos tres minutos. Y como si un camión me hubiese arrollado en el momento más inoportuno e insospechado, había terminado de olvidar todo lo que creía recordar para el examen, y en su lugar aparecieron por vez primera aquellos ojos marrones.

― ¿La has encontrado? ―preguntó una de las señoras con curiosidad.

―No ―tercié abrumado por aquella extraña sensación.

Amanda me miró, exasperada y con los brazos en jarras, de arriba abajo tal como yo había mirado a aquella chica segundos atrás. No terminaba de comprender qué me pasaba por la cabeza, y nuca me había visto actuar de esa forma.

No me extraña, no me entendía ni yo mismo.

―Los exámenes te trastornan, Roy ―concluyó, todavía manteniendo su expresión y sin dejar de mirarme―. Anda, coge tus cosas y vete a la universidad, a ver si llegas pronto, comes, te quitas el examen, y ya me compensarás otro día.

Me animé bastante.

Se me pasó por la cabeza que igual la chica se había metido en esa parada de metro y estudiaba en alguna facultad cercana a la mía. Y si la encontraba tal vez podría devolverle sus... apuntes de... lo que fuera porque se habían emborronado con la escarcha y los charcos del suelo, estábamos en la planta calle, y no había puertas, solo era un pequeño cubículo de arquitectura ferro-vítrea que mantenía una temperatura estable, unos grados superior a la exterior, pero que poco podía hacer contra el agua con forme entraban los clientes.

Asentí, recogí mis cosas rápidamente y le di un beso a Amanda.

―¡Lárgate! ―sonrió todavía desconcertada―. ¡Mucha suerte con el examen!

Después salí a la carrera de la tienda, y tratando de no resbalar con la escarcha del asfalto al cruzar la calle.

****

Apenas quince minutos después me encontré derrotado regresando a mi moto porque pese a mi esfuerzo por buscarla también en la estación del metro más cercana, en donde nunca la encontré.

Me senté en el sillín después de limpiar la nieve que había caído a lo largo de la mañana pasándole un trapo y me puse el casco. Pero antes de arrancar no pude tomar aquellas cuatro o cinco hojas de papel grapadas cuidadoJasonente en uno de los lados para conservar su orden exacto, numeradas, subrayadas, con anotaciones en los márgenes y observarlas con detenimiento.

Apenas podía leer nada, pero me dediqué a escudriñarlas, someramente, una por una. Como si hubiese encontrado la tumba de Nefertiti y me viera en aquel preciso momento muy lejos de allí, en algún lugar del antiguo Egipto, descifrando los enigmas encerrados durante milenios en aquellos encriptados jeroglíficos, que, seguramente, enumerarían hermosos pasajes del libro de los muertos, y los antepasados de aquella faraona ―una de las únicas tres faraonas de la historia de Egipto―.

Pero no fue hasta que llegué a la tercera página cuando conseguí entender algo de aquella esmerada, delicada, pero emborronada caligrafía que la lluvia había deteriorado como la humedad destroza los tan preciados frescos. Venía a ser algo así;

El desarrollo de las capacidades cognitivas de los niños en una tercera etapa [...]

No logré entender más. Pero ya tenía lo que quería.

Aquella chica debía estudiar educación.

Y entonces vino el dilema. Por mucho que la facultad de Educación fuese una de las cercanas a la mía y, por consiguiente, estuviese en el mismo campus, yo nunca iba por esa zona. Me movía por el otro extremo, lo cual dejaba en pocas las posibilidades de encontrarme con ella en el campus para poder devolvérselos antes del examen, y tampoco le iba a servir de nada tenerlos porque no se leía nada, al igual que había pasado con los míos. Y, por otra parte, ella iba a volver a la tienda, algún rato en el que, con toda posibilidad, yo no estaría. Lo cual terminaba por reducir de forma dramática mis posibilidades de volver a verla.

Y como no servían para nada, siempre podría quedármelos para seguir mirando esa letra tan bonita...

Para un momento. Otro momento, Roy.

¿Qué cojones estás pensando?

