Segunda parte

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**Día 5**

Su suposición de salir de la cuarentena pesando veinte kilos más iba a ser una realidad si seguía así.

La clase de cocina de la hermana Bernadette esta vez fue sobre pasteles y la verdad que el que lograron estaba exquisito.

Todo comenzó cuando quemaron el primer pastel. Mejor dicho, lo quemó él, que quedó a cargo mientras ella hablaba por teléfono con sus hermanas. Se quedó mirándola como un tarado mientras ella charlaba y reía un poco al teléfono, imaginándola en su casa cocinando y riéndose con él sin ese hábito azul y con su cabello descubierto.

Salió de su ensoñación cuando ella le gritó, y la verdad que también le hubiera gustado que ella le gritara así todos los días. Se preguntó si el coronavirus convertía a las personas en zombies enamorados porque así se sentía él.

–¡Ahora hay que hacer otro! ¡Esto es incomible! –dijo ella sacando la fuente del horno y arrojándola con todo su contenido al cubo de la basura.

–Tenemos tiempo de hacer cien más si queremos, ¿cuál es el problema?

–Doctor, hay personas que mueren de hambre en el mundo, no podemos estar haciendo un pastel y dejarlo quemar porque sí porque total tenemos tiempo de hacer otro. Esto no podemos dárselo ni a los perros.

Estaba furiosa y eso le dio risa. Ella lo miró, visiblemente molesta.

–Ahora deberá hacer otro usted solo. Ya es hora de mis oraciones, me voy.

Así que ella se fue y él se encontró perdido entre los ingredientes y sin ninguna ayuda. No podía recordar nada de lo que ella le explicó, estaba demasiado concentrado en sus ojos, en sus manos y en la canción que tarareaba junto con la radio.

Cuando ella volvió él seguía tratando de entender si primero iba la azúcar o los huevos.

Sin decir nada ella comenzó a hacerlo todo otra vez. De a poco él fue alcanzándole los ingredientes, mientras ella mezclaba y revolvía sin mirarlo. Todo iba bien hasta que él volcó el paquete de harina al suelo.

–¡Doctor! Ya le dije que no me gusta desperdiciar la comida.–dijo mientras trataba de rescatar algo de harina en un recipiente y le pedía una escoba para barrer el resto.

Él se inclinó, ensució uno de sus dedos en la harina y lo pasó por la nariz de ella. La hermana Bernadette se quedó estática, mirándolo. Luego tomó un puñado de harina y se lo tiró por la cabeza.

Iba a continuar con la guerra de harina hasta que ella lo frenó poniéndose de pie.

–Muy gracioso todo esto, pero basta de tirar comida. Ahora siga revolviendo esa mezcla mientras yo termino de limpiar su desastre.

Una hora más tarde, comían el pastel sin decir nada. Ella seguía con la nariz con harina y él con el pelo y la cara todavía blancos por lo mismo.

**Día 6**

Él se levantó, sabiendo que la encontraría ya haciendo el desayuno. Ella siempre se levantaba temprano porque tenía horas específicas para rezar. Pero cuando llegó a la cocina, todo estaba vacío y helado.

Caminó hasta su celda. No sabía porqué le decían celda, no era una cárcel. Solo era una habitación común, pero ella cuando hablaba siempre decía "mi celda".

Golpeó la puerta. Escuchó un leve sollozo.

–Buenos días. –dijo ella cuando abrió. Tenía los ojos rojos y su cabello caía afuera de la gorra que se ponía para dormir. Era rubia y tenía rizos.

–Hermana, ¿está bien?

Ella se encogió de hombros y se abrazó a sí misma, temblando. Sólo llevaba un camisón blanco enorme y los pies estaban casi morados de frio.

–Vuelva a la cama. –le dijo tomándola suavemente de un codo y llevándola allí–No tiene fiebre por lo que veo, pero debe cuidarse de tomar frío.

Ella obedeció, subiendo a la cama y tapándose con las mantas. Seguía llorando un poco.

