CAPÍTULO 3. HERMANOS DE SANGRE (I)

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No había sido el único en terminar en el suelo. Y no necesitaba ser muy listo para entender que ella también estaba despistada.

Por desgracia tenía más difícil que yo aquello de levantarse, ya que, tal y como reparé aquella misma mañana, llevaba una muleta. Era fácil que se hubiera podido hacer daño.

Me levanté con rapidez. Tenía el culo empapado y quizás ella algo más, porque cayó peor que yo.

La observé, asustado, sin saber por qué, y no tardé en tenderle la mano.

―Lo siento ―me disculpé―. No te había visto ―añadí, ofreciéndole mi mano.

No la cogió. En lugar de eso me observó un instante, y rompió a reír.

Se acercó la muleta y la colocó de pie, después se levantó como pudo, aunque yo me esforcé por brindarle mi brazo para que, al menos, se apoyase.

―No te preocupes ―contestó, después de todo, todavía con una sonrisa que parecía ser bastante contagiosa―. Esto me pasa por no fijarme por donde voy.

La observé de arriba abajo.

Hacía mucho frío y estábamos empapados.

― ¿Qué miras? ―preguntó con curiosidad.

―Estás empapada, y con el frío que hace he sido muy inoportuno ―admití.

―No soy la única ―concluyó, devolviéndome un repaso con la mirada.

― ¿Vives muy lejos? ―pregunté.

―Un poco ―admitió con resignación, y luchando por no volver a reírse.

Me rasqué la nuca, entre incómodo y curioso.

―Te acercaría con la moto, si quieres, pero con...

Sonrió.

―Es imposible llevar esta porquería en la moto ―masculló―. Yo también la uso, de normal, pero ahora está bastante imposible.

Tenía razón.

Y llevaba moto.

¡Para!

¡Detén tu maldita curiosidad!

―No te preocupes ―atajó, tan pronto se dio cuenta de que me sentía culpable―. Le pediré a mi hermano que me acerque en coche, saldrá de clase en un rato.

Roy no te metas en gilipolleces...

Roy...

― ¿Te invito a un café mientras tanto? ―pregunté. Demasiado tarde para no meterme en gilipolleces― ¿Para compensar?

Rompió a reír, sorprendida.

―Bueno, por qué no ―sonrió con tranquilidad.

― ¿Por qué no? ―repetí―. No es una respuesta muy usual para aceptar un café ―Me reí.

Comenzamos a andar, y ella sonrió con resignación.

―Bueno, nada en mi vida lo es ―admitió―. Cuando la gente dice no, yo siempre digo "¿Y por qué no?". Créeme, esa respuesta hace la vida más interesante.

Su mirada desprendía algún tipo de seguridad. Un aplomo especial que, desde mi punto de vista, te da el haber pasado por mucho. Pero quizás mi cerebro estaba armándose cocos antes de tiempo.

¿Quién eres tú y qué has hecho con Roy Liebermann?

― ¿Necesitas ayuda con...?

―Descuida, tengo que acostumbrarme ―sonrió, cargando la mochila con cuidado, bien colocada sobre su espalda―. Al menos por un tiempo.

Se hizo el silencio por un instante. Sabía que debía contener mi curiosidad, pero a estas alturas ya habréis podido notar que más que dominarla, ella me domina a mí.

Y, para qué engañarnos, lo volvió a hacer.

― ¿Qué te ha pasado? ―pregunté, sintiéndome un idiota que nunca había llegado a aprender cómo entablar una conversación fluida con una mujer. El mismo imbécil que seguía fracasando en lo de contener su estúpida e inoportuna necesidad de meter las narices donde no le llamaban.

Rompió a reír y me observó un instante.

―Creí que íbamos a tomar un café, no a una comisaría de policía para someterme a un interrogatorio.

Vale.

Muy directa, no como yo, que tiendo a divagar y hablar solo para hacer preguntas.

Para mi sorpresa, y pese a lo que había dicho, sonreía de una forma especial. como si supiera cómo hacerte sentir en casa cuando estás a miles de kilómetros de tu hogar. Cómo llenar de luz el mundo roto, y lograr que las personas se sientan a gusto aunque se encuentren entre extraños y parte de ellos desee desaparecer. Una sonrisa capaz de ahuyentar la oscuridad que se cernía sobre mi vida.