Fue lo que dijo mi cerebro en ese momento. Levanté la vista del papel para encontrarme de bruces con una señora mayor que me miraba con indisimulable curiosidad, y, como suele pasarle a mucha gente cuando me mira por primera vez a los ojos, retiró de súbito su mirada hacia algún lugar lejano. Lo más que pudo. Fue a parar a otro chico que bajaba por las escaleras del metro cercanas, igual de mojado que yo.

Tener un ojo de cada color ―sobre todo si es claramente gris como es el mío― todavía intimida a la gente, y no voy a negarlo, me he beneficiado incontables veces de ello. La verdad es que una persona que estudie, y todo el mundo lo sepa, en un barrio como el mío, no tiene muchas posibilidades más allá del amedrentamiento ajeno y el coraje para sobrevivir.

A veces hay que jugar bien tus cartas.

Suspiré y guardé los apuntes en entre los libros de la mochila, varios volúmenes que tenía que devolver a la biblioteca. Agradecí que la mochila fuera impermeable. Me la colgué a la espalda. Me puse el casco, enchufé el interruptor de la moto y arranqué.

Todavía no lo sabía, pero aquel día iba a cambiarme la vida.

Para mí el amor no era más que otra gran institución. Una puñetera convención social que la sociedad de consumo inventaba para tenernos bajo amarre. O, al menos, eso creía.

****

Después de un rato llegué a la universidad y pude comer y repasar tranquilo por una media hora. Apurando al máximo. De hecho, acabé por llegar al examen apresurado. Tanto pensar no podía ser bueno, y no estaba seguro ya de acordarme, tan siquiera, de mi nombre.

―Roy, ¿Dónde estabas? ―preguntó Mary, mi profesora, cuando me vio aparecer por la puerta tres minutos tarde, corriendo, sin aliento, y todavía empapado por la lluvia que había sucedido a la nieve―. Hemos esperado cinco minutos por David y por ti, pero a ver si os aplicáis la puntualidad, sobre todo a los exámenes chicos.

Tenía suerte de que aquella asignatura la cursásemos tan pocas personas.

―Lo siento ―Me disculpé―. Mi moto no arrancaba ―inventé con total naturalidad.

―Va, siéntate ―sonrió, sin molestarse en cuestionar si aquello era o no verdad, aunque sabía que probablemente le estaba mintiendo―. Un minuto más tarde y ninguno de los dos pasa al examen.

Éramos veinticinco.

Como siempre, me senté al lado de Andy, la única persona a la que llamaba amiga fuera de las aristas de Flicmond.

No había mucha más gente allí con la que me llevara. Me parecía un nido de lameculos y vampiros emocionales. Siempre nos venían a Andy y a mí con cotilleos a los que tampoco prestaba especial atención. Yo estaba allí para lo que estaba. Ya tenía mi vida. Con ellos compartía algunas cosas, algunas juergas muy de vez en cuando, pero nada más allá.

―Menos mal ―susurró Andy nerviosa, recogiéndose el pelo que aquella temporada llevaba medio teñido de azul, y quitándose las pulseras de cuero que siempre llevaba en las pulseras. Las medidas de seguridad en los exámenes solían ser estrictas para evitar que la gente copiara―. Pensé que esta vez no llegabas, así que le dije a Mary que necesitaba ir al baño antes del examen.

―Gracias ―sonreí, respirando aliviado y agradecido― . También creí que no llegaría esta vez, luego te cuento ―dije, con rapidez, mientras Mary comenzaba a repartir los folios.

Unos minutos después, ya en completo silencio, mi profesora comenzó con las explicaciones típicas de antes del examen.

―Bueno chicos ―dijo―. El examen consta de un tema y dos fragmentos de análisis, para lo que, no os quejéis, tenéis dos horas ―explicó con aquella sonrisa apaciguadora que la caracterizaba, muy lejos de lo que acostumbraban a hacer muchos otros profesores que me habían dado clase―. Ahora haced el favor de no entrar en pánico. El examen es sencillo, y después de casi cuatro años en la universidad ya sois unos expertos en materia.

Después se puso seria, y enunció el tema; El género como metáfora, la Ciencia Ficción, El Terror, y el Cine negro como expresión de su tiempo.

Y proyectó dos fragmentos; El final de Sin Perdón de Clint Eastwood y un trozo de La Voluntad de Leni Riefensthal.