–¿Qué pasa? –le preguntó suavemente, sentándose en el borde de la cama.

–No sé. –se rió apenas–Soy muy tonta.

–Hermana, creo que es todo lo contrario, usted es muy inteligente, la mujer mas inteligente que conozco. Aunque siempre está regañándome por todo.

Ella apenas sonrió y tiró más de la manta para cubrirse.

–¿Tuvo pesadillas?

Asintió.

–¿Puede dejarme sola? Por favor.

Se puso de pie y caminó hacia la puerta, pero de inmediato regresó.

–Hermana, a veces hace bien hablar de lo que nos pasa. Sé que quizás esto se lo contaría a sus amigas pero...

–No tengo amigas.

–Bueno, quizás le contaría a la hermana Julienne...pero puede decirme a mi. Sé que tiene miedo, porque yo también lo tengo. No tenemos contacto con el mundo, extrañamos a nuestros seres queridos, y las únicas noticias que nos llegan son terribles.

–Tengo miedo, mucho. –dijo ella sentándose en la cama–Más que por mí, tengo miedo por las personas que quiero. La hermana Monica Joan es muy mayor, no sé con quiénes ha estado en estos días. La hermana Evangelina y Julienne también son mayores, y tenemos muchos pacientes ancianos a los que quiero mucho.

–La entiendo perfectamente. Si le digo la verdad, yo tengo pánico.

–Pero usted estuvo en la guerra, seguramente vio cosas peores.

Él suspiró y volvió a sentarse en el borde de su cama.

–Pero estaba seguro que nada de eso llegaría a mi casa, a mi hijo o a las personas que quiero. Esto es distinto, es silencioso. Encima debo agradecer a Dios, aunque no creo en él, porque enseguida tuvimos síntomas y no estuvimos por ahí contagiando y perjudicando a mas gente.

–¿Por qué no cree en Dios?

–Ya lo dijo usted, estuve en la guerra. Nadie sale de ahí creyendo en alguien superior. Y cuando regresé mi esposa murió.

Ella bajó la cabeza, jugó con el borde de la sábana.

–A veces se hace muy duro creer. Así que lo entiendo, y no lo juzgo.

–Gracias por eso. Iré a hacer el almuerzo, espero no quemar nada.

***

No pudo dormir. Seguía teniendo miedo, no podía evitar pensar qué pasaba allá afuera. Estaba determinada a no escuchar más la radio, pero a la vez quería enterarse de todo, y lamentó que la hermana Monica Joan se hubiera llevado el único televisor que había.

También tenía miedo por él. ¿Y si empeoraba? Era un hombre sano, pero fumaba como una chimenea con patas, eso lo perjudicaría. Si le pasaba algo, ella no podría seguir viviendo. También se sentía avergonzada, nunca hubiera querido que el doctor la viera así.

Salió de la celda cuando sintió olor a quemado. Suspirando entró a la cocina, imaginando el desastre que encontraría.

–¡Sólo se quemaron estas dos papas, lo juro! –dijo él levantando las dos manos.

–Está bien doctor, no voy a decirle nada. El resto de las papas fritas se ven muy buenas.

–Sé que no deberíamos comer cosas como estas pero usted estaba sintiéndose mal y...pensé que el gustaría. Además ya demasiado tenemos con estar encerrados aquí tomando pastilla tras pastilla.

–Gracias, eso es muy dulce. De verdad la comida se ve muy bien.–él pareció contento. Se veía adorable con un delantal rosa de Trixie al que la chica le había pegado lentejuelas. Bueno, se veía ridículo también, pero eso lo hacía adorable.

–Le pido que no me saque ninguna foto con esto. –dijo él señalando el delantal.

–No tengo con qué, así que no se preocupe.

–Pero hermana, usted tiene celular.

–Si pero no tiene cámara. Es viejo, nosotras somos austeras. El celular es solo para llamadas de urgencia.