Y quizás fuera exactamente eso, lo que me pareció razón más que suficiente para no dejar que se fuera y resignarme a no volver a verla. Aunque aquello atentase contra todo lo que yo creía saber sobre mi mismo.

Abrí la puerta de una cafetería cercana a la que habíamos llegado. Nuestros abrigos eran un amasijo salpicado de copos de nieve y hacía mucho frío.

Ella sonrió y pasó.

― Gracias.

―No es nada ―aclaré, entrando después de ella―. Propongo ocupar aquella mesa ―repuse señalando una de las últimas, más al fondo del bar―. Está más lejos de la puerta y hará más calor.

Asintió.

―Secundo la moción ―dijo.

A los pocos minutos estuvimos allí sentados.

Uno frente a otro.

Con un café entre manos.

La oscuridad del café solo entre mis manos blancas me gustaba. Recreaba aquella suerte de claroscuro, digno del maestro Caravaggio que tanto me fascinaba. Y entonces mis ojos se detuvieron en las suyas, que creaban una armonía completamente diferente, armonizando el tono de su piel con la suavidad del café con leche. Y mi vista se elevó hasta detenerme en su rostro, en su pelo rizado y negro como la noche, y en aquellos ojos marrones que me observaban con ese brillo único que esconde una pregunta entre tus labios.

―Gracias por el café ―sonrió, intrigada, prescindiendo de aquella pregunta que se perdió en el espacio entre nosotros y manteniendo firme la mirada.

―No es nada, vamos, era lo mínimo con la que he liado.

Se rió.

―Recuerdo que yo también he contribuido ―admitió.

Se hizo el silencio y entonces me acordé de que en ese momento yo todavía tenía algo suyo.

Saqué mi mochila y rebusqué hasta encontrar aquellos apuntes inservibles.

―Esta mañana se te cayeron ―admití, tendiéndoselos―. En la floristería. Salí a por ti, pero no logré encontrarte. No sé si todavía te servirán de algo, pero...

Sonrió sorprendida.

―Están inservibles ―repuso mirándolos con cara de duelo―. Pero bueno, el examen fue hace un par de horas, cuando nos chocamos salía de hacerlo, así que ya no me hacen mucha falta ―concluyó riéndose―. Salió bien, de todas formas.

―Intenté leerlos a ver si averiguando la facultad en donde estudiabas podía llevarlos a su secretaría y devolvértelos, pero todo lo que pude entender fue algo del desarrollo cognitivo, y además llegaba tarde a un examen para cuando me pude marchar de la floristería así que poco pude hacer.

Sonrió de nuevo.

―No te preocupes, bastante has hecho ―terció―. ¿Qué tal fue tu examen?

Me sorprendió su interés. Era educada, y pensaba en los demás. Dos cualidades que aprecio y no parecen abundar mucho.

―Bien ―contesté―. Tuve bastante suerte ―admití.

―Me alegro ―asintió, contenta.

Parecía tener aquella extraña cualidad por la que algunas personas son felices con el éxito ajeno, aunque no les afecte de forma personal, y que es todavía más inusual.

― ¿Estudias... Educación?

Intentaba detener mi hilo de penJasoniento y lograr que mi cerebro se distrajese para no seguir intentando analizar su personalidad de forma inútil, dado que no la conocía y nunca deberíamos juzgar a alguien hasta que no le conocemos.

―He terminado magisterio de primaria y estoy haciendo un máster en educación especial ―admitió.

En una conversación habitual con cualquier persona me habría detenido en la información esencial de la frase, pero esta vez y aunque no sepa por qué mi cerebro se quedó en otra parte.

― ¿Ya estás en máster? ―tenía que ser mínimo un año mayor que yo, y no sé por qué me inquietaba saber algo tan personal.

Asintió.

― ¿Tú qué haces?

Reacciona Roy.

―Yo bueno... ―empecé. No vuelvas a hacer esto maldito imbécil, tú no eres así, ¿Qué coño te pasa? ―. Estoy en último de carrera, he hecho doble titulación; Bellas artes e Historia del Arte. Pero también quiero ser docente. Quizás el año que viene inicie el curso de secundaria y el doctorado en pedagogía.

Me observó, sorprendida.

―Vaya ―sonrió―. Suena a una pasada. Siempre me han gustado mucho el Arte, pero no soy muy buena dibujando. Historia era mi segunda opción para entrar a la universidad si no me aceptaban en magisterio.