No pude tener más suerte. Incluso iba a disfrutar ese examen.

****

― ¡Vamos Roy! ―Me pidió Andy, recorríamos el campus hacia la salida, cruzando los jardines, detrás de algunos compañeros de clase más― ¡No seas cenizo! Nos vamos todos a tomar algo al Fahrenheit.

Le puse cara de "Qué pereza". Me dio un golpe en el brazo, molesta.

―Creía que a ti tampoco te gustaban estos idiotas ―susurré, picándola, mientras nos quedábamos atrás.

Se encogió de hombros.

―Y no me gustan ―respondió, mirando al frente―, pero de vez en cuando hay que integrarse. No puedo reducir mi círculo social a los clubes de videojuegos y a ti.

Suspiré, indeciso.

―Como vuestro delegado tengo que entregar las encuestas, y últimamente he hecho unas cuantas horas extras, así que estoy cansado―me excusé.

Andy me atravesó con una de esas miradas que matan. No tenía hermanos, pero si alguna vez alguien me hubiera preguntado, habría mentido diciendo que ella era mi hermana pequeña. Después de todo, era como si lo fuera.

―Entregas las encuestas y te vienes ―resolvió―. No hay no por respuesta. Ahí nos vemos, Roy.

Después se adelantó y solo se giró con aquella sonrisa de "te aguantas" que tanta gracia me hacía, fingió una reverencia tipo Katniss en los Juegos del Hambre, era muy friki de la saga, y siguió andando, uniéndose a los demás. Yo me quedé atrás y me reí. Solo cuando ella ya no podía verme.

Giré sobre mis pasos y avancé, con paso tranquilo pero decidido, hacia el edificio central del campus. Allí estaban todos los despachos y la biblioteca, y la fachada tenía forma de templete grecolatino ―era Neoclásica―. Tenía que entregar en secretaría las encuestas del alumnado. Eso era cierto. Es lo que tiene ser delegado, aunque no sea capaz de deciros por qué esos gilipollas me votaban año tras año.

Todavía tenía en la cabeza las escalofriantes imágenes de la voluntad de Leni Riefensthal, y entonces me alegré de que ninguno de mis amigos las hubiera visto. Con semejante poder de convicción, y aun no sabiendo quién cojones era Hitler, seguro que se hubieran hecho nazis, y luego a ver quién los aguantaba. Sonreí pensando en la posibilidad de que algún día los chavales que ahora jugaban libres por aquellas viejas calles de Flicmond, sin otra preocupación que divertirse y ajenos aún a la maldad del mundo, pudieran llegar a entender la historia que yo les explicaría como profesor, para dotarles de las armas necesarias para transformar el mundo.

Haber estado a punto de perder ese sueño me había impactado más de lo que esperaba. Y respiré, aliviado, repitiéndome que había logrado salir de ello y podía seguir luchando.

Subí las escaleras y caminé por los pasillos, hasta llegar al segundo piso, en donde poco tiempo después me encontré frente a la puerta de la secretaría de mi departamento.

Entré llamando, motivado, seguramente todavía poseído por el espíritu de fin de exámenes y la adrenalina. Todas las nubes se disiparon por un momento. A excepción del recuerdo de aquella chica, que debía apartar con rapidez de mis penJasonientos porque, total, no iba a volver a verla, así que, lo mismo daba.

Ventajas de vivir en una metrópolis. Podrías tener un brote de esquizofrenia, escindirte, y tus dos personalidades nunca se volverían a encontrar.

―Se te ve contento, Roy ―sonrió la profesora de Historia y Arte de la Antigüedad, que era la directora de estudios del grado, y estaba charlando alegremente con Charleen, la vieja secretaria. También era exalumna de la facultad― ¿Ya habéis terminado exámenes?

―Ahora mismo ―asentí correspondiendo a su sonrisa―. Traigo las encuestas cumplimentadas ―dije, dejándolas reposar al fin sobre el mostrador de Charleen y quitándome una responsabilidad de delante.

―Vaya si eres rápido ―bromeó.

Yo correspondí con otra sonrisa. No se me daban especialmente bien, pero fuera de mi entorno procuraba mostrarme amable con la gente. No siempre con los mismos resultados, todo sea dicho.