–Creo que deberíamos sacarnos unas fotos juntos, las subiría a mi cuenta de Instagram.

–Por Dios, ni se le ocurra. Esta comida ya está, puede sacarla del horno.

Él sacó el pastel de carne que había hecho. Estaba un poco deforme y le faltaba sal, pero por lo demás era perfectamente comible.

–¿Se siente mejor, hermana? –dijo él mientras ponía mas comida en su plato.

–Sí. No pude dormir pero me siento mejor. Perdón por lo que tuvo que ver.

–¿Perdón por eso? Por favor. Hermana...me preguntaba si...ah, no tiene importancia.

–Dígame.

El teléfono del doctor comenzó a sonar. Atendió, era su hijo. Charló un rato con él, le dijo algunas bromas. Se lo veía feliz, pero cuando cortó estaba muy triste.

–Extraño mucho a ese diablito. Pero por suerte está bien.

–Timothy es adorable.

–Gracias hermana.

–¿Qué era lo que quería preguntarme?

Él pareció atragantarse con la comida, tomó un poco de agua.

–Sólo...ya le dije, no tiene importancia, además sé que usted no lo tiene permitido.

Sintió que la que se atragantaba ahora era ella. Había tantas cosas que no tenía permitido hacer, la mayoría referidas a este hombre y ella quería hacerlas todas. Tomó un trago de agua.

–Dígame doctor.

–Quería preguntarle si puede tutearme, es decir, llevamos días viviendo juntos y años trabajando, y sólo me llama "doctor". Y a usted la trato como si fuera mi abuela y no una chica de 28 años.

–¿Perdón? ¿Cómo sabe mi edad?

–Su ficha médica. ¿Se acuerda cuando la atendí el mes pasado cuando se dobló el pie?

Claro que se acordaba. Se dobló el pie mientras bajaba una escalera, no le dio importancia, pero al día siguiente no podía caminar y el doctor vino, anotó sus datos, y luego revisó su pie. Todavía debía rezar varias oraciones cada vez que se acordaba de las manos del doctor en su tobillo.

–El tema, doctor, –dijo aclarando su voz y tratando de parecer profesional–es que si bien no soy su abuela, soy una monja.

–Pero las enfermeras siempre la tutean. Digo yo, ¿es un tema de género, o...?

–Está bien doctor, llámeme como quiera. –dijo suspirando, tratando de terminar con la incómoda conversación. Pero él apoyó el mentón en sus manos, mirándola, y supo que la conversación no terminaría ahí.

–¿Ah, si? ¿Entonces puedo llamarla por su nombre verdadero?

–No. Eso es privado.

–Ok, no preguntaré aunque me parece extraño. ¿Por qué las monjas cambian sus nombres? La tutearé. Y no me llame mas "doctor", usted, digo, tú, ya sabes que me llamo Patrick.

–Está bien, doctor. Patrick.

Él sonrió y comió la última papita que quedaba. Ella se puso de pie para lavar los platos.

–Hermana, no me dijiste porqué las monjas cambian sus nombres.

–Porque es una norma, doctor. Patrick.

**Día 7**

–¡Tenemos wifi!

Lo vio preparando palomitas de maíz, que no tenía idea de dónde había sacado, mientras apagaba las luces y ponía mas almohadones en un sillón.

–¿Y?

–¡Podré terminar la serie!

–Ah, ok. –dejó caer en la mesa uno de los libros que debía estudiar si es que algún día tenía exámenes. Se sentó, mientras él volcaba las palomitas en un recipiente e iba a la sala. Trató de leer, pero escuchaba de lejos el ruido de espadazos y gritos que provenían de la serie que el doctor, Patrick, estaba viendo.

Luego de tomar un té, cerrar el libro, leer otro, tomar notas, coser un par de medias y que pasaran tres horas, el doctor regresó a la cocina visiblemente indignado.

–Es el peor final que vi en mi vida.

–Eso le pasa por mirar Juego de Tronos.