La observé sorprendido.

―En mi caso fue justo al revés. Tenía de segunda opción magisterio, pero prefería estudiar Arte primero para poder dar a secundaria en lugar de a primaria.

Se rió, compartiendo mi sorpresa.

―Yo me manejo mejor con los peques ―admitió.

― ¿Y lo de educación especial? ―inquirí con curiosidad.

Dio un sorbo a su café y suspiró.

―Cada uno tiene que aprovechar sus facultades ―dijo, señalando su oído derecho. Tenía un implante coclear.

¿Cuántas cosas le habían podido pasar a esa chica?

―No me había fijado ―admití, un poco apenado.

Sonrió.

―Ventajas de tener esta mata de pelo ―admitió riéndose mientras jugaba con los pequeños rizos de su maraña de pelo afro―. Casi nadie se da cuenta de primeras porque mi otro oído está bien, y además leo los labios. Pero al final todo esto me deja una colección de anécdotas alucinante con el momento exacto en que cada persona que conozco ha acabado por enterarse. Suele pasar cuando, llegado el caso, no contesto o digo cosas que no terminan de concordar con la conversación―explicó riéndose, seguro que tendría en mente unas cuantas―. Siempre acaba siendo gracioso.

―Yo no he sido muy original ―Me sorprendí al encontrarme a mí mismo riendo.

―Pues nunca se había dado en una conversación natural ―admitió―. Has batido un récord.

Los dos nos reímos, aunque en verdad no tenía gracia.

― ¿Y tú por qué trabajas en una floristería? ―preguntó con curiosidad, cambiando abruptamente de tema.

Me quedé un parado por un instante.

―Bueno, es el negocio de mi tía, y nos deja algo de dinero para casa ―admití, sin saber muy bien por qué―. Así que no está mal.

―Que guay ―expresó interesada.

Sonreí mientras se me venía otra pregunta a la mente.

― ¿Y tú qué hacías esta mañana comprando flores?

Rompió a reír.

―Una amiga mía está pasando una mala racha ―admitió.

―Vaya ―mascullé―. Bueno, mi abuelo siempre dice que en esta vida todo tiene solución excepto la muerte.

―No le falta razón ―dijo con tristeza―, pero a veces las cosas no son tan sencillas.

Fruncí el ceño ligeramente. La conversación tenía pinta de ponerse interesante.

―Son solo malas rachas, después de una mala siempre viene una buena. La historia es igual, cíclica. Para que haya buenos tiempos otras generaciones tienen que haber pasado penurias, ¿No?

Sonrió de una manera especial. Aquella alegría que desde el minuto cero había anegado su rostro se ensombreció un punto, como si de repente una nube cortase el sol, movida por el viento. Como si el vapor de una locomotora impidiera ver el cielo sobre aquel puente que Turner había pintado entre la lluvia, el vapor, y la velocidad.

―No todas las personas tienen la misma suerte, Roy ―mantuvo con una sonrisa―. Y hay una parte de la suerte que no conoce de rachas. O sacas la papeleta o no la sacas. Es así de sencillo.

Por un instante me sentí cohibido. Como si hubiera metido la pata.

―Vaya... ―musité―, ¿Es cáncer o algo así?

Me observó con el gesto confuso, y el ceño semifruncido.

―Lo de tu amiga ―aclaré por si acaso, sintiéndome un estúpido.

Negó con la cabeza, aunque con la misma sonrisa empañada.

―No todas las papeletas oscuras de la existencia se llaman cáncer ―suspiró.

Aquella respuesta me dejó confuso. No entendía mucho de enfermedades. A ciencia cierta era un tema que nunca me había interesado lo más mínimo y mis conocimientos científicos eran bastante limitados, así en general.

Se hizo un silencio.

Su móvil sonó, sonrió y me hizo un gesto con la mano pidiéndome un segundo.

―Este es mi hermano que ya debe haber salido de clase ―aclaró, retomando su sonrisa habitual.

Yo guardé silencio.

―Hola Jason ―respondió al teléfono con alegría, yo observé las luces titilantes que brillaban sobre la mesa de billar que había justo a la izquierda de nuestra mesa. Al fondo del antro. El tapete verde, la madera, y la lámpara incandescente me hicieron rememorar la pincelada suelta y vibrante del maestro Van Gogh. Fue como si su pulso temblase sobre toda la estancia, recreando el interior del café de Arlés. Y de súbito el corazón me latió con fuerza.