―El mundo es rápido, ¿No? ―tercié resuelto―. Hay que adaptarse, la selección natural es cínica.

Ambas rompieron a reír.

―Cambio súbitamente de tema ―repuso Alice llamado mi atención―. Contigo quería hablar el profesor Keppler, Roy ―sonrió― ¿Querrás hacer el favor de pasar un momento a su despacho?, creo que ya sabes dónde está ―preguntó encaminándose con firmeza en dirección a la correspondiente estancia, a la izquierda, un despacho que compartían ellos dos. Me indicó que la siguiese por el pasillo de despachos, detrás del mostrador de la entrada.

Hice lo propio. Y Alice se perdió en otro despacho, saludando a un profesor que ni siquiera conocía. Yo me quedé frente a la puerta de Keppler.

Llamé y al abrir se me indicó que pasara. No solo era uno de mis profesores preferidos, de Historia y Arte del s. XX, sino mi tutor en el trabajo de final de grado, cuyo tema habíamos decidido a lo largo del primer trimestre.

Lo encontré sentado en su escritorio y sonrió, retirándose las gafas de pasta que usaba para leer. Me pidió que cerrase la puerta. Obedecí. Y tomé asiento en la mullida butaca del otro lado de la mesa holandesa del despacho. Fuera rugían los árboles por el viento y una tupida cortina de azúcar en polvo se dejaba caer desde las nubes de nuevo.

Tecleó un par de cosas en aquel ordenador, casi tan antiguo como las paredes victorianas de Londres.

―¿Cómo estás? ―preguntó estrechándome la mano, después de terminar con el ordenador.

―Bien, señor, ¿Y usted?

Se rió.

―No me llames señor, ya te lo he dicho alguna vez, puedes llamarme Lewis ―Me recordó.

Asentí.

―Todo bien ―respondió, satisfecho― y con un par de cosas que comentarte.

Guardé silencio.

Quedó un momento tecleando al ordenador.

―Antes que nada te remito un correo para que se los pases a tus compañeros de clase, sobre las reuniones informativas acerca de los másteres y postgrados de la facultad ―empezó. Tecleó un par de cosas más en el ordenador, y después me miró, reclinándose el en sillón―. Me gustaría que pudieras ver esto que tengo aquí ―dijo señalando de nuevo la pantalla, volviéndola, esta vez, hacia mí―. No quiero moverla mucho, no sea que me arme Waterloo de Chopin. Acércate ―pidió.

Sonreí intrigado, imaginando un amasijo de destrucción que por un momento inundó la realidad por completo. Pero después regresé y obedecí, me acerqué, sentándome en la mesa para mirar aquella vieja pantalla.

Me encontré de bruces mi expediente académico.

― ¿Es mi expediente? ―pregunté, algo confuso.

Asintió.

―Con diferencia el mejor que hemos tenido en este grado ―culminó con cierto orgullo.

Yo no sabía qué decir, así que solo obré el silencio.

―Con este expediente, Roy, vas a poder llegar a donde quieras ―culminó con convicción.

¿Una reunión para esto?

―No sé qué decirte ―admití.

―Tienes que estar muy orgulloso, nosotros lo estamos ―afirmó con rotundidad―. Pero deberías empezar a pensar en tu futuro. Y por eso quería hablar contigo con cierta urgencia hoy.

Le miré confuso.

―No sé si pensar en el futuro es algo que puedo permitirme ―admití una vez más, rascándome la nuca.

―Permitirte en qué sentido ―repuso, frunciendo levemente el entrecejo― ¡Vamos, Roy! ―sonrió―. Puedes permitirte lo que quieras con este expediente. Un máster en lo que más te guste, dónde te venga en gana, un plan de movilidad para tu tesis. Hay miles de posibilidades, ganaríamos un gran investigador, incluso podríamos contratarte...

Suspiré, cohibido.

―Económicamente, y a nivel personal ―atajé al fin, evitando que la cosa se pudiera complicar todavía más.

De aquella ni se me había pasado por la cabeza otra cosa que al año próximo hacer el curso en especialización para ser docente, y buscar trabajo. Yo daba por hecho que mi relación con los estudios terminaba aquel curso.