–¿Hermana? ¿Viste esa serie?

–Claro que no, pero Trixie la miraba y estaba como usted, como tú, cuando la terminó. No paró de quejarse durante tres días, y como ella, estaban varios pacientes que atendí.

–No puedo creerlo, tanto tiempo desperdiciado para esto. ¿Estás estudiando? ¿No quieres ver una serie conmigo? Ahora que nos pusieron wifi debemos aprovechar. La verdad es que no puedo quejarme, estoy comiendo bien, estoy sin hacer nada, y ahora tenemos internet. Y estoy con una mujer muy bonita.

–Si dices otra cosa más como esa te denuncio y digo que estás a punto de morir.

–Perdón. –le sonrió, y ella no pudo decirle más nada, no cuando la miraba de esa manera entre divertida y tierna.

–¿Cuál serie tienes para ver? –preguntó. Le daría el gusto.

–Está la de Al Pacino. ¿Le gusta Al Pacino? Podemos ver El Padrino, es mi trilogía favorita.

–Ya la vi mil veces.

–¡Hermana! ¿De verdad?

–Tuve una vida antes de entrar al convento, ¿sabes? Bien, ¿de qué se trata la de Al Pacino?

–Hay una monja, y buscan nazis, o algo así me contaron.

Patrick no dijo más nada y estaba mirándola de manera extraña y eso la intimidaba. Era como si estuviera tratando de ver si ella también perseguía nazis.

–Hermana, ¿puedo preguntarte una cosa?

–No busco nazis si es lo que quieres saber.

–No es eso. Dijiste que tuviste una vida antes de entrar al convento pero...hace unos diez años que te conozco. ¿Por qué entraste tan joven?

–Lo hice porque quería. Tenía muy clara mi vocación. No sé qué tiene de extraño, seguramente tú entraste a la misma edad a la universidad y nadie te pregunta nada.

–Lo siento, no quise molestarte. Es que...es curioso en estos tiempos.

Suspiró, tratando de no mirarlo.

–Si, tienes razón. La hermana Evangelina no quería. Me decía que me tenía que ir, vivir mi vida un poco mas, pero no tenía mucho para vivir. Mi padre había muerto y no tenía casa. Lo único que tenía era mi vocación de enfermera y de servir a Dios. Me pareció suficiente.

–¿Y ahora es suficiente?

Lo miró, el aire escapó de sus pulmones, pero culpó al coronavirus. La miraba de otra manera diferente que la hizo temblar.

–A veces no es suficiente. –dijo con toda la sinceridad y la voz que pudo reunir.

Se puso de pie y se fue a su celda con sus libros.

**Día 8**

–¿Puedo ayudarte con eso?

Ella levantó la vista de su libro y le sonrió. Estaba aburrido, dando vueltas por todos lados. Al parecer no había ninguna serie que lo entretuviera y era el horario en que su hijo no podía contestarle porque estaba en sus clases virtuales.

–Claro. –dio vuelta su libro, y él se sentó al otro lado de la mesa–¿Podrías resumir este capítulo?

–Estoy tan aburrido que puedo resumir toda la biblioteca de Londres. Si tan solo me dejaran salir de aquí.

–Creí que estabas feliz de estar encerrado. –le alcanzó un resaltador amarillo.

–Sí, pero ya es demasiado.

Estuvieron en silencio varios minutos, sólo se escuchaba el ruido de las páginas pasando.

–Perdón por lo que te pregunté ayer.

Lo miró y sonrió.

–No importa.

–Sí que importa. A veces hablo sin pensar, y olvido que hay cosas que no debo decirte o preguntarte. Perdón si te lastimé.

No lo había hecho, pero su curiosidad no le permitió dormir en la noche, su cabeza llena de preguntas y de dudas sobre la vida que eligió y que cada día se le hacía más pesada.

–No pasa nada, Patrick. –susurró, obligándose a seguir leyendo.

–Tú puedes preguntarme lo que quieras.

–No lo haré, no te preocupes.