Solo me devolvió a la realidad el escuchar la conversación de mi interlocutora con la silenciosa voz de su hermano al otro lado. Silenciosa porque no la podía oír, obviamente.

―Sí, no pasa nada, estoy bien. Solo un poco mojada ―explicó―. El chico muy majo, me ha invitado a un café caliente y aquí estamos así que no estoy pasando frío ―Dos oyuelos se dibujaron en sus mejillas mientras sonreía. No pude resistirme más, coloqué mi mochila sobre la silla de al lado, abrí la cremallera, y revolví hasta encontrar mi bloc de bocetos y un lápiz. Me puse a dibujar casi frenéticamente. El óvalo de su rostro, sus grandes ojos oscuros con ese brillo tan singular. Las afiladas pestañas. La nariz ancha y los labios carnosos, con una gran sonrisa. Mientras hablaba por teléfono. Su jersey de estampado rojo y blanco, como navideño. Su gesto de curiosidad mientras observaba lo que estaba haciendo―. Aquí te espero. No te preocupes en cuanto lleguemos a casa me cambio, seguro que esta vez no me enfrío ―añadió al teléfono, con voz casi cansina, ya más pendiente de lo que hacía yo que de lo que decía su hermano―. Diez minutos. Sí, pesao.

Colgó y me observó con una ceja arqueada, pero sin perder su sonrisa.

Levanté la mano izquierda suplicante, mientras tomaba una última medida con el lapicero. Me faltaba dejar caer la altura de su oreja. Y visualizar los pendientes que llevaba. Eran rojos. De plumería. Como tipo azteca. Pegaban muy bien con su belleza exótica. Como si la hubieran sacado de un mural de Rivera.

―Solo dame un minuto más, no te muevas ―supliqué.

Ella sonrió, todavía confusa, pero obedeció.

Tal y como había prometido ese minuto fue para encajar la oreja y delinear las sombras más básicas que daban el volumen al dibujo. Una pena no tener las acuarelas.

Acabé, guardé el lápiz. Arranqué la hoja y se la tendí.

―Para ti ―resolví―. Es mi disculpa por ser un metepatas.

Arqueó las cejas y observó el dibujo, impresionada. Sonrió como si de ese mero acto naciera la luz del sol.

―Es alucinante ―admiró―... has hecho esto en... cinco minutos y... Guau. Es como ver un cómic. Soy yo, pero a la vez es como si formara parte de una historia. Como si el tiempo estuviera detenido. Es muy personal y a la vez... ―suspiró, no encontró palabras―. Muchas gracias ―sonrió.

Asentí con tranquilidad y di un último sorbo a mi café. Negro. Sin azúcar. Intenso. Como me gustan las cosas.

―Solo me falta un detalle ―pidió―. No concibo tener el dibujo de un artista si no lo firma ―dijo, tendiéndomelo de nuevo.

No tenía firma artística, si estamos siendo honestos. Y no era la primera vez que alguno de mis profesores me pedía el esfuerzo de desarrollarla. Pero yo era más tipo románico. Un artesano de taller, más allá de un ego.

Disimulé. Tomé el papel y le estampé una R. en la esquina inferior derecha.

Se lo devolví.

― ¿R? ―sonrió―. No es tan original como tu dibujo.

Me encogí de hombros. Ella levantó la vista y saludó a alguien. Lo siguiente fue rápido, tal y como lo imaginaba.

Recogió su mochila y sonrió.

―Ya está aquí mi hermano ―admitió―. Y yo debería irme a casa. No me conviene pillar otra neumonía ―suspiró, más para sus adentros que porque quisiera sacar otro tema de conversación―. Ha sido un placer, R ―dijo. Después se puso en pie, agarró la muleta y colocó la mochila sobre su hombro. Yo también me puse en pie. Ella se acercó, dándome un beso en la mejilla izquierda mientras agarraba con fuerza su mochila y se alejaba a pasos torpes pero decididos―. Soy más de té, pero este café ha estado muy bien. ¡Nos vemos!

Todo lo que pude hacer fue girarme en redondo y ver cómo se alejaba con más agilidad de la que pareciera, apoyándose con firmeza en su muleta. Y preguntándome si ella también había ganado su propia papeleta oscura en la rifa que parecía ser esta existencia maltrecha. Ella no volvió a mirar atrás.

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