―Ya sé de vuestra situación económica ―admitió apenado―, pero eres brillante. Con ese expediente puedes dar por hecho que la universidad te pagará los estudios que escojas si deseas continuar.

Fue una sorpresa escuchar aquello.

Debió leerlo en mi cara.

Rompió a reír.

―Así es, Roy. No te lo diría de no ser así ―sonrió, con franqueza―. Por eso y porque tengo una propuesta muy interesante que hacerte. Quiero que leas este correo con atención.

Unos minutos después mi corazón se detuvo.

La Sala de Subastas Hayden's Factory Auctions, emplazada en Flicmond desde hacía escasos meses y contra cuyo camión de transportes había chocado violentamente hacía apenas dos semanas, le pedía consejo al señor Keppler para encontrar un catalogador con carácter urgente.

―¿Por eso estoy aquí?, ¿Quiere remitirles mi curriculum? ―titubeé, arqueando las cejas, aterrado ante la posibilidad de que se me presentase una oportunidad así, de las que pasan una vez, y tuviese que ser preciJasonente esa sala, en donde me recordarían como el proyectil que se cargó con la bici la puerta de su transportista. Es decir, no con mucho cariño.

Asintió.

―Muy agudo ―sonrió, señalándome con el dedo de forma algo cómica―. Espero que no te moleste, pero me tomé la libertad de remitir tu correo y han contestado pidiéndome que concierte una entrevista contigo para el jueves próximo, a las cinco. Lo necesitan con urgencia, y parecen muy interesados. Te podrían coger a media jornada para que compaginases tus estudios, y el aprendizaje allí no tendría parangón, ya sabes que la universidad solo sienta las bases, pero el resto es lo que tú construyas con la práctica. Este grado es mixto, ciencias y letras, y no sé muy bien hacia donde quieres dirigirte cuando acabes, pero quería que pudieras tener esta oportunidad porque creo que lo harías muy bien.

Segunda vez en el día que me quedé mudo.

Sentí mi corazón latir a mil por hora.

― ¿Estás bien, Roy? ―preguntó preocupado― ¿No te interesa?

Sacudí la cabeza.

―Si, sí estoy bien. Solo ha sido un día muy largo ―mentí―. Claro que me interesa... ―suspiré, tratando de escoger bien mis palabras. Me froté la cara con ambas manos, como intentando despejarme―. Aunque no sé si a largo plazo es lo que quiero.

Sonrió y asintió, comprensivo. Volvió a ponerse las gafas, como para observarme con más atención.

― ¿Qué te gustaría para tu vida?

Le observé tratando de reunir toda la franqueza que era capaz de mostrar en tres palabras.

―Quiero ser profesor.

Por un momento se quedó petrificado. Pero después me miró, con cierto orgullo.

―Para nosotros sería un honor contar contigo en nuestra plantilla, y por eso la propuesta es que estés con ellos a media jornada y te metas a doctorado a tiempo parcial...

Negué.

―No me explico ―admití, nervioso―. Siempre quise ser profesor, pero de chavales, ya sabe. De instituto.

Me observó bastante sorprendido.

― ¿Por qué de instituto, Roy? ―preguntó, con verdadera0 curiosidad.

Tragué saliva, nervioso.

―No lo sé, Lewis ―empecé―. Sé que tienen constancia de mi situación socioeconómica y, bueno, digamos que gracias a ella he visto muchas cosas. Conozco a muchas personas que podían haber tenido una vida mejor si su educación lo hubiera permitido. Me gustaría evitar que esos chavales se pierdan entre las calles ―admití.

Sonrió. Nunca vi tanto respeto en sus ojos antes.

―Muchos te dirán que eres un idealista ―advirtió―. A mi me parece que el mundo necesita más personas que piensen como tú ―Se encogió de hombros, con cierta tristeza.

Le observé con curiosidad.

―Aunque para nosotros implique perder un alumno que sería un doctor brillante en historia o en arte, podrías utilizar tu beca de doctorado en otra disciplina, como la educación.

― ¿Quiere decir que la beca podría pagarme un doctorado en educación? ―pregunté, casi atragantándome con mis palabras.

Asintió, complacido.