–Por favor.

Lo miró y tragó saliva. Estaba triste y desesperado. Supo que él necesitaba hablar con alguien, y quizás llevaba años necesitando eso y nadie lo ayudaba. Y ella era enfermera, así que estaba para ayudar a todo el mundo.

–Bien. –cerró el libro y lo miró–¿Cómo estás?

–Uf, empezaste por lo peor. –trató de reír–No sé cómo estoy.

Instintivamente extendió su mano para tocarlo, pero se contuvo.

–Bueno, yo tampoco sé cómo estoy. Las noticias son desalentadoras. Esperemos que mañana nuestros estudios salgan bien.

–Eso espero. Quiero salir de aquí y a la vez tengo miedo. Es extraño, no fui tan cobarde en la guerra.

–¿Quieres...hablar de eso? De la guerra. Sólo si quieres.

Él se encogió de hombros, jugó con el resaltador entre sus dedos.

–No hay mucho para contar, era parte del cuerpo médico, así que vi cosas terribles ahí y en todas partes. Tuvo una parte linda, y es que conocí a muchas personas, soldados y médicos muy buenos. Pero no puedo verlos, algunos se suicidaron, otros están en psiquiátricos.

–Eso es horrible, lo siento mucho.

–Y después estoy yo aquí simulando que estoy bien.

–Ahora ya sabes, cuando no lo estés, puedes hablar conmigo, o con quien quieras. Todos te quieren aquí.

–No puedo contar estas cosas, nadie puede confiar en un médico traumado.

–Yo sí, eso te hace mejor persona.

No sabía en qué momento tomó la mano de él. Lo cierto es que cuando bajó la mirada, estaba apretándola con fuerza, tratando de reafirmarle sus palabras. Patrick la soltó suavemente.

–Gracias. Eres muy buena amiga.

Trató de sonreír ante la palabra "amiga". Era una linda palabra, pero no quería que él la considerara solo eso. ¿Pero qué más podía esperar?

–¿Qué hay sobre Timothy? –trató de desviar la conversación. Tim siempre era terreno seguro para ambos.

–Por ahora me quiere, no podré asegurar lo mismo cuando sea adolescente y se de cuenta que soy un padre terrible. No soy limitado sólo para cocinar, lo soy para todo. Por suerte tiene a su abuela y Nonnatus, sino ya me lo hubieran quitado por no atenderlo como debo.

–Esas son tonterías, todo el mundo ve el esfuerzo que haces por él. Sabemos que hay padres que no se molestan jamás por saber qué les pasa a sus hijos, o que los golpean o les hacen cosas peores.

–Lo sé, pero todo ha ido cuesta abajo desde que murió Marianne. Ella...se ocupaba de todo, lo educaba, trabajaba...no sé cómo lo hacía, y yo no soy capaz de firmar una nota de la escuela porque lo olvido por más que Tim me deje su cuaderno frente a mi nariz. Y él...la extraña tanto.

–¿Y tú?

****

No sabía porqué estaba contándole todo esto a ella, pero dadas las circunstancias, era obvio que en algún momento llegaría el momento de las confesiones. Quería confesarle todo, pero sabía que tenía un límite.

Cuando ella le preguntó si extrañaba a su difunta esposa, debió pensarlo bien. La extrañaba siempre, fue su primer amor, crecieron juntos. Todavía conservaba su ropa y sus perfumes. Pero la herida ya no dolía. Marianne era un recuerdo feliz en su vida, ya no lloraba todos los días por ella sintiéndose miserable. Ella estaba allí, y a la vez no.

Lo que le hacía doler el alma era amar a la hermana Bernadette y saber que nunca podría ni siquiera decírselo. Podría encontrar alegría otra vez con ella, pero eso no sería posible.

–Sí, todavía la extraño mucho. –dijo al fin.  


*sonido de violines tristes*

Acabo de estornudar, espero terminar esta historia antes de que me internen

*mas violines tristes*

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