―De todas formas. Mi consejo es que en tu situación económica actual le des a este trabajo una oportunidad. Aun a media jornada pagan un buen sueldo y te permite abrirte dos campos de formación a la vez. Además, beneficiará tu perfil docente ―sonrió―. Incluso, y dada tu condición de estudiante de bellas artes, de la que también soy conocedor aunque no sea por esta universidad, podrían utilizarte para labores de restauración. Tal vez ese ámbito también pueda descubrirte otra esfera laboral.

Guardé silencio.

Sabía que Keppler esperaba respuesta y dado el empeño que había puesto en mí, como tutor y como alumno, no había posibilidad de negarme. Solo sería pasar un mal rato, y no me cogerían para el trabajo por ser un maleante. Pero si con eso él se quedaba tranquilo, era lo mínimo que podía hacer para agradecer su interés. No es común encontrar personas que demuestren ese interés en ti, así que mi experiencia me dice que debes mostrarte agradecido cuando tienes la suerte de encontrarte con una.

Asentí.

―De acuerdo, iré y a ver qué pasa ―concluí―. Gracias por todo, de verdad.

Sonrió, satisfecho.

―No me las des, Roy ―Le restó importancia―. No creo que haya tenido ningún alumno que lo mereciera más que tú. Ojalá todo salga bien y tengas la oportunidad de formarte en ambas cosas, además recibiendo un sueldo.

―Sería fantástico ―admití, todavía en estado de shock.

―Lo será, no me cabe duda.

Poco después terminamos la conversación concertando una cita para unas semanas después, con la intención de seguir avanzando en mi trabajo, sobre el Expolio artístico de las potencias del eje en la Segunda Guerra Mundial. No era un trabajo difícil. Tan solo tenía que recopilar la información existente, y redactar un trabajo encabezado por un pequeño estado de la cuestión. Es como citar de forma académica toda la bibliografía que existe sobre un tema. Hay que leer mucho y saber cómo ponerlo por escrito, pero no es algo demasiado creativo ni trasciende la barrera de la documentación.

Por el momento aquello fue todo

Me pidió que le llamase con lo que fuera que pasase en la entrevista, y después me acompañó a la puerta.

En apenas unos minutos me encontré en la calle, perdido, en shock, y sin tener la más remota idea de qué hacer.

Lo último que me habría imaginado era seguir estudiando. Menos aún poder aspirar a algo más que a un curso de capacitación de profesorado. Ya era un pijo en mi barrio por ir a la universidad, y no sabían de mi media académica y de cómo me las arreglaba para pagármelo. Había pasado los últimos tres años de mi vida inventando excusas sobre cómo me las había apañado para conseguir una ayuda del estado para familias con escasos recursos económicos, pero ¿Un doctorado?

Aunque me tocase pasar un mal rato el jueves en la entrevista intentando explicarles a aquellas personas que no era un maleante, algo en lo que tendría todo el sentido que no triunfase dada la imagen que podían tener de mí, todo lo demás que me había expuesto Keppler me valía la pena.

Traté de volver a la realidad. Esa en que el aliento del invierno golpeó mis pulmones transformando mi respiración en una fumata blanca.

Recordé que había quedado en pasarme por el bar y tomar algo con los demás. Luego tendría que volver a casa, dejar las cosas, comer algo y averiguar en qué andaban los demás en ese preciso momento ―demasiado silencio aquel día, así que algo se cocía, y no eran gatos―. Solo quería llegar a mi casa y descansar.

Parte de mí, de forma inconsciente, emprendió camino hacia la boca del metro más cercana para buscar mi moto. No tenía ganas de ver a esos lameculos, y a Andy podía compensarle con una cerveza el sábado. Así que me dispuse a regresar a casa y tratar de averiguar qué se traía mi tropa entre manos. Pero en ese momento me di cuenta de que había olvidado devolver los libros a la biblioteca. Me giré de repente, y en menos de medio segundo me encontré en el suelo tras tropezar de bruces con algo que en ese momento no reconocí ni como una persona.

Para cuando pude dejar de cagarme en todo aquel "algo", se convirtió en una chica.

La chica de la bufanda amarilla.

https://youtu.be/Nrtbv_gGfzw

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro